Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Los judíos bajo el bolchevismo

Edward H. Carr

Entre las enojosas cuestiones heredadas de la Rusia zarista y que la revolución de 1917 prometió erradicar, el antisemitismo ocupaba un lugar preeminente, Nada había de raro en ello. Con frecuencia se ha presentado la adhesión de gran número de judíos a la causal revolucionaria como justificante de los prejuicios contra ellos y las brutales medidas de represión a que se vieron sometidos. Después de la revolución, los rusos «blancos» y sus partidarios extranjeros, entre los que hay que incluir a un sector de la prensa británica, invocaron constantemente el antisemitismo, con el fin de desacre­ditar a un régimen que contaba entre sus dirigentes a varios judíos eminentes. Pero el antisemitismo era algo que estaba profundamente arraigado en las costumbres rusas tradicionales, especialmente en las zonas rurales; y en este aspecto, lo mismo que en muchos otros, los hábitos tradicionales cuestan de hacer desaparecer. La historia de los judíos en la Unión Soviética es un rosario de buenas inten­ciones gradualmente ahogadas por una praxis defectuosa y a veces malintencionada. Desde 1930, aproximadamente, los judíos ya no han vuelto a sentirse seguros en la Unión Soviética. Sin embargo, la única pregunta que, honradamente, debiéramos formularnos es sí, por lo menos en determinados períodos, su situación era más incier­ta que la de otros muchos sectores de la población.

The jews in soviet Russia (1) es una colección de ensayos rigurosos, tanto desde el punto de vista histórico como analítico, elaborados por autores judíos y sobre diversos aspectos del problema. Tal con­centración sobre un único tema tiende a dar la impresión de una versión demasiado exhaustiva y unilateral. Pero no cabe duda de que cada uno de los autores se ha esforzado por mantener un alto nivel de objetividad y por evitar toda exageración. El profesor Schapiro, el autor de la introducción, marca la pauta al señalar que «ningún autor serio, de la talla de quienes han contribuido a estas páginas que siguen, osaría afirmar que la situación de los judíos en la Unión Soviética hoy en día es análoga a la que padecieron en la Rusia de 1883 o 1903», además de señalar que se entrevén «indicios para un optimismo moderado», incluso en la situación actual.

Los bolcheviques, por dos razones íntimamente relacionadas, no consideraban que los judíos constituyeran una nación. En primer lugar porque aceptaban, más que el concepto alemán de nación, el concepto europeo-occidental, que definía la «nación» entre otras cosas, por la posesión de un territorio nacional. Esta carencia distin­guía a los judíos de las demás minorías nacionales de la Unión Soviética. En segundo lugar, porque les bolcheviques consideraban que las diferencias de carácter racial y religioso entre judíos y gen­tiles eran básicamente irrelevantes, y creían que el destino de los judíos era el de quedar asimilados por la población con la que con­vivían. Tal opinión era compartida por bolcheviques y mencheviques (que aún contaban con una mayor proporción de judíos entre sus filas que los bolcheviques ). Y, a principios del siglo XX, esta creencia la compartían la práctica totalidad de los liberales y muchísimos judíos influyentes de la Europa occidental.

Esta opinión influyó en la«doctrina del partido desde sus prime­ros pasos. Al tiempo que se consideraba la existencia de minorías nacionales ucranianas o letonas en el seno del partido socialdemócrata como algo perfectamente normal, la asociación judía -el Bund­ provocaba celos y resentimientos, en parte porque competía con éxi­to con otras secciones del partido en la captación de miembros. Después de la revolución, cuando se disolvió el Bund, se creyó nece­saria o conveniente la creación de «secciones judías» (lo mismo que otras secciones nacionales) a distintos niveles, pero dentro de la organización del partido. Estas secciones se mantuvieron hasta 1930. Pero eran tratadas más bien con tolerancia que con entusiasmo, y ninguno de los dirigentes judíos del partido llegó a asociarse a ellas. Por extraño que parezca, la única figura de primera fila en la jerar­quía gubernamental que expresó públicamente sus simpatías por las aspiraciones nacionales judías fue el gentil Kalinin.

