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La naturaleza de las manifestaciones masivas

John Berger

El 6 de mayo de 1898 tuvo lugar en el centro de Milán una manifestación masiva de obreros y obreras. Los sucesos que la provocaron constituyen una historia demasiado larga para tratarla en este artículo. El ejército, al mando del general Beccaris, atacó y disolvió la manifestación. A medio día, la caballería cargó contra la multitud: los trabajadores desarmados intentaron levantar barricadas; se declaró la ley marcial y durante tres días el ejército luchó contra una multitud indefensa.

Las cifras oficiales ofrecidas fueron de 100 manifestantes muertos y 450 heridos. Un policía resultó muerto accidentalmente a manos de un soldado. No se produjeron bajas en las filas del ejército. Humberto I sería asesinado dos años después porque después de aquella masacre felicitó públicamente al general Beccaris, el «carnicero de Milán».

Llevo algún tiempo intentando comprender ciertos aspectos de la manifestación que tuvo lugar en el corso Venecia aquel 6 de mayo porque me interesan para una novela que estoy escribiendo. A lo largo de este tiempo he ido sacando un puñado de conclusiones, que, tal vez, sean válidas para las manifestaciones en general.

Se debe diferenciar entre las manifestaciones y los disturbios o los levantamientos revolucionarios, aunque, en ciertas circunstancias (hoy raras), una manifestación podría desembocar en cualquiera de estos dos. Los objetivos de los disturbios son por lo general inmediatos (su inmediatez corre pareja a la desesperación que expresan): el decomiso de alimentos, la liberación de prisioneros, la destrucción de la propiedad. Los objetivos de los levantamientos revolucionarios son a largo plazo y extensivos: culminan con la toma del poder del Estado. Los objetivos de las manifestaciones, sin embargo, son simbólicos: demuestran una fuerza que apenas se utiliza.

Un gran número de personas se congregan en un lugar público obvio y anunciado de antemano. Están más o menos desarmadas (el 6 de mayo de 1898, completamente desarmadas). Se presentan como un blanco para las fuerzas de la represión que sirven a la autoridad estatal contra cuya política están protestando.

En teoría, se entiende que las manifestaciones revelan la fuerza de la opinión o del sentir popular: en teoría, son un llamamiento a la conciencia democrática del estado. Pero esto presupone una conciencia que no es muy probable que exista.

Si la autoridad estatal está abierta a la influencia democrática, la manifestación no será muy necesaria; y si no lo está, es bastante improbable que se deje influir por una demostración de fuerza vacía, que no contiene amenaza alguna. (Una manifestación en apoyo de una autoridad estatal «alternativa» ya establecida, como cuando Garibaldi entró en Nápoles en 1860, constituye un caso aparte y pude ser inmediatamente efectiva.)

Antes incluso de que los principios de la democracia fueran admitidos siquiera nominalmente, ya había manifestaciones masivas. Las grandes manifestaciones cartistas formaban parte de la lucha para que se llegaran a admitir dichos principios. Las masas que se congregaron en San Petersburgo en 1905 para presentar sus demandas al zar apelaban al poder despiadado de una monarquía absoluta, ante la que se presentaban, asimismo, como un blanco fácil. En este caso —como en tantos cientos de ocasiones parecidas por toda Europa—, el ejército disparó contra los manifestantes.

Se diría que la verdadera función de las manifestaciones no es convencer de una manera significativa a la autoridad estatal existente. Ese objetivo es sólo una cómoda racionalización.

La verdad es que las manifestaciones masivas constituyen ensayos de la revolución; no son ensayos estratégicos ni tácticos, sino ensayos de la conciencia revolucionaria. El tiempo comprendido entre los ensayos y la actuación real puede ser muy largo; su calidad —la intensidad de la conciencia ensayada— puede variar considerablemente de una ocasión a otra, pero toda manifestación que carezca de este elemento de ensayo no pasa de ser un espectáculo público oficialmente promovido.

Por mucha espontaneidad que encierre, toda manifestación es un evento creado que se separa de forma arbitraria de la vida ordinaria. Su valor es el resultado de su artificialidad, pues en ella residen sus proféticas posibilidades de ensayo.

Las manifestaciones masivas se distinguen de otras grandes multitudes porque se congregan en público «para crear su función», en lugar de formarse en respuesta a una función determinada: en esto se diferencian de cualquier asamblea de trabajadores en el marco de su lugar de trabajo —aun cuando de lo que se trate en ésta sea de ir a la huelga— o de cualquier multitud de espectadores. La manifestación es una asamblea que, por el mero hecho de reunirse, toma posición en contra de ciertos hechos dados.

Las autoridades estatales no suelen decir el verdadero número de manifestantes. Esta mentira, sin embargo, no cambia mucho las cosas. Sólo las cambiaría de forma significativa si las manifestaciones fueran realmente un llamamiento a la conciencia democrática del estado. La importancia del número ha de buscarse en la experiencia directa de quienes han participado en la manifestación o se han solidarizado con ella. Para ellos, los números dejan de ser números y se transforman en la evidencia de sus sentidos, en las conclusiones de su imaginación. La manifestación se convierte en una metáfora de su fuerza colectiva, y cuanto mayor sea, más potente e inmediata (visible, audible, tangible) será esa metáfora.

