Un hombre que admiraba a Espartaco y a Johannes Kepler
Salvador López Arnal
Francis Wheen, Karl Marx. Editorial Debate, Madrid 2000, 366 páginas. Traducción castellana de Rafael Fontes.
El 17 de marzo de 1883, en un rincón entonces perdido del cementerio de Highgate, en el mismo lugar donde su compañera yacía desde hacía apenas quince meses, tan sólo once personas asistieron al entierro de alguien que había elegido como virtud preferida en el ser humano la sencillez, pero que distinguía (persona en su tiempo, como todos) entre géneros en este ámbito, manifestando predilección por los hombres con fuerza y por la debilidad en las mujeres, disculpando como defecto la credulidad y odiando ostensiblemente el servilismo. Era un ratón de
biblioteca, que tenía como poetas preferidos a Shakespeare, Esquilo y Goethe y como escritor en prosa al agnóstico e ilustrado Diderot. Su heroína preferida era Gretchen, así como Espartaco, sin olvidarse, detalle que merece sin duda agradecimiento, de Johannes Kepler. Su color preferido, como era previsible, era el rojo y sus nombres favoritos fueron Laura y Jenny, nombres de una de sus hijas y de su compañera. Por si nos faltara algo, sus máximas favoritas siguen siéndolo de muchos: Nihil humani a me alienum puto (Nada humano me es ajeno, el lema de Amnistía Internacional) y, siguiendo al lord canciller Bacon, De omnibus dubitandum (De todo se debe dudar).
Es fácil colegir de lo anterior que la biografía de alguien así difícilmente podrá dejar de interesar a cualquier lector, sea cual sea su posición política o sus preferentes ámbitos intelectuales. A la vida y a la obra de Karl Marx está pues dedicado este Karl Marx (KM) de Francis Wheen (escritor y periodista, autor de una biografía anterior sobre Tom Driberg), compuesto de doce capítulos y de tres breves epílogos.
El autor señala en su Introducción (pp. 9-13) que cuando empezó su investigación muchos de sus amigos le miraban llenos de pena e incredulidad. ¿Para qué escribir o leer sobre una figura tan desacreditada, tan irrelevante y tan pasada de moda? Con excelente criterio, Wheen hizo caso omiso de esos comentarios y, según el mismo nos indica, “cuando más estudiaba a Marx, más actual me parecía. A los expertos y a los políticos que se creen los pensadores de hoy se les llena la boca hablando de globalización, sin caer en la cuenta de que Marx ya lo había advertido en 1848. El ámbito mundial en que se mueve…[SLA: no hagamos publicidad, cualquier transnacional] no le habría sorprendido en lo más mínimo”.
¿Cuáles son las principales aportaciones de esta nueva biografía del autor o coautor del Manifiesto? ¿Cuáles son sus aristas más destacadas? El firmante de este papel no se las puede ni quiere dar de marxólogo pero no cree injusto señalar que tal vez no haya en este KM muchas novedades (de lo cual no se colige que no haya ninguna, como intentaré señalar) respecto a las conocidas y clásicas aproximaciones de Korsch, Rubel o McLellan, o entre nosotros, con respecto a los trabajos de Manuel Sacristán o de Francisco Fernández Buey. ¿Dónde situar pues el interés de esta biografía?
Probablemente, en la sensatez de la misma, en el agradable estilo de la escritura, en la información y fuentes consultadas y, finalmente, en el hecho de no estar escrita, digámoslo así, por uno de los nuestros. Wheen, que se sepa, no es dirigente ni simpatizante de ninguna organización rojo-marxista, sino simplemente un escritor que se aproxima con honestidad intelectual a la vida y obra de un clásico contemporáneo. De ahí que este KM esté tan lejos de ser una hagiografía ilegible como una critica furibunda, descabellada y desinformada, del estilo de las de Robert Payne quien, por ejemplo y como nos recuerda Wheen, no tiene reparos en afirmar que Marx “tenía una visión del mundo demoníaca, y la maldad del mismo diablo…”.
Otra razón más: KM no es sólo una biografía de Marx sino que contiene excelentes pasajes y referencias a la vida y al hacer de Engels (el patito feo, en ocasiones olvidado, de los dos grandes fundadores de la tradición) y, como no podía ser menos, a su importante y, en ocasiones, decisivo papel en la obra y vida de aquél. También, como es sabido, en la continuación del legado y de la obra de Marx después de su muerte.
