Ciencia concernida y política documentada
Salvador López Arnal
Fuente: Papeles de relaciones ecosociales y cambio global, nº 122, octubre de 2013.
Dieciocho capítulos componen Cómo detener el calentamiento global y cambiar el mundo [CDCGCM]. Están agrupados en cinco secciones: 1. Las dimensiones del problema. 2. Soluciones que ya darían resultado. 3. Por qué los ricos y los poderosos no emprenderán ninguna acción. 4. Política climática. 5. Futuros alternativos. Los reconocimientos, la introducción y unas notas que también deben merecer nuestra atención completan el ensayo.
El título no engaña, no es un afortunado truco editorial: ayudar a detener el cambio climático y a cambiar las estructuras e instituciones que mueven y dirigen nuestro mundo, y que tan remisas se muestran a obrar con urgencia en este vértice nuclear para todos, es el objetivo del libro de Jonathan Neale [JN], autor del que El Viejo Topo ya había publicado hace pocos años otro excelente ensayo: La otra historia de la guerra de Vietnam, una narración que, efectivamente, no tenía nada que ver con muchas aproximaciones al uso.
Algunas de las tesis defendidas en CDCGCM son indicadas en la introducción del ensayo. Algunas de las esenciales: no es posible detener por completo el cambio climático pero sí lo es, en cambio, impedir una catástrofe climática (es decir, “los rápidos procesos de retroalimentación que conducen a un “cambio climático abrupto”, p. 11). ¿Qué ocurrirá si no impedimos este cambio abrupto? Que muchas especies vivas se extinguirán y que cientos de millones de seres humanos (no es posible mayor delimitación) morirán a causa de sequías, hambres, carencia de agua, enfermedades, represión y guerras.
La causa fundamental del calentamiento global es el dióxido de carbono procedente de la combustión de gas, petróleo y carbón [GPC]. Para estabilizar el CO2 a niveles seguros, señala JN, es necesario reducir la combustión de GPC al menos en un 80% por persona y, a más tardar, en el curso de estos próximos 30 años. La solución -que existe, también aquí hay alternativas-, documentadamente defendida por el autor a lo largo de estas 350 páginas: cubrir el planeta de turbinas eólicas e instalaciones de energía solar. El gran físico Antonio Ruiz de Elvira ha defendido entre nosotros consideraciones similares.
Pero no basta con lo anterior: hay que reducir el uso de energía. Como las edificaciones, los transportes y la industria con los mayores consumidores energéticos, las soluciones más efectivas para conseguir esa reducción pasan por instalar aislamiento térmico en las viviendas, apagar aires acondicionados, regular la industria y reemplazar automóviles por trenes y autobuses públicos. No es poca la tarea, pero es necesaria.
El dinero no falta, sostiene JN. El mundo invierte un billón de dólares anuales, acaso más, en armamentos y gastos militares. Hay suficientes personas en el mundo para cubrir los trabajos necesarios para este enorme proyecto de transformación económica y social. Para JN, en contra de todas las apariencias y lugares comunes, no “se requiere realizar sacrificios para detener el calentamiento global”. Por el contrario, señala, debemos combatir a fondo, y al mismo tiempo, la pobreza global.
¿Cuál es la principal dificultad a la que nos enfrentamos para conseguir ese objetivo posible, necesario y urgente? La insistencia, tóxicamente defendida urbi et orbe, en que no se le puede ofrecer resistencia al mercado, la idea dominante del sistema capitalista y sus ropajes neoliberales, es el arma más poderosa con que cuentan ricos y poderosos. ¿Por qué? La respuesta de JN es nítida e interesante: si los gobiernos intervienen con éxito a favor del clima en una escala global, y el proyecto es posible, los humanos de todas los rincones del mundo probablemente serán capaces de formular la gran pregunta, el interrogante básico: si podemos hacer eso por el aire, ¿por qué no podemos hacerlo por los hospitales, por las escuelas, por nuestras pensiones y por tantas otras cosas? Parece razonable el razonamiento del autor. Ricos, poderosos y corporaciones -las acciones encaminadas a detener el cambio climático implicarían su desaparición en algunos casos: Wal-Mart, Exxon Móvil, Shell, British, Toyota, Conoco Phillips, serían ejemplos de ello- no quieren que nos formulemos ese tipo de cuestiones. Si no actuamos pronto, el poder del mercado y de las corporaciones convertirá los desastres climáticos en catástrofes humanas. En enfrentamiento armados, por ejemplo. Los desastres climáticos en Nueva Orleáns, Darfur, Bangladesh y en muchos otros lugares son signos claros de un futuro que ya está aquí. Contamos con las tecnologías necesarias para poder actuar pero ricos y poderosos no pueden o no quieren actuar. Hay mucho en juego, nos advierte el autor.
