De la invención del príncipe moderno a la controversia sobre el príncipe posmoderno
Francisco Fernández Buey
La Insignia. México, junio del 2003.
¿En la época de la globalización neoliberal y del nacimiento del movimiento de movimientos es suficiente una reformulación la teoría gramsciana del partido político en la línea del príncipe moderno o se necesita una reflexión completamente nueva acerca de lo que podría ser, para entendernos, el príncipe posmoderno? Esta es una pregunta que empieza a tomar cuerpo en el más importante de los movimientos sociales alternativos del presente, sobre todo a partir del momento en que la gran prensa admitió que la red de redes que se ha ido configurando entre Seatle y Florencia es el antagonista principal del capitalismo imperial en su actual fase.
Hay dos respuestas drásticas a esta pregunta, que yo conozca. La primera de estas respuestas acepta en lo sustancial la vigencia del punto de vista gramsciano y propugna la transformación del actual movimiento de movimientos en un partido orgánico internacional, acorde con el tipo de mundialización que conocemos. Este punto de vista admite la heterogeneidad sociocultural del movimiento de movimientos y la pluralidad de corrientes que existe en el mismo, pero reivindica su unificación tomando como base un concepto de la política muy parecido al que tenía el propio Gramsci.
La segunda respuesta viene a decir que hay que mantener el fin, o sea, aspirar a cambiar el mundo de base, pero que el medio, o sea, el partido, el príncipe moderno, ya no sirve ni siquiera en la forma gramsciana del intelectual colectivo. La forma partido habría periclitado por su tendencia a la identificación con el Estado, con el poder en toda la extensión de la palabra. De manera que a lo que habría que aspirar es a un contrapoder de forma movimentista que sigue aspirando a cambiar el mundo pero sin tomar el poder. Esta actitud ha sido argumentada recientemente en América Latina por John Holloway.
En sus formulaciones extremas estos dos puntos de vista remiten a posiciones que se dieron ya en la época de la Primera Internacional. Pero no veo motivos fundados para reproducir hoy aquel debate. Sugiero, en cambio, que se puede potenciar un diálogo entre ambos puntos de vista teniendo en cuenta las siguientes consideraciones que se inspiran, a su vez, en el diálogo con Gramsci:
1º Conviene seguir manteniendo la orientación maquiaveliana de Gramsci sobre lo político. Pues, a pesar del muy extendido desprecio de la política por identificación de ésta con la «alta» política, con la política institucionalizada (que es, en lo esencial, politiquería o diplomacia), el desprecio abstracto de la política (que habría que entender como participación activa de la ciudadanía en la cosa pública) acaba conduciendo, también en nuestro mundo, a distintas formas de hipocresía o de cinismo, de «apoliticismo animalesco» y de qualunquismo. No es sólo que cuando se agudiza el conflicto entre intereses sociales se plantea siempre la necesidad de hacer política, sino que, además, en esa agudización del conflicto, que en la época de la mundialización afecta a países y culturas enteras, se acaba haciendo política hasta en los monasterios.
Todas las propuestas de refundición de lo ético y lo político (y hay varias propuestas bienintencionadas en ese sentido) siguen sonando a discursos premaquiavelianos y, por tanto, premodernos, en un mundo dividido como es el nuestro. Por eso la ampliación gramsciana de la noción de hegemonía más allá del ámbito militar, económico y político, para incluir en ella el primado o preeminencia cultural e intelectual en la formación de un bloque histórico, es todavía sugerente en la época de la globalización neoliberal.
2º No está escrito, sin embargo, que la mejor forma de hacer política alternativa en nuestro mundo sea a través del partido político. Recogiendo el léxico gramsciano se podría decir que no están dadas las condiciones para la construcción del príncipe posmoderno, el cual debería ser, obviamente, transnacional; pero tampoco es evidente que estén dadas las condiciones para la disolución de los partidos políticos que hoy se presentan como alternativos. De hecho, hay en el mundo bosquejos de lo primero, de lo que podría ser el príncipe posmoderno transnacional (en la red de redes, en el movimiento de movimientos) y ejemplos de transformación en curso de partidos políticos alternativos en un sentido nuevo (el PT en Brasil, con independencia de lo que se piense sobre la actual política económica y social de Lula).
Por lo tanto, no habría que precipitarse, como a veces se hace desde posiciones neoanarquistas, al declarar la obsolescencia del sistema de partidos, sino valorar qué es lo que ha caducado en la forma de entender el príncipe moderno. Lo cual lleva al punto siguiente.
3º Lo que ha caducado en la variante gramsciana del partido que un día se llamó leninista es, por un lado, la pretensión de representar al conjunto de la clase social subalterna (dada su fragmentación actual) y, por otro, la pretensión del partido de hacerse Estado e identificarse, en última instancia, con el todo sociopolítico. En el límite, esta identificación ha conducido históricamente a la negación de la noción misma de partido: el partido se convierte en un entero.
