Entrevista con Joaquim Sempere, editor del libro El final de la era del petróleo barato
Salvador López Arnal
Joaquim Sempere -filósofo, sociólogo, traductor, luchador antifranquista represaliado, ex dirigente del PSUC, director de Nous Horitzons, maestro de varias generaciones universitarias y ciudadanas- es actualmente profesor de sociología en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Barcelona. Recientemente ha editado con Enric Tello El final de la era del petróleo barato (Icaria, Barcelona, 2008). El núcleo de nuestra conversación se centra en las temáticas desarrolladas en esta interesante publicación.
Has editado recientemente junto con Enric Tello, El final de la era del petróleo barato. ¿Podrías darnos breve cuenta de su contenido?
Se trata de 9 contribuciones y una Introducción sobre el tema que viene descrito muy gráficamente por el título del libro. Los autores son economistas, sociólogos, ingenieros, geólogos y periodistas. Es un grito de alerta sobre un fenómeno de consecuencias de gran alcance para la vida social y la civilización.
¿Fin de la era del petróleo barato o fin de la era del petróleo?
Estuvimos dudando al poner título al libro. Pero de hecho son expresiones casi sinónimas. Al ser el petróleo la “sangre” que da vida a todo el sistema social, cuando se encarece más allá de ciertos límites deja de ser económicamente utilizable. Aunque queden restos importantes impregnando las rocas del subsuelo, el precio de su extracción y refino hace prohibitivos los combustibles obtenidos. Y entonces hay que buscar una alternativa energética.
¿Qué ha significado en tu opinión lo que solemos llamar el siglo del petróleo?
Ha significado un paréntesis excepcional en la historia humana. El modelo energético anterior, digamos hasta 1800, fue estrictamente solar. Permitió civilizaciones importantes, pero basadas en trabajo esclavo y servil. Con la revolución industrial, las fuentes fósiles ofrecieron una provisión de combustibles abundantes y fáciles de extraer y quemar, lo cual incentivó el despilfarro. La técnica aportó medios para sacar provecho de tanta energía, y ahí tenemos la tecnificación de la agricultura, la industria, el transporte, el hogar, al alcance de cientos de millones de personas. El esfuerzo físico humano y animal quedó substituido por esclavos mecánicos (con el correspondiente afán de comodidad). A propósito, el socialismo se alimentó en parte de la esperanza de una ciudadanía universal sin siervos ni esclavos porque comprendió la importancia de tener energía no humana para sostener la economía: de ahí que en el imaginario socialista sea tan importante la tecnociencia y sus aplicaciones industriales. Seguramente hay un vacío en el pensamiento socialista actual sobre este punto, que habrá que repensar, en función de la pregunta: ¿qué socialismo hay que imaginar para una época de previsible escasez de energía?
Además, la facilidad y el bajo coste del transporte mecánico indujo una distribución espacial de las actividades humanas que genera una necesidad de transporte desmesurada. Las interdependencias son tantas y tan grandes que cualquier interrupción del transporte hace peligrar el funcionamiento rutinario del sistema social, que se ha vuelto muy vulnerable: de ahí la paranoia de gobernantes y empresarios ante el próximo final del petróleo.
Quiero añadir otra consideración que ilustra los versos de Hölderlin que tanto gustaba a Manuel Sacristán:
De dónde surge el peligro
nace la solución también.
Tanta abundancia energética ha permitido una prosperidad inaudita que ha hecho posible, entre otras muchas cosas, un desarrollo científico y técnico difícilmente alcanzable en tan poco tiempo bajo otras circunstancias. Así que hoy tenemos un planeta devastado por un productivismo apoyado en técnicas muy potentes, pero también una capacidad científica para desarrollar técnicas “amigas de la Tierra” (por poner sólo dos ejemplos, entre otros muchos ejemplos posibles: los captadores fotovoltaicos y el combate biológico contra las plagas agrícolas). Ahí hay una esperanza de rectificar muchos daños y enderezar el metabolismo socionatural para conseguir una economía no depredadora. Esto me parece importante porque con una población humana tan numerosa como la que hoy habita el planeta cualquier retorno a las viejas técnicas seguramente no bastaría para alimentar tantas bocas y ofrecer un bienestar mínimo. Aunque les suene raro o sacrílego a los partidarios de la ecología profunda, el ser humano puede mejorar la naturaleza sin menoscabar la productividad biológica de los ecosistemas. El ejemplo más claro es el de la agricultura, que produce más alimento a los seres humanos por unidad de superficie –y sin necesidad de destruir ecosistemas, aunque la historia de la agricultura está llena de ejemplos de destrucciones ecológicas, lo cual indica que la inteligencia humana debe saber compaginar ambos objetivos: lograr frutos suficientes de la tierra y preservar su productividad natural. Otro ejemplo son las técnicas modernas para obtener energía del Sol (como los paneles fotovoltaicos), que son más eficaces energéticamente que la fotosíntesis.
