Un punto de encuentro para las alternativas sociales

La evolución de la idea de democracia de Rousseau a Robespierre*

JQ Moraes

1. Rousseau y la imposibilidad de la democracia

A tal punto se asoció el nombre de Rousseau con la democracia que incluso los buenos hermeneutas de su obra se resisten a aceptar como algo más que una «boutade» la célebre observación de que «si hubiera un pueblo de dioses, se gobernaría democráticamente. Un gobierno tan perfecto no conviene a los hombres» (Contrato social, lib. III, cap. 4).1 Salinas Fortes, que consagró mucho talento y pasión intelectual al estudio de Rousseau ­estudio interrumpido por su muerte prematura­, mostró claramente esta renuencia en su artículo «El engaño del pueblo inglés».2 Para este autor, la paradójica negativa del gran filósofo de la democracia a considerarla conveniente para los hombres no sería más que una cuestión terminológica:

No podemos decir que Rousseau es un adversario de la ‘democracia’ o siquiera que sostenga una posición escéptica respecto de ella, si le atribuimos a la democracia el sentido ­por cierto diferente al suyo pero más comúnmente empleado­ de otorgar al ‘pueblo’ el poder soberano. La cuestión de las formas de gobiernos es, al fin de cuentas, secundaria.3

Además de ser inaceptable desde el punto de vista de la historia de la filosofía (no se puede discutir el pensamiento de Rousseau dando a las palabras que empleó un sentido «diferente al suyo»), el argumento de Salinas plantea por lo menos dos dificultades de fondo, cuyo examen mostrará que en este caso, como en los otros, no se puede separar la palabra de la idea que denota, ni la forma léxica del contenido teórico, y que, por lo tanto, es necesario tomar completamente en serio la paradoja (y no la «boutade») de la perfección excesiva de la democracia.

La primera dificultad se expresa en el intento de resolver la paradoja con la observación de que la cuestión esencial es la de la soberanía del pueblo, y que la de las «formas de gobierno» es «secundaria». Lejos de ser esclarecedor, el argumento remite al antiquísimo problema filosófico de la relación entre la esencia y los atributos, o, en un lenguaje más actual, entre lo principal y lo secundario. Para Rousseau, la cuestión de las formas de gobierno era tan importante que le consagró todo el libro III del Contrato social. Ya en el inicio del primer capítulo («Del gobierno en general») de ese libro, ilustra con una clarísima metáfora el modo en que entiende la relación entre soberanía y gobierno:

En toda acción libre hay dos causas que concurren a producirla: una, moral, o sea la voluntad que determina el acto; otra física, o sea la potencia que la ejecuta. Cuando camino hacia un objeto, necesito primeramente querer ir, y en segundo lugar, que mis pies puedan llevarme. Un paralítico que quiera correr, como un hombre ágil que no quiera, permanecerán ambos en igual situación. En el cuerpo político hay los mismos móviles: en él se distinguen la fuerza y la voluntad; ésta bajo el nombre de poder legislativo; la otra bajo el de poder ejecutivo. Nada se hace o nada debe hacerse sin su concurso.

Descartar como «secundaria» la forma de gobierno es descartar la fuerza que ejecuta la determinación de la voluntad, dejándola impotente. Pero no es sólo en Rousseau que no encuentra abrigo el argumento de Salinas. Incluso al considerar la evolución de la problemática de la democracia hasta nuestros días, llegamos a la misma conclusión negativa. En efecto, temas decisivos como los del ejercicio de la ciudadanía, el fortalecimiento de los partidos, el control de los gobernantes por los gobernados y de los legisladores por los legislados, etc., comprenden indisociablemente la declaración de la ley y su ejecución, la forma institucional y el contenido político, el principio de la soberanía popular y su realización efectiva. Cada uno sabe, por su propia observación, que la conquista de la ciudadanía es un largo y difícil proceso, que acaso depende más del poder de ejecutar (esto es, de la forma de gobierno) que del de legislar (esto es, del ejercicio de la soberanía). Es habitual, en efecto, la constatación de que las leyes son democráticas, pero la realidad social es injusta y opresiva.

La segunda dificultad que impide aceptar el argumento examinado desmiente, más aún que la primera, el presunto carácter meramente terminológico de la «paradoja de la democracia». En efecto, Rousseau no dice apenas que la democracia es demasiado perfecta para los hombres. No la presenta como un ideal deseable, ni como un paradigma que deba ser imitado, ni como una idea reguladora que orienta, desde su inaccesible distancia, la acción política. El la rechaza en función de una argumentación cerrada, expuesta en los dos primeros capítulos del libro III del Contrato social. El primero comienza, como vimos, con la ilustración metafórica de las relaciones entre la soberanía y el gobierno: aquélla corresponde a la voluntad, éste a la fuerza del cuerpo político. El análisis anunciado por esta metáfora es tan denso que Rousseau juzgó conveniente advertir al lector, antes de iniciarlo, «que este capítulo debe leerse con calma y tranquilidad, porque no conozco el arte de ser claro para quien no quiera ser atento».

Está más allá de nuestro objetivo y, en verdad, supera nuestra capacidad de resumir aquí, incluso para el más atento de los lectores, el análisis así anunciado, que se extiende en el también difícil segundo capítulo («Del principo que constituye las diversas formas de gobierno»). Nos referiremos sólo al argumento que concierne más directamente a la concepción rousseauniana de democracia. Resulta, como un teorema, de la definición de gobierno (= poder ejecutivo) como el cuerpo intermediario aplicado al cuerpo político en tanto soberano. Considerado desde el punto de vista de su cohesión interna, el gobierno será tanto más débil cuanto más numerosos sean sus integrantes, ya que su voluntad colectiva estará diluida entre un mayor número de voluntades particulares. En la democracia, como establece el tercer capítulo («División de los gobiernos»), el gobierno es atribuido «a todo el pueblo o a su mayoría, de suerte que haya más ciudadanos magistrados que simples particulares». Magistrados o no, los ciudadanos son humanos, esto es, portadores, bajo su voluntad gubernamental, de una voluntad particular. Se sigue que, estando la cohesión de la voluntad gubernamental en la razón inversa del número de magistrados, el gobierno democrático es inevitablemente débil. Esto es lo que demuestra Rousseau en el razonamiento siguiente:

[…] si unimos el gobierno a la autoridad legislativa, si hacemos del soberano el príncipe y de todos los ciudadanos otros tantos magistrados, la voluntad del cuerpo [gubernamental], confundida con la voluntad general, no tendrá más actividad que ella, y dejará la voluntad particular en el ejercicio de toda su fuerza. Así, el gobierno siempre con la misma fuerza absoluta4 estará con un mínimo de fuerza relativa o actividad (III, 2).

