Cómo vivir con las piedras
John Berger
Usted ha descrito siete piezas de un rompecabezas que nunca pueden encajarse. Cada pieza está tan cargada de calidad como el granito. El rompecabezas es producto de un nuevo orden mundial impuesto por el neoliberalismo. La Cuarta Guerra mundial, dice, ya ha comenzado, y los que aspiran a ocupar sus nichos de mercado están llevando la destrucción a todas partes. El final de nuestro siglo se ha convertido en otra Edad Oscura. Así es.
Seis piezas del rompecabezas que usted encontró explican la oscuridad, la última, la séptima, tiene que ver con las bolsas de resistencia que ya se han formado o están formándose: los zapatistas en Chiapas, al Suroeste de México, y otras a lo ancho del mundo, no necesariamente armadas, cada lucha adaptada a su territorio geográfico o social.
Quiero decir algo sobre estas bolsas. Mis observaciones podrán parecer remotas, pero. como usted dice. «Un mundo puede contener muchos mundos, puede contener todos los mundos».
El menos dogmático de los pensadores sobre la revolución en nuestro siglo fue Antoni Gramsci, ¿no cree? Su falta de dogmatismo venía de una especie de paciencia. Esta paciencia no tenía nada que ver con la desidia ni con la complacencia. (El hecho de que su obra más importante fuese escrita en la cárcel en la que los fascistas italianos lo encerraron durante ocho años, hasta poco antes de morir con apenas 46, da testimonio de su urgencia.)
Su particular paciencia venía de un sentido de la práctica que nunca desaparecerá. Vio de cerca, y en ocasiones dirigió las luchas políticas de su tiempo, pero nunca olvidó el trasfondo de un drama que se extiende por un número ya incalculable de años. Fue quizá esto lo que previno a Gramsci de convertirse, como muchos otros revolucionarios, en un milenarista. Él creía en la esperanza más que en las promesas, y la esperanza es una apuesta a largo plazo. Podemos sentirlo en sus palabras: «Pensando un poco veremos que al preguntarnos «¿Qué es el hombre?» lo que queremos saber es «¿Qué puede llegar a ser el hombre?». Es decir: «¿Puede el hombre dominar su destino, puede hacerse a sí mismo, puede dar forma a su propia vida?». Permítasenos decir en tal caso que el hombre es un proceso, y precisamente el proceso de sus propios actos».
Entre los seis y los doce años Gramsci fue a la escuela en Ghilarza, una pequeña ciudad del interior de Cerdeña. Había nacido en Ales, una aldea cercana. A la edad de cuatro años cayó al suelo cuando lo llevaban en brazos, y este accidente le produjo una malformación de columna que minó de por vida su salud. No salió de Cerdeña hasta los veinte años. Croo que la isla le dio o le inspiró un especial sentido del tiempo.
En los alrededores de Ghilarza, como en muchas partes de la isla, lo primero que uno siente es la presencia de las piedras. Antes que nada, esta es una tierra de piedras y -arriba en el cielo- cuervos agrisados. Cada tanca -pasto- y cada campo de alcornoque tiene al menos uno, incluso varios montones de piedras, y cada montón es del tamaño de un camión de carga grande. Se han juntado y apilado estas piedras hace poco para que la tierra, aunque seca y pobre, pueda por lo menos trabajarse. Las piedras son grandes la más pequeña pesará media tonelada. Hay granito (rojo y negro), esquisto, caliza arenisca y bastantes rocas volcánicas de color oscuro, parecidas al basalto. En algunas tancas los cantos tienen una forma más alargada que redonda, por lo que ha habido que plantarlos como postes, y el montículo ha tomado una forma triangular: como una inmensa, pétrea, tienda india.
Infinitas y eternas paredes de piedra separan las tancas, bordean los caminos de grava, forman rediles para las ovejas, o, desmoronadas tras siglos de uso sugieren laberintos en ruinas. También hay pequeños montones piramidales de piedras más pequeñas, del tamaño de un puño. Hacia el oeste se elevan viejas montañas de caliza.
Vayas donde vayas una piedra toca a otra piedra. Y sin embargo aquí, sobre este suelo despiadado, uno se acerca a algo sutil: hay una forma de colocar una piedra sobre otra que anuncia irrefutablemente la acción de un hombre, algo distinto al azar natural.
Esto puede hacerle recordar a uno que marcar un lugar con piedras fue una manera de nombrar y probablemente uno de los primeros signos usados por el hombre.
“Conocimiento es poder”, escribió Gramsci, “pero la cuestión queda complicada por algo más: es decir, no basta con conocer una serie de relaciones existentes en un momento puntual como si fueran un sistema previamente dado, también es necesario conocerlas genéticamente -lo que es como decir la historia de su formación- porque cada individuo no es sólo una síntesis de las relaciones existentes, sino también la historia de esas relaciones, esto es, la suma de todo el pasado”.
Debido a su posición estratégica en el Mediterráneo Occidental y debido a sus yacimientos minerales –plomo, zinc, estaño, plata- Cerdeña ha sido invadida, y ha visto ocupadas sus costas, durante cuatro milenios. Los primeros invasores fueron los fenicios, seguidos por cartagineses, griegos, romanos, árabes, pisanos, españoles, por la Casa de Saboya y finalmente por la moderna Italia unificada.