De la sensatez del enfoque hay claro testimonio en la misma introducción de Wheen. Sólo un necio, apunta el autor, haría a Marx responsable del Gulag pero, “lamentablemente, la provisión de necios es abundante”. ¿Tiene algún sentido, se pregunta, que culpemos a los filósofos por todas y cada una de las posteriores mutilaciones de sus ideas? En opinión de Wheen, “Karl Max era filósofo, historiador, economista, lingüista, crítico literario y revolucionario. Aunque jamás tuvo un “empleo” en ninguno de estos campos, fue un extraodinario trabajador: sus obras completas,
pocas de las cuales fueron publicadas en vida, llenan cincuenta volúmenes.
Lo que ninguno de sus enemigos ni de sus discípulos están dispuestos a reconocer es la más evidente -y sorprendente- de sus cualidades: que este logro y santo mítico era un ser humano…” (p. 13) (Dicho sea entre paréntesis respetuosos. no deja de ser curioso que Wheen, él mismo periodista y escritor, nos descubra la desconocida faceta de Marx como lingüista, y no cite una que, efectivamente, ejerció durante años de su vida, la de periodista. Lo de la cualidad evidente y sorprendente de Marx como un “ser humano” lo pasamos por alto).
Hay algo que, sin duda, merece destacarse de este KM y es que su autor se atreve, da opiniones propias y comenta críticamente algunas aproximaciones a la obra y vida de Marx. Doy algunos ejemplos de ello:
a) Respecto del consabido y romo dogmatismo marxiano, Wheen, comentando los Manuscritos de París de 1844, no tiene contención alguna en señalar, con recomendación tercerista incluída, que “de la obra de Marx se ha dicho muchas veces que era “mero dogma”, habitualmente por parte de personas que no muestran signo alguno de haberle leído. Sería bueno obligar a estos improvisados críticos -entre los cuales se cuenta Tony Blair, actual primer ministro británico- a que leyeran los Manuscritos de París, que revelan los métodos de una mente siempre inquisitiva, sutil y nada dogmática” (pp. 69-70).
b) En este mismo capítulo III, al hacer referencia a la alienación y al fetichismo de la mercancía, Wheen sugiere un interesante paralelismo entre la situación del trabajador en la sociedad capitalista y el Frankenstein de Mary Shelley. “El trabajador dedica su vida a producir objetos que no posee ni controla. Su trabajo se convierte en un ser separado, externo… Ningún
estudioso o crítico del marxismo ha llamado la atención sobre el evidente paralelismo con Frankestein,…el relato de un monstruo que se vuelve contra su creador” (pp. 72-73). Desconozco si el uso del universal negativo no es exagerado por parte de Wheen pero, en todo caso, vale la pena constatar el interés de esta analogía.
c) El pasaje dedicado al probable hijo de Marx con Helene Demuth (pp. 159-165) es, en general, muestra de un equilibrio y de un saber hacer, leer e intepretar envidiables, sin olvidar en sus comentarios las dudas sobre la paternidad marxiana señaladas por Yvonne Kapp, biógrafa de Eleanor Marx, y por Terrell Carver, autor de una biografía de Engels. Carver señala que la carta de Louise Freyberger, amiga de Demuth, del 2 de septiembre de 1898, base fundamental de la creencia (y acusación), es un papel de procedencia desconocida, escrito a máquina además, y que del original, si lo hubo, nada se ha sabido nunca. Wheen discute con exquisita corrección algunas de estas afirmaciones, y señala otros lugares (cartas de Eleanor a Laura Marx o incluso fragmentos de textos de Marx o de Jenny von Westphalen) que parecen confirmar la conocida conjetura sobre lo sucedido: el hijo de Helene Demuth era también de Marx y el nombre de Friedrich le fue puesto para cubrir las apariencias y apuntar al autor de La situación de la clase obrera en Inglaterra.
d) El tema de la ruptura epistemológica en Marx, el asunto del Marx filósofo joven frente al Marx científico maduro fue, como es sabido (y recordado con indudable pesadumbre) uno de los temas recurrentes del marxismo de los años sesenta. Wheen lo despacha con envidiable desparpajo en una elegante pincelada al referirse a los Grundrisse: “(…) constituyen un volumen fragmentario y, a veces, incoherente, calificado por el propio Marx como un auténtico batiburrillo. Sin embargo, como eslabón perdido entre los Manuscritos económico-filosóficos (1844) y el primer volumen de El Capital (1867), al menos disipa el error común de que hay una especie de “ruptura radical” entre el pensamiento del joven Marx y del Marx maduro. El vino puede madurar y mejorar en la botella, pero sigue siendo vino a pesar de todo” (p.209). En los Grundrise, nos recuerda Wheen, siguen tocándose de forma netamente filosófica temas filosóficos como la alienación, la dialéctica o el “significado” del dinero.