En resumen: si todos los ciudadanos son gobernantes (= magistrados), así como son, por definición, legisladores, la voluntad legislativa, la voluntad gubernamental y la voluntad particular coexistirán en todos y cada uno de los miembros del cuerpo político, lo que tenderá a hacer prevalecer la voluntad particular. En un pueblo de dioses, quién sabe, cada uno pensaría antes en el interés común que en el interés particular. Entre los hombres, sólo en un pueblo muy pequeño, donde la dilución del poder gubernamental se compense por el mayor peso relativo de cada ciudadano en el poder legislativo soberano, la forma democrática de gobierno se muestra viable (III, 3).

En III, 1, Rousseau ya había ilustrado esta posibilidad mediante una comparación numérica: en un cuerpo político compuesto por 10.000 ciudadanos, cada uno dispone de 1/10.000 de la soberanía; en un cuerpo político compuesto por 100.000, el poder de cada uno es 10 veces menor = 1/100.000. Así, pues, cuanto menor es el estado, mayores son las posibilidades de que en él funcione un gobierno democrático. Lejos, sin embargo, de valorizar tales posibilidades, la teoría del Contrato social las trata como residuales. En efecto, al discutir, en III, 9, los «signos de un buen gobierno», Rousseau razona del siguiente modo:

¿Cuál es el fin de la asociación política? La conservación y la prosperidad de sus miembros. Y ¿cuál es el signo más seguro de que se conservan y prosperan? La cantidad y la población.[…] [Todo lo demás siendo igual], el gobierno bajo el cual […] los ciudadanos se multiplican, es infaliblemente el mejor.

De ahí se infiere que bajo un buen gobierno, la democracia se tornaría cada vez más difícil puesto que aumentará el número de ciudadanos…

Rousseau va más lejos aún en la crítica a la democracia al tratar precisamente, en III, 4, la forma democrática de gobierno. Allí observa:

No es bueno que el que hace las leyes las ejecute, ni que el cuerpo del pueblo distraiga su atención de las miras generales para dirigirla hacia los asuntos particulares. Nada es más peligroso que la influencia de los intereses privados en los negocios públicos, pues hasta el abuso de las leyes por parte del gobierno es un mal menor que la corrupción del legislador, consecuencia infalible de las miras particulares […].

Mostrándose, además, sensible a la fluctuación semántica del término democracia, añade en seguida que

[…] al tomar la palabra en su rigurosa acepción, no ha existido ni existirá jamás verdadera democracia. Es contra el orden natural que el gran número gobierne y los menos sean gobernados. No es concebible que el pueblo permanezca incesantemente reunido para ocuparse de los negocios públicos, siendo fácil comprender que no podría delegar tal función sin que la forma de la administración cambie.

En efecto, un gobierno de comisarios del pueblo ya no es más una democracia «en su rigurosa acepción». La dictadura jacobina en la Revolución Francesa y la bolchevique en la Revolución Rusa le dieron ampliamente razón a Rousseau.

2. Rousseau demócrata malgré-lui

En los planos semántico, lexicográfico y también político, es evidente que el sentido de «democracia» traspasó la sistematización conceptual del Contrato social. ¿Cuántos demócratas piensan hoy que el pueblo debe realmente gobernar? En verdad, ni siquiera consideran que deba ejercer directamente el poder soberano de legislar, lo que contraría no sólo la letra, sino también el espíritu de la teoría política de Rousseau. ¿Se debe concluir, entonces, que esta teoría no tiene en común nada relevante con la democracia hoy universalmente valorizada? Tal conclusión estaría de acuerdo por cierto con el criterio positivista de Schumpeter: democracia es el nombre que se da a la elección, a través de la competencia electoral, de los que toman decisiones políticas. Todo el resto no es más que metafísica. Ya dijimos por qué ese criterio nos parece inaceptable. Reduce el ideario democrático a una de sus expresiones institucionales (en rigor, a dos, puesto que el presidencialismo norteamericano constituye un sistema peculiar, esencialmente diferente de los regímenes parlamentarios, o incluso semiparlamentarios, europeos) y, por lo tanto, lo suprime como ideario, esto es, como idea fuerza, cargada de valores, que se sitúa, en el horizonte de la práctica política, como ideal paradigmático. Sin embargo, no basta con rechazar el reduccionismo positivista de Schumpeter para mostrar que el ideario democrático de nuestro tiempo es heredero legítimo de la filosofía de las Luces. Es necesario reconstruir los eslabones que, según nuestra hipótesis, vinculan el Contrato social con la problemática contemporánea de la democracia. La reconstitución completa, eslabón por eslabón, nexo por nexo, sería una tarea inmensa, que abarcaría nada menos que la historia de las ideas políticas en los últimos doscientos cincuenta años (o casi: el Contrato social fue publicado en 1762). No obstante, para la exposición de nuestra hipótesis no necesitamos recorrer un camino tan largo. Los dos primeros eslabones de la cadena democrática configuran, con innegable claridad, la metamorfosis semántico-conceptual que tiene en Rousseau su punto de partida. Examinémoslos concisamente:

a) el primer eslabón vincula a Rousseau con Robespierre. Incluye por lo tanto una reflexión sobre la democracia tal como la desarrollaron los críticos ilustrados del orden feudal y la monarquía absoluta, y los teóricos federalistas norteamericanos empeñados, inmediatamente después de la independencia, en definir las bases jurídicas y constitucionales del nuevo estado en que se tornaría, en buena medida gracias a ellos, los Estados Unidos de América del Norte. Culmina con los debates y las polémicas en torno de la Revolución Francesa;

b) el segundo eslabón de la evolución semántico-conceptual de la palabra «democracia» expresa, en el polo negativo, el valor político que había alcanzado en el ideario y la propaganda jacobinos. Edmund Burke y Joseph de Maistre, en registros ideológicos distintos (el primero desde el punto de vista de las instituciones monárquico-parlamentarias británicas, el segundo en nombre de la monarquía de derecho divino), trataron la democracia como el antivalor político por excelencia. Contribuyeron así decisivamente para asociarla con la revolución, esto es, para que sus partidarios fuesen identificados como demócratas y sus enemigos como antidemócratas. Aunque Rousseau jamás designó con el término «democracia» a la soberanía de la Voluntad General, De Maistre, para atacarlo radical y frontalmente, trató como equivalentes el principio de la democracia popular, la democracia, el Contrato social y la revolución Francesa…5