En suma, el balance del periodo fosilista es ambivalente. Pero es importante darse cuenta de que habrá sido un paréntesis en la historia humana, y que vamos a entrar pronto en una nueva época.
Déjame formularte una paradoja: el siglo XX empieza con un abrumador predominio global de EEUU en relación con la extracción de petróleo -sobre todo después de la puesta en explotación de los yacimientos gigantes encontrados en Texas y Oklahoma en los ‘30, siendo el principal consumidor y primer exportador mundial de crudo hasta después de la Segunda Guerra Mundial- y termina con Estados Unidos convirtiéndose en el mayor importador de crudo del mundo, quedando desplazado al tercer puesto de extractor global de petróleo, y a bastante distancia de Arabia Saudita y Rusia, aunque continúa manteniendo el cetro como el megaconsumidor del planeta. ¿Es ello indicio de una disminución del poder imperial?
Me parece una suposición muy acertada. Se puede añadir que el sistema está en trance de morir de éxito. Después de anunciarse el éxito del capitalismo neoliberal como sistema único posible, y deseado por todos los pueblos del mundo, cuando varios miles de millones de personas abrazan sus premisas, se precipita la crisis por la enorme presión de la demanda de petróleo desde las economías “emergentes”. La nueva geopolítica del petróleo va a ser la reubicación de los Estados Unidos ante el imparable crecimiento económico de China y los demás países emergentes. Ya se están viendo los primeros síntomas.
Al finalizar el siglo XX, el petróleo es la energía dominante a escala mundial. ¿Por qué esa adicción mundial al crudo?
Por las razones antes mencionadas, que se resumen en una excesiva interdependencia mediada por el consumo de energía, sobre todo en el transporte. No olvidemos que los derivados del petróleo suponen el 95% de los carburantes usados en el transporte mundial.
¿Cuáles son, en tu opinión, los principales impactos ecológicos de esta sed insaciable de oro negro?
Hay unos impactos locales en los lugares de donde se extrae, con destrucción de selvas tropicales y otros ecosistemas y contaminación de aguas que hacen imposible la vida de comunidades enteras. Véanse las resistencias indígenas en Latinoamérica, en Indonesia, en Nigeria, etc. Luego tenemos las emisiones de CO2 con el efecto invernadero. En tercer lugar tenemos la producción de numerosas substancias químicas que no existen en estado natural, con fuerte poder contaminante y capacidad disruptora de procesos biológicos. Pero quiero insistir en que el oro negro es la sangre de esta sociedad, y ha permitido organizar un metabolismo insano entre hombre y naturaleza. Por ejemplo, en Cataluña se crían unos 12 millones de cerdos (para una población humana de unos 7 millones), concentrados en granjas industriales. Los purines que generan no se pueden aprovechar como fertilizante por su excesiva cantidad: contaminan las aguas subterráneas y son un auténtico problema. Los cerdos criados en pequeñas cantidades en granjas dispersas por el territorio habían sido siempre un procedimiento racional de producir carne reciclando residuos orgánicos (los cerdos son omnívoros) y obteniendo un abono orgánico para las tierras adyacentes. Esta cría parsimoniosa tradicional, que combinaba bien agricultura y ganadería, en una simbiosis eficiente, ha sido substituida por la cría industrial y masiva de cerdos, que sólo es posible y rentable gracias al transporte movido por derivados del petróleo. Los camiones transportan el pienso, se llevan los cerdos al matadero y del matadero a los mercados, etc. Se pueden hacer razonamientos análogos a propósito de otros muchos procesos económicos insostenibles ecológicamente que sólo se han impuesto gracias al petróleo barato. (Aprovecho la ocasión para decir que de los purines se podría obtener metano orgánico capaz de mover vehículos: otro ejemplo de problema con solución. Pero de momento no se hace apenas, y la clave de todo este tinglado sigue siendo el petróleo abundante y barato.)
