Las ideas socialistas
Pepe Gutiérrez-Álvarez
Para la práctica totalidad de los movimientos sociales de la 2ª República, el socialismo era un ideal a inmediato y a largo plazo; algo por el estilo ocurrió con la izquierda antifranquista de los sesenta-setenta…sin embargo, esta percepción alternativa comenzó a cambiar en los años ochenta, y esto se hizo notar muy especialmente en el ámbito editorial. Como recopilador y divulgador pude darme de este cambio con la edición de un viejo proyecto titulado Diccionario biográfico del socialismo (Hacer, 1982) para el cual se habían preparado varias entregas más.
Aparecido en 1982, en una época en que esta editorial desplegaba una voluntariosa tentativa de edición y/o reedición de los clásicos protosocialistas, la coyuntura no dio para más. Un segundo volumen, Libertarios, libertarias que se paseó por media docena de editoriales, e incluso se anunció en los catálogos de una, pero finalmente fue considerado como un riesgo excesivo, y acabó su destino en un «cajón de sastre», con otras tentativas fallidas más. Con ocasión de su presentación pública en Barcelona con la presencia de Josep Termes, éste me contaba que un ambicioso proyecto iluminado al calor de Nova Terra, y al calor del auge del PSOE, había acabado también en el limbo de los proyectos perdidos. Semejante auge sería a la postre fatal para otros proyectos similares, como el de la edición en fascículo Crónica y vida del socialismo (Ed. Acanto, Salamanca), que contaba con la colaboración de un buen número de especialistas en la historia social española. Silverio Cañada también tuvo que cancelar una Historia del socialismo, igualmente en fascículo.
El paso siguiente de estas tentativas, verdadero canto de cisne de la expansión bibliográfica, socialista iniciada en los años sesenta, ocuparía el lugar las ofertas de los grandes almacenes o las librerías de segunda mano. Y es que el triunfo electoral del PSOE (como los de Miterrand, Soares, Craxi, y CIA) venía precedida por acontecimientos de clara significación regresiva como lo fueron, entre nosotros, el simbólico «abandono» del marxismo a instancias de Felipe González y el 23-f que marcaba en oscuro los límites del proyecto social y democrático. Lo que habíamos vivido como una lucha por la libertad no era el comienzo sino un abuso, y nos tocaba andar para atrás cuando apenas sí habíamos comenzado a tirar hacia delante. Entrábamos en una nueva fase que bien se podía definir con una cita de alguien tan representativo del matrimonio franquismo-neoliberalismo, Vizcaíno Casas, y según la cual el socialismo no era la solución sino el problema. Una cita a la que podíamos añadir otras muchas otras, como aquella de Felipe González según la cual, la verdadera izquierda la representaban los empresarios emprendedores. La victoria electoral del PSOE, era la de la única izquierda posible, o sea la de una izquierda transformada, no practicante.
Durante todo un período ulterior, la intelligentzia instalada se dedicó a pregonar no solamente el fin del comunismo (un ideal al que la URSS ni llegó a apuntar), sino también la descalificación del estatismo (la socialdemocracia del «Estado del Bienestar), por no hablar de los anarquismos o los izquierdismos de los mayos del 68, que entraban en un mismo saco. El fin de la historia era también el finiquito de cualquier atisbo de utopía. Por decirlo con palabras de Cioran, el paradigma del final del siglo XX era que confirmaba que no había donde ir, o sea que lasciate ogni speranza. Tribunalistas de todo tipo arremetían contra Trotsky que era comparado con el nazi disidente Rohm, el Che Guevara era descrito como un Rambo de izquierdas (Fernando Savater), Rosa Luxemburgo volvía a ser la sanguinaria. En un juego de malabares extraordinario cualquier referente revolucionario aparecía conectado con Stalin, Pol Pot o Ceacescu, a lo que se le podían añadir Lenin, y claro está, Hitler, a veces hasta Franco o Pinochet, en estos casos en una evidente muestra de ingratitud, ya que su contribución al neoliberalismo no tenía precio. Establecida esta lógica denigratoria, la revisión histórica sentaba sus reales con ocasión del segundo Bicentenario de la Revolución Francesa, el discurso dominante ligaba a la izquierda jacobina e igualitaria con un Gulag que, además, poseía la virtud milagrosa de blanquear toda el historial de guerras coloniales o mundiales, de océanos de sangres ocultos en los que el egoísmo propietario quedaba libre de cualquier pecado que no fuera profundizar el abismo entre los ricos y los pobres.