Así, pues, antes del final del siglo XVIII, como consecuencia, por un lado, de la incorporación tanto del término como de la idea de democracia por parte de los jacobinos, en especial de Robespierre, al léxico revolucionario,6 y por el otro, de la virulenta crítica contrarrevolucionaria, Rousseau ya había sido transformado post mortem en heraldo de la democracia. Sin embargo, es un hecho irrefutable que ni la letra del Contrato social, ni tampoco su arquitectura conceptual (basada en la rigurosa distinción entre legislar y ejecutar) concuerdan con este destino conferido por la posteridad. Resta saber, y ésta nos parece ser la gran cuestión planteada por la «paradoja de la democracia» en Rousseau, si tampoco concuerdan con el espíritu de su teoría.

Burke y De Maistre no se equivocaron al centrar sus críticas en el principio de la soberanía popular. Aunque, como ya vimos, no se puede poner en un segundo plano, como «secundaria», la cuestión de las formas de gobierno en Rousseau, ésta admite muchas soluciones legítimas, a saber, las tres formas simples (democracia, aristocracia y monarquía) y las formas mixtas, estudiadas en el capítulo 7 del libro III del Contrato. Al mismo tiempo, sólo hay una forma legítima de soberanía, la de la Voluntad General. Esta es, como es sabido, la «cuestión cerrada» del pensamiento político de Rousseau: el poder de declarar la ley es atributo inalienable de la Voluntad General. Un pueblo que no establece él mismo las leyes que debe obedecer, no es libre. En última instancia, es siempre la voluntad expresa del pueblo la que debe prevalecer. Esta es la exigencia radical de la teoría rousseauniana del contrato social, en la cual los doctrinarios de la contrarrevolución vieron, con razón, el principio de la subversión del orden social anterior, del «Ancien Régime», fundado en la diferencia de estatus entre las personas y en la legitimidad de las costumbres políticas heredadas de las antiguas tradiciones. No fue a causa de haber defendido la democracia como forma de gobierno (vimos que no la defendió, más bien insistió en sus limitaciones) y sí por haber sustentado la tesis de que para que la cosa pública sea alguna cosa, es imperativo que el estado esté regido por leyes elaboradas por los propios ciudadanos, que Rousseau fue considerado el gran inspirador, más que de la Revolución Francesa como totalidad histórica, de su fase más intensa, profunda y dramática, esto es, de la dictadura jacobina. Para De Maistre, de forma notoria, democracia, terror jacobino, dictadura de la Convención Nacional, principio de la soberanía popular, etc., constituyen aspectos inseparables y, sobre todo, consecuencias inevitables de las ideas perversas del Contrato social. Haciendo una comparación diacrónica, podemos decir que, para él, Robespierre es a Rousseau lo que Lenin es a Marx, y el terror jacobino es a la soberanía popular lo que el terror estalinista es a la dictadura del proletariado.

Es comprensible entonces que, en la última década del siglo XVIII ­la década de la Revolución Francesa, de su apogeo y su declinación­, la concepción de la democracia como régimen de la soberanía popular ya estuviese claramente configurada. Incluso porque en el campo revolucionario, como veremos luego en el punto 5, Robespierre asumió claramente esta identificación, que contrariaba la letra pero no el espíritu del Contrato social. Además, éste había triunfado ya en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano del 26 de agosto de 1789, en particular en su artículo 6, que se inicia con el principio de que «la ley es la expresión de la voluntad general». La profundización del proceso revolucionario, con la proclamación de la república el 21 de septiembre de 1792 y la promulgación de la Constitución jacobina en 1793, sobrepasó, en la práctica, la teoría rousseauniana de la separación entre legislar y ejecutar las leyes. Para imponerse como soberano frente a los dubitativos y los nostálgicos del Ancien Régime, el pueblo debe mantenerse vigilante y constantemente movilizado. Ejerció todo el poder de que fue capaz para garantizar la ejecución de las leyes revolucionarias, fundiendo su voluntad legislativa y su fuerza ejecutiva en una forma de gobierno que Rousseau, sin duda, calificaría como mixta (dictadura de Robespierre, con un férreo control por parte de la Convención Nacional, el Club de los jacobinos y la masa de los ciudadanos), pero que tanto los dirigentes como los enemigos de la Revolución coincidieron en clasificar como democrática.

3. Pétion, Sieyès y el debate en la Asamblea Nacional de 1789

Desde el inicio del proceso revolucionario francés, la palabra «democracia» apareció fuertemente valorizada. Fue reivindicada por una amplia gama de tendencias en pugna. Surgieron periódicos y otras publicaciones con el título El Demócrata, como El Demócrata o el Amigo de las leyes (siete números publicados en el año III) y El Demócrata, periódico político y literario (dieciocho números publicados en el año V). Incluso los monárquicos tuvieron a bien publicar, en el reflujo que siguió a la caída de los jacobinos, el periódico El Demócrata o El Defensor de los Principios (treinta y dos números publicados en el año VII, y clausurado por el golpe de estado del 18 fructidor).