Digo metáfora porque la fuerza así percibida transciende la fuerza potencial de los presentes y, ciertamente, la fuerza real que despliegan en la manifestación. Cuanta más gente haya, más convincentemente representan para los otros y para sí mismos a los que están ausentes. De este modo, una gran manifestación «extiende» y simultáneamente «da cuerpo» a una abstracción. Quienes participan se hacen más afirmativamente conscientes de su pertenencia a una clase. Pertenecer a esa clase deja de entrañar un destino común, para entrañar unas oportunidades comunes. Empiezan a reconocer que ya no hay necesidad de limitar la función de su clase, porque ésta, al igual que la manifestación misma, también puede crear su propia función.

La elección y el efecto de la localización constituyen otra manera de ensayar la conciencia revolucionaria. Las manifestaciones tienen un carácter esencialmente urbano y se suelen planificar para que tengan lugar lo más cerca posible de algún centro simbólico, ya sea municipal o nacional. Sus «blancos» casi nunca son estratégicos —estaciones de ferrocarril, cuarteles, emisoras de radio, aeropuertos—. Podríamos decir que una manifestación masiva constituye una toma simbólica de la ciudad donde tiene lugar. De nuevo aquí, a quien sirve el simbolismo o la metáfora es a los participantes.

La manifestación, un acontecimiento creado por los propios manifestantes fuera de la normalidad cotidiana, tiene lugar, sin embargo, al lado del centro urbano, el cual fue planificado para unos usos muy distintos. Los manifestantes interrumpen la vida normal de las calles por las que pasan o de los espacios abiertos que abarrotan. Dejan aisladas estas zonas y, aunque todavía carecen del poder para ocuparlas de forma permanente, las transforman en un escenario temporal en el que representan el poder del que todavía carecen.

La visión que tienen los manifestantes de la ciudad que rodea su escenario también cambia. Manifestándose muestran una libertad y una independencia mayores —una mayor creatividad, aunque el producto sea sólo simbólico— que las que pueden alcanzar individualmente o colectivamente en su vida normal. En sus actividades normales sólo modifican las circunstancias; manifestándose, oponen simbólicamente su existencia misma a las circunstancias.

Esta creatividad puede tener su origen en la desesperación, y el precio que haya que pagar por ella puede ser alto, pero cambia su punto de vista temporalmente. Se hacen corporativamente conscientes de que son ellos o aquellos a quienes representan los que han construido y mantienen la ciudad. La ven con otros ojos. La ven como si fuera un producto de ellos, que confirma su potencial, en lugar de reducirlo.

Finalmente, hay todavía otra forma de ensayar la conciencia revolucionaria. Los manifestantes se presentan como un blanco para las llamadas fuerzas del orden. Y, sin embargo, cuanto mayor es el blanco, más fuertes se sienten. Esto no se puede explicar conforme al principio banal de la «fuerza de los números», ni tampoco mediante las vulgares teorías de la psicología de masas. La contradicción entre su vulnerabilidad real y la sensación de que son invencibles concuerda con el dilema que imponen a la autoridad del Estado.

O bien la autoridad tiene que abdicar y permitir que las masas hagan lo que desean hacer, en cuyo caso lo simbólico se hace súbitamente real, y, entonces, aunque la falta de organización y de preparación de las masas les impida consolidar su victoria, el evento demuestra la debilidad de la autoridad. O, si no, la autoridad tiene que reprimir y dispersar a las masas con violencia, en cuyo caso queda públicamente expuesto su carácter antidemocrático. El dilema se produce entre exponer la debilidad o exponer el autoritarismo. Las manifestaciones permitidas y controladas no imponen el mismo dilema: su simbolismo está censurado; por eso digo que son simples espectáculos públicos.

Casi invariablemente la autoridad elige el uso de la fuerza. El alcance de su violencia depende de muchos factores, pero casi nunca de la escala de la amenaza física que suponen los manifestantes.

Esta amenaza es esencialmente simbólica. Pero cuando la autoridad ataca la manifestación queda garantizado que el acontecimiento simbólico se convierte en histórico: un acontecimiento para guardar en la memoria y del que aprender una lección; un acontecimiento que ha de ser vengado.

Está en la naturaleza misma de las manifestaciones el provocar la violencia hacia ellas. Y su provocación también puede ser violenta. Pero están destinadas a sufrir más que todo el sufrimiento que puedan provocar. Es ésta una verdad táctica y también histórica. El papel histórico de las manifestaciones es mostrar la injusticia, la crueldad, la irracionalidad de la autoridad estatal existente. Las manifestaciones son declaraciones de inocencia.

Pero hay dos tipos de inocencia, que sólo en un nivel simbólico se pueden tratar como si fueran la misma. Para los fines del análisis político y de la planificación de la actividad revolucionaria, han de ser tratados por separado. Hay una inocencia que se debe resguardar, y hay una inocencia que finalmente debe perderse: una inocencia que se deriva de la justicia, y una inocencia que es la consecuencia de la falta de experiencia.

Las manifestaciones expresan ambiciones políticas antes de que hayan sido creados los medios políticos necesarios para hacerlas realidad, y predicen la consecución de esas ambiciones: en este sentido, pueden contribuir a hacerlas realidad, pero no pueden alcanzarlas por ellas mismas.

La cuestión que los revolucionarios han de decidir en una situación histórica dada es si son necesarios o no más ensayos simbólicos. La siguiente fase es la preparación táctica y estratégica para la actuación.

Traducción de Pilar Vázquez.

Publicado en Cuaderno 43, revista mensual de cultura: http://issuu.com/elcuadernocultural/docs/elcuaderno43#sthash.7zNLq1bL.dpuf

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