Esta restauración conservadora no tuvo misericordia con ninguna ilusión igualitaria, y frente a cualquier logro revolucionario (Nicaragua, cono sur africano), colocó sus «guerras sucias» y su contra con la bendición papal y de los intelectuales arrepentidos. En esta batalla, la historia no podía quedar al margen., para llegar hasta Marx, descrito a través de sus malaventuras eróticas, para llegar sin piedad hasta Thomas Münzer, Savonarola, alcanzado hasta Cristo (Jean-Fronçois Revel, Ni Marx ni Jesús), o Platón, prohibido por la dictadura argentina. La finalidad de este proceso cuyos efectos devastadores en los países mayoritarios resulta aterrador, y que ecológicamente nos sitúa en un tiempo de límites (no respetados), en esto lares no es otro que privatizar el Estado y desreguralizar toda la legislación laboral, o sea liquidar las conquistas sociales logradas por siglo y medio de historia del movimiento obrero, y plasmadas como un compromiso histórico tras la Segunda Guerra Mundial…Razones pues, más que sobrada, aunque sea desde las estancias más modestas, para tratar recuperar una aportación didáctica con la que dar a conocer y divulgar una idea que, bajo diversos ropajes es tan antigua como su otra cara: la injusticia social…
Recuerdo que, en una de mis primera lecturas de introducción al socialismo (Las ideas socialistas en el siglo XIX, de Carlos Mª Rama), adquirida en las trastienda de una de las librerías de visita obligada para leer contra el franquismo (Acora&Delfin), se hacía mención a una historia del socialismo cuyo subtítulo era Desde Moisés a Lenin. Esta extrañeza me llevó a repensar desde esta óptica –la socialista-, filmes tan subyugantes como Los diez mandamientos o Espartaco, así como a la reflexión sobre algunas palabras escuchadas aquí y allá como que Cristo fue el primer socialista, o que en el primer cristianismo se practicaba la igualdad de bienes, o agudas referencias literarias como la expresada en el Quijote según la cual existió una Edad de Oro que era tal porque nadie hablaba de lo tuyo y lo mío. En los años sesenta la presencia de esta tradición sería abiertamente reforzada por las ediciones de estudios como el de Maceck sobre los husitas o el de Bloch sobre Münzer. Igualmente se dieron a conocer trabajos en los que se subrayaba las tendencias igualitarias subyacentes en revueltas prematuras y fracasadas como lo fueron los hermandiños gallegos o los comuneros castellanos. Este sentimiento se expresaba también toda clase de conferencias sobre la historia del movimiento obrero, y en las que resultaba inherente las referencias a los antecesores, lo que, de alguna manera, explica el furor reaccionario contra Münzer o Savonarola lo mismo que bajo el fascismo se trató de borrar (a veces con fuego) a los próceres de la Ilustración.
La tradición socialista e igualitaria en sus numerosas formas se remite cuanto menos a la Grecia clásica, atraviesa los grandes capítulos de la lucha de clases en la roma esclavista, forma parte inherente de la tradición cristiana desde abajo y desde las herejías, cobra vigor con el Renacimiento, atraviesa todos los procesos revolucionarios que desde las guerras campesinas hasta la Ilustración y la revolución francesa, para rehacerse bajo diversas propuestas consideradas como utópicas y prematuras) con el nacimiento del movimiento obrero. Muchos de los sueños utópicos religiosos o laicos que suceden a las guerras religiosas, la revolución británica, por no hablar de las grandes utopías de la primera mitad del siglo XIX, buscaron su tierra prometida en los Estados Unidos que casi estuvo a punto de llamarse Oceana. El primer liberalismo estuvo marcada por sus propia crítica y alternativa utópica. Sus grandes forjadores intelectuales pensaron que existía posibles maneras de concebir la sociedad en las que el bienestar llegará a la clase más numerosa y pobre, la misma que todavía amargan las estadísticas sociales de este mundo (justamente, cuando las bases materiales para lograr utopías como comer cada día resultan más factibles que nunca). Cuando la primera revolución industrial fue estimulada por el sistema social capitalista, llamado «sistema industrial» por entonces, y las nacientes libertades mostraron sus graves limitaciones, nació la palabra socialista que comenzó a ser mucho más que el sueño de unos iluminados.