Aun cuando la palabra «democracia» no ocupaba el centro del debate, las grandes disputas acerca de la naturaleza de las instituciones, que debían ser construidas en lugar de las del Ancien Régime, se trababan en torno de las categorías que constituyen la médula de la problemática tematizada por Rousseau y reelaborada por sus adversarios. En septiembre de 1789, dos meses después de la toma de la Bastilla y con el Tiers Etat transformado en Asamblea Nacional Constituyente, al abrirse el debate acerca de los principios fundamentales que deberían caracterizar la constitución, se enfrentaron dos concepciones de la soberanía y la representación.7 Una sustentada por Pétion, quien, en línea recta con las concepciones de Rousseau, defendió, en la sesión del 5 de septiempre de 1789, las siguientes tesis:

Los miembros del cuerpo legislativo son mandatarios; los ciudadanos que los escogieron son mandantes: así, estos representantes están sometidos a la voluntad de aquellos de quienes recibieron su misión y sus poderes.8

Sieyès se ocupó de sustentar la tesis opuesta en la sesión del 7 de septiembre. Después de criticar a quienes, a través de «distinciones y de confusión», quieren convencernos de que «la nación puede hablar de alguna otra manera además de por sus representantes», advirtió que los «falsos principios» (del rousseauniano Pétion) «fragmentarán, desgarrarán a Francia en una infinidad de pequeñas democracias […]». Francia «no es una suma de estados, sino un todo único […]». Es curioso notar que Sieyès, en esta condena del precepto rousseauniano de que la soberanía es atributo inalienable de la Voluntad General, se vale de un argumento ante el cual se mostrarán sensibles los jacobinos, el de la preservación de la unidad nacional. De cualquier modo, lo que estaba en juego, en septiembre de 1789, era la legitimidad de la Asamblea Nacional y por lo tanto, en el plano de los principios político-filosóficos, la legitimidad de la representación nacional. Para fundamentarla Sieyès invoca también, avant la lettre, el argumento de las «élites políticas»: «Los ciudadanos pueden depositar su confianza en cualquiera de ellos. Es para el bien común que escogen para sí representantes mucho más capaces que ellos mismos de conocer el interés general […]» (subrayado nuestro). Sin duda, hay «otra manera» de ejercer el derecho propio a la formación de la ley, a saber, «contribuir [«concourir»] personalmente a hacerla». Esa «contribución inmediata» («concours inmédiat») caracteriza a «la verdadera democracia». Ahora bien, el «gobierno representativo» se corresponde con la «contribución mediata» («concour médiat») de los ciudadanos. «La diferencia entre los dos sistemas políticos es enorme», pero no debe haber duda en la elección del más conveniente:

La abrumadora [«la très grande»] mayoría [«pluralité»] de nuestros ciudadanos no dispone de instrucción ni de ocio suficiente como para querer ocuparse directamente de las leyes que deben gobernar a Francia.

Por eso, «nombran sus representantes». Como éste es el criterio de la mayoría, «los hombres esclarecidos deben someterse a él, tanto como los otros». En un país «que no es una democracia [y Francia no podía serlo] el pueblo sólo puede hablar, actuar, por medio de sus representantes».9

No se puede pedir a un discurso parlamentario el rigor de un tratado filosófico. Sieyès confunde, en su defensa de la representación política, la actividad soberana de legislar y la actividad gubernamental de ejecutar las leyes. Rousseau estaría de acuerdo, por cierto, en que el pueblo francés no podía gobernar directamente a Francia. Pero jamás admitiría que los términos del «contrato social», que debería regir el cuerpo político de los ciudadanos franceses liberados de las cadenas del absolutismo monárquico, fuesen obra exclusiva de una asamblea de «representantes» o «diputados». Y lo que estaba en juego en los debates de la Asamblea Nacional no era el gobierno de Francia (por otra parte, Luis XVI era aún rey de Francia, aunque ya no gobernase ni legislase «selon son bon plaisir» y «par la grâce de Dieu»), sino exactamente la constitución política del pueblo francés en el momento en que dejaba de ser un «pueblo de esclavos». Políticamente, por lo tanto, la cuestión era: el Tiers Etat, transformado en virtud del Juramento del Jeu de Paume y sobre todo de la toma de la Bastilla en Asamblea Nacional, ¿estaba o no legítimamente investido de poderes constituyentes? Pétion, junto con la minoría «rousseauniana», respondía que no; Sieyès, con la mayoría «moderada», respondía que sí.

Desde el punto de vista de la evolución semántico-conceptual del término «democracia», es interesante notar la insistencia de Sieyès en negar que Francia pudiera ser democrática. Para ello se valió de dos argumentos. Uno, frecuente en la época, invocado por el propio Rousseau a propósito de la no viabilidad de la forma democrática de gobierno10 y también discutido por los «federalistas» norteamericanos,11 tiene que ver con las dimensiones geográfico-políticas del cuerpo político. Dicho de forma banal: la democracia sólo es posible en un país bien pequeño. El otro, no siempre expresado con tanta franqueza por los críticos liberales de la democracia, es elitista. El elitismo liberal es moderadamente optimista. Es necesario, en efecto, cierto optimismo para pensar que el pueblo, por lo general, escoge bien a sus representantes y que éstos, también por lo general, son más aptos que el pueblo.

4. La definición de democracia de la Enciclopedia y la de los federalistas norteamericanos

Por cierto, Rousseau no era la única referencia teórico-doctrinaria en los debates de la Revolución Francesa sobre la democracia. Entre las muchas otras formulaciones presentes en el espíritu de los tribunos de la Asamblea Nacional y, luego, en la Convención Nacional, aquellas provenientes del movimiento de las Luces y de la Independencia norteamericana eran, también por el hecho de ser contemporáneas, las de mayor relevancia. En este punto intentaremos exponerlas a través de dos ejemplos notablemente significativos: la definición de «Democracia» de la Enciclopedia y la discusión sobre el tema desarrollada por James Madison, autor, junto con Alexander Hamilton y John Jay, de The Federalist, compilación de 85 artículos escritos para la prensa entre octubre de 1787 y abril de 1788, en defensa del fortalecimiento de la Unión norteamericana, que era impugnada por los partidarios de una confederación más laxa.

Escrita por el chevalier De Jaucourt, la definición de «Democracia» fue publicada en 1754, en el volumen IV de la Enciclopedia. Ocho años antes de la publicación del Contrato social (ocurrida, recordemos, en 1762), nos encontramos con una concepción que identifica la democracia con el pacto social:

La democracia sólo se forma con propiedad cuando cada ciudadano transfiere [«a remis»] a una asamblea compuesta por todos, el derecho de regular todos los asuntos comunes […].