De ahí que los sardos desconfíen, detesten el mar. “Quienquiera que venga del mar” dicen “es un ladrón”. No son una nación de navegantes o pescadores, sino de pastores. Desde siempre han buscado abrigo en el interior escarpado, inaccesible de su tierra convirtiéndose en lo que los invasores llamaron (y siguen llamando) “bandoleros”.
La isla no es grande (250×100 km) pero las montañas iridiscentes, la luz meridional, su piel de lagarto, los barrancos, los tortuosos caminos de piedra le dan, vista desde un lugar elevado, el aspecto de un continente. Y en este continente hoy, con tres millones y medio de ovejas y cabras, viven 35.000 pastores: 100.000 si se incluyen las familias que trabajan con ellos.
Es un país megalítico –no en el sentido de ser prehistórico (como toda tierra pobre del mundo tiene una historia propia e ignorada, o despachada como “salvaje” por la metrópolis)- sino en el sentido de que su alma es roca, piedra madre.
Sebasttiano Satta (1867-1914), el poeta nacional, escribió:
Cuando el sol naciente, Cerdeña, templa tu granito Debes dar a luz nuevos hijos
Todo esto ha sido así, con algunos cambios pero dentro de una cierta continuidad, durante seis milenios. La flauta de los pastores de la mitología clásica todavía se toca. Desperdigados por la isla quedan 7000 muragas -torres de piedra que datan del final del neolítico, anteriores a la invasión fenicia-. Muchas están más o menos derruidas; otras se conservan intactas y pueden llegar a medir doce metros de altura y ocho de diámetro. Con muros de tres metros de grosor.
Los ojos necesitan un tiempo para acostumbrarse a la oscuridad dentro de ellas. La única entrada, con el arquitrabe partido, es estrecha y baja, tienes que agacharte para poder entrar. Cuando logras ver a través de la fresca oscuridad del interior, observas cómo, para conseguir un espacio abovedado sin argamasa, las hiladas de piedra debieron ser colocadas una encima de otra. Solapándolas hacia dentro, por lo que el espacio es cónico como el de una colmenilla. El cono, sin embargo, no puede ser demasiado apuntado, ya que los muros deben sostener el peso de las descomunales piedras planas que cierran el tejado. Algunas muragas constan de dos pisos y una escalera. Al contrario que las pirámides mil años antes, estas construcciones eran para los vivos. Existen varias teorías acerca de su función exacta. Lo que está claro es que ofrecían protección, seguramente muchas hiladas de protección para el hombre son sobreprotección.
Las muragas están situadas siempre en un crucial del paisaje rocoso, en un punto donde la tierra podría tener un ojo: un punto desde el que todo puede ser silenciosamente observado en cualquier dirección -hasta que, en la lejanía, la vigilancia pasa a la muraga siguiente. Esto hace pensar que tuvieron, entre otras, una función militar, defensiva. También se las llamó “templos del sol”, «torres de silencio», y los griegos daidaleia, de Dédalo, el constructor del laberinto.
En el interior, uno va tomando poco a poco conciencia del silencio. Fuera hay moras, de las más pequeñas y dulces, cactus cuyo fruto de pepitas pétreas comen los pastores tras quitarle las espinas, cercas de zarza, alambradas de espino, asfódelos como cuchillos cuyo mango hubiera sido plantado en terreno firme… quizá una bandada de jilgueros charlatanes. Dentro de la colmena de piedras (construida antes de las Guerras de Troya) silencio. Un silencio concentrado -como puré de tomate concentrado en una lata.
Llamativamente, todo silencio dilatado tiene que estar continuamente dirigido, por si hay un sonido que avise del peligro. En este silencio concentrado los sentidos tienen la impresión de que el silencio es una protección. De esta manera uno descubre la compañía de las piedras. Los adjetivos «inorgánico», «inerte», «inanimado», «ciego» -cuando se aplican a las piedras- pueden ser insuficientes. Sobre la ciudad de Galtelli, se eleva una montaña de caliza pálida a la que llaman Monte Tuttavista –montaña que todo lo ve.
Quizás la naturaleza proverbial de la piedra cambió cuando la prehistoria se hizo historia. Los edificios se hicieron rectangulares. La argamasa permitió la construcción de arcos perfectos. Se estableció un orden aparentemente duradero, y mediante este orden empezó a hablarse de felicidad. El arte de la arquitectura refleja este diálogo de distintas maneras, aunque para la mayoría de la gente la felicidad prometida no llegó, y comenzaron los reproches: la piedra se opuso al pan porque no era comestible, se llamó a la piedra cruel porque era sorda.
Antes, cuando cualquier orden era siempre inseguro y la única promesa era la contenida en un lugar de refugio, en el tiempo de las muragas, las piedras eran consideradas compañeras.
Las piedras proponen otro sentido del tiempo, a través del cual el pasado, el profundo pasado del planeta, ofrece un escaso pero sólido apoyo a los actos humanos de resistencia, como si las venas de metal en la roca sacudieran nuestras venas de sangre.
