Diez mandamientos inmodestos, o qué he aprendido yo en mi vida de activista
Mike Davis
Una amiga en Canadá me preguntó hace poco si las protestas de los 60 tenían lecciones importantes que ofrecer al Movimiento Ocuppy.
Le dije que uno de los pocos recuerdos claros que guardo de hace 45 años era el ferviente voto que entonces hice de no ir cumpliendo años para convertirme en un viejo orondo dispuesto a transmitir lecciones.
Pero ella insistió, y a punto tal, que la cuestión terminó por despertar mi propia curiosidad. ¿Qué habré realmente aprendido yo de mi azacaneada vida de activista?
Bueno, está fuera de duda que soy un profesional haciendo 1.000 copias de un panfleto con una máquina mimeografiadora sin llegar a desintegrarla. (Les he prometido a mis chicos llevarles al Smithsonian algún día para ver uno de esos infernales aparatos que tanto dinamizaron a los movimientos antibelicistas y a favor de los derechos civiles.)
Aparte de eso, me acuerdo sobre todo de las amonestaciones y consejos de camaradas mayores o con más experiencia: las guardo en la memoria como 10 Mandamientos personales por el estilo de los que podéis encontrar en un libro dietético o en un manual de consejos inspiradores. Para lo que pueda servir:
Primero: el imperativo categórico es organizar, o más bien facilitar la autoorganización de los demás. La catálisis es buena cosa, pero la organización es mejor.
Segundo: el liderazgo debe ser temporal y siempre sometido a revocación. La tarea de un buen organizador, como solía decirse en el movimiento de derechos civiles, es organizarse a uno mismo a partir de un puesto de trabajo, no convertirse en indispensable.
Tercero: quienes protestan deben subvertir la constante tendencia a la metonimia –tomar la parte por el todo, al individuo por el grupo— que caracteriza a los grandes medios de comunicación. (Piénsese por un momento lo absurdo que es, por ejemplo, llamar “Día de Martin Luther King” a lo que debería propiamente llamarse “Día del Movimiento de los Derechos Civiles”.) Los portavoces deberían rotar regularmente, y cuando fuera necesario, ser despachados.
Cuarto: lo mismo vale para las relaciones entre un movimiento y los individuos que participan como un bloque organizado. Yo creo mucho en la necesidad de una izquierda orgánica revolucionaria, pero los grupos sólo pueden pretender autenticidad si dan prioridad a la construcción de la lucha y no mantienen agendas secretas, ocultas a otros participantes.
Quinto: como tuvimos que terminar aprendiendo de mala manera en los 60, la democracia de consenso no es lo mismo que la democracia participativa. Para comunas y grupos de afinidad, la toma de decisiones por consenso puede funcionar admirablemente, pero para cualquier protesta amplia o a largo plazo, resulta esencial algún tipo de democracia representativa que permita la más amplia participación igualitaria. El diablo, como siempre, está en los detalles: en asegurar que todos y cada uno de los delegados pueden ser revocados, en formalizar los derechos de las minorías políticas, en garantizar la representación equitativa, etc., etc.
Bien sé que resulta una herejía decir eso, pero los buenos anarquistas persuadidos de las bondades del autogobierno de las bases y de la acción concertada encontrarán muchas cosas valiosas en las Reglas de Orden del Roberts (una simple tecnología útil para organizar discusiones y tomas de decisión).
Sexto: una “estrategia organizada” no sólo es un plan para aumentar la participación en la protesta, sino también un concepto para alinear la protesta con las bases que cargan con el grueso de la explotación y de la opresión.
Por ejemplo, uno de los movimientos estratégicamente más brillantes del Movimiento de Liberación Negro a finales de los 60 consistió en llevar la lucha al interior de las fábricas de automóviles en Detroit para formar la Liga de los Trabajadores Negros Revolucionarios.
Ahora el movimiento “Occupying the Hood” es un desafío y ofrece una oportunidad parecida. Y las tropas que ocupan el espacio frente a la sede de los plutócratas tendrán que responder inequívocamente a la crisis de los derechos humanos en las comunidades obreras de inmigrantes.
Las protestas en favor de los derechos de los inmigrantes de hace cinco años se contaron entre las manifestaciones más masivas en la historia de los EEUU. Tal vez veamos el próximo 1 de Mayo una convergencia de todos los movimientos contra la desigualdad en un único día de acción.
Séptimo: construir movimientos que sean verdaderamente incluyentes con los parados y los pobres precisa de infraestructuras capaces de subvenir a las necesidades básicas de supervivencia: alimentos, habitación, asistencia sanitaria. Para permitir vidas de lucha, tenemos que crear colectivos que compartan y redistribuir nuestros recursos para ayudar a los combatientes jóvenes que están en primera línea.
Análogamente, tenemos que renovar el aparato de los abogados comprometidos con el movimiento (como el National Lawyers Guild) que tan destacado y vital papel jugó sosteniendo la protesta frente a la represión masiva de los 60.