De Jaucourt llama entonces «democracia» a aquello que Rousseau llamará «contrato social». Más exactamente: aquello que para De Jaucourt es la condición de la democracia, para Rousseau será la constitución del cuerpo político, cualquiera sea su forma de gobierno. ¿Puede afirmarse que aquél empleó la palabra en un sentido más moderno que éste, esto es, como sinónimo de soberanía popular? No totalmente. Al examinar las implicaciones de esa condición fundamental, De Jaucourt retoma la antigua carga semántica del término así como la problemática que la rodea. «Diversas cosas» son, en efecto, «absolutamente necesarias para la constitución de este género de gobierno», a saber:

a) «un determinado lugar y un determinado período de tiempo […] para deliberar en común sobre los asuntos públicos […]»;

b) «la regla de que la mayoría [«pluralité»] de los sufragios será considerada como la voluntad del cuerpo en su totalidad […]»;

c) «magistrados encargados de convocar a la asamblea del pueblo y de hacer ejecutar los decretos de la asamblea soberana […]». En efecto, añade De Jaucourt, «en lo que se refiere a la democracia pura, esto es, aquella en la que el pueblo mismo y por él mismo ejerce solo todas las funciones del gobierno, no conozco ejemplo alguno en el mundo, con excepción quizá de algún lugarejo, como San Marino en Italia, donde los campesinos gobiernan un peñasco miserable cuya posesión nadie codicia».

La prevención formulada en el punto c) constituye, como ya se habrá notado, el «nudo» de la evolución semántico-conceptual del término y de la idea de democracia en el siglo de las Luces y en el umbral de la era de las revoluciones. Reconocemos, en efecto, más allá del lugar común de que la posibilidad de la democracia «pura» es inversamente proporcional a las dimensiones geográfico-demográficas del cuerpo político, una fuerte convergencia con la doctrina que sería expuesta ocho años después en el Contrato… Aunque su terminología es imprecisa, De Jaucourt sitúa la soberanía en la asamblea del pueblo y, por lo tanto, le atribuye la responsabilidad intransferible de decir la ley. Si bien él habla de «decretos», la lógica de su argumento deja bien claro que se trata, esencialmente, no de decisiones ad hoc y sí de normas que expresan la Voluntad General, cuyo querer, como explica el Contrato (II, 6), es el «de todo el pueblo sobre todo el pueblo».

La diferencia entre la concepción de democracia formulada en la Enciclopedia por De Jaucourt y la sustentada por Rousseau en el Contrato reside, exclusivamente, en el carácter conceptualmente sistemático y riguroso de este tratado. Ambos autores reconocen cierta ambigüedad semántica en el término «democracia», al punto tal que distinguen una democracia «pura» o «en su rigurosa acepción» (relegada por De Jaucourt a un «peñasco miserable» y reservada por Rousseau a un «pueblo de dioses») de una democracia aproximativa. Pero, para De Jaucourt, ésta es valorizada. «Puro», en su argumento, no quiere decir esencial, paradigmático, sino simplemente abstracto, aislado, artificial o casualmente separado. La democracia real es concreta, por lo tanto, compleja. Tiene, sin embargo, una esencia: la soberanía pertenece a la asamblea del pueblo. En cambio, Rousseau, para enfatizar la distinción, decisiva en su sistema conceptual, entre soberanía y gobierno, desvaloriza (más exactamente, valoriza irónicamente) la acepción rigurosa de democracia al desvincularla conceptualmente del principio de la soberanía popular (= a que la Voluntad General es imprescriptible e inalienablemente soberana). Más todavía: desaconseja formal y explícitamente el gobierno democrático con el argumento, ya referido en el punto 1, de que no es bueno «que aquel que hace las leyes las ejecute».

La concepción de De Jaucourt anuncia pues la de Rousseau en dos tesis esenciales: la soberanía pertenece a la asamblea del pueblo; el pueblo, como tal, no puede gobernar salvo en un peñasco miserable. Si su doctrina parece más moderna que la del Contrato al definir la democracia como la soberanía popular, coincide con el contractualismo rousseauniano en la exigencia de que las decisiones soberanas sean tomadas directamente por el pueblo, mientras que a los magistrados por él designados sólo les corrresponde ejecutarlas. Como Rousseau, De Jaucourt no admite que los representantes del pueblo lo sustituyan en la elaboración de las leyes.

Sin embargo, en el contractualismo de De Jaucourt está ausente la distinción entre soberanía (atribución inalienable e imprescriptible de la Voluntad General) y gobierno (ejecución de las leyes). Es decir: falta el concepto de la diferencia entre legislar y ejecutar, no obstante que la diferencia como tal está presente en su pensamiento, que identifica el gobierno de magistrados (esto es, de comisarios del pueblo) con la democracia y, por lo tanto, el gobierno de los comisarios del pueblo con el gobierno del pueblo, pero se niega a admitir una asamblea de los representantes del pueblo (una cámara de diputados) en el lugar del pueblo soberano.

Treinta y tres años después de la definición del chevalier De Jaucourt y veinticinco años después del Contrato, James Madison, en el artículo 10 de El Federalista, enfrentó la definición de la democracia en el momento histórico en que la recién promulgada (el 17 de septiembre de 1787) Constitución de los Estados Unidos de América era impugnada por los adversarios de la Unión federal, interesados en preservar una mayor autonomía estadual. Para defender el principio federal, había que justificar la necesidad de un cierto grado de centralización del poder político, sin el cual la Unión sería demasiado vulnerable a la acción desagregadora de las facciones y los intereses particulares. Fue con esa preocupación en su espíritu que Madison enfatizó la diferencia entre democracia y república. El argumento gira en torno de la amenaza que se cierne sobre el gobierno popular («popular government») debido a la «violencia de las facciones». ¿Cómo enfrentar tal amenaza sin herir el carácter popular del gobierno? En primer lugar hay que aclarar qué se entiende por facción. Madison la define como:

Cierto número de ciudadanos, estén en mayoría o en minoría, que actúan movidos por el impulso de una pasión común, o por un interés adverso a los derechos de los demás ciudadanos o a los intereses permanentes de la comunidad considerada en conjunto.12

Para el contractualismo sistemático, riguroso y radical de Rousseau, la existencia de «derechos» de determinados ciudadanos no está por encima ni fuera del alcance de la Voluntad General. Si la mayoría del cuerpo político adopta una ley injusta o torpe, será una señal de que éste se corrompió. Pero, si se admite la corrupción del cuerpo político, se retorna al estado de naturaleza, a la hobbesiana guerra de todos contra todos, en la cual no hay derechos, sino apenas fuerza.

La definición de facción anticipa lúcidamente un tema recurrente de la crítica a la dictadura de la muchedumbre y al Terror jacobino desarrollada, en convergencia, por De Maistre y Burke y luego por liberales antidemócratas como Benjamin Constant. Existen derechos, establecidos por Dios, llamados naturales porque se concibe a la Naturaleza como una obra de Dios, y/o consolidados por tradición inmemorial, que ninguna «soberanía popular» puede desconocer ni mucho menos abolir, bajo pena de convertirse en facción ilegítima.