¿De qué hablamos exactamente cuando hablamos que nos acercamos al pico de la producción mundial del petróleo?
El geólogo norteamericano Hubbert formuló a mediados de los años 50 del siglo pasado la teoría de que cuando se ha extraído más o menos la mitad del petróleo de un yacimiento el petróleo restante resulta cada vez más difícil de extraer porque es el más profundo, el más denso, etc. La extracción decae inevitablemente y el precio sube irreversiblemente. Esta hipótesis, formulada por Hubbert para los yacimientos estadounidenses, se cumplió al pie de la letra, con un error de sólo un año, llegándose al pico en 1970. Luego se ha verificado también en las reservas del mar del Norte y en algunas otras. Por esto hoy se acepta como un modelo explicativo potente y aplicable a escala mundial.
¿Estamos cerca del pico mundial del petróleo? Hay quien dice que sí, y hay quien dice que faltan 30 años, como el Director General de Energía del gobierno estadounidense. Pero Richard Heinberg, un experto en el tema, sostiene que una economía como la estadounidense necesitaría al menos 20 años para adaptarse sin traumas excesivos a la era post-petróleo. O sea que, en la práctica, cualquier demora en abordar la transición energética es irresponsable, por no decir criminal, tanto si ya estamos en el pico de petróleo como si no. Además, creo que si estamos ya en las inmediaciones del pico, el caos va a ser pronto enorme e imparable, y las consecuencias, aunque imprevisibles en sus formas, van a ser muy graves.
Hay razones para pensar que estamos cerca del pico. El precio del barril de crudo lleva más de un año sin bajar de los 100 dólares; y si se observa la curva de los descubrimientos de nuevos yacimientos de petróleo, veremos que el máximo se alcanzó a mediados de los años 60 del siglo XX, y desde entonces no han dejado de bajar, aunque con algún repunte menor. En cambio el consumo no cesa de aumentar.
¿Que opinión te merece la expansión de los agrocarburantes, que se presentan a la opinión pública como la panacea contra el cambio climático cuando, según algunas opiniones, pueden llegar a agravarlo?
Ya se han esgrimido profusamente los inconvenientes de estos productos. Su saldo energético –es decir, la diferencia entre la energía obtenida y la invertida para obtenerla- es muy poco superior a cero (¡y a veces es negativa!), razón por la cual parece un disparate dedicar tanta tierra para cultivar las plantas que son materia prima de esta industria, sobre todo si se tiene en cuenta que es tierra que se sustrae a la posible producción de alimentos. Ya hemos visto cómo la demanda de maíz para bioetanol ha hecho encarecer el maíz alimentario, para desgracia de los más pobres en Méjico y otros lugares. También en algunos casos, como tú dices, parece que aumentan el efecto invernadero: esto ocurre si para hacer plantaciones de palma u otra planta oleaginosa hay que talar selva, pues entonces no sólo se eliminan árboles que son sumidero de CO2, sino que se liberan grandes cantidades de este gas que están cautivas en los suelos de los bosques.
¿Crees que el giro neoliberal del nuevo capitalismo global, con su énfasis en la privatización, desregulación y globalización, dificulta aún más cualquier tipo de transición energética, y nos aboca cada vez más a la guerra?
Sí. El mercado no lo regula todo, ni mucho menos; y a menudo lo hace ineficientemente desde el punto de vista de los seres humanos. Además, cuando la urgencia apremia el mercado no reacciona a tiempo porque es básicamente un mecanismo que funciona por prueba y error. Y si los errores potenciales son graves y/o irreversibles, la apuesta es demasiado arriesgada. Se necesitará, creo, mucha regulación pública y políticas desde las administraciones para guiar la transición energética. Que esta crisis, que es mucho más que una crisis coyuntural, coincida con una etapa de hegemonía ultraliberal es una gran desgracia. El fantasma de la guerra, por supuesto, nos amenazará mucho y durante mucho tiempo.