En un artículo exhaustivo y erudito firmado por Alec Nove y A. Newth, aparece un estudio demográfico de la población judía en la Unión Soviética. Comienza discutiendo extensamente los diferentes criterios que se piensan seguir para responder a la cuestión «¿Qué es un judío?». Antes de 1914, el número de judíos que habitaban dentro de las fronteras del imperio ruso posiblemente superaba los cinco millones. Pero es probable que la cesión de territorio, después de la revolución redujera ese número a la mitad; y durante la segunda guerra mundial, la amenaza y las deportaciones diezmaron la población judía en las regiones donde era más abundante. El censo de 1959 revelaba la existencia de algo más de 2.250.000 judíos, considerados como tales por sus propias declaraciones. Generalmente, se estima que esta cifra es inferior al número real de judíos, sí se considera el término en un sentido amplio, que podría alcanzarse la cota de los tres millones. Admitiendo un margen de error y de incertidumbre, los judíos deben de constituir entre el 1 y el 1,5 por 100 del total de la población de la Unión Soviética.

Sin embargo, su distribución espacial no es uniforme. Las zonas de colonización antigua -las repúblicas de Ucrania y Bielorrusia­ aún cuentan con un 2 por 100 de judíos. Pero las mayores oscilacio­nes se deben a la afluencia de judíos a las grandes ciudades, tendencia que arranca, casi sin solución de continuidad, desde la Revolución. De la población de Moscú, el 4,5 por 100 es judía; de Leningrado, el 5,1 por 100; de Vilna, el 7 por 100; de Kiev, el 13,9 por 100. El carácter predominantemente urbano de la población judía queda refle­jado en las estadísticas de que se dispone, referidas a la distribución ocupacional. Queda claro que la proporción de judíos en actividades de tipo profesional es superior a su peso en el conjunto de la pobla­ción. De los altos «especialistas» empleados en la economía nacional en 1964, el 7 por 100 eran judíos, y de los «trabajadores científicos» el 8 por 100. Por otra parte, parece que los judíos han quedado totalmente marginados de la vida política y de cargos diplomáticos en el extranjero.

La historia ha dado a conocer distintas versiones de antisemitis­mo, que aparecen meticulosamente tipificadas, acaso excesivamente sistematizadas, en uno de los ensayos, obra del doctor Weinryb. El antisemitismo ruso tenía un carácter básicamente campesino y primitivo, muy lejano del antisemitismo consciente, sofisticado y racista del Herrenvolk nazi. Lo mismo que el antisemitismo medieval, tenía tintes religiosos. Durante los años veinte, cuando aún eran frecuentes y vigorosas las denuncias oficiales soviéticas del antisemi­tismo, por lo general venían acompañadas de denuncias a la iglesia ortodoxa, y, a veces, a los disidentes. Esta asociación no era capri­chosa: con frecuencia había una cierta justificación.

El estereotipo del judío que obsesionaba al campo ruso era el comerciante, usurero y especulador, el hombre de la pequeña ciudad mercantil que, aunque no se dedicara personalmente al cultivo de la tierra, subsistía a costa del campesino empobrecido y de sus produc­tos. Esta imagen era parcialmente, aunque no del todo, mítica; y, a causa de ello, de estas características reales o imaginarias, el judío hubo de padecer todos los avatares de la historia soviética. Durante la guerra civil, las fuerzas nacionalistas ucranianas concedieron una breve tregua a los judíos. Los ejércitos de Denikin sólo fueron marginalmente mejores. El fin de la guerra civil y la introducción de la Nueva Política Económica, en 1921, parecieron presagiar un régimen de mayor tolerancia para con las actividades tradicionales de los judíos. Volvió a permitirse, e incluso a alentarse, el comercio de los productos del campo. Se estabilizó el valor del dinero y el crédito volvió a fluir con moderación. Incluso se produjo cierta distensión en la campaña antirreligiosa.