Entonces comenzaron a surgir problemas. La concentración demográfica en torno a las ciudades fabriles y la extrema miseria que le acompañó, condenó a amplias capas de la población, a los que -como proclama la internacional-; nada son.. La fábrica se convirtió en el símbolo de la nueva era, y el trabajo se convirtió en el factor capital para la idea . Después de las conquistas políticas arrebatadas –por el pueblo– a la monarquía y la aristocracia, el sistema industrial apareció como susceptible de nuevas experimentaciones técnicas. También el lugar de producción de riqueza y beneficios, solo que, para una minoría. El trabajo humano, comprendido el de los niños y el de las mujeres que luego tenían que responder también en casa, era mal pagado, y carecía de los más elementales derechos. Derechos que no serían reconocidos sino muy arduamente, a través de huelgas, y a veces, guerras y revoluciones. En medio de esta tensión aparecieron diferentes propuestas, desde las posibilistas hasta las radicales, desde las que se fundamentaban en los preceptos cristianos hasta las que buscaban una alianza con la ciencia, desde la que se planteaba una estrategia a largo plazo hasta la que quería hacer tabula rasa, y comenzar todo de nuevo. Esta empresa colectiva en la que el obrero anónimo que hace lo posible por llegar a ser obrero consciente, se expresa igualmente a través de una serie de individualidades magníficas que creyeron que el sistema fallaba a causa del egoísmo individualista promovido por la ley del más fuerte. y creyeron urgente y necesario buscar soluciones correctoras. Así, emergió en el primer tercio del siglo XIX, una primera generación de críticos a la realidad liberal, que, como alternativa, presentaban medidas correctoras para humanizar el nuevo sistema o crear otro muy diferente. Estas medidas contenían elementos socializantes, o cuando menos equitativas, y la expresaron, no solamente Saint-Simon, Owen, Cabet o Fourier, sino también otros personajes o discípulos. Al rozar la mitad del siglo, las teorías del cambio social y críticas del liberalismo fueron endureciéndose hasta desembocar en el origen de los socialismos revolucionarios.
Acontecimientos revolucionarios como los de 1830, 1848, y sobre todo, con la Comuna de París, permiten creer que el género humano sería la Internacional o sea el socialismo. Aquí cabría incluir importantes componentes suplementarios del socialismo como lo son el feminismo, el antiesclavismo o el anticolonialismo, aspecto no siempre coherentemente asimilados en su conjunto. Como había ocurrido con las herejías heréticas o con la izquierda de la ilustración, estos personajes, hombres y mujeres (que fueron menospreciadas por sus propios compañeros), fueron marginados y pagaron con las cárcel, el exilio o la muerte, sus osadía. e incluso perseguidos. De su tentación por ir más allá emergieron las grandes corrientes socialistas del siglo XX: el anarquismo y el marxismo, y otras que, como el blanquismo, fueron decisivas en la configuración de diversos socialismos nacionales. En este volumen se recogen pues, tanto los antecesoras más antiguos como los diversos socialismos del siglo XIX. Su horizonte final es la Primera Internacional, e incluye a los que, como Marx, Engels, Bakunin o Guillaume, tuvieron en esta su batalla política más importante. Los criterios de selección son sencillos, se trata de una foto ampliada de los personajes que aparecen habitualmente en los estudios sobre la historia del socialismo desde sus más lejanos orígenes.
En las coyunturas reaccionarias, esta es una historia interpretada en clave de historia perdida…Esta consideración nos es más que un afluente natural de un río que consagra un axioma conservador repetido hasta la saciedad en los medias, a saber, que la democracia capitalista (dos conceptos que forman un matrimonio contra natura ya que la democracia es contraria a la desigualdad, y sobre todo a su exacerbación), es el peor de los sistemas posibles, excluyendo todos los demás. Esta argumentación no es, en el fondo, muy diferente a la articulada por los abogados del esclavismos en la primera mitad del siglo XIX, y que se apoyaba además en una tradición santificada por la antigüedad clásica y no cuestionada por las Iglesias. El triunfal-capitalismo ha tratado de mantener al margen de cualquier otra hipótesis social y democrática un modelo, hasta el extrema de no considerar democrática cualquier rectificación. Sin embargo, este modelo lleva a las guerras expoliadoras, al hambre, al desamparo y a la enfermedad a la inmensa mayoría del planeta, y a la destrucción ecológica acelerada. Pero esto, que aunque pueda resultar coyunturalmente acaparador, no puede por menos que suscitar crecientes resistencias, y es lo que está ocurriendo desde la simbólica «movida» de Seattle sin interrupción, y en cada vez mayor presencia. Una de las «armas de la crítica» de esta resistencia creciente radica en la memoria, en el reconocimiento de una historia que es también la nuestra.
Se puede hablar de un nuevo protagonista, de un nuevo comienzo, amén de una nueva conciencia de que el capitalismo no solamente explota a los trabajadores y saquea el Tercer Mundo, también y sobre todo está cuestionado –ecológicamente- el propio futuro de la especie…Pero entre esta evidencia, y los medios para cambar la situación tan como sería necesario, media median varios abismos, el último fue engendrado por el “socialismo” policiaco llamado estalinismo…Para comenzar a cambiar se requiere un desarrollo de la conciencia, algo que no es posible sin un conocimiento y una comprensión de las grandezas y miserias del proyecto socialista que alumbró la historia desde el siglo XIX hasta la revolución sandinista, todo un paradigma de hasta donde pueden invertirse los conceptos. Y para ello hay que regresar a la educación militante, resucitar aquel proyecto cultural emancipador que el anarquista Federico Urales decía que había que llevar hasta el último rincón, hasta los más recónditos lugares, como antaño había hecho la Iglesia, llevando sus ermitas hasta los puntos más umbríos.