Sobre el “comunismo” después de su muerte
Rafael Poch
Veinte años después de la disolución de la URSS la búsqueda de una estrategia de desarrollo y de una vida diferentes se ha hecho más urgente y necesaria que nunca (*)
Voy a hablar de la vigencia de lo alternativo después de su proclamada muerte oficial, para concluir en una idea tan simple como la de que la historia, que hace veinte años nos dijeron que se había acabado, continúa, como es obvio y manifiesto.
Cuando ahora evocamos el fin de la URSS, lo primero que debemos tener presente es que la URSS no era un país, sino una parte del mundo. No sólo por lo grande que era, sino sobre todo por la variedad y diversidad cultural y civilizatoria que contenía. Dentro de aquel gran conjunto euroasiático de matriz rusa, había toda una sinfonía de culturas, idiomas, naciones y alfabetos.
Estaban todas las grandes religiones; entre los cristianos, además de los mayoritarios ortodoxos, había autocéfalos de los más viejos en Armenia y algo parecido en Georgia, católicos en Ucrania occidental y en Lituania, luteranos en el báltico, musulmanes en todas sus variedades: sunitas, chiís, ismaelitas, corrientes sufíes en el Cáucaso del Norte, budistas, en Buriatia y Kalmukia, animistas en el Gorno Altai o en Yakutia, vida europea moderna, y transhumancia pastoril… Una diversidad sin análogos en otros países del mundo.
La URSS era también excepcional por los recursos que contenía; de agua madera, crudo, gas, tierra cultivable, todo ello de capital importancia para el equilibro global, y por el papel de contrapeso que ejercía en un mundo bipolar.
Así pues, por todo eso decíamos que era una parte del mundo. Y dijimos que la quiebra de una parte del mundo evocaba la enfermedad del resto. Entonces aquella sentencia pudo sonar algo excéntrica a los oídos de algunos. Hoy, con la crisis global -la crisis del calentamiento “antropoceno”, y por supuesto también la casi anecdótica a su lado crisis del capitalismo neoliberal- todo el mundo está en crisis. Ya no se trata de una parte, del “comunismo”, de la URSS, del bloque del Este, o del Tercer Mundo-que nunca dejó de estar en crisis- sino del mismo centro del sistema. Así que aquella enfermedad del resto es pura evidencia.
Como en la URSS de entonces, hoy vemos un sistema que parece agotado que practica contabilidades económicas manifiestamente irracionales y absurdas, donde el mayor consumo de electricidad o de venta de coches es positivo, y el crecimiento de un cuerpo que superó hace tiempo la adolescencia se da por normal, ignorando su manifiesta malformación física. Un sistema que no se entiende a si mismo, cuyas enfermedades parecen escapar a la comprensión de sus gestores.
Como en la Rusia de las privatizaciones, la crisis actual se aprovecha para practicar un robo descomunal a la mayoría, y acometer un retroceso de los derechos y de la democracia sin precedentes. Como en la URSS se abren paso en la Unión Europea- espirales desintegradoras en las que la economía se mezcla con desencantos europeístas (en países antes entusiastas como España) y reacciones nacional-populistas que comienzan en Alemania y se extienden por todas partes. Vemos también un rasgo que fue importante en la URSS: el de un sistema en el que la gente deja de creer… Así que toda esa nueva evidencia nos invita a mirar con otros ojos al fin del “comunismo” y a volvernos a preguntar qué fue aquel comunismo y de donde salió, sobre todo en los dos grandes países donde triunfó.
Sobre recetas y estrategias
Lo primero que nos llama la atención al practicar ese ejercicio es que en los casos de Rusia y China hemos estado muy obsesionados por el “comunismo doctrina”, las ideologías, las ideas y las banderas, y que eso no nos ha llevado muy lejos.