Evidentemente, para que una facción pretenda encarnar la Voluntad General, es necesario que sea mayoritaria. Una facción minoritaria, señala Madison, puede convulsionar la sociedad y entorpecer la administración, pero podrá ser contenida institucionalmente por el principio republicano del respeto a la voluntad de la mayoría. Pero si la mayoría es facciosa, no habrá norma republicana que le impida «sacrificar a su pasión dominante y a su interés, tanto el bien público como los derechos de los demás ciudadanos».13 Por eso,

[…] poner el bien público y los derechos privados a salvo del peligro de una facción semejante y preservar a la vez el espíritu y la forma del gobierno popular, es en tal caso el gran objetivo de nuestras investigaciones.14

Los liberales de derecha, en los Estados Unidos y en otras partes, suelen tomar en serio sólo la primera mitad del «gran objetivo» de Madison. Lo que importa es preservar los intereses adquiridos y el «orden» ante mayorías electorales subversivas. En cuanto al «espíritu» y la «forma del gobierno popular», lo mejor es sacrificarlos cuando lo exige la «seguridad nacional»… Pero a Madison no se le ocurre la «solución» liberticida de sustituir el gobierno popular por el gobierno militar. La solución que busca debe satisfacer las dos condiciones señaladas. Como ya anticipamos, ésta implica la distinción entre democracia y república, lo que constituye un nexo importante en la evolución de las doctrinas políticas entre Rousseau y la Revolución Francesa.

El argumento de Madison se apoya en la caracterización de la expresión «gobierno popular» como un género del cual son especies la democracia y la república. Hay que tener en cuenta que tal expresión, no obstante estar casi ausente en el lenguaje político de la época, tenía tras de sí una larga tradición, ya que es la traducción latina («popularis gubernatio») del término griego «demokratia». Etimológicamente, por lo tanto, democracia y gobierno (o poder) popular son sinónimos. Madison, en consecuencia, le confiere mayor extensión a este último, con el propósito explícito de rechazar la democracia (coincidiendo, en este punto, con Rousseau) pero no la otra forma de gobierno popular, la república.

El rechazo de la democracia retoma los lugares comunes ya evocados a lo largo de este estudio y que, en última instancia, remiten al paradigma griego. Como Rousseau y De Jaucourt, Madison se refiere, para fundamentar mejor su argumentación, a la «democracia pura», esto es, a «una sociedad integrada por un reducido número de ciudadanos, que se reúnen y administran personalmente el gobierno». Un régimen de esa naturaleza no dispone de ningún antídoto institucional para «evitar los peligros» de las facciones.15 Es por eso que «estas democracias han dado siempre el espectáculo de su turbulencia y sus pugnas».16

En la república, «gobierno en que tiene efecto [«takes place»] el sistema de la representación», es posible, al contrario, hallar «el remedio que buscamos».17 En verdad, esta definición indica ya la terapia institucional capaz de dominar al virus faccioso: el «sistema de representación», esto es, «la delegación del gobierno» en «un pequeño número de ciudadanos elegidos por el resto». Combinada con el «número más grande de ciudadanos y una mayor extensión de territorio» sobre el cual la república (en oposición a la «democracia pura») puede extenderse, la delegación del gobierno permite que «un grupo escogido de ciudadanos» logre «discernir mejor» (que la masa del pueblo) «el verdadero interés de su país».18 El elitismo es explícito. En la terminología más rigurosa de Rousseau, lo que Madison preconiza es una aristocracia, esto es, un gobierno de los mejores, exactamente como lo hará Sieyès, dos años después, en la Asamblea Nacional Francesa.

Tampoco creía Rousseau en el gobierno democrático. Pero gobierno, para él, era la ejecución de las leyes. La soberanía no se manifiesta al ejecutarlas, sino al definirlas. Y ésta es, para él, atributo inalienable del cuerpo de los ciudadanos. Ahora bien, son las leyes las que determinan el «bien común» y el «verdadero interés» del país. Madison, que designa indiscriminadamente por «gobierno» tanto la definición como la ejecución de las leyes, considera bueno que los representantes de la voluntad del pueblo quieran el bien del pueblo en el lugar del pueblo. Se trata de la tradición del parlamentarismo británico, elogiada por Montesquieu y condenada por Rousseau. En efecto, en El espíritu de las leyes (XI, 6), Montesquieu considera, en el mismo sentido que Madison, que:

La gran ventaja de los representantes es que son capaces de discutir los asuntos. El pueblo no está de ningún modo habilitado para eso y es lo que configura uno de los grandes inconvenientes de la democracia.

Por su parte, Rousseau, en el capítulo del Contrato consagrado a los «diputados o representantes» (III, 15), de modo coherente con el principio de que «la soberanía no puede ser representada, por la misma razón de ser inalienable», es categórico en su rechazo:

Los diputados del pueblo, pues, no son ni pueden ser sus representantes, son únicamente sus comisarios y no pueden resolver nada definitivamente. Toda ley que el pueblo en persona no ratifica es nula: no es una ley. El pueblo inglés piensa que es libre y se engaña: lo es solamente durante la elección de los miembros del parlamento: tan pronto como éstos son electos, vuelve a ser esclavo, no es nada. El uso que hace de su libertad en los cortos momentos en que la disfruta es tal que bien merece perderla.

La idea de los representantes es moderna; nos viene del gobierno feudal, bajo cuyo injusto y absurdo sistema la especie humana se degrada y el hombre se deshonra.

