Sin memoria de la injusticia, no hay justicia
Miguel Angel Doménech
Nosotros apelamos al imperativo kantiano de no servirnos de ninguna otra persona como mero medio para inspirar moralmente las relaciones con nuestros prójimos en el tiempo, con nuestros contemporáneos pero hemos perdido de vista el pasado. Nos hemos mostrado dispuestos a regular nuestras relaciones con los vivos por las exigencias del imperativo, pero hemos olvidado que los muertos y los hombres del pasado siguen gozando del elemento de lo humano. Ellos, si bien no son sujetos de derechos por estar muertos, generan deberes en nosotros. Porque no todo puede formularse en términos de derechos. Existen los deberes sin necesidad de reciprocidad cuando los otros no están en situación de devolvernos nada a cambio por situación de inferioridad y en esos casos, no son sus derechos los que debe invocarse y que nos apelan sino un gratuito y desinteresado deber el que nos obliga sin contrapartida. Porque no toda moralidad se fundamenta en la reciprocidad. Para hablar con ellos y de ellos sigue rigiendo el imperativo que obliga a no tratarlos como medios. El imperativo no sólo define el ethos del hombre activo, sino el imperativo del historiador.
Desde esta perspectiva, el historiador tiene la misma visión que tiene el Angelus Novus de Paul Klee. Un ángel que contempla una catástrofe que amontona incasablemente ruinas tras ruina mientras vuela sin poder detenerse ni recomponer el pasado, hacia el futuro empujado por una tempestad que enreda sus alas y le empuja. El progreso es esa tempestad.
Es la perspectiva de Walter Benjamin cuando propone la tarea de “cepillar la historia a contrapelo” porque “no hay documento de cultura que no sea de barbarie” y la de Catón en “victrix causa diis palcuit sed victa catoni”.
Desde esa actitud, al obligarnos con deberes a los hombres del pasado, la historia contiene un ethos que rechaza utilizar el pasado para confirmar lo que ha triunfado en el presente impidiendo la emergencia de la filosofía de la historia como progreso o como historia de una providencia. Ninguno está más cercano de un fin de salvación, ninguno puede ser utilizado para salvar a otro. Todos ellos están en función de la expresión de una libertad de la que no pueden separarse. Se trata del rechazo de cualquier afirmación de progreso. Se acaba con el valor de aquella filosofía que pretende utilizar a los demás para acreditar el privilegio de nuestro presente. Las víctimas del pasado por sí mismas, tienen un valor que no es el de su plusvalía significativa para los vivos
Si hay una filosofía de la historia, es esta: la que señala Benjamin también. “hay una cita secreta entre las generaciones pasadas y la nuestra y sin duda, entonces, hemos sido esperados en la tierra. A nosotros, como cualquier otra generación anterior se nos ha dotado de una “débil fuerza mesiánica a la que el pasado tiene derecho”. Sin memoria de la injusticia, no hay justicia.
Esta perspectiva es la piedra de toque de una actitud verdaderamente categórica y desinteresada del principio de universalización de la moral: La reparación debida a los injustamente vencidos del pasado y la igualdad con ellos porque es la actitud por la que en nada recibimos retribución ni premio alguno. El imperativo categórico viene a imponer también la capacidad de reconocer la humanidad por doquier.
También en relación con el pasado, como en relación con el presente, el imperativo tiene consecuencias anti-narcisistas, como ha señalado Blumenberg. La misma inclinación que nos insta a saltarnos el imperativo categórico en la práctica, esa nos lleva a incumplirlo en la referencia a la historia. Contra el subjetivo “moi et mon droit” se yergue el imperativo moral de la máxima de la necesidad de exigencia de que “mon droit” sea susceptible de pasar el test de universalización para que pueda ser objetivamente valido. Con esta extensión del imperativo categórico en el espacio y el tiempo renunciamos a una construcción de la subjetividad egoístamente centrada en nuestras propias obsesiones, incapaz de recordar la profunda afinidad y homogeneidad de lo humano. Los iguales no somos solo los presentes sino también los pasados.
Esa es la labor del historiador contra la historia que propone H. Arendt. Lo que es, como lo que ha sido, no es lo que debe ser, y tras el acontecimiento de la realidad, el historiador averigua la voz de los dominados que propusieron otro acontecimiento que pudo ser. La historia, la voz de los dioses es la de los vencedores, la del historiador, la de Caton. Señala a este respecto, Arendt, que muy significativamente, la palabra historia, en griego quiere decir investigación y que Homero era, en ese sentido, el primer historiador, el que “contaba” historias. Siendo ciego podía permitirse ir contra la autoridad de lo factico que supondría ver. No veía la historia, el invencible acontecimiento, sino que se imponía el “contarla”, verla de otra manera a como parece patente y victoriosa a los sentidos.
Desde la empatía que resulta del imperativo categórico aplicado a los vivos y los muertos, resulta vana “la pretensión de mostrar las cosas tal como realmente son” que denuncia Benjamin. Ateniéndose a los hechos se construye una ilusión de aprehender la realidad cuando la realidad es más que los hechos, más que la parte exitosa y emergente de la realidad. Esta parte es la victoriosa y que “manda” de la realidad, y “los que en cada momento mandan son los herederos de los que alguna vez triunfaron”.
Se trata de denunciar, y renunciar también a un interés particular al que deseamos aferrarnos. Al no desear imponer nuestro presente, producimos una ausencia soberbia de suficiencia, ausencia humilde que nos anima a reconocer las formas de lo humano en el pasado, el derecho al recuerdo que tiene el pasado por encima de la arbitrariedad del tiempo y del espacio con la obligación de “no dar lo humano por perdido”. Sin esa humildad perdemos nuestra humanidad al mismo tiempo.
Fuente: Blog La cabaña de Babeuf http://republicadelosiguales.blogspot.com.es/