Hombres y máquinas: consideraciones a propósito del accidente ferroviario de Santiago de Compostela
Manuel Martínez Llaneza
El impacto que tuvo en la opinión pública el accidente ferroviario en el que perdieron la vida 79 personas en julio de 2013 ha sido enorme. Las dos preguntas que surgieron inmediatamente fueron: ¿de quién (o quiénes) es la culpa de lo que ha pasado? ¿Podría haberse evitado y cómo? De las respuestas a estas preguntas se pueden deducir responsabilidades penales, por una parte, y, por otra, establecer las actuaciones técnico-económicas conducentes a la prevención de futuras desgracias similares.
Ha sido reconfortante ver que, tras las burdas valoraciones de los primeros días y los intentos de la derecha (sí, el tema, además de técnico, es político) de culpar en exclusiva al conductor y cerrar el expediente -como se hizo en el caso del metro de Valencia que afortunadamente se ha reavivado gracias a un reportaje-, se han abierto paso voces que planteaban las cuestiones necesarias para llegar al fondo del asunto al que, por las recientes imputaciones, parece que se dirige el juez, por encima de los constantes chismes de acusaciones y disculpas -personales y de empresas- con que nos aburren los periódicos.
El propósito de este escrito es analizar de forma contextualizada algunos aspectos básicos referentes a las razones que fundamentan las responsabilidades de diseño y uso de maquinaria industrial y su evolución con el tiempo y la complejidad; no la discusión de los aspectos jurídicos en los que el autor no tiene competencia.
En definitiva, algo tan simple como recordar que los trenes no se pueden conducir hoy como lo hacía Buster Keaton en El maquinista de la General, igual que los aviones no los pilota el Barón Rojo. Y, por tanto, no pueden aplicarse los mismos criterios de responsabilidad a sus acciones.
Consideraremos de forma comparativa algunos elementos básicos para poner de relieve las diferencias y su significado. Las fronteras no son precisas ni la panorámica completa, pero esperamos que sea suficiente para mostrar los resultados buscados. Quien conozca de máquinas puede saltarse el punto siguiente.
Un poco de historia de herramientas y máquinas
Inseparables del progreso de la humanidad desde antes del hacha de sílex, las herramientas han sido frecuentemente peligrosas. Un hacha, una azada o un formón –independientemente de que puedan utilizarse como armas, lo que no es objeto de este escrito- pueden producir lesiones graves al usuario y a otros. Deben usarse por personal especializado que es responsable de los daños que puedan producirse, tanto si son propietarios de ellas en una actividad artesanal, como si trabajan con las suministradas por un patrón.
Más variadas son las situaciones a que dan lugar los diversos tipos de máquinas. Lo que caracteriza a la máquina es:
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que pone en funcionamiento potencias y velocidades muy superiores a las que puede proporcionar la fuerza muscular humana, por lo que no es controlable con las manos sin la mediación de dispositivos de conducción, empuje o frenado que forman parte de la misma máquina.
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que es propiedad del capitalista o patrono -con ella nace el proletariado industrial- que contrata obreros para su manejo.
Dejamos de lado –por tener muy poca interacción con el hombre en su funcionamiento- las más antiguas hidráulicas o eólicas -desde las norias de Hama a los molinos del Quijote-, creadas desde la antigüedad básicamente para subir agua o moler granos, lo mismo que el uso de fuerza animal que, desde el punto de vista de la responsabilidad –exclusiva de pastores, carreteros, labradores o jinetes- puede asimilarse a las herramientas. Fue el vapor, seguido bastante tiempo después por el uso de diversas fuentes energéticas, sobre todo la electricidad, el que caracterizó la llamada revolución industrial que ha transformado el mundo desde el siglo XVIII mediante máquinas aplicadas a la producción industrial y al transporte.
