Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Más allá de los derechos del hombre

Giorgio Agamben

1. En 1943 Harmah Arendt publicaba en una pequeña revista judía en lengua inglesa, The Menorah Journal, un artículo titulado, «Wee refugees», («Nosotros los refugiados»). Al final de este escrito breve pero significativo, después de haber pergeñado polémicamente el retrato del Sr. Cohn, el judío asimilado que, después de haber sido alemán al 150%, vienés al 150%, francés al 150%, no puede dejar de advertir finalmente con amargura que «on ne parvient pas deux foix», la autora modifica por completo su visión de la condición de refugiado y sin patria, en que ella misma estaba viviendo, y pasa a proponerla como paradigma de una nueva conciencia histórica. El refugiado que ha perdido todo derecho y renuncia, no obstante, a querer asimilarse a cualquier precio a una nueva identidad nacional, para contemplar lúcidamente su situación, recibe a cambio de una hostilidad cierta, un beneficio inestimable: la historia ya no es para él un libro cerrado y la política deja de ser el privilegio de los Gentiles. «Sabe que a la proscripción del pueblo judío en Europa ha seguido inmediatamente la de la mayor parte de los pueblos europeos. Los refugiados perseguidos de país en país representan la vanguardia de sus pueblos».

Es conveniente reflexionar sobre el sentido de este análisis que hoy, exactamente a cincuenta años de distancia, no ha perdido nada de su actualidad. No sólo el problema se presenta en Europa y fuera de ella con la misma urgencia, sino que, en la ya imparable decadencia del Estado-nación y en la corrosión general de las categorías jurídico-políticas tradicionales, el refugiado es quizá la única figura pensable del pueblo en nuestro tiempo y, al menos mientras no llegue a término el proceso de disolución del Estado nación y de su soberanía, la única categoría en la que hoy nos es dado entrever las formas y los límites de la comunidad política porvenir. Es posible incluso que, si pretendemos estar a la altura de las tareas absolutamente nuevas que están ante nosotros, tengamos que decidirnos a abandonar sin reservas los conceptos fundamentales con los que hasta ahora hemos representado los sujetos de lo político (el hombre y el ciudadano con sus derechos, pero también el pueblo soberano, el trabajador, etc.,) y a reconstruir nuestra filosofía política a partir únicamente de esa figura.

2. La primera aparición de los refugiados como fenómeno de masa tuvo lugar a finales de la Primera Guerra Mundial, cuando la caída de los imperios ruso, austro-húngaro y otomano, y el nuevo orden creado por los tratados de paz alteraron con gran profundidad las bases demográficas y territoriales de la Europa centro-oriental. En poco tiempo se desplazaron de sus países 1.500.000 rusos blancos, 700.000 armenios, 500.000 búlgaros, 1.000.000 de griegos y centenares de millares de alemanes, húngaros y rumanos. A estas masas en movimiento hay que añadir la situación explosiva determinada por el hecho de que cerca del 30% de las poblaciones de los nuevos organismos estatales creados por los tratados de paz sobre el modelo del Estado-nación (por ejemplo, en Yugoslavia y en Checoslovaquia) constituían minorías que tuvieron que ser tuteladas por medio de una serie de tratados internacionales (los llamados Minority Treaties), que fueron en muchos aspectos letra muerta. Algunos años después, las leyes raciales en Alemania y la guerra civil en España diseminaron por Europa un nuevo e importante contingente de refugiados.

Estamos habituados a distinguir entre apátridas y refugiados, pero la distinción no era sencilla entonces ni lo es ahora, como puede parecer a primera vista. Desde el principio muchos refugiados que no eran técnicamente apátridas, prefirieron llegar a serlo antes que regresar a su país (es el caso de los judíos polacos y rumanos que se encontraban en Francia o en Alemania al final de la guerra y, en la actualidad, el de los perseguidos políticos y el de aquellos para los que el retorno a la patria significa la imposibilidad de sobrevivir). Por otra parte, los refugiados rusos, armenios y húngaros fueron desnacionalizados con prontitud por los nuevos gobiernos soviético, turco, etc. Es importante señalar que a partir de la Primera Guerra Mundial, muchos Estados europeos empezaron a introducir leyes que permitían la desnaturalización y la desnacionalización de sus propios ciudadanos: Francia abrió el camino en 1915 con respecto a los ciudadanos naturalizados de origen «enemigo»; en 1922 el ejemplo fue seguido por Bélgica, que revocó la naturalización de los ciudadanos que habían cometido actos «antinacionales» durante la guerra; en 1926 el régimen fascista promulgó una ley análoga con respecto a los ciudadanos que se habían mostrado «indignos de la ciudadanía italiana»; en 1933 le llegó el turno a Austria, y así sucesivamente hasta que en 1935 las Leyes de Núremberg dividieron a los ciudadanos alemanes en ciudadanos de pleno derecho y ciudadanos sin derechos políticos. Estas leyes —y el apatridismo de masa derivado de ellas— marcan una transformación decisiva en la vida del Estado-nación moderno y su emancipación definitiva de las nociones ingenuas de pueblo y de ciudadano.

