La huella de la milana
Manuel Cañada
«A Paco Rabal le gustaba ir a las tabernas pequeñas, a las tasquinas», recuerda Eulogio Vicho, una de las personas que más trató con Paco Rabal durante los meses que duró el rodaje de Los Santos Inocentes en Alburquerque, hace ahora 33 años. «Los otros actores sólo iban al Tegamar, al bar de la plaza, pero a él le gustaba ir a los bares donde iban los huroneros, los jornaleros más pobres. A El Lunes, El Cuadro o al bar de Comisiones Obreras. La bebida más común allí eran los cuartos de vino, los cogutos, una botella con un corcho y una caña, para la que no necesitabas vaso. Con un par de cuartos te ibas tan contento para casa”, dice Eulogio. “Mira Eulogio», me decía siempre Paco Rabal, «aquí es donde se aprende, esto es la universidad de verdad, la universidad de la vida”.
Alburquerque es un pueblo de la provincia de Badajoz rayano con Portugal. Ahora tiene escasamente 5.500 habitantes pero a finales de los años cincuenta, antes de la inmensa sangría migratoria, la población rondaba los 11.000 vecinos. Su nombre ya lo dice, ‘albus quercus’, encina blanca, estas son tierras de dehesa y cortijo, de encinas corpulentas y jarales bravíos, de jornaleros y señoritos.
Retrato de Extremadura
Entre octubre y diciembre de 1983 se rueda una de las películas más taquilleras hasta la fecha del cine español, un relato mítico que ha terminado convirtiéndose no sólo en la representación de la España rural de los años 60, sino en el símbolo más certero de la historia de Extremadura.
Fue justamente por estas dehesas alfombradas de tomillo y cantueso por donde pasó el ángel y se hizo leyenda. Todavía resuenan las escopetas del señorito Iván en la Sierra de San Pedro y Paco el Bajo ejerce allí de secretario, olisqueando las perdices como un perro leal en las batidas de caza: “Ni el perro más fino te haría el servicio de este hombre, Iván”. Y aún, en el cortijo de Zajarrón, Régula sueña para sus hijos, Nieves y Quirce, un futuro distinto a la humillación, la Niña Chica nos sobrecoge con su escalofriante alarido, la Señora Marquesa reparte una moneda a cada campesino para celebrar la comunión del nieto y Azarías se orina las manos para que no se le agrieten.
“Con Paco Rabal quedó encantado todo el pueblo. Muchas veces se quedaba en el hostal de Cipriano Sánchez, la Pensión Internacional”, recuerda Eulogio. Y Ángel Vadillo, un joven militante por aquellas fechas y hoy alcalde de Alburquerque, remata: “El grupo de actores se iba a dormir a Badajoz pero él se quedaba aquí la mitad de las noches. Cuando se enredaba en los bares había que buscarle refugio”. Paco Rabal había venido por primera vez a la localidad junto a su mujer, Asunción Balaguer, dos meses antes de comenzar el rodaje.
“Una de las cosas que más me gusta de mi profesión es buscar el personaje de alguien real, conocerlo, entrar dentro de su piel y luego actuar ya sin preocuparme ni de cómo me expreso, ni de cómo camino”. En su búsqueda de personas que le ayuden a construir el personaje de Azarías, conocerá a Paco el Vinagre, de Torre de Miguel Sesmero, y a Juan el Barrunta, de Alburquerque. De ellos mimetizará gestos, entonaciones y andares, tomará sus ropas e incluso utilizará una prótesis que imita las encías deshuesadas del primero.
“Aquí, a pocos kilómetros, tiene usted el hombre que busca, el Barruntas”, cuenta Paco Rabal que le dijo Felipa, una vecina del pueblo. “Salió corriendo y llamó al alcalde, un hombre joven y amabilísimo, del Partido Comunista; al poco tiempo, creo, lo destituyeron. Él nos procuró un voluntarioso taxista, que nos llevó a conocer al famoso Barruntas, allá por un camino de cabras”. Aquel alcalde del PCE que destituyó el gobernador civil era Juan Viera, que encabezaba por entonces una dura lucha contra los caciques locales, destinada a recuperar los Baldíos, las dehesas comunales, y a garantizar empleo durante todo el mes a los jornaleros en paro. Alburquerque era un municipio enraizado en las luchas obreras que vivía todavía en la efervescencia de la transición, en la inocencia de que el país podía cambiar de base.