Porque, ¿qué hay de los ideales originales, nacidos en la Europa del XVIII y XIX, de libertad, igualdad y fraternidad, en los 80 años de historia soviética o en los 60 de República Popular China? Podríamos discutirlo y seguramente encontraríamos unos breves inicios esperanzadores enroscados en dramas que se tornan enseguida en muchos crímenes en nombre de ideales, incluidos algunos espantosos desde el punto de vista de la historia universal, como el hecho de que en 1937, el año del apogeo del terror estalinista, casi un millón de personas fueran fusiladas, o que en los años cincuenta, con el Gran salto adelante, se propiciara la mayor hambruna del siglo, con veinte o treinta millones de muertos, en parte consecuencia de errores políticos. Y eso, como dijo en cierta ocasión Manolo Vázquez Montalbán, impone la certeza de que en el siglo XX la izquierda perdió definitivamente la inocencia…
Si eso no nos ha llevado muy lejos, probemos entonces observar las cosas desde otro punto de vista: desde el punto de vista de la teoría del desarrollo ¿Qué quiere decir eso?
Se trata del problema del desarrollo desigual, el problema que se deriva del hecho de que unas naciones se desarrollan de forma más exitosa, más rápido y antes, que otras, y eso, en una historia europea en la que cada nación es el lobo de la que tiene al lado, crea conflictos, guerras y amenazas de verse derrotado, engullido o desaparecido por el vecino. La revolución rusa fue producto nacional de ese problema. Y voy a explicar cómo ocurrió con un breve apunte histórico.
La industrialización europea se hizo en una serie de oleadas y cada una de ellas tuvo su propia receta de desarrollo. La primera receta fue la de Inglaterra: el libre comercio surgido de la economía política de Adam Smith y de Ricardo. Con ella los ingleses fueron los primeros en industrializarse y salir al mundo a practicar el comercio moderno y con ella operó el primer grupo de países capitalistas.
La segunda receta la hizo Alemania, en la segunda ola de países industrializados. La confeccionó Friedrich List, el economista de Bismarck y de la Zollverein, mediante una enmienda al modelo inglés. El resultado fue el capitalismo de Estado que, frente al liberalismo, afirmaba un fuerte proteccionismo estatal para conseguir que la industria nacional pudiera competir con los países de la primera ola. Con ese capitalismo de Estado bismarckiano y el imperialismo, Alemania, la “nación retrasada” en esa carrera europea, que empezaba tarde su industrialización, alcanzó los primeros puestos: un éxito.
Rusia
La enmienda de List, fue atentamente observada por la Rusia zarista, que estaba mucho más cerca de la autocracia prusiana que del liberalismo británico. El primer ministro ruso zarista Piotr Stolypin intentó traducir al ruso la receta alemana: quería un capitalismo de Estado para Rusia.
Recordemos que a principios del siglo XX Rusia era al mismo tiempo una gran potencia y un país en desarrollo medio colonizado por las grandes potencias. Al lado del ritmo de sus competidores europeos, Inglaterra, Alemania y Francia, Rusia era un país que estaba perdiendo el tren: su industria más moderna estaba en manos del capital extranjero. En 1914, el 90% de la minería, casi el 100% de la extracción de petróleo, el 40% de la industria metalúrgica, el 50% de la química, y el 28% del textil, estaban en manos extranjeras. Y sólo el 30% de la población sabía leer y escribir.
Todo eso era visto con gran ansiedad en San Peterburgo. El primer ministro ruso Sergei Witte decía; “o alcanzamos a Europa, o en caso de fracaso, nos convertimos en una segunda China”.
Hay que detenerse un momento en ese temido espectro de la segunda China para descifrar lo que quería decir Witte ¿Qué era China a finales del XIX y principios del XX? Era un país inserto de pleno en las consecuencias más negativas de ese “problema del desarrollo desigual”: era un país invadido por potencias coloniales animadas de sentimientos de superioridad racista, que hacían y deshacían a su antojo, que aplicaban el derecho de extraterritorialidad, y que crucificaban, literalmente, al país induciendo, por ejemplo, la drogadicción de 150 millones de sus habitantes…
Stolypin no consiguió aplicar en Rusia su enmienda prusiana al desarrollo de Rusia. Le faltaron apoyos sociales y medios para imponerla. Sería largo explicar los motivos, pero entre tanto se produjo la guerra ruso-japonesa de 1905: la primera derrota de una potencia imperial blanca-europea a manos de una emergente nación industrial asiática. Recordemos que tras el ataque al enclave ruso, en la actual provincia china de Liaoning, de Port Arthur, y la destrucción de la flota rusa del Pacifico, el Zar Nicolás II envió a su flota del Báltico, en una navegación planetaria a través del Cabo de Buena Esperanza, para zurrar a aquellos “macacos”, como dijo. El guión de sus almirantes y generales era una “rápida sumisión del Mikado”. Lo que pasó en realidad es que cuando la flota llegó al lugar fue hundida por la japonesa en el estrecho de Tsushima… A ello se sumó el desastre de la primera guerra mundial y al final, la receta la aportaron los bolcheviques, ya no como enmienda, sino como ruptura, al afirmar una vía de desarrollo fuera del capitalismo, aboliendo la propiedad privada, con la ulterior colectivización estalinista (en la que Stalin, a diferencia de Stolypin, sí que dispuso de medios para imponerla, el NKVD y un particular nuevo tejido social), etc., etc. Hubo una enmienda a la totalidad. Una ruptura revolucionaria. Y eso fue el comunismo ruso: la respuesta rusa de principios de siglo al problema del desarrollo desigual.