Este interludio habría de ser ilusorio y breve. El amago de tole­rancia volvió a revigorizar la imagen del judío regateador y explo­tador, y volvió a activar los antiguos prejuicios, de modo que, cuan­do durante la segunda mitad de los años veinte, la máquina oficial hizo marcha atrás, se frenó la NEP y se puso en funcionamiento la campaña de planificación e industrialización intensiva, los judíos se encontraron en la terminal receptora de todas las presiones. El mun­do del comercio y de las finanzas quedó eliminado o recluido a las catacumbas; el hombre de la NEP se vio denunciado y tratado como aliado de los kulaks. También en la política interna del partido hubo repercusiones. Empezaba a insinuarse, incluso en los círculos oficiales del partido, que los dirigentes de la oposición -Trotsky, Zinoviev y Kamenev- eran judíos, mientras que los sostenedores de la línea oficial -Stalin, Molotov y Bujarin- no lo eran.

En contraste con lo que iba a seguir, hay que resaltar que, du­rante los años veinte, los dirigentes soviéticos, incluido Stalin, conti­nuaron denunciando y deplorando públicamente los progresos del antisemitismo y, en cierto sentido, hubo tentativas carentes de entu­siasmo por hacer frente al problema judío. Éstas se concretaron en los proyectos de establecer a los judíos en el campo, dando, así, a la población judía una base territorial y agrícola. Las zonas preferidas para llevar a cabo estos experimentos, alguno de los cuales contó con apoyo económico norteamericano, fueron la Rusia meridional y Crimea. En 1927, se organizó un «distrito nacional» judío en el departamento de Jersón, en Ucrania, con una población de 16.000 habitantes, de los que el 85 por 100 eran judíos. Pero ninguno de esos proyectos tuvo más que un éxito limitado y apenas sí empeza­ron a atacar la superficie del problema.

Aún tuvo menos éxito el proyecto, más ambicioso, iniciado al año siguiente. Se destinó la extensa y poco poblada región de Biro­bidjan, en la Siberia oriental, para asentamiento judío, con la inten­ción declarada de crear «una unidad administrativa nacional judía». Pero el capital necesario para hacer apta para la agricultura una zona de bosque y de monte bajo, en un clima tan poco propicio, no llegó. Tan sólo se logró movilizar a un puñado de judíos, para que reali­zaran tan arduo viaje hasta aquel remoto rincón del país, y de ésos sólo unos pocos se establecieron permanentemente. Aunque Biro­bidjan llegó a ser proclamada república nacional judía, el proyecto se resolvió en un fracaso casi total, y tan sólo sobrevivió como sím­bolo irreal de la entidad nacional judía en el seno de la Unión Sovié­tica. Según el censo de 1959, los judíos tan sólo constituían el 8,8 por 100 de una población total de 163.000 habitantes. Chimen Abramsky ha reunido, en un ensayo erudito y exhaustivo, toda la información disponible sobre la situación actual.

El fracaso de los planes de convertir a los judíos en campesinos rusos -y no es difícil descubrir las razones por los que estaban abo­cados al fracaso- dejó a los judíos soviéticos sin un lugar a donde ir. Los que se hicieron obreros de fábricas quedaron asimilados en el proletariado industrial, y posiblemente no lo pasaron peor que los demás obreros. Pero fueron en un número excesivamente reducido para que den la dimensión apropiada de la magnitud del problema. Un informe del partido, que data de 1925 y que se ha conservado en los archivos de Smolensko, referente a una aldea de la provincia con predominio de población judía, precisaba que todos los judíos se dedicaban a una de estas dos actividades: religión o comercio de lino. Ninguna de estas dos ocupaciones tradicionales ayudaba a los judíos a integrarse en la sociedad soviética. Lo que los diferenciaba de todas las demás minorías nacionales era mucho más que la caren­cia de un territorio nacional.