En principio, estas máquinas eran puestas a disposición de los obreros (o, mejor dicho, los obreros estaban puestos a disposición de ellas) como una herramienta más bajo su exclusiva responsabilidad. Sólo una larga historia de accidentes, con consecuencias graves de mutilación o muerte, y la presión consiguiente de las asociaciones sociales fue haciendo replantear la cuestión de la responsabilidad del uso –y adquisición y mantenimiento- de las máquinas. Hasta hace no tanto, una troqueladora (o similar) se manejaba colocando y sacando las piezas con las manos, y accionando el troquel con el pie. Se supone que se deben retirar las manos antes de pisar el pedal, pero muchos dedos y manos han sido destrozados por máquinas de este tipo antes de que se colocaran dispositivos que impidieran el funcionamiento de la máquina mientras no se pulsaran simultáneamente botones alejados o se cerrara la zona de operación. Hasta entonces, la respuesta clásica de los jefes era: “es su culpa por torpe, que tenga cuidado con lo que hace; estaba advertido”, mientras al mismo tiempo se ponía en cuestión su diligencia. Hoy no es concebible esa respuesta, ni esa situación, por más que la CEOE intente con sus presiones llevarnos hacia concepciones preindustriales del trabajo.
La buena lógica dice que los obreros no son máquinas, sino hombres y mujeres –y, desgraciadamente, niñas y niños en muchos países. Y que no se puede tener a una persona ocho horas diarias –a veces más- haciendo movimientos repetitivos o vigilando algo sin que se distraiga y se equivoque. Y que el riesgo de error es mayor cuanto más se le presione con la productividad, el sueldo o la pérdida de empleo. Y que la cosa es más grave cuando de su actuación depende la seguridad de otras personas. Pero hacer comprender esto a los patronos ha costado siempre luchas y sangre. (No entraremos aquí en la rebaja de sueldo que eso significó en muchos casos de destajo y cómo eso llevó a muchos obreros a anular mecanismos de seguridad y pagar las consecuencias). Se fue generalizando que las máquinas tuvieran enjaulada la zona peligrosa cuando era posible y que no funcionaran con la puerta abierta; se diseñaron cargadores y extractores mecánicos automáticos; se llegó a máquinas de control numérico sin intervención humana tras la programación y acondicionamiento…
En este momento es generalmente admitido que el diseño de una máquina no puede ir dirigido exclusivamente a conseguir la funcionalidad productiva deseada, sino que, al igual que ocurre con la mantenibilidad, las condiciones de trabajo con ella (ergonomía) y la seguridad de su uso son elementos imprescindibles de su concepción. Y lo que es esencial: el asunto ha dejado de ser de acuerdo o desacuerdo privado entre empresarios y trabajadores. Es social y se han elaborado reglamentos de obligado cumplimiento y procedimientos de autorización e inspección por parte de los organismos públicos competentes, en muchos casos internacionales. Sería conveniente que esta consideración no estrictamente economicista se extendiera al trato a los propios trabajadores.
No toda la maquinaria que se maneja actualmente ha llegado a producirse y actuarse con los niveles de seguridad y autonomía de las máquinas-herramientas industriales. Sin embargo, la tendencia es la misma: en automoción los conductores han pasado de ser mecánicos a ser ciudadanos con un carnet a cuya responsabilidad queda exclusivamente la velocidad y el volante, aparte de la conservación. Se han creado reglamentos estrictos sobre su uso; los coches, camiones y autobuses circulan por calles y carreteras construidas específicamente para la circulación automóvil que están llenas de señales auxiliares a la conducción. Se imponen límites a las condiciones para la conducción en el transporte colectivo. El uso del cinturón de seguridad no es una opción privada de equipamiento, sino una obligación pública. Por otra parte, la fabricación –y con ello las responsabilidades derivadas- está sometida a reglamentaciones e inspecciones similares a los de las máquinas-herramientas. El futuro del automóvil se dirige -aparte de aspectos de mejora energética y de transporte público- a desarrollar los controles (ya funciona el de aparcamiento, todavía como opción) y redes que permitan insertar la circulación en un sistema cada vez más automático.