No es éste el lugar para rehacer la historia de los diversos comités internacionales a través de los cuales los Estados, la Sociedad de Naciones y posteriormente la ONU trataron de hacer frente al problema de los refugiados, desde el Bureau Nansen para los refugiados rusos y armenios (1921), el Alto Comisariado para los prófugos de Alemania (1936), el Comité intergubernamental para los prófugos (1938) y la International Refugee Organisation de la ONU (1946), hasta el actual Alto Comisariado para los refugiados (1951), cuya actividad no tiene, según el estatuto, carácter político sino sólo «humanitario y social». Lo esencial es que cuando los refugiados no representan ya casos individuales sino un fenómeno de masas (como sucedió entre las dos guerras y nuevamente ahora), tanto las mencionadas organizaciones como los Estados individuales, a pesar de las solemnes invocaciones a los derechos individuales del hombre, se han mostrado absolutamente incapaces no sólo de resolver el problema, sino incluso de afrontarlo de manera adecuada. Toda la cuestión quedó transferida de esta forma a manos de la policía y de las organizaciones humanitarias.

3. Las razones de esta impotencia no residen sólo en el egoísmo y en la ceguera de los aparatos burocráticos, sino en la ambigüedad de las propias nociones fundamentales que regulan la inscripción del nativo (es decir de la vida) en el ordenamiento jurídico del Estado-nación. H. Arendt titula el capítulo quinto del libro sobre el Imperialismo, que está dedicado al problema de los refugiados, El ocaso del Estado-nación y el fin de los derechos del hombre. Es necesario esforzarse en tomar en serio esta formulación, que liga indisolublemente la suerte de los derechos del hombre y la del Estado nacional moderno, de manera que el ocaso de este último implica necesariamente que aquellos se conviertan en obsoletos. La paradoja está aquí en que precisamente la figura —el refugiado— que habría debido encarnar por excelencia los derechos del hombre, marca por el contrario la crisis radical de este concepto. «La concepción de los derechos del hombre» —escribe H. Arendt— «basada en dar por supuesta la existencia de un ser humano como tal, cae en ruinas cuando los que la profesaban se encontraron por vez primera frente a unos hombres que habían perdido verdaderamente toda cualidad y relación específicas, salvo el hecho de ser humanos.»

En el sistema del Estado-nación, los denominados derechos sagrados e inalienables del hombre se muestran desprovistos de cualquier tutela desde el momento mismo en que ya no es posible configurarlos como derechos de los ciudadanos de un Estado. Esto es algo que, si bien se mira, está implícito, en la ambigüedad del propio título de la Declaración de 1789: Déclaration des droits de l’homme et du citoyen donde no está claro si los dos términos designan dos realidades distintas o forman una endíadis, en la que el primer término está, en realidad, contenido siempre en el segundo.

El orden político del Estado-nación no reserva para algo como el puro hombre en sí ningún espacio autónomo, como se pone de manifiesto cuando menos por el hecho de que el estatuto de refugiado ha sido considerado siempre, incluso en el mejor de los casos, como una condición provisional, que debe conducir a la naturalización o a la repatriación. Un estatuto estable del hombre en sí es inconcebible en el derecho del Estado-nación.