A fines de la década de los años veinte, el comercio privado había percibido la tenue línea que separaba la legalidad de la ilegalidad; y había pocas probabilidades de que los judíos fuesen tratados con indulgencia. Viéndose apartados de la práctica legítima del comercio, privado, se dedicaron a la práctica ilegal del comercio en el mercado, negro, que nunca dejó de ofrecer buenas oportunidades a las perso­nas con ingenio, o se refugiaron en una actividad no manual que todavía les resultaba accesible: el trabajo de oficina en el sector admi­nistrativo de las instituciones económicas y culturales, siempre en expansión. Se ha dicho que, a fines de los años veinte, los judíos constituían el 30 por 100 del personal de las instituciones soviéticas en Ucrania y Bielorrusia. Incluso se podían encontrar judíos en cargos de una mayor responsabilidad, aunque en menor proporción. En Moscú, los judíos todavía eran dominantes en el campo de las ocupa­ciones intelectuales y profesionales. En noviembre de 1926, en el dis­curso más favorable a los judíos que jamás haya pronunciado un dirigente soviético, Kalinin admitía que el gran número de cargos importantes ocupados por los judíos hacía a la intelligentzia «tal vez más antisemita ahora de lo que lo había sido en tiempos del zar», y que la gente se preguntaba: «¿Por qué hay tantos judíos en Moscú?».

La historia de los sufrimientos de los judíos soviéticos no se ha debido tanto a decisiones repentinas y deliberadas como a la intensificación acumulativa de unos procesos que se venían observando ya desde los primeros años del régimen. Si entre las víctimas de las purgas de los años veinte hubo más judíos de los que su número permitía suponer, ello se debió a que las purgas afectaron con mayor intensidad a la intelligentzia, que siempre contó con una alta proporción de judíos. Las masacres causadas por la guerra no pueden atribuirse al gobierno soviético. La pesadilla que representaron los últimos años de Stalin se aleja, por su propia monstruosidad, de cualquier patrón preestablecido, ya ella siguió una cierta relajación que, sin embargo, no significó el fin de las persecuciones, sino su limitación a dimensiones más «normales». El hecho de que el proceso, en su conjunto -excepción hecha del clímax estalinista- pueda explicarse en términos de causa y efecto no significa que la situación fuera, por ello, menos terrible.

Un trabajo plural de las características del presente requiere mucho tiempo para su realización y publicación, y muchos de los ensayos que lo componen probablemente fueron preparados, o incluso concluidos, con anterioridad a la guerra de los Seis Días, de junio de 1967. Ésta, sin embargo, aparece cautelosamente citada en varios de ellos, y el ensayo final, obra de Zev Katz, se aplica a revisar sus consecuencias. El sionismo en la Unión Soviética está tratado en otro artículo anterior, en este mismo volumen, y es obra de Schecht­man; hay, asimismo, otro sobre literatura hebraica en la Unión So­viética, del que es autor Gilboa. Desde la década de 1890, el sionis­mo ha competido, cada vez a mayor escala, con la socialdemocracia en la captación de las lealtades de los intelectuales y de la juventud judía, en Rusia. Era poco menos que probable que fuera a contar con las simpatías del régimen revolucionario y, aunque en un prin­cipio no fue formalmente prohibido, pronto fue objeto de persecu­ciones esporádicas, tanto de parte de las autoridades como de las secciones judías del partido. La literatura hebraica, blanco de anti­patías, tanto por sus connotaciones religiosas como nacionalistas, llevó una existencia subterránea casi desde el principio, en Contraste con la tolerancia, e incluso el aliento, que recibió el yiddish durante los años veinte.