Paco Rabal y Barrunta
La conexión de Paco Rabal con Barrunta fue completa. Trabaron una amistad que duraría hasta la muerte del actor. “Me dio su chaqueta, el pantalón, su gorra, su camisa, sus calcetines, sus albarcas, y no me dio los calzoncillos porque no se los pedí”, escribiría Rabal, relatando el primer encuentro con el campesino.
Pero además le traspasaría también la docilidad, la candidez natural que el actor murciano insuflará al personaje de Azarías: “Parecía mentira que de aquel enorme corpachón pudiera emanar tanta ternura y tanta bondad”. Juan Flores Domínguez, el Barrunta, llevaba trabajando en el campo desde los cinco años y allí permaneció hasta su jubilación en el año 2003. Según confesó, la única película que vio en toda su vida fue precisamente Los Santos Inocentes, y por televisión. En el pregón de ferias de Alburquerque, en 1996, el actor daría cuenta de su afinidad: “Barruntas será Barruntas y yo Azarías para siempre. Gracias por haberme dado razones que me sostienen”.
“Los Santos Inocentes fue un milagro”, afirmó años más tarde su hijo, el director de cine Benito Rabal, que también participó en la filmación. Un milagro en el que se condensan la vida secreta de un cortijo y la historia de una tierra oprimida. Una de esas raras ocasiones en las que a una novela extraordinaria le sucede otra no menos extraordinaria película. Las uvas de la ira, El nombre de la rosa, sencillez y verdad, disparos de nieve en medio de la rutina y de la selva publicitaria.
Pero en la memoria del pueblo no ha quedado sólo Paco Rabal; otros muchos de quienes participaron en el prodigio han dejado su huella. “Terele Pávez era maravillosa. Si daban café o galletas, ella se encargaba de que fuera para todo el mundo”, recuerda Ángel Ortega, un trabajador de la localidad que intervino como auxiliar en las tareas de producción, encargándose de buscar el ganado, los utensilios precisos e incluso los figurantes.
“A Juan Diego parece que se le pegaba el papel de chuleta que hacía”, dice nuestro improvisado crítico de las artes escénicas, recordando la asombrosa interpretación del señorito Iván. “Me ha tocado representar en pantalla a algunos reptiles pero sobre todo pude trabajarlo con una frialdad repugnante en Los Santos Inocentes”, evocaba Juan Diego en una entrevista. Alfredo Landa (Paco el Bajo), Agustín González (Don Pedro), Mary Carrillo (la Señora Marquesa), Maribel Martín (la señorita Myriam), Belén Ballesteros (Nieves), Juan Sánchez (Quirce) o Ágata Lys (Doña Pura), son algunos de los intérpretes que surgen en las conversaciones. Ágata Lys era por entonces uno de los mitos eróticos patrios.
Un recuerdo muy recurrente en el pueblo es el partido de fútbol que se celebró al final del rodaje entre un equipo de Los Santos Inocentes y el conjunto local. “Ágata Lys hizo el saque de honor y de árbitro se puso a Leandro Visera, el Chepina”, rememora entre divertido y rijoso Ángel Ortega. Lo voluptuoso y lo grotesco amalgamándose, andando de la mano en Alburquerque.
Y Mario Camus, claro está, el discreto director de la maravilla, disponiendo las piezas del hechizo en las brumosas dehesas otoñales, gobernadas por la encina, el árbol sagrado de estas tierras. «Es grotesco que uno presuma de hacer una película. Eres tú y otros ochenta. Qué habría sido de nosotros si no hubiera habido un tío que amaestrara los pájaros y otro que pusiera la luz».
Captar la luz del otoño en Extremadura y adiestrar las milanas… Mario Camus nos rescata del escapismo y del divismo que suelen envolver el mundo del arte, y nos devuelve a la evidencia del origen material de la belleza. Precisamente, “lo de la milana fue todo un drama, una preocupación gorda”, en palabras de Paco Rabal. El testimonio de Ángel Ortega nos lo confirma: “La milana era un grajo de esos negros. No bajaba del campanario ni a la de tres. Se consiguió que bajara a base de hambre y de golpes”.