Ha llegado el momento de dejar de considerar las Declaraciones de derechos desde 1789 hasta hoy como proclamaciones de valores meta jurídicos eternos orientados a vincular al legislador a su respeto, y de reconocerlas de acuerdo con lo que constituye su función real en el Estado moderno. Los derechos del hombre representan sobre todo, en efecto, la figura originaria de la inscripción de la nuda vida natural en el orden jurídico-político del Estado-nación. Esa nuda vida (la criatura humana) que en el Ancíen Régime pertenecía a Dios y en el mundo clásico se distinguía claramente (como zoé) de la vida política (bios), pasa ahora a ocupar el primer plano en el cuidado del Estado y deviene, por así decirlo, su fundamento terreno. Estado-nación significa: Estado que hace del hecho de nacer, del nacimiento (es decir de la vida humana) el fundamento de la propia soberanía. Éste es el sentido (no demasiado oculto) de los tres primeros artículos de la Declaración del 89: sólo porque ha inscrito (arts. 1 y 2) el elemento del nacimiento en el corazón de toda asociación política, puede ésta vincular firmemente (art. 3) el principio de soberanía a la nación (de conformidad con el término, natio significa en su origen simplemente «nacimiento»).

Las Declaraciones de derechos han de ser, pues, consideradas como el lugar en que se hace realidad el paso de la soberanía regia de origen divino a la soberanía nacional. Aseguran la inserción de la vida en el nuevo orden estatal que habrá de suceder al derrumbe del Ancien Régime. El que por mediación suya el súbdito se transforme en ciudadano, significa que el nacimiento —es decir, la nuda vida natural— se convierte aquí por primera vez (a través de una transformación cuyas consecuencias biopolíticas sólo podemos empezar a valorar ahora) en el portador inmediato de la soberanía. El principio del nacimiento y el principio de soberanía, separados en el Ancien Régime, se unen ahora de forma irrevocable para constituir el fundamento del nuevo Estado-nación. La ficción implícita en este punto es que el nacimiento se hace inmediatamente nación, de un modo que impide que pueda existir separación alguna entre los dos momentos. Así pues los derechos se atribuyen al hombre sólo en la medida en que éste es el presupuesto, que se disipa inmediatamente, (y que, por lo tanto, no debe nunca surgir a la luz como tal) del ciudadano.

5. Si el refugiado representa, en el orden jurídico del Estado nación, un elemento tan inquietante es, sobre todo, porque al romper la identidad entre hombre y ciudadano, entre nacimiento y nacionalidad, pone en crisis la ficción originaria de la soberanía. Naturalmente habían existido siempre excepciones singulares a este principio: la novedad de nuestro tiempo, que amenaza al Estado-nación en sus fundamentos mismos, es que cada vez son más las porciones de la humanidad que ya no son representables dentro de él. Por esta razón, es decir, en cuanto quebranta la vieja trinidad Estado-nación-territorio, el refugiado —esta figura aparentemente marginal— merece ser considerado como la figura central de nuestra historia política. Conviene no olvidar que los primeros campos fueron construidos en Europa como espacios de control para los refugiados, y que la sucesión campos de internamiento-campos de concentración-campos de exterminio representa una filiación perfectamente real. Una de las pocas reglas a las que los nazis se atuvieron constantemente en el curso de la «solución final» era que los judíos y los gitanos sólo podían ser enviados a los campos de exterminio después de haber sido completamente desnacionalizados (incluso en relación con esa ciudadanía de segunda clase que les correspondía tras las leyes de Núremberg). Cuando sus derechos ya no son derechos del ciudadano, el hombre se hace verdaderamente sagrado, en el sentido que tiene este término en el derecho romano arcaico: consagrado a la muerte.

6. Es preciso separar resueltamente el concepto de refugiado del de derechos del hombre y dejar de considerar el derecho de asilo (por lo demás en vía de radical contracción en la legislación de los Estados europeos) como la categoría fundamental en que inscribir el fenómeno (una ojeada a las recientes Tesis sobre el derecho de asilo de A. Heller, muestra que tal cosa sólo puede conducir hoy a confusiones inoportunas). Hay que considerar al refugiado de acuerdo con lo que es, es decir, nada menos que un concepto-límite que pone en crisis radical el principio del Estado-nación y que a la vez permite despejar este terreno para dar paso a una renovación categorial que ya no admite demoras.