e) Es usual la crítica de insensibilidad que se ha vertido sobre Marx en su trato con Engels. Wheen no niega hechos confirmados, pero los contextualiza en los difíciles momentos que tocó vivir a los Marx, y no olvida las rectificaciones de Marx cuando la metedura de pata era no sólo sonada sino injusta y de calado. El caso de la muerte de Mary Burns es ilustrativo. Wheen reproduce la carta de Engels en la que éste comenta el fallecimiento de su compañera y la desdichada respuesta de Marx. Engels contesta el 13 de enero de 1863 señalando: “Entenderá que, esta vez, mi propio infortunio y la glacial forma en que usted lo ha tomado me hayan hecho verdaderamente imposible contestarle antes…”. Marx respondió días mas tarde: “Hice muy mal escribiendo esa carta, y me arrepentí de ello en cuanto la eché al correo. Lo que ha ocurrido en modo alguno se ha debido a la falta de sentimientos. Como atestiguará mi esposa y mis hijos, cuando llegó su carta, me sentí destrozado, como si la persona más próxima o querida hubiese muerto. Pero cuando la escribí, por la noche, lo hice presionado por las circunstancias, en extremo desesperadas…”. ¿A qué circunstancias se refiere Marx? A la enfermedad de su hija Jenny, al agente de deshaucio en la casa, a las cuentas pendientes del carnicero, a la escasez de carbón y de provisiones y a un largo etcétera.
f) Sobre el trato de Marx con los socialistas/comunistas de origen obrero, Wheen apunta que no sólo biógrafos absolutamente prescindibles como Payne sino marxólogos sólidos como Avineri han apuntado al escepticismo marxiano sobre la capacidad de la clase obrera para concebir y llevar a cabo sus propios objetivos sin ayuda intelectual externa. ¿Dónde, se pregunta Wheen, se han documentado estas opiniones y afirmaciones? Y responde: “En vano se las puede buscar en las obra de Marx o en las notas a pie de página de Avineri” (p. 253) y, además, Marx fue especialmente
generoso con el sastre Weitling o con George Eccarius a quien dio una primera oportunidad al publicar su ensayo sobre “El trabajo de sastrería en Londres” en una revista londinense. Wheen apunta que, en realidad, fue la presencia de muchos obreros “y la refrescante ausencia de acicalados diletantes de clase media” lo que atrajo a Marx a la conferencia inaugural de la I Internacional. Como se recuerda, Marx fue propuesto para ser su presidente. En carta a Engels, dos años después de la fundación, Marx señalaba que “manifesté que bajo ninguna circunstancia podía aceptar algo así, y por mi parte propuse a Odger (el dirigente de los sindicatos ingleses), que fue reelegido de hecho, aunque hubo algunos que votaron por mí a pesar de mi declaración”. La posición final de Marx en este asunto, señala Wheen, puede resumirse así: no hay nada que objetar a la admisión de profesionales liberales en órganos de dirección de las organizaciones, siempre
que la gran mayoría de sus consejos de dirección estuvieran compuesto por dirigentes obreros.
g) Es usual el ataque, no sólo crítica, a la obra de Marx por el supuesto carácter no científico de El Capital. El autor nos recuerda que Wilson, primer ministro británico y dirigente del partido laborista, presumía de no haberlo leído nunca. Wheen recoge entonces la posición más elaborada de Popper respecto al marxismo que resume así: ”no se puede decir si Marx estaba escribiendo tonterías, ya que sus leyes de hierro del desarrollo capitalista no son más que profecías históricas incondicionales, tan vagas y resbaladizas como los versos de Nostradamus” (p. 275). Al contrario de las conjeturas científicas, las tesis marxianas no pueden falsarse. Baste pensar en la afirmación del incremento del empobrecimiento de los trabajadores. Wheen cita para ello un pasaje del capítulo XXIII de El Capital que finaliza señalando que: “La acumulación de riqueza en un polo es al propio tiempo, pues, acumulación de miseria, tormentos de trabajo, esclavitud, ignorancia,
embrutecimiento y degradación moral en el polo opuesto”, paso que comenta del siguiente modo: “La última frase [el paso citado] tomada aisladamente, podría esgrimirse como otra predicción del empobrecimiento económico absoluto de los trabajadores, pero sólo un tonto -o un catedrático de economía (Wheen, dixit)- podría mantener esta interpretación después de leer la estruendosa acusación que la precede” (p. 277).