Aurelio, que había colaborado con Félix Rodríguez de la Fuente, entrenaba desde pequeñitas a tres grajas, para cuando llegara el momento. “Pero, ya en Alburquerque, rodando, se murieron dos de ellas. Sólo quedaba una; si ésta moría o se negaba a hacer la escena, el problema era grande, se rompía uno de los nudos trascendentales de la película”, evoca Rabal.
Eulogio y Ortega enumeran algunos de los otros granitos de arena invisibles que hicieron posible la obra. La admirable Felipa, Javi el Manguto que hizo de monaguillo, Juan el Cuatrero, que se encargaba de llevar las yeguas y las cabras, el Canija que llevaba el camión, Esteban Santos que pintó las casas del cortijo, Martín Bargón y Gabina, los dueños del bar Tegamar, donde comían caliente los actores. Y otros muchos, que intervinieron como extras: el Forroña, Pío, la señora Olaya, el Pescador…
Se asienta en su capacidad para contar, de forma sobria y poética, la verdad de la explotación y el sufrimiento del pueblo campesino; en el talento para fundir la historia cercana del país y las esperanzas de emancipación; en la exaltación de la ternura. Pero, también, de forma decisiva, en la fusión de intelectuales y pueblo. Cuando el arte baja del pedestal y se abraza con la gente común se produce el acontecimiento. El milagro se llama pueblo.
Unos debajo y otros arriba, es ley de vida (Señorito Iván)
Los Santos Inocentes es el gran relato sobre la historia reciente de Extremadura. En 1980, un año antes de que Miguel Delibes publicara la novela, el escritor José Saramago escribió Levantados del Suelo, una gran epopeya, hermana en el afán de desvelar los entresijos sobre el latifundio.
En el inicio de la narración, el autor portugués proclamaba: “ Un escritor es un hombre como otros: sueña. Y mi sueño fue poder decir de este libro cuando lo terminase: ‘Esto es el Alentejo’ ”. Al terminar de ver Los Santos Inocentes puede afirmarse sin temor a errar: “Esto es Extremadura”. En la obra de Delibes no se dice expresamente que los hechos ocurran en la región; la única mención a un pueblo extremeño aparece en boca de Azarías: “¿Autoriza el señorito que dé razón al Mago del Almendral?”, dice el inocente campesino, preocupado por la enfermedad de la milana. Sin embargo, al terminar de ver la cinta nadie tiene la más mínima duda sobre en qué lugar se desenvuelve el drama. A la identificación contribuyen la selección de los espacios de rodaje (Alburquerque, Zafra y Mérida) y los giros verbales que emplean los protagonistas. Y la acción de la película disuelve los titubeos: las dehesas-oráculo, la centralidad del cortijo, el caciquismo tan endémico aquí como las calenturas, el candor de los campesinos y sobre todo la opresión brutal de los señoritos… No hay duda: estamos en Extremadura.
Esta es una película que trata de opresores y de oprimidos. Aquí no se habla de proletariado ni de revolución pero la obra es uno de los alegatos más contundentes que se han hecho para denunciar la tiranía de clase. Los en apariencia tibios Delibes y Camus componen un relato desgarrador y transparente. Dos mundos pueblan el latifundio, el de los amos y el de los vasallos. Los primeros son los dueños de la tierra y de todo lo que en ellas habita, incluidos los jornaleros. “Tú eres el amo de la burra”, le dice el médico al señorito Iván, después del accidente de Paco el Bajo, de la mancadura en la pierna que le impide acompañarle a las batidas.
“El latifundio es un mar interior”, murmura Saramago en Levantados del Suelo. Un mar de encinas y un mar de injusticias. Y al abuso de los señores le hace compañía el servilismo de los dominados. “En los asuntos de los señoritos, tú, oír, ver y callar”, le dice Paco el Bajo a Nieves; “a mandar, señora marquesa, para eso estamos”, repite una y otra vez Régula. Sólo a quienes no han vivido en Extremadura les pueden sonar desmesuradas estas frases.