“Las dimensiones del problemas” se explicitan en la primera parte de esta obra y son la base del desarrollo posterior. Un breve resumen para entrar en materia podría ser el siguiente:
Las consecuencias del cambio climático abrupto o lento serían la elevación del nivel de los océanos, el incremento de las temperaturas y la veloz modificación de las ecologías. Además, el clima se tornaría mucho más inestable, los eventos climáticos extremos como tormentas, inundaciones, olas de calor y sequías se harían más frecuentes e intensos, y se generarían huracanes de gran envergadura. No es posible calcular el número de víctimas que pueden producirse, no con exactitud; muy probablemente, cientos de millones. Un número mayor de habitantes del planeta se vería reducido a una condición “animal”, por lo que presenciaría y haría -o tendría que hacer- para sobrevivir. Las reacciones complementarias en numerosos países son evidentes: uso de la fuerza militar para obligar a los pobres y a los trabajadores menos organizados a pagar directamente, en sus vidas y salud, el altísimo coste de la catástrofe.
No se trata de un Argamedón que liquide la especie. La vida humana se recuperará probablemente al cabo de un tiempo que no podemos determinar y seguirá su curso –aunque muchas otras especies vivas no podrán conseguirlo-, pero la situación dejará tras de sí millones y millones de cadáveres y una desolación inmensa por la barbarie generada.
Son las emisiones de dos gases del efecto invernadero las causas fundamentales del calentamiento global: el dióxido de carbono (CO2), que no abunda en el atmósfera, y el metano. De los dos, el primero es el más importante. En toda la historia conocida del planeta cuando más dióxido ha habido en al aire más alta ha sido la temperatura. El CO2, que permite el paso de la radiación solar, impide también que una parte de la radiación terrestre regrese al espacio: esa radiación queda atrapada en forma de calor y hace que nuestro planeta se caliente.
Son 2,1 partes por millón las moléculas de dióxido de carbono que agregamos a la atmósfera anualmente; permanecen en ella entre 100 y 200 años. Desde que nuestra especie empezó a quemar gas natural, carbón y petróleo en grandes cantidades, el dióxido ha pasado de 280 a 385 partes por millón, el mismo nivel de incremento experimentado por la Tierra en el paso de las edades de hielo a los períodos cálidos. El CO2 es responsable del 70% del calentamiento producido por la actividad humana, frente al 13% del metano.
No es nueva la situación por supuesto. Fue a finales de la década de 1990 cuando las comunidades científicas implicadas ya sabían que el cambio climático abrupto era un fenómeno común y global, y habían logrado componer un cuadro razonablemente certero del cambio abrupto en el pasado. La situación actualmente puede resumirse así: hay 100 partes de CO2 por millón más en la atmósfera que en los períodos cálidos previos. No sabemos con exactitud cuándo pasaremos a otro período estable con temperaturas mayores. La Tierra alcanzará, en un determinado momento, tras la subida de la temperatura, un nuevo equilibrio pero mucho más cálido y, como se apuntó, la vida humana seguirá siendo posible pero será mucho más difícil y bastante distinta de la actual.
