La descomposición
“Todas las tradiciones están gastadas, todas
las creencias anuladas, y no despunta una nueva
conciencia en las masas; es lo que yo llamo la descomposición,
es el momento mas atroz en la existencia de las sociedades”
Pierre-Joseph Proudhon
Según los planes del presidente las últimas elecciones parlamentarias (Octubre 2005) debían haber consolidado la gobernabilidad del sistema. El oficialismo hizo un despliegue completo de sus mañas: clientelismo en el más puro estilo del viejo partido conservador, despilfarro multimillonario del dinero del estado en publicidad y finalmente, cuando aparecieron los resultados, fraude mediático destinado a ocultar el deterioro institucional expresado por una avalancha de abstenciones. Pocos días después de la “victoria kirchnerista” los grandes medios de comunicación, tan sensibles a los humores oficiales, la habían deslizado a un segundo plano para luego hacerla desaparecer discretamente. Otras noticias fueron ocupando el lugar de privilegio: las declaraciones del ministro de economía anunciando la profundización del ajuste fiscal, la pueblada de Haedo, los enfrentamientos de Avellaneda, las protestas contra la llegada de Bush…
La decadencia
El carnaval electoral con sus políticos de plástico, sus viejas y nuevas siglas y su avalancha de encuestas no fue más que un breve episodio con resultado final igual a cero. Para entender el fiasco es necesario insertarlo en un proceso complejo y de larga duración que podríamos denominar decadencia argentina. Una de sus componentes mas ruidosas es la dirigencia política que suele ser inscripta en una entidad más amplia marcada por la corrupción y que algunos definimos como “lumpenburguesía”: conglomerado de negocios cortesanos que pulula en torno de los grupos dominantes (empresas privatizadas, redes financieras, grandes medios de comunicación… ). Dicho de otra manera, no existe una sociedad articulada sino un polo depredador (transnacional) rodeado por una trama de intereses locales que controla una amplia variedad de “actividades” más o menos mafiosas por debajo de la cual se extiende una masa social con un avanzado nivel de desarticulación, producto de varias décadas de degradación económica. La desintegración social aparece como un proceso de larga duración, muy heterogéneo, cubriendo una gran variedad de especificidades, ritmos, resistencias, recomposiciones efímeras, emergencias de ganadores, hundimientos, etc. Tenemos que pensar en un país burgués periférico que luego de vivir una sucesión de ilusiones de prosperidad excepcional (en la etapa agroexportadora y liberal alrededor del 1900 y en la industrial-peronista de los años 1940-1950) se fue sumergiendo gradualmente en el desastre. Durante ese recorrido el paraíso se desplazaba imperceptiblemente desde el presente-futuro hacia el pasado, y en su último ciclo (a partir de 1983) que se está agotando distintas tradiciones políticas e ideológicas resistieron tenazmente el paso del tiempo, nada realmente “nuevo” perturbó sus ritos, aunque gradualmente se fueron vaciando de contenido convirtiéndose en “comodines” del Poder. También las memorias de rebeldías pasadas sufrieron en gran parte esa transformación perdiendo agresividad real para asumirse como “víctimas” que reclamaban justicia al interior de un sistema esencialmente injusto.
Estos deterioros (institucional económico, político, moral…) están estrechamente interrelacionados, forman parte de un proceso más general de descomposición de la sociedad argentina empujado por una dinámica de rapiña cuya vanguardia, la “clase superior” carece de proyectos de largo plazo, vive al ritmo de los golpes de mano, de la transgresión de toda norma (incluso las más favorables a su dominación). No lo hace a causa de alguna desviación moral sino porque la inestabilidad creciente de su entorno la obliga a obtener el máximo beneficio hoy sin esperar la llegada de un futuro inasible, lo que a su vez hace crecer la inestabilidad del sistema en su conjunto. Se trata de una dialéctica infernal que contrapone las practicas rapiñeras, caotizantes de la alta burguesía con su propio discurso conservador que exige orden, seguridad jurídica. Incoherencia decisiva, desdoblamiento psicológico desgarrador que la condena a destruir con su conducta las bases de la gobernabilidad que tanto desea.