Hasta mediados los años ochenta, en muchos pueblos hablar del amo y del señorito refiriéndose a los terratenientes seguía siendo algo habitual. Y tener buen o mal amo, era una locución convencional en una conversación entre jornaleros. Y en las casas continuaba el eterno soniquete: “Por no hablar no meten a nadie en la cárcel”, “hijo, no te signifiques”, sentencias repetidas mil veces por las madres, minucioso aprendizaje de la resignación, recordatorio del miedo.
Pero se equivoca y mucho quien piense que el servilismo ante los poderosos es poco menos que un atributo natural de los extremeños. Al contrario, Extremadura, aunque se olvide frecuentemente, fue el epicentro de la revolución campesina que se vivió en España durante la II República. La mansedumbre de los campesinos reflejada en la obra es posterior a la gigantesca represión de la posguerra. La sombra de la represalia franquista aparece en la novela, aunque no en la película: “¿Qué fue de Ireneo, Azarías?” le preguntan los gañanes, haciéndose los encontradizos. “Se murió, Franco lo mandó al cielo. Hace mucho tiempo, cuando los moros”. Sólo en Alburquerque, tras la guerra, Franco enviaría al cielo a 160 Ireneos.
En la película “También la lluvia”, Iciar Bollaín cuenta la historia de un equipo de producción que llega a Bolivia en el año 2000 a filmar una película crítica sobre el descubrimiento de América. Pero el país se encuentra en plena guerra del agua, movilizado contra la privatización y venta de ese recurso básico a una multinacional. Pasado y presente se funden; los cineastas que iban a rodar un filme sobre el colonialismo, se dan de bruces con las contradicciones del imperialismo de nuestro tiempo, con la globalización capitalista.
«La sensibilidad frente a las injusticias pasadas no es garantía de sensibilidad frente a las injusticias actuales. El pasado no se recuerda, se actualiza. Y se actualiza con las luchas de hoy” (Antonio González). El rodaje de Los Santos Inocentes en Alburquerque evoca una encrucijada histórica similar. Pocos pueblos en Extremadura y en España son tan emblemáticos como éste en la lucha de los campesinos por la tierra. Martin Baumeister, uno de los historiadores que ha estudiado con más profundidad las revueltas de los jornaleros extremeños, dio cuenta de ella en un capítulo de su libro Campesinos sin tierra, titulado de modo elocuente como “La no ejemplar historia de Alburquerque”. La lucha por los derechos comunales, por la anulación de la desamortización de las 43.000 hectáreas de los baldíos, ha durado alrededor de 150 años, desde mediados del siglo XIX hasta su vuelta a manos públicas en 1991. Pero por el camino corrió mucha sangre obrera, la agricultura perdió la hegemonía productiva y la mitad del pueblo tuvo que emigrar.
El nombre de Bugarin, “el apóstol de la anarquía”, un maestro de escuela que ayudaba a los campesinos de Alburquerque en su lucha por los aprovechamientos comunales a principios del siglo XX; los incontables motines, como el de noviembre de 1916, con un jornalero muerto a causa de la represión de la guardia civil; la ocupación masiva de fincas del 25 de marzo de 1936, la lucha más alta que vieron los tiempos; el crimen de Serafina Roca, esposa del alcalde republicano Martín Casanova, violada y asesinada en avanzado estado de gestación el 21 de noviembre de 1936; o el asesinato del jornalero Fernando Resmella Vizcaíno, acribillado por un guarda de campo nada menos que en 1955, cuando iba a rebuscar aceitunas para darle de comer a sus hijos. Son sólo algunos nombres y episodios del combate incansable por la dignidad y la tierra.
No, Los Santos Inocentes, en Alburquerque, en Extremadura, no es una película más, no es un relato ajeno a la vida del pueblo, que habla de historias ya olvidadas. “Lo que vi en la película es lo que veía allí en Alburquerque. Un pueblo con poco más de 5.000 habitantes, la gran mayoría sin tierra y 70.000 hectáreas en manos de la gente más rica. Por un lado, condes, miembros de las cien familias del franquismo, y por otro lado, una clase obrera muy pobre, muy humilde”, explica Juan Viera, entonces alcalde de la localidad.