La mejor estimación de la que disponemos es la siguiente: un nivel de CO2 entre 400 y 450 partes por millón -estamos en 385- produciría un aumento de la temperatura de 2 grados C. Habremos llegado, pues, a la zona de peligro respecto a un cambio abrupto a partir de un incremento entre 15 y 65 puntos de CO2 por millón. Es probable aunque no seguro que se lograría evitar un cambio climático abrupto si estabilizáramos el contenido de CO2 en la atmósfera en los próximos siete años [si pensamos en las 15 partes] y puede que no pasa nada si lo hacemos en un período de 31 años [bajo la hipótesis de las 65 partes].
La forma de estabilizar el contenido de CO2 en la atmósfera radica en reducir las emisiones anuales a 1,4 partes por millón, es decir, en disminuir en un 60% la tasa anual de emisiones. ¿Cuáles son entonces las dimensiones de la tarea política que representa evitar los horrores sociales y naturales que acompañarían a un cambio climático abrupto? Las siguientes: la reducción de las emisiones globales de CO2 entre 60 y el 70% en un período comprendido entre unos 10 y 30 años.
La segunda parte de CDCGCM está dedicada a las “Soluciones que ya darían resultado”. Sus planteamientos básicos son los siguientes: 1. Disponemos de la tecnología necesaria para detener el calentamiento global; de existir la voluntad política, se podría instalar con rapidez en todo el planeta. 2. La instalación de esta tecnología exige una intervención pública a escala mundial que incluya obras públicas, grandes inversiones y regulaciones normativas. 3. Las soluciones de mercado no resolverán el problemas, están lastradas por la búsqueda incesante de beneficios. 4. Las soluciones no exigen inevitablemente sacrificios entre la gente común.
La quinta consideración de JN, vale la pena detenerse en ella, señala que “las opciones personales de consumo no pueden resolver el problema” (p. 66). Estas soluciones nos instan a examinar nuestra “huella de carbono”, a reducir en la medida que nos es posible las emisiones de las que somos directamente responsables: dejar de viajar en avión, usar la bicicleta, consumir alimentos producidos en localidades cercanas, adquirir una microturbina eléctrica, etc. Para el autor, la fortaleza de estas opciones es que constituyen un excelente testimonio pero las estrategias que tienen como base presentan varias debilidades. Las dos señaladas por JN: 1. La mayoría de las opciones personales solamente tienen sentido para los ciudadanos más ricos de los países enriquecidos. 2. Estas opciones pueden persuadir a algunos de dejar de hacer ciertas cosas, pero para JN “solo una gran inversión gubernamental puede hacer posible que la mayoría de las personas adopte estas opciones” (p. 66).
El capítulo 5 de esta segunda parte –“Electricidad limpia”- desarrolla una excelente aproximación, que afortunadamente no obvia detalles técnicos, a la energía eólica, la solar, la solar concentrada y lo que JN llama otras soluciones realistas: la energía de las mareas y la de las olas, si bien, señala, “ambas tecnologías son prometedoras, aunque en la actualidad son mucho más costosas que los combustibles de carbono” (p. 89). El autor, que a lo largo del ensayo se muestra firmemente partidario del realismo político e insiste cuantas veces ve necesario en la descripción detallada de programas concretos de intervención, diferenciando como es razonable países y situaciones, recuerda que el “verdadero ahorro de emisiones debido a la adopción de la electricidad solo comienza a producirse cuando un 90% o más de la red se alimenta de energía limpia” (p. 135), una energía que permite resolver el problema con rapidez y, además, con sencillez. En su opinión, “con la adecuada voluntad política, las turbinas eólicas, la energía solar y el resto de las fuentes podrían abastecer al planeta en un plazo de cinco años”. Otra de las causas que hacen que este tipo de energía sea tan importante.
El capítulo 9 está dedicado a las soluciones que no son soluciones, las que no darán resultado. Entre ellas, los biocombustibles, el hidrógeno, la captura y almacenamiento de carbono, el pico del petróleo y el despeñadero del gas, las represas y la energía nuclear (JN escribe cuando aún no se había producido la hecatombe nuclear de Fukushima; podemos imaginarnos sus comentarios actuales). Estas falsas soluciones son las que “inquietan menos a los poderosos establecidos y que, por tanto, serían más fácil promover” (p. 154). Pero la realidad es terca y, además de otras consideraciones, están “soluciones” no son aplicables en el plazo del que disponemos.