Con el comunismo Rusia consiguió hacerse fuerte –evitar ser tratada como China, conjurar el peligro apuntado por Witte- con una fórmula de desarrollo propia que aguantó muchos años y amplió la potencia rusa a un nivel sin precedentes, desde el Elba hasta el Mekong. Por eso su receta fue una enorme fuente de inspiración mundial: una tercera parte de la humanidad vivió en regímenes emparentados con el soviético.
Naturalmente que Lenin no era un nacionalista, era un socialista internacionalista, pero las ideas y doctrinas surgen y echan raíz en determinado contexto histórico y están sometidas a la corriente de cierta lógica general de fondo (Закономе́рность) que las moldea. La idea que quiero transmitir con esto es la de que lo alternativo surge de una necesidad.
China
Veamos ahora el comunismo chino, cuyo origen no se entiende sin la URSS. Los chinos querían salir del agujero antes descrito y optaron por la receta rupturista rusa. Lo hicieron así por una razón muy sencilla: cuando buscaron recetas de inspiración, cuando tomaron la decisión estratégica de a qué apostar, en los años treinta (recordemos que la Revolución China triunfa en 1949)estaba claro que el comunismo era la receta de desarrollo más moderna y eficaz.
Rusia había demostrado que esa receta funcionaba; había ganado la guerra civil con intervencionismo extranjero –que China conoció- y la segunda guerra mundial, en la que Hitler quería disolver la URSS y convertir Rusia en un protectorado (la “segunda China” de Witte), sus ritmos de crecimiento eran superiores a los occidentales, etc., etc. Y todo ello había tenido lugar en las circunstancias más adversas.
Al mismo tiempo (y como no podía ser de otra manera, teniendo en cuenta la potencia de China como civilización), los chinos“nacionalizaron” fuertemente esa receta rusa, traduciéndola al chino. El resultado fue un refrito de un refrito: un producto tan diferente del ruso como éste lo había sido con respecto a la receta socialista europea (anglo-franco-alemana) original. En la fórmula china aparecen cosas como la creación de un ejército popular, la estrategia de ganarse al campo y rodear las ciudades, el llamado “pensamiento Mao Tse Tung” y una gran cantidad de cultura china tradicional puesta al día.
En 1918, Lenin había definido el comunismo ruso como, “el poder de los soviets, más la electrificación de todo el país“, una definición más desarrollista y de poder que ideológica. El comunismo chino fue algo todavía más exótico. Consistió, y consiste, en, construir una China fuerte y próspera más el Da Tong. El “Da Tong”, es el ideal confucioniano de la cohesión social derivada de una economía próspera y de una sociedad estable. Para lo que aquí interesa podríamos definirlo como un seudónimo de esas “características chinas” que los dirigentes de Pekín invocan siempre como una especie de comodín retórico cuando los occidentales pretenden darles lecciones.
Mientras los occidentales nos rompemos la cabeza intentando comprender las “rupturas ideológicas” entre Mao y Deng Xiaoping (el lío ese de qué tiene de “comunista” la actual “China capitalista”, etc., etc.), la simple realidad es que desde el punto de vista de esa definición, desde el punto de vista del “comunismo-estrategia desarrollo” Mao, Deng Xiaoping, Jiang Zemin y Hu Jintao y sus sucesores, son diversas tácticas del mismo propósito estratégico desarrollista chino común a todas esas generaciones. Todos siguen con gran coherencia y continuidad la vía del comunismo chino, tal como lo hemos definido. Mao optó por el comunismo soviético, por la misma razón por la que Deng optó por la economía de mercado americanizante, y por la misma razón por la que Hu se hace hoy socialdemocratizante y keynesiano con la “sociedad armoniosa”, etc.: porque en cada caso esas diferentes opciones son vistas como las mas adecuadas para realizar el “comunismo-estrategia de desarrollo”; “construir una China fuerte y próspera mas la armonía social del Da Tong”. Eso es el comunismo chino.