¿Cómo clasificar entonces el texto marxiano? Wheen considera que El Capital no es en realidad “una hipótesis científica, ni siquiera un tratado de economía, aunque los fanáticos de ambos lados persisten en seguir considerándolo así” (p. 277). Citando una carta de Marx a Engels del 31.7.1865 (“Con todas sus limitaciones lo bueno que tienen mis escritos es que son un conjunto artístico…”), señala que una semana después el mismo Marx se refirió a su libro como una obra de arte y que citaba consideraciones de tipo artístico para el retraso de la entrega del manuscrito. Así pues, Wheen apunta al paralogismo de la acusación: pedir posibilidad falsadora a las tesis de El Capital es no entender que la obra de Marx no pretenden ser, sin más, los Principia de la economía sino una aproximación artística, sistémica, global, a temas económicos y sociales. Sacristán, en su advertencia a la Antología de Gramsci, tal vez apuntaba a un lugar próximo, si bien no coincidente: “Para que haya pensamiento revolucionario tiene que haber ruptura con la estructuración del pensamiento culturalmente consagrado. Y para que el pensamiento revolucionario se logre, esa ruptura tiene que responder a la naturaleza de las cosas, no ser veleidad de decadente harto de ciencia aprovechada pero no entendida”. Del mismo modo que Marx no había sido ni economista sin más, ni historiador, ni filósofo, ni organizador, aunque aspectos de su “obra” se puedan catalogar académicamente con esos rótulos, tampoco era Gramsci un crítico literario, un filósofo académico o un diletante crítico político.
El lector puede quedar insatisfecho con la aclaración de Wheen, como es mi caso, pero no hay duda de su valentía epistémica al intentar situar la obra fundamental de Marx y al enfrentarse sin rubor ni miedo, aunque no siempre de forma exquisitamente analítica, con las críticas no sólo de Sir Karl sino del mismo Kolakowski.
h) Marx, que vivía a unos 30 km. del autor del Origen de las especies, le hizo llegar la segunda edición de El Capital con la siguiente dedicatoria: “A Mr. Charles Darwin, de parte de su sincero admirador, Karl Marx”. Darwin le contestó en octubre de 1873 agradeciéndole el envío y admitiendo que “deseo profundamente que fuese más merecedor de haberlo recibido si entendiese más del importante y profundo tema de la economía política. Aunque nuestros estudios han sido tan diferentes, pienso que ambos deseamos sinceramente la ampliación del conocimiento, y que ello, a largo plazo, contribuirá a la felicidad de la humanidad”. La historia parecía no acabarse aquí. En 1931, una revista soviética, Bajo el estandarte del marxismo, publicó una carta de Darwin, con fecha de octubre de 1880, en la que éste, después de agradecer el envío (“Le agradezco mucho su amable carta y los demás documentos que contenía…”) señala a su corresponsal (la revista señaló a Marx) que preferiría que “la parte o el volumen no estuviese dedicado a mi (aunque le agradezco la intención de honrarme) ya que en cierto modo implica mi aprobación de toda la publicación, sobre la que no conozco nada…” Wheen señala que incluso Berlín, en su estudio sobre Marx de 1939, conjeturaba, basándose en esta carta, que Marx quería dedicar a Darwin la edición alemana original “mientras pasó por alto por completo el hecho de que El Capital -con su dedicatoria a Wilhelm Wolff- apareció en 1867, nada más y nada menos que treces años antes de que supuestamente Marx le ofreciese “el honor” a Darwin” (p. 336).