Recorrido peronista
Podríamos establecer el punto de arranque de la decadencia a mediados de los años 1950 cuando el peronismo fue sacado del gobierno por un golpe militar al que no fue capaz de oponer ninguna resistencia significativa. El argumento repetido con cierto orgullo por el propio Perón fue que su oposición armada al golpe hubiera desatado una guerra civil que él quiso ahorrarle al país. Visto de otra manera, el lider debería teóricamente haber acudido a las masas obreras para lanzarlas contra la oligarquía y sus seguidores de las clases medias, no lo quiso hacer porque de ese modo habría transgredido las vallas ideológicas de su propio movimiento estructuradas en torno del mito de la construcción de un capitalismo nacional próspero bien alejado de cualquier aspiración anticapitalista. El peronismo prometía integrar a los de abajo en la sociedad burguesa, edificar un acuerdo social pacífico y no desatar la guerra de clases. Este anclaje esencial en el país burgués marcó toda su historia, desde el 17 de octubre de 1945 hasta el reciente show electoral del 23 de octubre de 2005. Entre ambas fechas atravesó numerosas fases desde las aspiraciones nacionalistas iniciales, pasando por el doble juego de Perón durante su largo exilio (amenazando con las masas populares y negociando permanentemente con el Poder local y sus apoyaturas internacionales), que luego giró brutalmente hacia la derecha (triple A mediante) en 1973-1974 cuando la izquierdización social ascendente jaqueó su estrategia, hasta llegar a la reconversión neoliberal del movimiento en los años 1990 y finalmente al neoliberalismo progre de la era K.
Durante ese recorrido el capitalismo argentino fue sufriendo transformaciones asociadas con cambios globales de diverso signo. Así el nacionalismo original peronista se correspondió con una etapa de indefinición (y crisis profunda) de la dominación extranjera iniciada luego de la Primera Guerra Mundial y acentuada durante los años 1930, el Imperio inglés declinaba y emergían los imperialismos alemán y norteamericano. Sobre todo la Segunda Guerra Mundial implicó un aflojamiento de los lazos de externos combinado con una repentina prosperidad industrial que permitió acelerar el proceso de integración social. De la forja de esa crisis irrumpió un ensayo desarrollista keynesiano y popular plagado de contradicciones, no duró mucho porque al restablecerse el conjunto de las economías occidentales desde comienzos de los años 50 su margen de maniobras se redujo drásticamente. Aferrado a sus ilusiones burguesas se retiró mansamente del gobierno para desplegar durante algo menos de dos décadas una resistencia ambigua que desembocó en su regreso de 1973… y en su segundo fracaso. Fue la victoria del parche keynesiano al capitalismo central lo que paradojicamente al recomponer su vigor selló la suerte de los desarrollismos autonomizantes de la periferia, entre ellos el peronismo.
Lumpenburguesía y lumpensociedad
El medio siglo que va desde 1955 a 2005 puede ser visto como una sucesión de etapas sobredeterminadas por tendencias pesadas que constituyen la base de la lógica de la descomposición. El período de puja inflacionaria por el Ingreso Nacional (1955-1976) entre un abanico de sectores burgueses locales y transnacionales y los trabajadores, luego la dictadura militar que hizo caer los salarios reales y encumbró la especulación financiera, mas tarde la democracia colonial desde 1983 que primero instaló en el marco constitucional las transformaciones de la dictadura (Alfonsin) para luego profundizarlas hasta el sometimiento integral del país (Menem).