La tercera parte de CDCG toca uno de los nudos nucleares de todo este entramado: “Por qué los ricos y los poderosos no emprenderán ninguna acción”. En mi opinión, no es el mejor compás del ensayo.
El lector/a informado puede saltarse el primer capítulo, dedicado al “Neoliberalismo”, pero incluso aquí hay pasajes de interés sobre las debilidades de la izquierda, la batalla de las ideas, el papel de las mentiras en la lucha políticas y las grandes debilidades del neoliberalismo.
“El poder de las corporaciones” es tema del siguiente capítulo, con especial atención a las nuevas corporaciones de energía solar y eólica. Gran parte de este apartado está dedicado a la irrupción, desarrollo y declive de los “todoterrenos”. Un pelín excesivo en su desarrollo tal vez pero la historia contada, excelente en su ritmo e información, ilustra muchos vértices del funcionamiento alocado de la civilización del capital y el mal.
¿Cuáles son entonces las razones principales por las que los ricos y poderosos se sienten reacios a emprender acciones para detener el cambio climático sabiendo como saben que también la partida va con ellos? Básicamente, la ideología del neoliberalismo y el poder de las corporaciones del carbono. Ninguna de ellas, señala JN, tiene que ver con el sistema capitalismo mismo. “En otro tiempos y lugares el capitalismo ha coexistido con un grado mucho mayor de intervención estatal que bajo el neoliberalismo. Y si bien una economía movida por energía limpia amenaza a las corporaciones del carbono, otras corporaciones podrían obtener enormes ganancias” (p. 211). Teóricamente es así, podría ser así, pero hay otros dos aspectos del capitalismo que dificultan la acción, añade el autor, para detener el cambio climático: la competencia global y el crecimiento incesante. Con una diferencia básica: ambos son componentes constantes, centrales, no marginales, de la dinámica del sistema
“La política climática” es el título de la cuarta parte de CGCM. Una aproximación crítica a Kyoto es tema del primer capítulo. “La política científica” a partir de 2001 es tema del segundo apartado. Su prudente aproximación –no acrítica ni servil- a Blair, Clinton, Al Gore y a otros políticos anglosajones, es muestra del buen hacer y del realismo político de JN, además de su apuesta por una amplia política de alianzas, donde converjan sectores muy diversos, en la lucha contra el calentamiento global.
“Soluciones personales y de mercado” es el título del décimo sexto capítulo. JN advierte con razones muy atendibles sobre el énfasis puesto en los cambios de los estilos de vida personales. En su opinión, esos cambios son parte de la única respuesta al calentamiento global que promueven los políticos y las corporaciones. Sus otras soluciones son las típicas de mercado: impuestos verdes, fijación de límites e intercambio de carbono, racionamiento del carbono y compensaciones por sus emisiones. JN sostiene que estos mecanismos de mercado no darán resultado y en cierto sentido dificultan aún más la adopción de soluciones realmente efectivas. Un ejemplo de sus reflexiones sobre este asunto: “El mayor problema con el racionamiento del carbono es el mismo que el del comercio de carbono. Aborda el problema en el lado equivocado de la cañería, esto es, en el consumidor. El racionamiento de carbono, al igual que el de la contracción y la convergencia, no tocan los grandes cambios que resultan necesarios. Las opciones de consumo no son capaces de cubrir el planeta con energía eólica o solar, ni de aislar térmicamente todas las viviendas. El racionamiento de carbono no sustituye la regulación y la inversión gubernamentales” (p. 295).