Todo este desarrollo en integración y control de dispositivos ha llevado a considerar entidades organizativas y técnicas superiores que –a falta de otro término mejor- se llaman sistemas con el contenido de complejidad que trata la Teoría de Sistemas. El carácter específico con que se emplea aquí –el término proviene de la biología y se usa también en otros campos- de sistema construido, no espontáneo, del sector industrial y de comunicaciones, lo da el contexto que incluiría, por ejemplo, un sistema complejo de almacenaje automático, un sistema automatizado de tratamiento de equipajes de un aeropuerto o el sistema ferroviario de un país o región, por poner algunos ejemplos.
Mientras una herramienta se usa en cualquier sitio y una máquina se compra y se instala, tal vez con ciertos condicionamientos, en casi cualquier lugar, cada sistema de los que aquí se tratan requiere un diseño particular que hace que tenga un carácter único, aunque sus componentes o algunos subsistemas sean productos industriales estándar. Esto es lo que lleva a decir, tal vez un poco hegelianamente, que el sistema es más que la suma de las partes. Lo que sí es cierto es que la calidad de las partes no asegura la del sistema.
Un par de consideraciones sobre sistemas industriales y de transporte
A efectos de este escrito, de las muchas cosas que caracterizan los sistemas, conviene insistir en dos de ellas.
Funcionamiento automático
Estas instalaciones deben funcionar –incluyendo el control del funcionamiento, emisión de alarmas, respuesta a las contingencias, registros- siempre que sea posible en forma automática por razones funcionales y de seguridad, debido a la complejidad de las acciones y la celeridad requerida para su ejecución. De hecho, incluso en las acciones manuales existen automatismos intermedios inevitables entre la orden del operador y el resultado mecánico de la misma.
La intervención humana se reserva para la gestión –planificación, actualización, etc.- del sistema, para mantenimiento y para las acciones de control –aterrizaje, entrada en una estación o paso por una zona en obras, por ejemplo- en que se estime imposible o arriesgado el funcionamiento automático por aparecer factores –presencia de personas, variabilidad del entorno- difíciles de modelizar. Las razones deben ser técnicas y nunca para abaratar el producto cuando está en juego la vida o la integridad de las personas. El paso del control de manual a automático, o viceversa, ha de hacerse con protocolos claros y registrados. Como el hombre tiene todavía juicio, voluntad y responsabilidad, las acciones manuales deben siempre primar sobre los automatismos, aunque se dispongan protocolos que dificulten las equivocaciones humanas en la medida de lo posible e incluso se impongan límites a la discrecionalidad. Como se ha indicado antes, a veces el sistema que está en automático tiene que pasar algunas funciones a control manual porque así está programado, o por una avería o incidencia que no puede resolver; en este caso, producirá las señales ópticas y acústicas necesarias hasta que el operador las reconozca de forma fehaciente y se haga cargo del control. Si esto no se produce en el tiempo programado, el sistema, además de continuar con las alarmas, procederá a detener o desconectar todos los subsistemas que sea posible (evidentemente no parará los motores de un avión, pero sí las cintas de un sistema de transporte o el motor de un tren).
Cuando se trata de una instalación o sistema que tiene conexión con otro ya en funcionamiento, la responsabilidad de las interfaces entre ambos es del sistema nuevo. Por ello, por ejemplo, si una línea de alta velocidad finaliza en otra anterior de prestaciones inferiores, el diseño y ejecución de la nueva deben garantizar las condiciones de transferencia en el punto de conexión, incluyendo la velocidad y la cesión del control a otro sistema, si lo hay, o al operador.
Diseño e implementación
Un sistema de los aquí considerados no se compra como se hace con una máquina, buscando la más adecuada o la más barata de las que puedan servir al uso previsto, sino que requiere un trabajo previo de estudio y especificación del producto: un proyecto. Y es aquí, no en el momento de su uso, donde empiezan las responsabilidades.