A lo largo de esa historia se fueron produciendo cambios decisivos: en primer lugar la degradación del aparato estatal, desde el desquicio preparatorio de sus empresas hasta el remate neoliberal de los años 90; en segundo término la penetración de las firmas transnacionales, en una etapa inicial -alrededor de los años 60- capturando porciones importantes del mercado interno para finalmente someterlo a un saqueo generalizado. Tercero, la concentración de ingresos, desde la desaceleración de los salarios reales, luego su reducción (dictadura militar) para concluir con la instalación como fenómeno permanente del trabajo precario, la desocupación, la marginalidad social, la indigencia; en cuarto lugar el desmantelamiento de las estructuras de integración social (transporte, educación, salud, etc), desde el levantamiento de los primeros ramales ferroviarios y la apertura a las universidades privadas durante el gobierno de Frondizi (1958-1962) hasta las privatizaciones de la era menemista. Quinto el crecimiento de la deuda externa, desde los primeros préstamos con monitoreo del FMI y sus “planes de austeridad” hasta la avalancha de endeudamientos durante el régimen militar y el menemismo. Y sexto, la conformación de una burguesía dominante de saqueadores, desde la mutación cortoplacista de la época inflacionaria (a partir de 1955) para llegar a la consolidación parasitaria (conjunción de capitalistas nacionales y extranjeros) de los tres últimos lustros.
Se fue conformando así el país decadente a través de la convergencia entre mutaciones globales que apuntaban hacia la hegemonía financiera y la especificidad argentina (fracaso del desarrollo autónomo) para desembocar en una sociedad periférica cada día más degradada. Al desquicio por arriba corresponde la desarticulación por abajo, el saqueo de las fuerzas productivas locales como eje de la reproducción del país burgués deriva en un movimiento desordenado de desintegración de grandes masas sociales.
La declinación institucional
El fracaso estratégico del reciente operativo electoral ilustra bien la impotencia de un sistema de poder atrapado por la decadencia que el mismo promueve.
Por otra parte la desintegración social no debe ser vista solo como fenómeno limitado a la desocupación y la pobreza, es un proceso más amplio que incluye la degradación cultural de las clases altas, la reprimarización exportadora de la economía (contracara de la desindustrialización), la destrucción de los sistemas educativo, sanitario, de transporte. Una de sus expresiones más notorias es la declinación del sistema institucional expresada por un doble fenómeno: la captura de sus estructuras por parte de redes mafiosas y el alejamiento (voluntario e involuntario) de su área de influencia (de integración) por parte de masas crecientes de la población. Por ejemplo la extensión de zonas grises en los grandes conglomerados urbanos donde el estado esta ausente: sin hospitales ni escuelas públicas, con presencia policial esporádica imbricada con la delincuencia, etc. Un claro indicador del fenómeno es la mezcla de desinterés y rechazo que expresan crecientes sectores sociales hacia el sistema electoral y en consecuencia hacia el parlamento y las otras esferas del poder político, visualizado como una trama de bandas mafiosas que se enriquecen a costa del estado. Desde 1983 lo que suele llamarse “voto positivo” (deduciendo del padrón electoral las abstenciones y los votos en blanco e impugnados) ha ido decayendo sistemáticamente (ver el gráfico “Elecciones parlamentarias: declinación del voto positivo”). En la década de los 80 el “voto positivo” en las elecciones parlamentarias se colocaba en torno del 82 % del padrón electoral, cayó al 75 % en promedio durante los 90 para derrumbarse mas de diez puntos porcentuales en las elecciones de 2001 y 2005 (1). En estas últimas más del 35% de votantes inscriptos decidió no votar o bien votar en blanco o hacer anular su voto, solo las abstenciones representaron el 29 % del padrón electoral, peor aún: las listas kirchneristas sumadas a las de sus aliados apenas llegaron al 26 % del mismo. La fantasía de Kirchner de transformar las elecciones de 2005 en una plebiscito se esfumó sin pena ni gloria (recordemos que en las elecciones presidenciales de 2003 había conseguido apenas el 17 % del padrón), su “legitimidad” sigue siendo principalmente un producto mediático.