5. La concepción jacobina de democracia

Ya vimos cómo en el léxico de los años 1790, incluso en publicaciones contrarrevolucionarias, el término «democracia» se colocó en el centro del debate político. A través de estos usos ­y, en el caso de los monárquicos, abusos­ del término, obviamente eran cuestionadas las instituciones del régimen instaurado a partir de la toma de la Bastilla. En el campo antiabsolutista se oponían fundamentalmente dos respuestas a esta cuestión: la de los que más tarde serían llamados liberales y la de los que ya entonces se consideraban demócratas, aunque se autodesignasen principalmente como «revolucionarios». La evolución política del proceso revolucionario iniciado con el derrocamiento de la monarquía absoluta «de droit divin» y concluido, quince años y seis constituciones después, con la institución del régimen imperial, se correspondió, en gran medida, con la evolución de la correlación de fuerzas entre liberales y demócratas: aquéllos predominaron entre 1789 y 1792 y entre 1794 y 1797;20 éstos entre 1792 y 1794 y, en términos de corriente de opinión, entre 1797 y 1799.21

Con su jurídicamente abstracta concisión, los textos de las seis constituciones que se sucedieron en Francia entre 1791 y 1804 (en particular las cuatro primeras, ya que las de 1802 y 1804 constituyeron apenas los dos escalones que separaban a Napoleón de la corona imperial), ofrecen un sólido y claro registro de la evolución doctrinaria e institucional de la lucha entre los partidarios de la república liberal y los de la república democrática. Ninguna de las dos fórmulas era enunciada de ese modo. El término «liberal» sólo se impondrá en el léxico político dos décadas más tarde, originariamente en suelo español. En cuanto al término «democrático», como adjetivo de régimen o república, su prestigo, no obstante ser creciente, como ya fue señalado, no le aseguró el acceso a la terminología jurídico-constitucional de aquel período. Por consiguiente, los significados que hoy denotamos mediante aquellas fórmulas se expresaron, a lo largo del proceso revolucionario, en torno de otros significantes. Así, «libertad» fue el valor que los constituyentes de 1791 colocaron en la cúpula ética de su sistema jurídico-institucional, mientras que los constituyentes de 1793 reservaron esa posición eminente para el valor «igualdad». En correspondencia con esa diferente jerarquía de valores, los precursores del liberalismo, de acuerdo con El espíritu de las leyes, identificaban en la separación y limitación recíproca de los poderes la piedra angular de su construcción jurídico-constitucional, mientras que los demócratas revolucionarios fundamentaban su sistema en el principio de la soberanía popular. Los textos constitucionales de 1791, 1793 y 1795 reflejan con total claridad la correspondencia entre las sucesivas jerarquías de valores y principios institucionales y el sucesivo predominio, en el escenario histórico, de las fuerzas políticas que los preconizaban.

Comencemos por el comienzo, esto es, por la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano del 26 de agosto de 1789 incluida, como preámbulo, en la Constitución del 3 de septiembre de 1791 (retomada, como preámbulo, un siglo y medio después por la Constitución «gaulliste» del 4 de octubre de 1958). Los «derechos naturales e imprescriptibles del hombre» enumerados en el artículo 2 de la Declaración son «la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión». En la Asamblea Nacional que la escribió predominaban los aristócratas y los miembros del «tercer estado» partidarios de la monarquía constitucional, esto es, de una revolución burguesa limitada a la abolición del absolutismo monárquico y los privilegios feudales.

Al reactivar el proceso revolucionario asumiendo su dirección, los jacobinos derogaron la Constitución monárquico-liberal de 1791 y decidieron formular como preámbulo de la Constitución democrática de 1792 una nueva Declaración de los derechos naturales e imprescindibles del hombre y del ciudadano, cuyo contraste con los enunciados en la Declaración de 1789 excusa comentarios: «Estos derechos son la igualdad, la libertad, la seguridad, la propiedad» (art. 2).

La primacía de la igualdad sobre la libertad en el sistema de valores de la Constitución democrática se corresponde, en el plano de los principios constitucionales, con la organización del poder político en asambleas de ciudadanos en la base y en asambleas de diputados, que forman el Cuerpo legislativo que elige y controla estrechamente al Consejo ejecutivo. El poder es uno solo, el del «pueblo soberano». Todas las funciones representativas, administrativas o judiciales, en que se particulariza el ejercicio de la soberanía y del gobierno, son electivas, y las elecciones son anuales. La democracia, como «poder del pueblo», halla en este texto constitucional su expresión más consecuente, conforme con la definición de Robespierre en su discurso del 5 de febrero de 1794, pronunciado en nombre del Comité de Salut Public en la Convención Nacional: «La democracia es un estado en el que el pueblo soberano, guiado por leyes que son obra suya, hace por sí mismo todo aquello que puede hacer bien hecho y por delegados todo aquello que no puede hacer por sí mismo». La idea de la separación de poderes está ausente de esta concepción, cuya inspiración rousseauniana es evidente (sobre todo en la fórmula «guiado por leyes que son obra suya»), pero que éste había dejado implícita: lo importante no es determinar el grado de pureza semántica del término democracia, ni constatar que el grado de probabilidad de realización de una democracia pura es inversamente proporcional al tamaño de la comunidad política, y sí recuperar en su plenitud la carga semántica de un término que se tornaba un «valor universal» y, en todo caso, por cierto, un ideal revolucionario universal. Así, supera teóricamente a Rousseau en la medida en que no se satisface con la separación abstracta entre soberanía y gobierno, entre legislar y ejecutar, sino que los piensa como una unidad en una situación concreta. La democracia es un «état» (no por azar Robespierre escoge este término conceptualmente neutro para indicar el género ­nominal­ de su definiendum) en el que el pueblo ejerce el máximo de poder y sólo transfiere a sus «delegados» (tampoco debe haber sido por azar que evitó el término «representantes») aquellas funciones políticas que no puede ejercer directamente. En cuanto al fondo, la diferencia respecto de Rousseau consiste en que, mientras para éste no es bueno que el pueblo que hace la ley la ejecute, para el dirigente jacobino es bueno que el pueblo haga por sí mismo todo lo que pueda hacer. Formalmente, además, Robespierre rompe con la doctrina de Rousseau al declarar, en el mismo discurso ante la Convención,22 que el único «gobierno» capaz de realizar los «prodigios» de la Revolución es el gobierno «democrático o republicano». Y añade:

Estas dos palabras son sinónimos, a pesar de los abusos del lenguaje vulgar, ya que la aristocracia no es más republicana [«n’est pas plus la république»] que la monarquía.

¿Es necesario insistir con que, para Rousseau, república, cosa pública, no es sinónimo de democracia, sino que designa «todo estado regido por leyes, cualquiera que sea su forma de administración» (Contrato social, II, 6)?