Un proyecto, sin entrar en tecnicismos, descansa en dos patas: a) qué se quiere obtener y a qué coste (especificación) y b) cómo se va a conseguir (diseño, a veces llamado simplemente proyecto en la medida en que la palabra ‘diseño’ la monopolizan los desfiles de moda y las carcasas de los electrodomésticos). La especificación fija sobre todo los objetivos funcionales, temporales y económicos, aunque puede entrar en otros campos, y es responsabilidad del adquirente. El proyecto incluye los aspectos constructivos, económicos y funcionales –redundancias y respuesta a fallos incluidas- pero también determina el uso, el mantenimiento, las pruebas, etc. del sistema; es responsabilidad del contratista con la aceptación del adquirente de las pruebas de desarrollo o recepción que se determinen. La elaboración de un proyecto puede ser extraordinariamente compleja y requerir muchos ciclos de análisis, desarrollo y evaluación de opciones, que pueden incluir la revisión de las especificaciones iniciales. Y esto no afecta sólo al diseño; tampoco la especificación es un asunto trivial: definir lo que se quiere con precisión requiere en ocasiones estudios y evaluaciones complejos.
En principio existe una tensión de puntos de vista entre especificar lo mejor y más barato, y diseñar con prudencia y con previsión de problemas en la ejecución y la explotación; también suele existir tensión entre proyecto y ejecución. La casuística es variada –desde proyectos internos de una entidad hasta otros en que todo se subcontrata- y no es ocasión de detallarla. Sí puede ser oportuno señalar que, en España y otros países neoliberales, la destecnificación del Estado –reducción de los cuerpos técnicos mediante tasas de reposición ridículas por debajo del mínimo compatible con el necesario control independiente de los contratistas- lleva a que se hagan proyectos con especificaciones técnicamente débiles centradas en aspectos formales administrativos y de solvencia económica de los licitantes en cuyas manos queda en definitiva el proyecto y a cuyos intereses se someten las decisiones. El equilibrio se rompe entonces a favor del contratista que, liberado de restricciones, impone las soluciones que más beneficio le producen, normalmente las más estándar que evitan enojosos estudios sobre las particularidades de la instalación.
La elaboración de una especificación requiere un trabajo y unos conocimientos técnicos; debe garantizar la comprobación de los resultados. Cuando, tanto en empresas públicas como privadas, las especificaciones las hacen -o las determinan y negocian con los contratistas- los financieros y el equipo jurídico, los resultados son frecuentemente desastrosos y, a medio plazo, llevan al control absoluto del mercado por parte de las grandes empresas multinacionales del sector que, por muchas normas ISO que digan cumplir, actúan fundamentalmente en su propio beneficio, lo que lleva a la desaparición o subordinación de las empresas locales, y a la privatización de hecho de los servicios públicos.
Desde luego, no puede justificarse una mala especificación con la excusa de que se hayan cumplido las normas legales en su elaboración; las normas legales son mínimos obligatorios, pero no garantizan la calidad del producto que requiere de personas competentes, aunque no necesariamente competitivas, en su elaboración
Valgan los brochazos anteriores para señalar la complejidad de los proyectos y la importancia de unas buenas especificaciones en el funcionamiento y la vida del sistema.
Sobre el accidente ferroviario de Santiago
En el caso del accidente ferroviario que da pie a estas consideraciones son de aplicación las nociones antes expresadas. Se trata un punto de la red en el que un nuevo trazado desemboca en una red más antigua y en el que, por las condiciones del trazado, la velocidad tiene que ser reducida considerablemente en un corto espacio por motivos de seguridad. Lo primero que hay que conocer es cómo estaba previsto realizar esta reducción en el proyecto– y, en consecuencia, en la documentación de operación- y, después, ver si se cumplían en la instalación las prescripciones del proyecto. Si la previsión no era la adecuada o la instalación no se había realizado conforme a lo previsto, ahí está la primera responsabilidad y es de agradecer a los conductores su pericia que ha permitido que no ocurriera antes ninguna otra desgracia.