Señorito, no se ría así, por sus muertos (Azarías)
Los Santos Inocentes es una de las películas más representativas y dignas de la transición. La cinta se estrena en 1984, en un momento de cambio social y político. En las ciudades, durante las dos últimas décadas, se ha levantado un considerable movimiento obrero y popular que, aunque no ha sido capaz de forzar la ruptura, ha impedido el continuismo puro y duro del franquismo. La memoria de las generaciones que emigraron del campo a la ciudad -y que han jugado un papel crucial en la construcción del movimiento democrático- aún está fresca. La película mira hacia atrás desde lo que parece una nueva coyuntura de apertura social y política.
La obra transcurre en la primera mitad de la década de los sesenta. En ese momento ya se intuye que una generación se escapa al férreo dogal que ha fabricado el franquismo. “Los jóvenes, Ministro, no saben ni lo que quieren, que en esta bendita paz que disfrutamos les ha resultado todo demasiado fácil, una guerra les daba yo”, sostiene el señorito Iván, que ve en el silencio calculado de Quirce el síntoma de que será imposible mantener amarrada a las nuevas hornadas de inocentes. Y, por si esto fuera poco, los aires que corren en la Iglesia, aún complican más la sujeción de las nuevas generaciones de trabajadores: “la culpa no la tienen ellos, la culpa de todo la tiene ese dichoso Concilio que les malmete”, asevera refiriéndose al Concilio Vaticano II, que ha supuesto una renovación y modernización de algunas de las tradicionales posturas de la Iglesia Católica.
Las sordas resistencias buscan cómo organizarse, cómo escapar del cortijo. El mundo de los jornaleros encarna otros valores, de fraternidad, de solidaridad, de respeto a la naturaleza. Pero para las nuevas generaciones no alcanza con la promesa de la Arcadia campesina. Para ellas, la principal línea de fuga del cortijo será la emigración. Miguel Delibes y Mario Camus han añadido un final que no estaba en la novela: Quirce está ya haciendo el servicio militar y Nieves trabajando en una fábrica. Son dos de los 800.000 extremeños que emigrarán en apenas veinte años, en busca de trabajo y huyendo de la asfixia moral del latifundio. De ese modo, la emigración se constituye al mismo tiempo en tragedia y alternativa, en genocidio social y salida.
Esa es una de las razones por las que Los Santos Inocentes se constituye en una obra incómoda, que se sale del consenso de la transición, que no participa del discurso auto-complaciente que irá convirtiéndose en hegemónico en los próximos años. Son centenares de miles de emigrantes, procedentes del mundo rural, quienes portan una memoria de humillación, de sufrimiento y de lucha. No es extraño que una parte de la emigración obrera a Madrid, Cataluña, País Vasco, Francia o Alemania, forme parte de los núcleos de lucha más avanzados.
Extremadura, en lo fundamental, no fue capaz de cambiar las leyes no escritas del latifundio y del caciquismo. El latifundio, como la zorra, cambia de pelo pero no de mañas. El señorito se refinó, se reconvirtió en receptor de subvenciones comunitarias y en inversor de las burbujas financieras. Y sus nuevos capataces estudiaron a Goleman y se especializaron en las nuevas técnicas de gestión de recursos humanos. Mientras tanto, para los de abajo, paro, precariedad, subsidios miserables y clientelismo político.
El señorito de hoy no está en el cortijo, sino en el banco, decía Mario Camus. El señorito de hoy está en las eléctricas, en las puertas giratorias, en los consejos de administración del IBEX35. Y los santos inocentes de hoy tampoco están en el cortijo. Son los desahuciados de viviendas, las camareras de piso a las que pagan 2 euros por habitación, las familias a las que cortan la luz, los inmigrantes internados en los CIEs, los jornaleros que recogen a destajo la aceituna por 30 euros al día, las mujeres que sufren la violencia machista, las teleoperadoras que ganan 700 euros al mes, los refugiados de todas las guerras, los parados sin subsidio o con rentas mínimas de miseria… “¿pero qué demonios pretendes Azarias? ¿es que no has visto la nube de zuritas sobre los encinares del Pollo, cacho maricón?”
Lenta, pero viene, la rebelión de los inocentes.
Fuente: http://www.eldiario.es/eldiarioex/sociedad/huella-milana_0_595291153.html