Segunda transición
Rafael Poch
España se formó como estado moderno en condiciones de ausencia de libertad. Los pocos periodos de libertad que tuvimos fueron breves, se echaron a perder y fueron sucedidos por los “grandes retrocesos” que, en palabras de Ramón Carande, caracterizan a nuestra historia nacional. Los últimos 37 años han permitido por primera vez “respirar” al cuerpo social español. Por eso la España de 1978 ya no existe, precisamente porque recibió oxígeno y lo utilizó para desarrollarse y evolucionar. Y por eso la España real de ahora exige profundas reformas. Una segunda transición, como se ha dicho.
Ya no es viable un nacionalismo español que se entienda como antagónico hacia los otros nacionalismos que el país contiene. En 1978 ese antagonismo se resolvió con el disimulo autonómico del “café para todos”. Pero hoy el país se ha liberado de algunos de los factores “disuasorios” que determinaron aquel consenso, entre ellos el miedo a una reacción militar consagrada en el artículo octavo de la Constitución. Por eso es imperativo dejar de aferrarse a aquel consenso, basado en la antigua España de 1978, para impedir un debate de tipo federal y abrirse a ello ¿Está dispuesto el nacionalismo español? Pascual Maragall, seguramente el político catalanista más abierto y universalista, intentó abrir ese debate pero chocó con la oposición del propio PSOE entonces gobernante ¿Será el PP capaz de hacer lo que el PSOE negó?
Pero el tema nacional es sólo uno entre los temas de la agenda de esa “segunda transición”. Está el tema de la historia, es decir de la justicia hacia el holocausto español de los años treinta y cuarenta, lo que se conoce como “memoria histórica”, y está la idea de una amplia regeneración democrática surgida en el 15-M, que incluya una política anticrisis razonable y desmarcada de la actual estafa social.
Por desgracia no se ven grandes posibilidades, ni disposición ni capacidad institucional favorable, para un proceso así. A menos que el terreno de juego sea dinamizado por algún tipo de potente “revolución civil de terciopelo” desde abajo, escenario que no puede descartarse en absoluto en la actual Europa y particularmente en España, que es el eslabón más débil y vulnerable de la crisis europea.
El debate separatista, irredentista, independentista, soberanista, como se quiera llamar, catalán, es completamente legítimo desde el punto de vista de la historia. Tan legítimo es hablar de la España de los 500 años, como de la Catalunya del milenio, con su lengua y tradición cultural diferenciada e incluso anterior a la española-castellana. Históricamente el sentimiento catalán hacia España ha conocido de todo; desde una profunda hostilidad y una alianza antiespañola con el rey de Francia en el XVII, hasta el exacerbado patriotismo español de la Catalunya próspera de finales del XVIII. Lo que hay que comprender es que el actual irredentismo catalán es un hijo de la libertad de los últimos treinta años.
A diferencia del catalanismo de los años setenta, que era pura sociedad civil, el actual incluye factores institucionales que hoy están en manos de una clase política muy desacreditada. Está también mediatizado por el filtro de toda una generación educada en cierto espíritu pujolista provinciano, y también por los intereses electorales cortoplacistas del partido neoliberal y catalanista que gobierna Catalunya. Pero con todos esos defectos, ese catalanismo es un hijo completamente legítimo de la libertad, de la rara libertad española de los últimos 37 años. Siempre que Catalunya ha tenido un poco de esa breve libertad ha asomado ese impulso que tanto desagrada a algunos en España.
Hay que comprender que la historia es una obra en construcción, que los amores y desamores de una sociedad son cambiantes, y que en un matrimonio libre y moderno – aunque tenga hijos y un abultado patrimonio común- se incluye el derecho al divorcio. Ese derecho es válido incluso si una clase política desprestigiada como la catalana, no menos corrupta e inepta que la española, intenta utilizarlo como sustituto y alternativa a la posibilidad de una marea civil de terciopelo que reclame un orden social menos injusto y más decente.
Así, la segunda transición no solo representa retos para el nacionalismo español, sino también para el catalán. Si la primera transición expresó nuestro nivel como país y sociedad, con la segunda pasará lo mismo: obtendremos aquello que seamos capaces de pelear, negociar y consensuar.
Los tres grandes temas de la agenda de la segunda transición (social, histórico y territorial) no son incompatibles sino complementarios, pero sus adversarios, en Catalunya y en España, intentarán enfrentar a unos contra otros. Su objetivo sería que en lugar de debatir la ley electoral, la memoria histórica, el referéndum sobre la deuda, las responsabilidades por el ladrillo, los pufos de la banca, la corrupción política, el paro y los desahucios, junto a las mayores ansias soberanistas de Catalunya, Euskadi, Galicia y los que se puedan apuntar, se invite a la gente a una pelea identitaria bajo diversas banderas. Eso canaliza los malos humores sociales hacia un callejón sin salida muy a la conveniencia de la oligarquía internacional que gobierna la crisis europea.
Lo peor que se puede hacer ante los independentismos es precisamente lo que tiene más posibilidades de ocurrir: que se insulte, descalifique o deslegitimice el deseo de cambios de la población, expresado en elecciones, resoluciones parlamentarias y presiones cívicas mayoritarias. Nada será más contraproducente que la amenaza porque alimentará la pelea. Si eso ocurre asistiremos a un divorcio desagradable, porque la posibilidad de meternos en un improductivo charco de mutuo desgaste de la mano de nuestra fallida clase política hispano-catalana, es muy grande.
España es un país que puede permitirse ciertos márgenes de demagogia identitaria en su periferia. Lo que es letal para su integridad es ese mismo discurso y actitud en su matriz castellano-española. La situación no es comparable en muchos aspectos, pero la URSS se murió, no a causa de Lituania o Georgia, sino cuando su matriz rusa se apuntó a la disolución afirmando un discurso nacional ruso. Tal como se están poniendo las cosas en Europa, pronto al gobierno del PP no le quedará más recurso “macho” que exhibir que la defensa nacionalista española del centro contra la periferia. Por eso, cualquier reinvención de España en dirección a una mayor democracia, equidad y federalismo precisa un fuerte vector popular desde abajo. Sin ese movimiento, tendremos una doble quiebra. Quiebra social y quiebra nacional. España padece la misma enfermedad que la Unión Europea, aunque en una dosis más concentrada.