Mientras tanto, en el plano de los hechos, el fenómeno de la llamada emigración ilegal en los países de la Comunidad Europea ha asumido (y va a asumir cada vez más en los próximos años, con los 20 millones previstos de inmigrantes procedentes de los países de Europa oriental) caracteres y proporciones que justifican plenamente tal inversión de la perspectiva. Lo que los Estados industrializados tienen ahora frente a ellos es una masa residente estable de no-ciudadanos, que no pueden ni quieren ser naturalizados ni repatriados. Estos no ciudadanos tienen con frecuencia una nacionalidad de origen, pero, al preferir no disfrutar de la protección de su Estado, se encuentran como los refugiados en la condición de «apátridas de hecho». T. Harrimar ha propuesto utilizar para estos residentes no ciudadanos el término denizens, que tiene la virtud de mostrar que citizen es un concepto ya inadecuado para describir la realidad político-social de los Estados modernos. Por otra parte, los ciudadanos de los Estados industriales avanzados (tanto en Estados Unidos como en Europa) manifiestan, por medio de su creciente deserción con respecto a las instancias codificadas de la participación política, una propensión evidente a transformarse en denizens, en residentes estables no-ciudadanos; de modo que ciudadanos y denizens están entrando, por lo menos en ciertos sectores sociales, en una zona de indiferenciación potencial.

Paralelamente, de conformidad con el bien conocido principio según el cual una asimilación sustancial exaspera el odio y la intolerancia cuando existen acusadas diferencias formales, crecen las reacciones xenófobas y las movilizaciones defensivas.

7. Si se quiere impedir que se reabran en Europa los campos de exterminio (lo que ya está empezando a suceder), es necesario que los Estados-naciones encuentren el coraje de poner en tela de juicio el propio principio de inscripción del nacimiento y la trinidad Estado-nación-territorio en que se funda. No es fácil, por el momento, establecer las modalidades en que todo eso podría llevarse a efecto concretamente. Aquí nos contentarnos con sugerir una dirección posible. Es sabido que una de las opciones que se han tenido en cuenta para la solución del problema de Jerusalén es que la ciudad pase a ser, al mismo tiempo y sin reparto territorial, capital de dos organismos estatales diferentes. La paradójica condición de extraterritorialidad recíproca (o, mejor dicho, de aterritorialidad) que lo anterior implicaría podría generalizarse y ser elevada a modelo de nuevas relaciones internacionales. En lugar de dos Estados nacionales separados por fronteras inciertas y amenazadoras, sería posible imaginar dos comunidades políticas instaladas en una misma región y en situación de mutuo éxodo, articuladas entre ellas por una serie de extraterritorialidades recíprocas, en que el concepto-guía no sería ya el ius del ciudadano, sino el refugium del individuo.

En sentido análogo podremos considerar a Europa no como una imposible «Europa de las naciones», cuya catástrofe a corto plazo ya entrevemos, sino como un espacio aterritorial o extraterritorial, en el que todos los residentes de los Estados europeos (ciudadanos y no ciudadanos) estarían en situación de éxodo o de refugio y en el que el estatuto del europeo significaría el estar-en-éxodo (por supuesto también en la inmovilidad) del ciudadano. El espacio europeo establecería así una separación irreductible entre el nacimiento y la nación, y el viejo concepto de pueblo (que, como sabemos, es siempre minoría) podría volver a encontrar un sentido político, contraponiéndose decididamente al de nación (por el que hasta ahora ha sido indebidamente usurpado).

Este espacio no coincidiría con ningún territorio nacional homogéneo ni con su suma topográfica, sino que actuaría sobre todos ellos, horadándolos y articulándolos topológicamente como en una botella de Leyden o una cinta de Moebius, donde interior y exterior se hacen indeterminados. En este nuevo espacio, las ciudades europeas, al entrar en unas relaciones de extraterritorialidad recíproca, volverían a encontrar su antigua Vocación de ciudades del mundo.

En una suerte de tierra de nadie entre Líbano e Israel, se encuentran hoy 425.000 palestinos expulsados del Estado de Israel. Estos hombres constituyen ciertamente, por seguir con la sugerencia de H. Arendt, «la vanguardia de su pueblo». Pero no sólo o no necesariamente en el sentido de que formen el núcleo originario de un Futuro Estado-nacional, que resolvería el problema palestino de una manera probablemente tan insuficiente como aquella en que Israel ha resuelto la cuestión judía. Más bien la tierra de nadie en que se han refugiado está retroactuando sobre el territorio del Estado de Israel al que está horadando y alterando de un modo tal que la imagen de ese nevado territorio montañoso le es ahora más propia que cualquier otra región de Heretz Israel. La supervivencia política de los hombres sólo es pensable hoy en una tierra donde los espacios de los Estados hayan sido perforados y topológicamente deformados de aquella manera y en que el ciudadano haya sabido reconocer al refugiado que él mismo es.

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