Colocar una piedra de pie para que permanezca erguida es un acto simbólico de reconocimiento; la piedra se convierte en una presencia: un diálogo empieza. Cerca de la ciudad de Macomer hay seis piedras erguidas que han sido ligeramente esculpidas en formas ojivales: tres de ellas, a la altura del hombro, tienen esculpidos pechos que parecen nidos de golondrina. La talla es esquemática. No necesariamente por falta de medios: quizás por elección. La piedra erguida no representaba entonces a un compañero: lo era. Los seis monolitos son de un tipo de roca porosa. Por ello, incluso bajo un sol intenso, alcanzan la temperatura del cuerpo humano y no más.
Cuando el sol naciente, Cerdeña, templa tu granito Debes dar a luz nuevos hijos
Anteriores a las muragas son las domus de janas, habitaciones cerradas por frontones de piedra y hechas, se dice, para albergar a los muertos.
Esta es de granito. Tienes que entrar a gatas y dentro puedes sentarte pero no ponerte de pie. La estancia mide tres metros por dos. Adheridos a la piedra hay dos avisperos deshabitados. El silencio está menos concentrado que en la nuraga y hay más luz, porque no estás tan adentro: el bolsillo está más cercano al exterior del abrigo.
Aquí la Edad del hombre constructor se hace patente. N0 porque calcules… Neolítico Medio… Calcolítico, sino por la relación entre la roca en la que estás y el tacto humano.
La superficie del granito ha sido alisada concienzudamente. Ninguna rugosidad, ninguna mella. Probablemente se emplearon herramientas de obsidiana. El espacio es corpóreo -así, parece latir como late un órgano en un cuerpo. (iCasi como en la bolsa ele un canguro!). Y este efecto aumenta por las restantes, ligeras trazas de los amarillos y los ocres rojizos en que originalmente estuvieron pintadas las superficies, las irregularidades en la forma de la estancia deben haber sido determinadas por la formación de la roca. Pero más interesante que de dónde vinieron es a dónde quieren llagar.
Te tumbas en este escondrijo, Marcos, -hay un ligero aroma dulzón, parecido al de la vainilla, que viene de alguna hierba del exterior- y puedes ver en las irregularidades los primeros tanteos hacia la forma de una columna, el perfil de una pilastra o las curvas de una cúpula -hacia la idea de felicidad.
A los pies de la estancia –y no hay duda de en qué dirección, vivos o muertos, debían yacer los cuerpos- la roca es curvada y cóncava, y en esta superficie la mano de un hombre ha labrado algunos nervios, como los de la concha de un peregrino.
A la entrada, que no es más alta que un perro pequeño, había un saliente, como una arruga en la superficie natural de la roca, y aquí la mano de un hombre lo adelgazó y lo redondeó para que se acercase -sin llegar- a la columna.
Todas las domus de janas están orientadas al este. A través de la entrada, desde el interior, puede verse el amanecer.
En una carta escrita desde la cárcel en 1931 Gramsci les contó un cuento a sus dos hijo pequeños, el menor de los cuales, debido él su prisión, no había llegado a conocer. Un niño pequeño estaba dormido con un vaso de leche junto a la cama, en el suelo. Un ratón se bebió la leche, el niño se despertó y encontrando el vaso vacío, empezó a llorar. Entonces el ratón fue a pedirle un poco de leche a la cabra. La cabra no tenía leche, necesitaba hierba. El ratón fue al campo pero el campo no tenía hierba porque estaba demasiado reseco. El ratón fue al pozo pero el pozo no tenía agua porque necesitaba reparación. Entonces el ratón fue al albañil que no tenía las piedras adecuadas. Fue en ese momento cuando el ratón se dirigió a la montaña pero la montaña no quena oír nada y parecía un esqueleto porque había perdido sus árboles. (Durante el siglo pasado Cerdeña fue drásticamente deforestada para abastecer de traviesas de ferrocarril a la Italia peninsular) A cambio de tus piedras, le dijo el ratón a la montaña el chico plantará cuando crezca castaños y pinos piñoneros en tus laderas. Con lo que la montaña accedió a darle las piedras. Poco después el chico tenía tanta leche que ¡podía bañarse en ella! Más tarde, cuando se hizo un hombre, el niño plantó árboles, detuvo la erosión y la tierra volvió a ser fértil.
P.D. En la ciudad de Ghillarza hay un pequeño Museo Gramsci, cerca de la escuela donde estudió. Fotos, Ejemplares de libros, Algunas cartas, y, en una vitrina, dos piedras esculpidas como pesas redondas del tamaño de un pomelo. Tocios los días, el pequeño Antonio hacía ejercicios (de levantamiento con estas piedras para fortalecer sus hombros y corregir la malformación de su espalda.
(Este artículo apareció traducido por vez primera en la revista Riff Raff. Revista de pensamiento y cultura (Zaragoza), nº 016, 2ª época, primavera 2001, págs. 117-122. Los traductores son Manuel Asín Sánchez y José Antonio Escrig Aparicio.)