Atlas desnudo: la mitología neoliberal
Juan Luis Conde
El origen del programa neoliberal es un relato. Puede seguirse en una novela publicada en los primeros tiempos de la guerra fría (1957) por Ayn Rand, pseudónimo de una escritora rusa exiliada en Estados Unidos, cuyo título original, Atlas shrugged, se tradujo al castellano como La rebelión de Atlas. En dicha narración, los ricos y poderosos se presentan como las grandes víctimas de la sociedad: identificados con las personas activas y emprendedoras (en consonancia con el mito calvinista que considera que la suerte de cada uno en la Tierra es una señal divina), son explotados por los parásitos que constituyen el cuerpo social en la doble forma de impuestos que alimentan la ociosidad y salarios cada vez mayores. Para protestar contra esa intolerable “explotación”, los espíritus productivos se ponen en huelga, una huelga ciertamente novelesca que trae como consecuencia el empobrecimiento generalizado. Su desaparición de la escena se traduce en lenguaje de la mitología clásica: es como si Atlas dejara de sostener el mundo sobre sus hombros. Moraleja: el (merecido) enriquecimiento de unos pocos es lo que hace posible la supervivencia de todos.
Sobre ese relato fundacional (de tamaño nada desdeñable: unas mil páginas) se desarrolló un trabajo posterior en pos de la respetabilidad académica. Formalizado como doctrina económica por Milton Friedman, padre de la llamada Escuela de Chicago, la mitología neoliberal ha sostenido una ofensiva reaccionaria activa desde los años 70 que fue avalada con el Premio Nobel en 1976. Su expansión inicial, sin embargo, tiene poco que ver con sosegados seminarios universitarios: se identifica más bien con golpes de estado, juntas militares, torturas y desapariciones en el Cono Sur americano. Una aproximación a sus métodos y objetivos nos la ofrece el libro de Naomi Klein La doctrina del shock.
La caída del muro de Berlín, en 1989, revolucionó el proceso. Una vez que el enemigo ideológico había sido sonoramente derrotado ya no había lugar a dudas o tibiezas: a los pocos meses se sancionaba el Consenso de Washington, convirtiendo al neoliberalismo en esa particular especie de nueva religión oficial con aspecto de ciencia incuestionable -las sayas que ocultan una mitología a quienes ya no creen en las mitologías-.
En la cúspide del sistema mitológico neoliberal hay una divinidad a la que todo lo demás -todo, desde la política hasta el amor- ha de subordinarse: la gran diosa Economía. Moderna heredera de las hipóstasis de la Antigüedad (gracias a las cuales conceptos enigmáticos y convenientes, como Fortuna, Victoria, Concordia, Paz o Libertad, se personalizaban primero y se sacralizaban a renglón seguido) y enemiga mortal de su hermana Ecología, es mundialmente célebre por sus crisis periódicas, durante las cuales se vuelve apática y se contrae (en ese estado depresivo llega incluso a sentirse “estrangulada” o “asfixiada”). Economía es la divinidad suprema a la que todo se sacrifica: ella nos promete felicidad tan pronto como esté cómoda y satisfecha (léase “activada”, “reanimada”, “en expansión”, “en crecimiento”), pero nunca parece estar lo suficientemente satisfecha y siempre exige más sacrificios.
Para combatir las periódicas depresiones de la diosa Economía, la mitología neoliberal ha propuesto su matrimonio con el dios Mercado, al que los sucesivos sínodos han identificado, sin excepción, como irremplazable macho de la Gran Hembra. Poner en duda sus poderes testiculares así como su vínculo natural con Economía constituye un gran tabú.
Como le sucede al viejo dios uno y trino de la religión católica, o a la Hidra de múltiples cabezas, el dios Mercado también se desglosa en las Personas del Verbo, presentándose sobre la faz de la Tierra como entidad plural. Es precisamente en su forma plural (los Mercados), en la que con más claridad exhibe su naturaleza irracional, infantil, caprichosa y agresiva. En consecuencia, éstos siempre han de ser “calmados” o “tranquilizados”. Para propiciarlos, hay que “ganarse su confianza”, seducirlos y de paso también congraciarse con la gran diosa: eso se consigue, al parecer, mediante una buena “imagen”, cuyo ideal podría resumirse con la sencilla fórmula Trabajar como chinos y callar como muertos.
Toda esta mitología requiere para su engranaje de un tótem fundamental, una piedra angular sobre la que descansa: el dios Empleo. Escaso y esquivo, es lo que más se echa de menos como consecuencia de la “crisis”, constituyéndose así en la Gran Coartada o Invocación Suprema, el fetiche en cuyo nombre (en la forma, por ejemplo, la “Creación, Generación de Empleo”) se permiten todas las transgresiones, todas las violaciones y tropelías.