En El final de la era del petróleo barato varios autores defienden la necesidad de generar utopías realistas, sin oxímoron insalvable, en un ámbito tan esencial como es el de las nuevas fuentes energéticas y la transición energética hacia ellas. ¿Qué sendas te parecen más razonables, por cuáles apuestas?
Lo más razonable es el ahorro de energía acompañado de aumentos en la eficiencia de las máquinas y los procesos productivos. A la vez yo apuesto por las energías solares, limpias y renovables, y descarto la nuclear, que ha resultado, además de peligrosa, económicamente ruinosa. Hoy hay una ofensiva pronuclear muy fuerte, y me temo que acabarán construyéndose nuevas centrales, aunque tal vez no en los países centrales, donde es más plausible poner en pie una resistencia –pero sí en China, la India y otros países emergentes, en el Este de Europa, etc. El riesgo inaceptable de la energía nuclear es que puede afectar no sólo a la salud y la vida de personas individuales (en todas las empresas humanas hay riesgos), sino al genoma humano mismo, y las emanaciones radiotóxicas de sus residuos durarán cientos y miles de años. Es el punto más alto del sueño fáustico de dominar la materia y la vida, la aberración máxima. Impedir que se construyan más es una batalla indispensable. Hay que trazar una línea que no debe atravesarse nunca, aunque tengamos restricciones de energía. Siempre es posible contentarse con menos facilidades y comodidades, y hay que decir bien alto que hay cosas sagradas, intocables. Y que merece la pena algún sacrificio para respetarlas incondicionalmente. Los hijos, que pueden dar muchas satisfacciones, a veces también requieren sacrificios, y no dudamos en asumirlos.
Esto nos lleva a otra cosa: hay que aprender a vivir satisfactoriamente con menos energía y con menos objetos (no olvidemos que tras cualquier objeto manufacturado hay consumo de energía). Pasar a un modelo energético enteramente solar y renovable es indispensable, pero seguramente no será fácil. Algunas técnicas no están del todo a punto. Se requerirán inversiones gigantescas, reconversiones industriales y reciclajes profesionales de miles de personas. Por eso cualquier demora en abordar la transición nos coloca en peores condiciones.
¿Se puede vivir mejor con menos energía? Si es así, ¿cómo? ¿Estás a favor del decrecimiento económico?
Acabo de decir que se puede vivir “satisfactoriamente” con menos energía. Tal vez se puede vivir, como tú dices, incluso “mejor” que ahora. ¿Cómo? La pregunta me supera. La clave probablemente es reducir las expectativas materiales. Algunos filósofos de la contención –como los antiguos cínicos, estoicos y epicúreos- han dicho que la riqueza consiste no en tener mucho sino en desear poco. Pero no bastan generalidades como ésta. Si disponemos de menos energía, tendremos que trabajar más con las manos, como antes. Viajaremos menos. Tendremos que obtener el alimento de una agricultura de proximidad: será inviable el “lujo” de comer en Madrid calabacines o tomates cultivados en Murcia o en Marruecos. Los artefactos serán más caros y deberemos renunciar a muchos de ellos, o tendremos que aprender a compartirlos (por ejemplo con el alquiler de coches o bicicletas, o el uso compartido de lavadoras). Habrá que echar mucho ingenio en nuevos estilos de vida, que tal vez nos aporten más contacto social, más tiempo libre, menos stress. De todos modos, cuidado con lo del tiempo libre, porque seguramente tendremos que renunciar a muchas máquinas y, por tanto, dedicar más horas al trabajo manual, incluido el trabajo manual doméstico.