Tal vez el maquinista cometiera errores; eso lo determinará la instrucción judicial, pero, si no violó positivamente las normas de funcionamiento o forzó irresponsablemente algún automatismo que no pudiera haberse protegido, la responsabilidad fundamental está en quienes no dispusieron los mecanismos adecuados de seguridad y dejaron innecesariamente la integridad y la vida de cientos de personas al albur de actuaciones humanas de difícil control. Lo que no tiene sentido es la criminalización a priori del conductor que se ha llevado a cabo, porque el estado de la técnica permite y exige que determinadas actuaciones críticas –una de ellas la limitación usual de velocidad en un tramo- no dependan de la pericia del conductor y éste sólo deba ser responsable de violaciones torpes o malintencionadas. El maquinista que alimentaba el carbón, cargaba el agua, vigilaba la vía, dejaba pasar los rebaños de bisontes y rechazaba a los indios con un rifle debe pasar a ser definitivamente una imagen del cine del oeste.
La discusión de si era oportuna esta u otra tecnología de control es ociosa, aunque sea el único tema que aparece en el morbo periodístico. Ése sí es un detalle técnico que tenía que resolver el contratista y aprobar el adquirente del sistema –después de haber especificado sus requerimientos-, y para el que hay diversas soluciones dependientes, como siempre, de múltiples factores. Se podía utilizar el sistema que venía funcionando en la línea nueva, disponiendo de las balizas adicionales; se podían implementar modificaciones ad hoc en él, aunque le guste muy poco al contratista si se sale de la parametrización prevista; se podían disponer módulos adicionales conectados al sistema de control, si lo permite, o en paralelo con él, en caso contrario, ya que el tren está configurado para admitirlas. Lo que no es admisible es ignorar el problema y decirle al conductor –perdón por la caricatura-: “cuando llegue a la zona X tome los mandos y esté atento a las señales porque hay curvas peligrosas”, porque puede distraerse, marearse o confundirse. (No es casual el que uno de los primeros controles de esta posibilidad se llame, un poco siniestramente, “de hombre muerto” –podría ser “dormido”-, que detiene el tren si se deja de pisar un pedal).
El que se trate de una nueva línea de velocidad más alta que muere en otra de velocidad menor es irrelevante para la valoración del caso. Sensu contrario, si la razón del desastre es que se ha diseñado la nueva línea sin tener en cuenta dónde acababa, se trataría de un agravante serio. Da escalofríos pensar que se contratara poner una línea hasta la nada.
Da la impresión de que se trata de un proyecto chapuza, dicho con todas las reservas de quien no lo ha examinado, o de una realización chapuza o negociada a la baja. Y esta impresión se refuerza con la noticia aparecida en la prensa de que Adif ha instalado o va a instalar balizas en todos los tramos semejantes y a revisar las líneas. A buenas horas, mangas verdes. ¿Qué ha cambiado en el mundo desde que se inauguró la línea? Parece que el asunto era obvio, pero sólo se reacciona a golpes de muertos.
Conclusión
Según se indicó en el primer párrafo, se ha intentado dar información que acote y oriente la investigación de las responsabilidades según el actual estado del arte en el campo considerado.
La respuesta a la pregunta de si se podía haber evitado la tragedia es: sí. Y con muy poco coste.
Al final se ve, como se anunció, que el asunto es político. No se trata sólo de la posible torpeza de unos funcionarios, que habría que investigarla, sino de la desnaturalización de la misión del Estado por la privatización –directa o indirecta- de sus funciones y recursos, y su puesta al servicio de gestores de sus propios intereses particulares o de grupo. Lo mismo que en educación o en sanidad. Su nombre: neoliberalismo.
Manuel Martínez Llaneza es Doctor Ingeniero Aeronáutico y Economista. Profesor Titular de la Universidad Politécnica de Madrid (jubilado). Profesor de Ingeniería de Proyectos