Es cierto que, como Gramsci vio muy bien, la tendencia a hacerse Estado sigue latente en todo partido político con realidad social. De hecho cuanta más realidad o implantación social tiene mayores la tendencia del partido a hacerse entero. Pero también lo es que, independientemente de la forma leninista o socialdemócrata, todo partido político que acaba haciéndose Estado limita en última instancia la participación política de las clases subalternas, con lo cual acaba favoreciendo el desprecio de la multitud hacia toda forma de política y, finalmente, el abstencionismo de una parte importante de la sociedad civil. Dicho en términos gramcianos pero dialogando con Gramsci: es mas que dudoso, por lo que sabemos de la historia reciente, que la «función de policía» del partido político pueda juzgarse ya en los términos esquemáticos del «conservadurismo» y del «progresismo».
4º También ha caducado la organicidad totalizante del príncipe moderno, basada en la idea de que los miembros o afiliados al partido político de las clases subalternas tienen que compartir una (y sólo una) determinada concepción del mundo, una ideología (en el sentido positivo que Gramsci daba a la palabra «ideología»), en este caso la marxista.
Aun comprendiendo el papel histórico progresivo que esta organicidad haya podido tener como mito laico para la compactación y unificación de los de abajo, es imposible seguir aspirando a un partido orgánico de esas características en el mundo globalizado de hoy. En primer lugar, porque hace mucho tiempo ya que hay varios marxismos (no sólo uno). En segundo lugar, porque desde un punto de vista epistemológico hay serias dudas de que se pueda seguir manteniendo la noción de marxismo como concepción global del mundo. En tercer lugar, porque la función ideológica globalizadora la cumplen mejor en nuestro mundo las organizaciones religiosas con vocación ecuménica y presencia internacional (algunas personas religiosas piensan incluso que Alá es el único enemigo serio que le queda al capital; otras aspiran a una ética mundial). Y en cuarto lugar, porque aun sin aceptar que la aspiración totalizante en el plano del conocimiento conduzca necesariamente al totalitarismo (como erróneamente han pretendido Popper y otros autores), la organicidad ideológica totalizante repele a la conciencia laica ilustrada del siglo XXI.
Si se admite esto, entonces la reflexión sobre el príncipe posmoderno tendría que hacer con Gramsci lo que Gramsci hizo con el padre de la política moderna: acentuar su republicanismo en un sentido laico y democrático. Lo que para los efectos de lo que aquí se discute quiere decir: pensar con Gramsci para el más allá de Gramsci.
5º Como no nos está dado prever el día en que la política desembocará en moral y como casi toda la tradición social-comunista ha llegado finalmente a la conclusión de que no puede haber comunión laica de los santos, mientras tanto, o sea, mientras se configura el príncipe posmoderno, habrá que poner el acento en la batalla de ideas dentro y fuera de las organizaciones sociopolíticas existentes.
Pero, por otra parte, el centro de la batalla de ideas no debería ser ahora la controversia ideológica, en la que, como decía sarcásticamente el poeta austríaco Erich Fried, «tu Marx tira de la barba a mi Marx», sino la reflexión concreta y particularizada acerca de cómo y por qué lo que empieza siendo mera división técnica de tareas en el seno de los partidos y organizaciones sociopolíticas acaba convirtiéndose, en la mayoría de los casos, y contra la intención de muchos, en división social (o tendencialmente social) fija; tendencia esta constantemente reproducible y que está en la base de la constitución de aquello que analógicamente se llama «clase política».
Esta reflexión implica repensar cómo y en qué medida la profesionalización y tecnificación de la política institucional arruina casi siempre las buenas intenciones de las organizaciones que se presentan como alternativas y por qué se ha profundizado tanto la división entre gobernantes y gobernados incluso en el interior de los partidos políticos que criticaban la política tradicional. Para hacerse una idea de lo que esta división significa basta con preguntarse: ¿Cuántos obreros u obreras en la producción, o sea, no liberados, hay hoy en los parlamentos estatales o regionales de los diferentes países en los que hay democracia representativa?
Resumiendo: el punto de partida para pensar sobre el príncipe posmoderno no debería ser una reproposición de la idea totalizante del partido orgánico. Y para acabar de decidir, después de dialogar, acerca de las dos respuestas drásticas esbozadas arriba habría que plantearse simultáneamente si de verdad nos encontramos de nuevo en una de esas situaciones que Gramsci llamaba crisis orgánicas y de autoridad. Pues de ello depende el que se pueda hablar en serio, no sólo especulativa o metafóricamente, de la cuestión del poder cuando se propone cambiar el mundo sin tomar el poder. El amplio desarrollo cuantitativo y cualitativo alcanzado durante los dos últimos años por la red de redes, por el movimiento de movimientos, parece a veces apuntar hacia eso, hacia una nueva crisis de autoridad. Pero si, a pesar de lo que se apunta, no estuviéramos propiamente en una crisis de hegemonía moral e intelectual sino sólo en una crisis del hegemonismo estadounidense consolidado militar y económicamente desde 1990, entonces seguramente convendría recuperar aquella otra idea gramsciana según la cual incluso el movimiento libertario, que se presenta a sí mismo como puramente educativo, moralista o de cultura, es partido político, aunque lo sea en un sentido indirecto, no orgánico.
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