“Futuros alternativos” es el título de la última sección de CDCGCM. Son dos capítulos importantes. En el primero, se describe el impacto del cambio climático en nuestro planeta si no se abordan las medidas necesarias. Nueva Orleáns y Darfur son los desastres explicados con detalle. Estamos aquí ante algunos de los mejores pasajes de este magnífico libro. Ciencia, información histórica, tensión moral, excelente análisis político, se combinan consistentemente en beneficio del lector/a. El autor se crece.
¿Qué mundo nos aguarda? Si no actuamos, un mundo de refugiados, de hambrunas, guerras, muerte y sufrimiento. Apuntar razonadamente que “Otro mundo es posible” también aquí es tema del capítulo que cierra el ensayo. Una de sus tesis más relevantes: “La solución a la apatía climática no es una dosis mayor de miedo. Es convencer a las personas comunes y corrientes de que pueden influir sobre la marcha del mundo” (p. 332). Para quienes creen, como cree el autor (y también el firmante de esta nota), que son necesarios grandes cambios, eso significa establecer alianzas políticas con todos los que piensan que “no es posible lograr cambios fundamentales en el mundo, pero aún así quieren seriamente hacer algo”.
JN señala que los humanos somos animales de un nuevo tipo. Sin que lo hayamos diseñado, nuestras manos y cerebros -¡el homenaje y recuerdo de Farrington es muy de agradecer!- se han convertido en guardianes de vida en la Tierra, y estamos actualmente en una encrucijada: a partir del descubrimiento de la agricultura y la industria, la obra de nuestras manos y cerebros “han marchado muy por delante de nuestra capacidad para crear una sociedad que se corresponda con la nueva tecnología” (p. 350). La cuestión nuclear, central: en qué queremos convertirnos. El calentamiento global pone a la orden del día y de la hora, torna urgente y aguda esta disyuntiva.
Para la inmensa y urgente tarea que tenemos delante, el autor piensa que es necesario movilizar a los seis mil millones de habitantes del planeta. Nadie sobra. No basta, señala, como han hecho los ambientalistas, en cabildear en los gobiernos y en educar a la opinión pública. Según JN, se necesita un gran movimiento de masas –que de hecho, en su opinión, ya ha comenzado a organizarse- que “obligue a los políticos a actuar o que los reemplace por otros que estén dispuestos a hacerlo”.
Esta afirmación, y algunas aproximaciones poco equilibradas en mi opinión a los países que formaron parte de lo que se llamó “socialismo real”, una excesiva confianza en las diferencias de desarrollo y proyecto entre el llamado modelo americano y el europeo (pp. 36 y ss), una consideración acrítica y aproblemática sobre las bombillas de larga duración, el uso de expresiones como ultraizquierda para hablar de organizaciones radicales en sentido marxiano alejadas de cualquier ensoñación onírica o alocada en finalidades y procedimientos, algunos compromisos y predicciones temporales -a propósito de la energía limpia por ejemplo- de muy difícil fundamentación y cálculo, un uso excesivamente general y uniformador del concepto “políticos”, una aproximación vacilante y acaso a veces excesivamente tradicional al concepto de austeridad, unas consideraciones muy generosas respecto a las políticas gubernamentales defendidas por el Partido Verde alemán en su momento, nada más prácticamente, son algunas de las poquísimas discrepancias que cabe apuntar con las tesis y posiciones político-científicas del autor. No se trata de obligar a los “políticos” o a poner a otros más eficaces, sino de ejercer entre todas y todos, con todas las mediaciones necesarias y sin negar la enorme complejidad del tema y su urgencia inmediata, nuestra propia acción de gobierno. La creación de una nueva cultura, amiga de la Tierra y de nosotros mismos, una cultura que debemos empezar a practicar y generar, está entre las tareas urgentes e imprescindibles de nuestra hora.
PS. La edición inglesa del libro es de 2008 y 2009. Visto lo que hemos visto y seguimos viendo, no parece que los tiempos sean buenos para la lírica, para el humanismo, para la fraternidad ni para una economía ecologista que piense que el ser humano y muchos otros seres vivos son sus capitales más preciados. ¡Stop al ecosuicidio! no es un lema irresponsable de desquiciados y resentidos.