¿Democracia en peligro?
Hernán Montecinos
La frase del título se oye bastante a menudo últimamente. Y si uno presta atención a su entorno y no es granadero acorazado de las aguerridas huestes del PP (Panzer Partei), seguramente estará de acuerdo con ella. (Si es “pepero” de la vieja guardia, es decir, franquista irredento y no reciclado, también estará de acuerdo; pero en vez de lamentar la situación, brindará con regocijo y con champán por la eterna memoria del huésped mortalicio de Cuelgamuros, al grito triunfal de “¡Reinar después de morir!”)
En cambio, si uno no es ninguna de las cosas anteriores (es decir, si tiene una cierta querencia política izquierdosa pero ha perdido el sentido de la realidad actual y sigue pensando en la democracia como aquel ideal proclamado por Rousseau, Babeuf, Marx y los comuneros de París, entre otros) tendrá, al oír la frase de marras, la misma impresión que tendría si en el velatorio de un pariente difunto recibiera, en vez de los pésames de rigor, preocupadas observaciones de que al tal pariente se le ve “muy desmejorado”.
La democracia, en efecto, si es que algún día llegó a nacer (dicen que lo hizo en Atenas en el siglo V antes de la era vulgar, pero parece que la alimentaban con carne y sudor de esclavos), hace tiempo que la enterraron. La democracia sólo puede existir en sociedades sin clases, donde los individuos viven libremente asociados de modo que el grupo no limita, sino que potencia la libertad de cada uno de sus miembros.
¿Se atreverá alguien a decir que es ése el sistema político que tenemos? ¿Qué sentido tiene, pues, decir que ese sistema corre peligro? Lo que sí tiene sentido es denunciar que incluso las formas democráticas están siendo infringidas. Formas que no son condición suficiente de democracia, pero sí condición necesaria.
Por supuesto, la punta de lanza de ese ataque a las formas democráticas la constituye el PP (Partido Populachero). Nada nuevo bajo el sol (ni cara al sol): la derecha española, hija como es de la Madre Inquisición y el Padre Cucharón, tiene las manos curtidas en el sano ejercicio de romper la baraja en cuanto cree que puede perder la partida. La rompió todas las veces que quiso en cuanto empezó a molestarle la modestísima Constitución de Cádiz y culminó sus gestas “rupturistas” un infausto 18 de julio de 1936 (en realidad fue el 17, pero la historia oficial decretó que había sido el 18, día de la “epifanía” del señor capitán general de Canarias, Francisco Franco).
La novedad es que antes embestía cuando le ponían delante el trapo (especialmente si era rojo). Ahora, en cambio, embiste contra la sombra: como ese gobierno tripartito de izquierdas, pálida sombra de aquellos gobiernos del Frente Popular machacados por las bombas de la Cóndor, perseguidos con saña en el exilio y fusilados en Montjuich.
Resulta especialmente patético que algunos de esos ataques los lancen en supuesta defensa de unos valores que ellos mismos o sus familiares inmediatos no dudaron en pisotear. Que la señora ministra de Administraciones Territoriales llamara tres veces “asesinos” a ciertos miembros del mencionado gobierno de Cataluña trae por fuerza a colación el refrán “Cree el ladrón que todos son de su condición”. Porque si alguien sabe de asesinatos políticos en Cataluña es la familia Valdecasas, eximia contribuyente a la fundación de Falange Española y al pistolerismo revanchista que siguió a la “liberación” de 1939.
Pero, como dijo la señora Nadal, cabeza de lista electoral del PP por la provincia de Barcelona, el suyo es un partido que, cuando cree que ha molestado, no tiene problema en pedir excusas (¿siempre, señora Nadal?). Con lo cual tenemos algo parecido al magnífico invento católico de la confesión: peque usted todo lo que quiera y obtenga de ello los beneficios materiales oportunos. Bastará que luego pida perdón de sus pecados con cierta compunción, rece tres padrenuestros con sus correspondientes avemarías y todo arreglado. Me pregunto si Doña Julia, en reparación por su lapsus “tripartito” (ya sabemos que es persona proclive a los lapsus, especialmente cuando de contar manifestantes antiguerra se trata), aceptaría que como San Pedro, que negó a su Señor tres veces antes de que el gallo cantara otras tantas, la crucifiquen (es decir, la “dimitan”) cabeza abajo…
Pero lo grave, con serlo mucho, no es que el PP (Partido Pendenciero) recurra a esa variante tosca de las artes marciales. Lo verdaderamente grave es que eso —como parece— le dé réditos políticos. Porque eso quiere decir que este país no sólo no tiene democracia, sino que gran parte de él está contenta de ello con tal de que le dejen consumir lo que anuncian por la tele. Y ¿cómo narices democratiza uno a quien no quiere ser democratizado? De modo que, si más de medio país va por ahí gritando, como los anticonstitucionalistas del XIX, “¡Vivan las caenas!”, lo único que parece quedarle al resto es decir aquello tan triste, con regusto a exilio (al menos, interior), de “¡Apaga y vámonos!”
Así, pues, si la igualdad es objeto de olvido —cuando no de desprecio— hasta por los partidos que se fundaron para promoverla, si la derecha, no contenta con vaciar de todo contenido la democracia, se empeña en pisotear todas sus formas (incluso las viejas formas predemocráticas de la cortesía) y el pueblo “soberano” confunde la soberanía con la soberana indiferencia, ¿qué nos queda de la llamada democracia?
Nos queda la idea, por la que no dejaremos de luchar hasta más allá del último hombre y la última mujer. Porque no es verdad que las personas sean más importantes que las ideas. Si así fuera, no habría esperanza alguna para las personas. Pero las ideas sobreviven a las personas, aunque necesitan de éstas para reencarnarse. Los enemigos de la libertad, la igualdad y la fraternidad podrán ganar todas las batallas que su actual monopolio del poder económico, militar y mediático les permita. Pero perderán indefectiblemente la guerra. Muchos de ellos —la mayoría— se librarán de sentir en su carne la derrota y morirán creyéndose eternos triunfadores. Pero en el libro invisible donde se registran las verdades históricas figurarán para siempre en la lista de los vencidos. Simplemente, porque al aplastar a los defensores de la fraternidad humana, derrotaron a la humanidad que —sin saberlo— llevaban dentro.