Creo que el decrecimiento económico es nuestro destino inexorable. Hemos crecido demasiado. Según los cálculos de la huella ecológica (con todas las incertidumbres y posibles errores que suponen), ya vivimos por encima de nuestros recursos, o sea, ya estamos deteriorando la base de recursos naturales, y así vamos a dejar un mundo menos productivo que el actual a nuestros descendientes. Si no refrenamos voluntariamente nuestras punciones sobre la biosfera, será la biosfera misma la que nos pondrá coto. La alternativa no es: crecimiento o decrecimiento, sino decrecimiento calculado y voluntario o decrecimiento forzoso. En este segundo caso, no hace falta decir que puede suponer un futuro de pesadilla, de colapso de la civilización, de lucha de todos contra todos. Creo que seguir hablando de que el crecimiento es bueno, indispensable para nuestro bienestar, necesario para conservar los puestos de trabajo existentes y aumentarlos, etc. es una irresponsabilidad increíble. Y sin embargo, no hay más que leer o escuchar lo que dicen nuestros líderes políticos y económicos (y también sindicales), que no sólo no luchan contra el dogma del crecimiento, sino que lo alimentan sin cesar. Vamos muy mal.
En tu aportación al volumen sostienes que si no prevalecen principios democrático-igualitarios podemos vernos abocados a ecofascismos o ecoautoritarismos asociados a formas de imperialismo que “exporten“ al Sur, que sí existe para estas “externalidades”, los efectos más destructivos de la crisis ecológica. ¿Este es el futuro que vislumbras? ¿Qué hacer entonces?
¿Qué hacer? Explicar la verdad de lo que nos amenaza y predicar una moral de la frugalidad y la contención. Tratar de lograr una masa crítica de ciudadanos y ciudadanas dispuestos a adaptarse a escenarios de escasez defendiendo lo esencial: la dignidad del ser humano, las libertades políticas, las conquistas democráticas y la equidad. Y dispuestos a construir una organización productiva ecológicamente sostenible, aunque tengan que renunciar a muchas comodidades que hoy damos por supuestas, como si fueran lo más natural del mundo. La equidad es muy importante, pues en un mundo con más escasez las desigualdades serán más intolerables: por eso ahí surgirá una oportunidad nueva para el socialismo. Por de pronto creo importantísimo defender con uñas y dientes lo que nos queda de “Estado del bienestar”, y tratar de ampliar sus prestaciones en la medida de lo posible y razonable. El Estado del bienestar se basa en una filosofía colectivista, no individualista. Es una de las herencias institucionales del siglo XX a defender.
El problema del Sur es aun más complicado de abordar, porque las desigualdades entre Norte y Sur han llegado a ser abismales. No me atrevo a decir gran cosa al respecto. Sólo una: seguramente los países del Sur ganarían si no se interfiriera en sus propios procesos autónomos desde fuera, desde Occidente. El mercado mundial nos destroza a todos, a ellos sobre todo, pero también a nosotros. Lo malo es que cuando toman las riendas de su destino, imitan lo peor de Occidente, como está ocurriendo en China. Hay excepciones, pero afectan a comunidades numéricamente poco significativas.
¿Podríamos hablar de la necesidad de una nueva cultura energética de la gestión de la demanda energética como hablamos de una nueva cultura del agua?
Por supuesto. Ya se habla de ella. En Cataluña hay una red (Tanquem les Nuclears – Per una Nova Cultura de l’Energia [Cerremos las nucleares. Por una nueva cultura de la Energía]) que viene haciendo campaña contra las nucleares desde hace más de un año. Un punto clave es el que tú dices de una gestión de la demanda. Las administraciones deben influir para reducir la demanda energética y alejarla de las fuentes fósiles y nucleares. Hay muchas maneras de hacerlo: obligar a poner paneles solares en los edificios, hacer normativas de construcción que impongan el aislamiento térmico de los edificios, prohibir las bombillas de incandescencia como se ha hecho en Australia. Seguro que hay montones de posibilidades en esta línea.
Jorge Riechmann, en su capítulo “Chocando contra los límites: veinte tesis sobre biomasa y agrocombutibles”, defiende otro modelo de transporte que logre una movilidad suficiente a través del transporte colectivo, el transporte sobre raíles y bicicletas. ¿Qué políticas de suficiencia, de autocontención, de gestión de demanda son razonables en tu opinión?