A partir de las insurrección popular del 2001 retornó el fantasma de la ilegitimidad del Poder, dominante entre 1955 y 1983 (proscripción del peronismo, dictaduras militares), la democratización (limitada) de 1983 borró esa imagen durante un cierto tiempo pero luego se fue reinstalando a lo largo de los años 90 para volver con fuerza al imaginario social en la década actual, aunque ahora se presenta de manera diferente: entre 1955 y 1973 los gobiernos se basaban en proscripciones o golpes de estado (inexistencia o falsificación abierta de la democracia formal), ahora son percibidos como el resultado de las disputas entre camarillas políticas donde las mayorías están completamente ausentes (degradación mafiosa de la democracia formal).
Bloqueos y rupturas
La lógica de la descomposición suele provocar explosiones de ira popular (19-20 de diciembre de 2001) pero también implosiones sociales de distinta duración. El sistema de poder pretende apostar a la gobernabilidad, a la estabilidad, pero las herramientas empleadas para ese objetivo y la reproducción concreta de sus privilegios (el saqueo como eje de su comportamiento) empujan hacia implosiones prolongadas que quiebran los lazos de solidaridad, degradan los focos de rebeldía, en ultima instancia la paz social apunta hacia la muerte cultural.
Pero si la capacidad de integración (económica, política, ideológica) del sistema se ha ido reduciendo con el correr del tiempo, su poder de corrupción y bloqueo sigue siendo alto, entre otras cosas pudo desde el 2002 implementar con éxito mecanismos de contención social (planes de jefes y jefas de hogar) que frenaron la protesta de los indigentes y acercaron al Estado a una buena porción de las organizaciones piqueteras. También al lanzarse la operación-kirchner pudo captar a una amplia variedad de referentes y organizaciones de izquierda, centroizquierda, de derechos humanos, etc.
Por otra parte la desintegración social terminó por devorar a las dos grandes identidades políticas que durante más de un siglo habían encausado las aspiraciones populares dentro de los límites de la sociedad burguesa: el radicalismo (colapsado) y el peronismo convertido en una red de grupos mafiosos. Además el juego entre sensibilidades derechistas y progresistas, reforzando esos límites, atravesando los partidos políticos tradicionales o creando formaciones (efímeras) nuevas; ha sufrido un notorio desgaste (comparemos la euforia de las clases medias progresistas en torno de las fanfarronadas de un Chacho Alvarez en los años 90 con las prevenciones actuales de esos mismos sectores ante el doble discurso de Kirchner).
Mientras tanto la separación entre los de abajo y la estructura institucional crece de manera irresistible, se expresa de múltiples maneras: caída del voto positivo, desprecio generalizado hacia las estructuras judiciales y policiales, etc. Allí se encuentra el talón de Aquiles, el área de mayor vulnerabilidad del sistema de poder, que conoce bien su enfermedad pero no puede superarla, no le queda otra alternativa que sobrevivir con ella, frenar su agravamiento. La superación de dicha ruptura implicaría revertir la desintegración social, objetivo imposible ya que la reproducción del sistema es sobre todo reproducción del pillaje (drenaje de fondos hacia la usura global, superganancias de las empresas privatizadas, de los grandes exportadores, etc.) y en consecuencia concentración de ingresos, acumulación ampliada de la marginalidad. Por consiguiente la estrategia de supervivencia política del capitalismo argentino incluye el desarrollo de una amplia variedad de acciones de división y corrupción de su enemigo; las masas sumergidas, sus núcleos de recomposición y rebeldía, enfrentando la amenaza permanente del desborde popular, más allá de los altibajos, de los flujos y reflujos de la bronca social. Para ello cuenta no solo con una vasta experiencia internacional materializada en programas de atención a la pobreza de organismos extranacionales (Banco Mundial y oficinas de cooperación internacional de los países ricos) y en actividades de las llamadas Organizaciones No Gubernamentales, sino también con una densa experiencia propia proveniente del viejo populismo conservador con sus punteros políticos, sus administraciones municipales, etc.