La segunda guerra mundial dio lugar a un relajamiento tempo­ral de la presión sobre los judíos y a la formación de un comité judío antifascista. Pero quedaba completamente al margen de toda relación con el sionismo. Por ello, no deja de sorprender que el gobierno ruso, durante un breve período de tiempo (1947-1948) prestara todo su apoyo, en las Naciones Unidas y donde hizo falta, a la creación del estado israelí. Por supuesto, Podría aducirse que la teoría bolche­vique jamás se había opuesto al reconocimiento de los judíos como nación, una vez que hubiesen adquirido la territorialidad. Pero, al parecer, el principal motivo que alentaba la Posición soviética era el deseo de ver menguar el Poderío británico en el Oriente Medio, y el nacimiento de un nuevo estado favorable a la Unión Soviética.   De ser así, el error de cálculo que cometieron fue colosal. Tal vez Schechtman exagera al afirmar que el gobierno ruso quedó defrau­dado por el hecho de que «Israel no manifestara ninguna inclinación por convertirse en un satélite soviético”. Un Israel perteneciente al Tercer Mundo hubiese resultado aceptable. Pero el año de la creación de Israel fue también el año del Plan Marshall; y con los tentáculos norteamericanos extendiéndose cada vez más y más lejos por el mun­do, de hecho dividido entre dos campos enfrentados, no era difícil imaginar por cuál de ellos iba a decidirse Israel. A partir de ese mo­mento, la hostilidad rusa hacia Israel no hizo más que ir en aumen­to. Lo único que hizo la guerra de los Seis Días fue sellar la animo­sidad que ya era un elemento constitutivo de la política rusa.

La cuestión de hasta qué punto el crecimiento y el reconocimien­to de Israel afectó al destino de los judíos de la Unión Soviética es una de las que encuentra mayores reticencias entre los colaboradores de esta obra colectiva. La mano dura de Zdanov se dejó sentir sobre otras minorías, además de la judía. El frenesí antisemita de los últimos cinco años de la vida de Stalin, que culminó con las connotaciones claramente antisemitas del asunto del «complot de los doctores», no hay duda de que se puede explicar como un agrava­miento de la actitud soviética anterior o como obra de un dictador paranoico. También hay que reconocer que la persecución de los judíos ‘en la Unión Soviética constituyó un factor importante en el agudizamiento de la hostilidad israelí para con la Unión Soviética. Pero cuesta aceptar que esta influencia no fuese recíproca, o que el encarnizamiento y persistencia de la persecución no tuviese nada que ver con la atmósfera de la guerra fría y con la dependencia cada vez más evidente de Israel con respecto a los Estados Unidos.

Esta cuestión vuelve a plantearse de un modo crítico después de la guerra de los Seis Días. Katz cita unas observaciones de Ilya Ehrenburg, recogidas por el malogrado Alexander Werth. Se atri­buye a Ehrenburg el haber afirmado que «sí los árabes hubiesen masacrado a los judíos, ello habría provocado una oleada de anti­semitismo en la Unión Soviética, pero ahora se tiene un cierto res­peto por los judíos, en cuanto a su valía como soldados». Se trata de una boutade típicamente inteligente, pero apenas tiene visos de plausibilidad. Los judíos rusos se encuentran en una situación que no tiene nada de envidiable. Es comprensible que se muestren reacios a desacreditar y condenar las hazañas del estado israelí, aunque se les presione para que lo hagan. Y, en caso de que así lo hagan, no se les concede credibilidad. Hagan lo que hagan, y al margen de sus sentimientos, están condenados a expiar los triunfos de Israel. Es difícil concebir una tragedia psicológica más intolerable.

El volumen ha sido excelentemente editado por Lionel Kochan. Debe haber sido una tarea muy ardua organizar tal constelación de autores, con el fin de evitar superposiciones y para dar cohesi6n y unidad al libro. La temática es de un interés permanente. Puede que parezca en cierto modo ajena a los principales problemas de Israel y del Oriente Medio, pero, de hecho, formaba parte de ellos. La Unión Soviética no es el único país en el que los triunfos del sionismo y las razones de estado de Israel plantean problemas de una complejidad creciente a los judíos de la Diáspora.

—(1). Lionel Kochan, ed., The jews in soviet Russia since 1917, Oxford University Press para el Instituto de Asuntos Judíos, Londres.

(*) Trabajo incluido en la edición De Napoleón a Stalin y otros estudios de historia contemporánea (Ed. Crítica, Barcelona, 1983, tr. de Josep Mª Portella)

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