Lo alternativo sobrevive a su muerte oficial
Este enfoque histórico permite comprender mejor no sólo el presente ruso y chino y sus tensiones, sino, digamos, nuestro presente global.
En Rusia veinte años después de la muerte del comunismo doctrina, la tensión del imperativo de desarrollo se mantiene con toda claridad, porque los problemas del desarrollo desigual –no sólo entre países sino también de desigualdad entre sectores sociales- siguen ahí:
La Rusia de hoy crece gracias a la exportación de materias primas, y en condiciones de extrema desigualdad. Si con la URSS la sociedad tenía una nivelación social de tipo escandinavo, hoy tiene una desigualdad latinoamericana. Ambas cosas son muy contradictorias con las características de su sociedad educada al nivel de las más avanzadas del mundo. Pero ese crecimiento, que antes de la crisis financiera era del 7% anual gracias a la buena coyuntura de precios del petróleo y luego se enfrió algo, ha tenido lugar mientras el índice de Desarrollo Humano (Bienestar/Esperanza media de vida/Educación) bajaba. El sistema burocrático-oligárquico es corrupto y completamente ineficaz para la modernización, que exige más transparencia y nivelación. Pero realizar ese cambio necesario, no es posible sin cambiar el actual sistema político de “samovlastie”, la seudo autocracia con pluralismo de cartón piedra, sin posibilidad de alternancia en el poder, etc., que sin ser tan agobiante como la soviética no alcanza ni siquiera los estándares de democracia caricaturizada occidentales.
En China, las contradicciones entre el propósito central de estabilidad+prosperidad y el modelo crematístico/urbanizador, son cada vez más patentes: ¿Se hace un país más próspero y estable, a base de más desigualdad, más cemento y más contaminación? ¿Qué queda del “crecimiento” chino si le restamos todo el daño medioambiental y humano que suponen la degradación sanitaria, del medio ambiente, la contaminación de aguas, tierras y aire? Y todas estas consideraciones ¿se restringen a Rusia y China, o por el contrario podemos verlas por todas partes? Naturalmente, es una pregunta retórica. Lo alternativo surge de la necesidad y eso es así en todas partes y en todas las épocas.
Por todo el mundo la crisis global empuja a buscar modelos de vida, de economía y de relación con el entorno diferentes a los que ofrece el capitalismo. Desde ese punto de vista hay un regreso al punto de partida, un regreso a la necesidad de un modelo alternativo para toda la humanidad. Y esa necesidad resucita, podríamos decir, las ideas niveladoras, democratizantes e internacionalistas que se expresaron en su día cuando se inventó la idea socialista. Ideas que en Europa y América del Norte se dieron por muertas gracias a la socialdemocracia, y que ahora resurgen empujadas por la realidad, y, naturalmente, filtradas y maduradas por las experiencias y fracasos anteriores. La madurez de la inocencia perdida mencionada por Manolo Vázquez Montalbán.
La conclusión es que, desde luego, no sabemos cómo se resolverá todo esto. La historia tiene sus ritmos pero no una ley inexorable. No sabemos si las oportunidades y desafíos que, por ejemplo, la eurocrisis está lanzando a la mayoría, se resolverán en una derrota social, o si por el contrario, viviremos un nuevo 1848, una primavera de los pueblos con un nuevo “manifiesto comunista”…
Lo que sí sabemos es una cosa: que a diferencia de lo que se decía hace veinte años sobre su fin, la Historia continúa con más dramatismo que nunca. Que veinte años después de la disolución de la URSS la búsqueda de una estrategia de desarrollo y de una vida diferentes es más urgente que nunca.
(*) Conferencia pronunciada el 22 de diciembre en el Espai Mallorca de Barcelona, en ocasión del XX aniversario de la disolución de la Unión Soviética.