Se trata de un guerra prolongada entre el Poder corruptor, disociador y en ciertos casos represor y las masas populares en cuyo seno irrumpen tentativas de reconstitución cultural (económica, política…) donde el objetivo estratégico de los de arriba no es otro que la eternización de esa guerra, evitando siempre su desenlace positivo (revolucionario), lo que señala cual debería ser el objetivo estratégico de los de abajo: el desborde insurgente, la auto organización revolucionaria, en suma la destrucción del actual sistema de poder, su remplazo por otro poder, popular, capaz de realizar la revolución integral contra el capitalismo.
Lineas de reflexión.
Las murallas del sistema no han cedido pese a sus numerosas grietas, una de las razones para ello es que lo que aparece como el fermento de las rupturas, la izquierda, ha demostrado una persistente incapacidad para transformar su inserción social creciente en formas eficaces de jaqueo al poder burgués, de despliegue de estrategias de poder (de autonomía insurgente) de las bases populares. Entre las diversas causas de esta aparente ineficiencia podría señalar a una suerte de autolimitación defensiva mas o menos inconsciente herencia de la dictadura militar. Como afirma con razón León Rozitchner al referirse a este tema “la eficacia es peligrosa”, las clases dominantes pudieron luego de ejercer el terror (1976-1983) instalar la subcultura del terror estableciendo limites claros entre lo permitido por la instituciones y el mundo del horror. Funcional a esa subcultura ha sido la preservación de una memoria manipulada por progresistas y/o ex rebeldes que han reducido la ruptura revolucionaria de los años 60 y 70 a un sucesión perversa de imágenes del terrorismo de estado. Alguna vez leí que en la España de hace unos cinco siglos algunas madres concurrían con sus hijos pequeños a presenciar las ejecuciones en la plaza pública y que finalizada la ejecución se aproximaban lo más que podían al cadáver y le propinaban al hijo una fuerte bofetada sin mayores explicaciones, de ese modo suponían curar preventivamente al niño de futuras desviaciones afirmándolo en el miedo al poder. La repetición hasta el hartazgo de referencias truculentas sirve tanto al político o comunicador que escinde demagogicamente su conservadurismo de los “excesos” represivos del pasado como a quienes, más allá de ciertas audacias verbales, han clavado firmemente sus dos pies en el corral del régimen. Así es como el presidente Kirchner que hizo fortuna durante la dictadura pudo esbozar algunos lagrimones en la ESMA (con buena cobertura mediatica, por supuesto). Pero esa instalación perversa se deteriora con el correr del tiempo (de la crisis) y ello plantea el desafío de recuperar críticamente la verdadera historia aplastando la falsa memoria.
También pesan negativamente el anacronismo ideológico y las permanencias autoritarias. En el primer caso se trata de un bloqueo a la reflexión que somete la realidad a los textos e iconos sagrados que solo pueden ser bien conocidos (no cuestionados). Están quienes arman sus conceptos a partir del antagonismo Trotsky-Stalin, otros descubren a Gramsci (fallecido en 1937), y no faltan los que buscan sumergirse en el nacionalismo popular a través de las lecturas de los escritos (elaborados en los años 1960) por Hernandez Arregui o Jauretche. Esto se vincula estrechamente con la persistencia de prácticas autoritarias, (micro) aparatistas sin reflexión libre. Lo que plantea otro desafío decisivo: abrir la cabeza a la vida real no para adaptarse a sus injusticias sino para destruirlas, apoyándose en formas nuevas emergentes basadas en la multiplicación de interrelaciones, de comunicaciones, de iniciativas auto-organizantes, apuntando hacia la conformación de grandes movimientos revolucionarios. Porque de esto último se trata en definitiva, para superar el nivel contestatario (de la protesta políticamente impotente) y reiniciar la aventura de la revolución popular.
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(1) Aunque en las cinco elecciones elecciones presidenciales realizadas desde 1983 la participación fue más alta también allí se expresó la tendencia declinante ( 83 % de votos positivos en 1983 contra 76 % en 2001).