El alcance teórico de esta ruptura se muestra con plenitud si consideramos que afecta a la única coincidencia significativa entre las doctrinas constitucionales de Montesquieu y de Rousseau, a saber, la separación entre el legislativo y el ejecutivo. Sin duda, el estatuto teórico de esta separación difiere profundamente en los dos filósofos políticos: no hay en Rousseau un problema en la separación de poderes, ya que la Soberanía es la Voluntad General. No hay tampoco limitación recíproca de los poderes, ya que no hay «poderes» para Rousseau, sino la Ley y su Ejecución. Pero éstas están explícita y sistemáticamente separadas, y no es además, como vimos, deseable que quien hace las leyes las ejecute. Al identificar democracia y república, Robespierre disuelve la separación entre gobierno y soberanía, y enfatiza el poder del pueblo en su unidad, en respuesta también a aquellos que, como Sieyès, identificaban democracia con destrucción del cuerpo político:

La democracia no es un estado en el que el pueblo, continuamente reunido, resuelve él mismo todos los asuntos públicos, ni, menos aún, en el que cien mil fracciones del pueblo, mediante medidas aisladas, precipitadas y contradictorias, decidirían la suerte de toda la sociedad: tal gobierno nunca existió y sólo podría existir para llevar al pueblo nuevamente al despotismo.

Este pasaje precede de forma inmediata, en una argumentación en contrapunto, a aquel, ya referido, en el que Robespierre dice qué es la democracia, y que podría resumirse, en el lenguaje de hoy, como el régimen donde el poder es ejercido por el pueblo y por los partidos que representan el consenso mayoritario del pueblo. *

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* Queremos dejar constancia de nuestro agradecimiento al CNPq, que financió con una beca la investigación en que la que se basa este estudio. [Traducción de Ada Solari.]

** Departamento de Filosofía del Instituto de Filosofía y Ciencias Humanas (IFCH) de la Universidad de Campinas (UNICAMP).

1 Para un análisis más pormenorizado, véase el punto «O paradoxo da democracia em Rousseau», en nuestro artículo «A democracia: história e destino de uma idéia», Revista da OAB, XIX (50), verano de 1988-1989, pp. 7-11.

2 Publicado en Discurso, No. 8, 1978.

3 Ibid., p. 124.

4 Por fuerza absoluta del gobierno Rousseau entiende, como aclara en III, 2, la «fuerza total» del estado; ella es por lo tanto invariable en cada estado, ya que se confunde con éste. Varía la fuerza del cuerpo gubernamental de forma relativa al cuerpo político en su totalidad.5 Intentamos demostrar en «Joseph de Maistre y la filosofía política de la contrarrevolución», que se publicará próximamente en Primeira Versão, cómo la democracia se tornó, en la pluma de los enemigos de la Revolución Francesa, en un antivalor universal.

6 Cf. el § 5, «La concepción jacobina de la democracia».

7 Las observaciones que siguen respecto del debate entre Pétion y Sieyès y de la intervención de Barnave en la Asamblea Nacional fueron, en lo esencial, sugeridas en el curso de Maurice Duverger, dictado en la Universidad de París I durante el año lectivo de 1972-1973.

8 Cf. Archives parlamentaires, 1ª serie, t. VIII, pp. 581 y ss.

9 Archives parlamentaires, op. cit., pp. 592 y ss.10 En el ya mencionado capítulo 4 del libro III del Contrato social: «Que de choses difficiles à réunir ne suppose pas ce gouvernement! […] un Etat très petit, où le peuple soit facile à rassembler, et où chaque citoyen puisse aisément connoitre tous les autres […]».

11 Esto lo trataremos en el punto siguiente.

12 The Federalist, No. 10, Britannica Great Books, vol. 43, p. 50.13 Madison, op. cit., p. 51.

14 Ibid., p. 51.

15 Madison, op. cit., p. 51.

16 Ibid., p. 51.

17 Ibid., p. 51.

18 Ibid., pp. 51-52.

19 En junio de 1792, Luis XVI empleó su poder constitucional de veto para bloquear proyectos de ley de la Asamblea Nacional que proponían reforzar la defensa de Francia, invadida por los ejércitos absolutistas; una gran manifestación popular, a la cual adhirieron los girondinos, se dirigió, el 20 de junio (tercer aniversario del Juramento del Jeu de Paume), de los «faubourgs» a la Asamblea y el Castillo de las Tuileries, pero Luis XVI, no obstante haber aceptado vestir el gorro rojo y beber a la salud de la nación, se negó a retirar los vetos contra las leyes necesarias para la defensa de la patria. En esa misma fecha se conmemoraba además el primer aniversario de la huida del rey, que había abandonado las Tuileries en el silencio de la noche del 20 de junio de 1791 para reunirse con las fuerzas del marqués de Bouillé, que había concebido el plan de fuga y preparado la unión del rey desertor con el ejército austríaco. Capturado por los patriotas en Varennes en la mañana del 22 de junio, fue melancólicamente reconducido a París, donde entró en la noche del 25 «au milieu d’un silence de mort, entre deux haies e soldats, fusils renversés. Ce fut le convoi de la monarchie» (Albert Soboul, Précis d’histoire de la Révolution Française, París, Editions Sociales, 1792, p. 183). Al contrario de lo que se podría esperar, la «huida de Varennes», en lugar de debilitar decisivamente a Luis XVI y a la monarquía (los cordeliers habían exigido, en vano, que la Asamblea Constituyente proclamase la república), profundizó las divisiones en el campo antiabsolutista. Los moderados crearon la ficción del «enlèvement du roi» (cf. Soboul, ibid., p. 184) y el 17 de julio, para reprimir al pueblo exasperado de París, la Guardia Nacional, compuesta exclusivamente por elementos burgueses, tiró sin previo aviso contra los manifestantes reunidos en el Champ de Mars, matando en el acto a cincuenta personas. Esto explica el desafío de Luis XVI, un año después de Varennes, a la Asamblea Nacional…

20 Esto es, desde la caída de Robespierre hasta la caída del segundo Directorio, el 30 pradial, año VII (18/6/1799).

21 Entre 1797 y 1799, los jacobinos, más exactamente los neojacobinos, reactivaron la dinámica revolucionaria trabada en 1794-1795. Pero no lograron recoger los frutos de su victoria sobre el Directorio moderado: fueron atropellados por los partidarios del ejecutivo fuerte, así como éstos lo serían por Bonaparte.

22 Aunque fechado el 5/2/1794 (18 pluvioso, año II), este discurso fue pronunciado por Robespierre el 17/2/1794.

©EspaiMarx 2002

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