Las agresiones de las que los mortales somos víctima en nombre del sacrosanto dios Empleo y con la pretensión de congraciarse a la diosa Economía son perpetradas por las divinidades menores conocidas como las Reformas. Como las Harpías o las Furias de la mitología grecolatina, las Reformas no dejan títere con cabeza: sientan bien a Economía, pero dañan a la gente sin compasión. Instrumento de los sacrificios exigidos por la diosa, sus nombres se repiten incesantemente como mantras a través de todos los Medios de Comunicación. Pegando la oreja a la radio o al televisor, cada mañana podemos escuchar en boca de los imames también llamados “periodistas” tres familias de inexorables Reformas, a saber: Dades, Encias y Ciones. Entre las malvadas Dades se cita a Competitividad, Flexibilidad, Movilidad o Productividad; entre las pérfidas Encias, a Solvencia, Excelencia, Eficiencia o Transparencia; Desregulación, Privatización, Modernización y Liberalización son las más célebres de las salvajes Ciones.
Según el credo neoliberal, la diosa Economía no es infinita. Nunca podrá abarcar a todos en su abrazo, no puede arrojar sus bendiciones sobre todos sus feligreses a la vez. Si bendice a unos, maldice a otros, y viceversa. Siempre habrá ganadores y perdedores. Eso significa que sus creyentes están en pugna permanente entre sí por sus favores: es la llamada Competitividad, madre de las otras Dades, todas ellas flagelo de sindicatos y martillo de trabajadores. En nombre de esta competición por capitales errantes, cuyo lastre fundamental -se insiste en ello- son los llamados “costes laborales”, se exigen ineluctablemente la rebaja salarial, el despido libre, el retraso de la jubilación y hasta la semana laboral de seis días.
Blanco prioritario de los disparos del neoliberalismo es el servicio público, el funcionariado que lo sostiene y, en último extremo, el Estado en su faceta redistribuidora. Contra ellos preferentemente cabalgan las Ciones: cada una de ellas ataca un defecto que el discurso recurrente achaca sin paliativos a la esfera pública.
De las tres familias de Reformas que conocemos, quizá sean las Ciones las más crueles y, a la vez, engañosas. Ellas representan el núcleo ideológico del neoliberalismo. A su cabeza se encuentra Modernización, cuya actividad fundamental consiste en configurar una “modernidad” con un único pasado del que abjurar: el comunismo o el socialismo en cualquiera de sus facetas (incluso en esa presentación desleída y sosa, la socialdemocracia). Los sindicatos son “anticuados y reaccionarios”, los “progres” son carcas, las políticas de izquierda, “rancias y trasnochadas”, la sanidad y la educación públicas, “antimodernas”. Sin embargo, detrás de esa máscara de vanguardia, Modernización pretende simplemente devolvernos mucho más atrás aún. Las Ciones en su conjunto están diseñadas para destruir el efecto igualador de la ley, aquel que daba armas al débil contra el fuerte y que se encuentra en los mismísimos orígenes de la ley escrita en Grecia y Roma.
La nueva Mitología ha generado, naturalmente, sus coros eclesiásticos, sus instituciones y sus principados, poderes y potestades. En primer lugar en este capítulo habría que mencionar a las Siglas, sacerdotes e intérpretes infalibles de la voluntad de la diosa y de sus machos superiores, los Mercados. Entre las Siglas más recurrentes e influyentes podemos citar a FMI, OCDE, BM, OMC, UE o BCE. A veces estos hipocorísticos mutan en advocaciones de tipo local como “Bruselas”, “Berlín” o “Washington”. A las Siglas y Topónimos deben añadirse así mismo los diversos Alfanuméricos: G-7, G-8, G-20, etc. Todas estas instituciones y sus portavoces saben en cada momento, sin lugar para la equivocación, lo que Economía o los Mercados “desean”, “exigen”, “esperan” o “demandan”.
Siglas, Topónimos, Alfanuméricos y demás sacros institutos del organigrama eclesial neoliberal manejan, desde que la Escuela de Chicago formalizase académica y científicamente el relato fundacional de Ayn Rand, un lenguaje bien conocido cuyos términos (“ajustes estructurales”, “control del gasto público”, “desequilibrios fiscales”, “consolidación fiscal”) se repiten litúrgicamente con independencia de la situación, boyante o crítica. Por si se resistiera a alguno que, con mediocre inteligencia, desease acceder a estos misterios, nada queda ya verdaderamente por entender después de que una diputada del Parlamento español expusiese, con generosa espontaneidad, el mensaje profundo que para las clases trabajadoras y populares traslada la mitología neoliberal. “¡Que se jodan!”, exclamó Andrea Fabra, dejando así a Atlas, como el niño al rey, en cueros a los ojos de todos.
Juan Luis Conde es Profesor Titular de Filología Latina en la UCM