Aparte de las dichas en la pregunta anterior, las relativas al transporte son esenciales. El transporte consume entre el 40 y el 50% de toda la energía consumida por la humanidad. Pero yo añadiría a las propuestas de Jorge que tú recoges (transporte colectivo, ferrocarril, bicicleta) otras consideraciones más espinosas. Mientras el modelo territorial genere incesantemente, día a día, la necesidad de moverse y de transportar mercancías, poco se avanzará. Hace falta desincentivar el urbanismo disperso, la distancia entre producción y consumo, la práctica de traer de lejos productos semielaborados o componentes para el acabado de los productos, la distancia entre lugar de residencia y de trabajo, etc. Todo esto no se resuelve en un día. Como no confío demasiado en que los poderes tomen a tiempo las medidas adecuadas, espero que la gente normal y corriente se espabile a medida que vaya topando con las dificultades. Las administraciones tienen que ayudar, y a veces tomar la delantera, pero la capacidad de espabilarse de la gente es una fuerza social tremenda.
José Manuel Naredo sostiene en su contribución que la sostenibilidad o viabilidad ecológica de un sistema económico debe enjuiciarse atendiendo no tanto a la intensidad en el uso “que hace de los stocks de recursos no renovables como a su capacidad para cerrar los ciclos de materiales mediante la recuperación o el reciclaje, con ayuda de fuentes renovables”. La aplicación de la metodología propuesta permitiría comparar el conjunto de la exergía almacenada en la corteza terrestre con la de origen solar, “expresando en términos meridianamente cuantitativos el conflicto que plantea en términos físicos la sostenibilidad global de la civilización que nos ha tocado vivir”. ¿Podrías traducir al lector no experto la propuesta de J. M. Naredo?
Voy a extenderme un poco en la respuesta porque el enfoque de Naredo, muy original por cierto, puede resultar oscuro a primera vista. Viene a decir lo siguiente. Un rasgo distintivo de la civilización industrial es apoyar parte de su intendencia en la extracción de rocas y minerales de la corteza terrestre en vez de hacerlo sólo de derivados de la fotosíntesis (productos vegetales y animales como alimentos, fibras, madera, etc.) como hacen el resto de especies vivas de la biosfera y como había hecho la especie humana antes de la revolución industrial. Y la energía era enteramente solar.
Los recursos minerales no renovables que el ser humano extrae de la corteza terrestre no existen dispersos en una “sopa primigenia”, como dice el propio Naredo, sino concentrados en vetas del subsuelo como resultado de procesos naturales aleatorios. El ser humano aprovecha esta concentración, que le facilita la obtención de plomo, hierro, cobre, etc. a un coste (físico y económico, en energía y en dinero) muy bajo. La situación incentiva la extracción de mineral virgen frente a la recuperación y el reciclado del metal usado, porque en estos dos procesos los costes físicos y económicos se han de sufragar íntegramente, de modo que suben los costes económicos finales. Podemos hacer el siguiente “experimento mental”: al dispersar en forma de residuos los metales y otros recursos minerales usados, estamos acercándonos a un estado hipotético de “sopa primigenia”. Es decir, estamos socavando el “capital natural” que supone la concentración de minerales en el subsuelo. Una versión fuerte de la sostenibilidad exigiría evaluar este proceso en función del coste energético que tendría recuperar los metales una vez dispersados. Pero la economía real ignora este coste, y por eso podemos decir que el coste de los recursos minerales que usamos es hoy “muy bajo”: la existencia de metales concentrados en las vetas mineras se toma como un dato y se desarrolla un proceso que a plazo largo, muy largo, nos dejaría sin metales concentrados, y obligados, en tal caso, a emplear enormes cantidades de energía para lograr el hierro o el cobre que hoy nos resultan tan fáciles y baratos de obtener.
En otras palabras: la economía humana moderna de los materiales (y la energía) se aleja de la economía de los materiales (y la energía) de la biosfera, donde todo material circula y se recicla gracias al flujo incesante de energía del Sol. Detrás de este discurso está la idea de biomímesis, la tendencia a organizar la economía humana de los recursos según el modelo circular de la biosfera, donde todo se recicla gracias a la energía solar.
Todo esto puede parecer muy teórico y alejado de la realidad, pero ofrece un modelo teórico muy sugerente y potente, según creo.