Volver a leer a Gramsci
Francisco Fernández Buey
Desde la aparición de la edición crítica de los Quaderni del carcere preparada por Valentino Gerratana (Einaudi, Turín, 1975) han visto la luz en Italia muchas piezas inéditas del epistolario de Gramsci y de Julia y Tatiana Schucht, su mujer y su cuñada (que fue la persona que más cerca estuvo de Gramsci entre 1927 y 1937), así como un considerable número de documentos que aclaran aspectos poco conocidos de la biografía del pensador sardo y permiten interpretar mejor ciertos pasos oscuros de los cuadernos que escribió en las cárceles musolinianas. Entre estos últimos documentos, lo más importante para el conocimiento preciso de lo que fue la evolución de Antonio Gramsci durante los años de la cárcel es la correspondencia entre Piero Sraffa y Tatiana Schucht, que fue publicada en 1991.
Por otra parte, y en relación con esta documentación nueva, los estudios gramscianos han crecido exponencialmente en todo el mundo. En el último tercio del siglo XX Gramsci dejó de ser «la moda» en que quiso convertirle cierto politicismo de la década de los setenta y pasó a ser estudiado como un clásico del pensamiento político. Los politiqueros dejaron de citar su nombre en vano y los oportunistas descubrieron que el nombre de Gramsci ya no era utilizable para sus negocios cotidianos. Pero la influencia intelectual de Gramsci se ha mantenido entre las personas serias que se dedican a las ciencias sociales, a los estudios culturales y a la crítica de la política. Y, por supuesto, entre las personas que aprecian la veracidad en política; personas que, con el tiempo y sus avatares, han pasado a ser las que mejor conectan con aquello que un día se llamó «espíritu revolucionario».
Es cierto que ahora apenas se habla ya de la actualidad de Gramsci. Pero eso es una ventaja para el conocimiento de su obra, que nunca fue «actual» en el sentido trivial que suele dar a esta palabra la industria dominante en las cosas del papel y de la imagen. En Gramsci no hay recetas. Hay, en la mayoría de sus escritos, «verdades despiadadas» que en su época no gustaron ya ni a los mandamases, ni a los pingos almidonados, ni a los devotos de los catecismos. Los mandamases de su época decretaron que había que impedir que aquel cerebro siguiera pensando; los pingos almidonados le ignoraron con la consideración de que no fue un experto en nada que diera títulos (ni filósofo de profesión, ni historiador de escuela, ni sociólogo licenciado, ni intelectual de pose, ni político triunfante); y los devotos de los catecismos se sintieron incómodos ante él y le dejaron solo por sus ironías, por su talante autocrítico o por lo que llamaban «sus antinomias». De manera que el mejor Gramsci habrá sido siempre un autor póstumo.
Un autor así protestaría ante cualquier intento de hacer con su vida y con su obra, incluso como reacción ante el olvido, una hagiografía. Todo lo que Gramsci escribió en su madurez lo consideró «primera aproximación», independientemente de lo que fuera aquello de lo que trataba (la historia de los intelectuales italianos, la teoría política, el conocimiento de la estructura del canto décimo del Infierno en la Divina Comedia de Dante, la interpretación de Maquiavelo o la evolución del americanismo). Varias veces escribió que tenía la impresión de haberse equivocado en su vida. Pero ninguna de esas veces dijo que se había equivocado en aquello por lo que le criticaban los mandamases, los pingos almidonados y los amantes de catecismos.
Quien lea hoy a Gramsci probablemente llegará a la conclusión de que se equivocó en cosas importantes que él consideraba certezas, creencias sólidamente establecidas o por establecer. Yo también lo pienso. Pienso que se equivocó en algunas cosas que, décadas después, otros seguimos considerando importantes y equivocándonos, tal vez, con él. Pero también pienso que es una lástima que se equivocara al hacer previsiones sobre lo que podría haber sido una verdadera reforma moral e intelectual en el mundo grande y terrible del siglo XX, porque los descendientes de los que acertaron contra él no nos han dejado un mundo mejor. De manera que de Gramsci se podría decir algo parecido a lo que dijo Brecht de la buena gente: incluso cuando se equivocan en una encrucijada, nos hacen pensar en lo que podría haber sido el camino recto. Que llegue a haber camino, aunque sea oblicuo, hacia una sociedad regulada, pacífica y de iguales, como la que él quería, no depende ya de Gramsci. Depende de nosotros, de los lectores de Gramsci en la época del posfordismo, de la fragmentación de la clase obrera, del uniformismo cultural inducido, de la sociedad del espectáculo, de la nueva esclavitud, de la prostitución rampante de las hijas y nietas de los que tanto esperaron de la reforma moral e intelectual, pero también de la protesta contra la globalización imperial.