Octavo: el futuro del movimiento Occupy lo determinarán menos las cifras de gente en Liberty Park (aun siendo su mantenimiento un sine qua non del futuro) que los soldados sobre el terreno en Dayton, Cheyenne, Omaha y El Paso. La difusión geográfica de las protestas equivale en muchos casos a la diversificación y a la incorporación de gentes de color y de sindicalistas.
La aparición de los medios de comunicación sociales, huelga decirlo, ha creado oportunidades sin precedentes para el diálogo horizontal entre los activistas ajenos a la elite por todo el país y aun a lo ancho del mundo. Pero la ocupación de las calles comunes y corrientes –no sólo de Wall Street— necesita todavía más apoyo por parte de quienes tienen más recursos y tienen acceso mediático en los grandes centros urbanos y académicos. Una oficina autofinanciada de portavoces y activistas sería una ayuda inestimable.
Y al revés, resulta esencial llevar las historias recónditas y periféricas de las gentes a audiencias nacionales. La narrativa de la protesta necesita convertirse en un mural de las reivindicaciones por las que lucha la gente del común en todo el país: parar la minería a cielo abierto en Virginia occidental; reabrir los hospitales en Laredo; apoyar a los trabajadores portuarios en Longview, Washington; acabar con un departamento policial fascista en Tucson; protestar contra los escuadrones de la muerte en Tijuana; o acompañar a las protestas contra el calentamiento global en Saskatoon…
Noveno: la creciente participación de los sindicatos obreros en las protestas Occupy –incluida la espectacular movilización que obligó al Departamento de Policía de Nueva York a echarse atrás en su propósito de desalojarles— transformará a unos y a otros, y permite esperar que el levantamiento termine siendo una lucha genuinamente de clase.
Sin embargo, al mismo tiempo, deberíamos recordar que el grueso de los dirigentes sindicales sigue atrapado sin esperanza en un desastroso matrimonio con el Partido Demócrata, así como en batallitas intersindicales que han arruinado buena parte de las promesas de un nuevo comienzo en el mundo del trabajo organizado.
La protesta anticapitalista necesita, así pues, engancharse con mayor eficacia a los grupos de oposición de base y a los cónclaves progresistas realizados en el seno de los sindicatos.
Décimo: una de las lecciones más simples pero también más permanentes de las generaciones disidentes pasadas es la necesidad del habla vernácula. La urgencia moral del cambio adquiere su mayor grandeza cuando se expresa en un lenguaje compartido.
En efecto, las grandes voces radicales –Tom Paine, Sojourner Truth, Frederick Douglas, Gene Debs, Upton Sinclair, Martin Luther King, Malcolm X y Mario Savio— siempre supieron cómo apelar a los norteamericanos sirviéndose de las palabras potentes y familiares procedentes de sus grandes tradiciones de conciencia.
Un ejemplo extraordinario fue la campaña casi exitosa de Sinclair para el cargo de Gobernador de California en 1934. Su manifiesto “Terminemos ya con la pobreza” era, en substancia, el programa del Partido Socialista traducido a parábolas novotestamentarias. Ganó millones de adhesiones.
Hoy, cuando los movimientos Occupy debaten sobre si necesitan o no mayor definición política, tenemos que entender qué reivindicaciones resultan más ampliamente atractivas manteniendo al propio tiempo un sentido radical antisistema.
Algunos activistas jóvenes podrían dejar de lado un buen rato su Bakunin, su Lenin o su Slavoj Zizek, y desempolvar una copia de la plataforma de campaña de F. D. Roosevelt en 1944: una “Carta de Derechos Económicos”.
Era un toque de rebato a favor de la ciudadanía social y una declaración de los derechos inalienables al empleo, a la vivienda, a la asistencia sanitaria y a una vida feliz (tan alejada como imaginarse quepa de la timorata política rebosante de concesiones practicada por la Administración Obama, esa especie de “porfa, porfa, máteme sólo a la mitad de los judíos, pero no más, ¿vale?”)
La Plataforma programática para su cuarto mandato –cualesquiera que fueran las motivaciones oportunistas que existieran en la Casa Blanca en 1944— se servía del lenguaje de Jefferson para avanzar las reivindicaciones centrales del sindicato obrero [de izquierda] CIO y del ala socialdemócrata del New Deal.
No era el programa máximo de la Izquierda (es decir, la propiedad social democrática de los bancos y de las grandes corporaciones empresariales), sino la posición progresista más avanzada jamás abrazada por un gran partido político norteamericano o por un presidente estadounidense.
Hoy, ni que decir tiene, una Carta de Derechos Económicos es, a la vez, una idea manifiestamente utópica y una simple definición de lo que el grueso de los norteamericanos necesita existencialmente.
Pero los nuevos movimientos, como los viejos, deben ocupar, cueste lo que cueste, el terreno de las necesidades fundamentales, no el del “realismo” político de corto plazo.
Y en haciéndolo, ¿por qué no aceptar el regalo del respaldo de Roosevelt?
Fuente: www.sinpermiso.info