Gramsci quiso ver en la filosofía de la praxis una herejía de la «religión de la libertad», del liberalismo del siglo XIX y parte del XX. E intuyó que el filósofo democrático y laico del futuro tendría que verse las caras precisamente con la religión de la libertad profundizando el sentido de aquella herejía. Algo no muy distinto estaba pensando en Francia, con otro lenguaje pero con una sensibilidad parecida ante la desgracia de las pobres gentes, aquella otra gran solitaria que fue Simone Weil. Y no es casual que los nombres de Antonio Gramsci y Simone Weil aparezcan frecuentemente juntos en la América Latina de hoy cuando se quiere volver a pensar en la liberación de los explotados, de los oprimidos y de los desvalidos.
Uno de los grandes equívocos del cambio de siglo ha sido la aceptación generalizada, sin crítica, de lo que impropiamente se llama «neoliberalismo», que tiene tan poco que ver con el liberalismo histórico como el maquiavelismo con el Maquiavelo histórico o como alguno de los marxismos con el Marx histórico. Esta aceptación generalizada del «neoliberalismo» está creando en nuestras sociedades tanta confusión que la palabra misma «libertad» corre el riesgo de convertirse en un concepto deshonrado, de tan identificada como está con la libertad de mercado y la libre circulación de mercancías mientras se impide el libre movimiento de los seres humanos que se ven obligados a emigrar. La única mercancía a la que se niega la libertad de circulación es hoy en día justamente «la mercancía» en que, según Marx, había convertido el capitalismo al ser humano.
El que esto se esté haciendo precisamente en nombre del «liberalismo» revaloriza la reflexión de Gramsci, en sus últimos cuadernos de la cárcel, sobre el filósofo laico y democrático en diálogo crítico con la «religión de la libertad». Aquellas notas suyas eran también tentativas, de «primera aproximación», pero, en su brevedad y fragmentariedad, hay alguna sugerencia que nos ayudaría en el presente a dar un nuevo valor a la palabra libertad. Desde luego prolongando la intención herética, por seguir hablando como Gramsci y con Gramsci. Lo cual obligaría a sacudir la modorra mental, a realizar un esfuerzo intelectual para llamar a las cosas que recubre el rótulo «neoliberalismo» por su verdadero nombre: capitalismo que no sólo mercantiliza y explota al ser humano, como hacía en la época de Gramsci, sino que especula con lo que el trabajador produce, metamorfosea estos productos en valores bursátiles contagiando la especulación a los trabajadores mismos y esclaviza o prostituye a la población sobrante, a todos aquellos, niñas, niños, mujeres y varones, que no caben ya en la regulación legal de la división internacional del trabajo en el Imperio. En vez de ver en el «neoliberalismo» una mera prolongación del liberalismo histórico, esta otra caracterización de las cosas, de lo que hay en el mundo globalizado, facilitaría seguramente un diálogo fructífero con los herederos del liberalismo histórico que, como Piero Gobetti, el editor de La revolución liberal, supieron apreciar el pensamiento y la acción de Antonio Gramsci, y, a través de ellos, con todos aquellos liberales de verdad que descubrieron hace ya tiempo que en este mundo hay que ser algo más que liberales: por lo menos libertarios.
Un segundo motivo que hay que conviene valorar hoy es la lectura que Gramsci hizo de Maquiavelo y la comparación que estableció entre marxismo y maquiavelismo. De esta lectura se deriva una revalorización de la política en su acepción más noble, una concepción de la política como ética de lo colectivo. Una idea, por tanto, que, sin echar la ética por la borda, permite distinguir con claridad entre lo que es un partido político y lo que son mafias o sectas, entre política (propiamente dicha) y delito.
Hay que llamar la atención, por último, sobre la reflexión gramsciana acerca de la lengua y los lenguajes en su relación con la política. Gramsci fue un filólogo que dejó la filología académica por la política revolucionaria, pero que nunca olvidó su formación filológica. Esta combinación produjo uno de los marxismos más originales del siglo XX, un marxismo atento a la dimensión prepolítica, cultural, de las luchas entre las clases sociales y sensible a la dialéctica existente entre internacionalismo y persistencia de los sentimientos nacionales. De esas tres cosas y del hombre Gramsci, es decir, de la tragedia del revolucionario que reflexiona sobre lo público y lo privado en las cárceles mussolinianas, trata este libro. Un libro que pretende interesar por la vida y la obra de Antonio Gramsci a todos aquellos que en el «mundo grande y terrible» de la globalización siguen dando importancia a la ética de la resistencia.
[Del Prólogo a Leyendo a Gramsci. Barcelona, El viejo topo, 2001]