Desde la segunda guerra mundial, casi todos los autores que se han aproximado a este asunto han aceptado el punto del rechazo de la dedicatoria, difiriendo acaso en cuanto al volumen que Marx pretendía dedicar a Darwin. McLellan, por ejemplo, señala que Marx “deseaba dedicarle el segundo volumen de El Capital” (p. 488). El siempre excelente Gerratana en su clásico estudio sobre “Marxismo y darwinismo” (Investigaciones sobre la historia del marxismo, pp. 97-146) sostenía una posición idéntica, si bien advertía que “no se ha podido encontrar la carta de Marx, por lo que falta algunos datos esenciales para aclarar por completo el significado de ese interesante episodio”, señalando una posible interpretación “Muy probablemente el sondeo realizado por Marx tenía un objeto menos contingente: la posibilidad de establecer en el campo científico las relaciones entre darwinismo y socialismo, en el caso de que hubiera sido aceptada por Darwin, habría liquidado definitivamente la polémica bizantina que se estaba desarrollando durante aquellos años y que iba a continuar desarrollándose durante algunas décadas con igual superficialidad por parte de naturalistas y de socialistas” (p.123). Avineri, finalmente, sugirió que los recelos marxianos sobre la aplicación política del darwinismo hacían impensable una oferta sincera. La dedicatoria de El Capital a Darwin había sido, obviamente, hecha en broma.
Amparándose en el trabajo de Margaret Fay, una muy competente estudiosa de Darwin, Wheen nos da una explicación muy diferente: la carta de Darwin no fue enviada a Marx sino a Edward B. Aveling, compañero de Eleanor Marx, quien en 1881 había publicado The Students´Darwin. Fay descubrió entre los papeles de Darwin una carta de Aveling del 12.10.1880, unida a unos capítulos de muestra de su obra, en la que después de solicitar el apoyo o el consentimiento de Darwin a su trabajo, añadía “Me propongo, dependiendo de nuevo de su aprobación, honrar a mi obra y a mi mismo dedicándosela a usted”. ¿Por qué esa carta de Aveling había terminado en el archivo de Marx? Porque Eleanor Marx y Aveling, su compañero, después del fallecimiento de Engels, habían sido los depositarios del legado de Marx.
Resulta pues muy plausible la tesis de Fay y la narración de Wheen y no hay duda de que representa una explicación convincente del asunto MarxDarwin, pero en el desarrollo de este tema (pp. 333-339) se encuentra, creo, algún signo de la ligereza argumentativa ocasional de Wheen. Por ejemplo. Al dar cuenta de la edición de la carta de Darwin en Bajo el estandarte del marxismo, Wheen recoge irónicamente la idea de la revista soviética de que los “documentos” adjuntados por el autor de la carta (supuestamente Marx) debían ser dos capitulos de la edición inglesa de El Capital que trataban de la teoría de la evolución. No hay duda de que la conjetura era de alto riesgo, pero no parece que la fácil falsación sea de recibo. Wheen sostiene casi lapidariamente: Evidentemente absurdo, ya que el libro no se tradujo al inglés hasta 1886, tres años después de la muerte de Marx” (p. 336). Los redactores de estandarte tal vez fueran popperianos extremos camuflados en la corte de Stalin, arriesgándose excesivamente en sus hipótesis, pero no hay por qué pensar que fueran torpes o incapaces de reflexión. ¿Acaso no es posible pensar que Marx, sabedor de que Darwin no leía alemán, tradujera sus trabajos al inglés o que simplemente pensara que alguien del entorno de Darwin podría darle cuenta de lo defendido en estos papeles? ¿No pudo acaso ocurrir que Marx enviara un adelanto de sus manuscritos a Darwin para solicitar su autorización?
No es este el único caso. Hay en KM otras afirmaciones algo apresuradas que no deberíamos pasar por alto. Así, al hablar de la dialéctica (p. 28 y sig), Wheen se aproxima a este espinoso tema del modo siguiente: “¿Qué es la dialéctica? Como cualquier niño de colegio puede comprobar con unos imanes -o si queremos también, cualquier agencia matrimonial-, los opuestos se atraen. Si no fuese así, el género humano se extinguiría. Las hembras se aparean con los machos y de su unión surge un nuevo ser que, con el tiempo, repetirá el proceso. No siempre, claro está, pero sí con la
frecuencia necesaria como para asegurar la supervivencia y el progreso de la especie”. La dialéctica, prosigue el autor, realiza una función parecida en la mente humana: una idea aislada se encuentra en aprisionada lucha con su antítesis, de cuyo combate surge una síntesis, que a su vez se convierte en una nueva tesis que “será seducida debidamente por un nuevo amante maligno”. De dos proposiciones erróneas puede surgir una que sea verdadera, apunta Wheen, pero pronto esta verdad se convertirá en un error que será sometido a un nuevo escrutinio.
Podemos pasar por alto, o no, ciertas metáforas de Wheen sobre la especie y sus géneros y reconocer que el mismo autor nos advierte de su aproximación, aduciendo que “hay que simplificar a Hegel, ya que, si no, gran parte de su obra, permanecería impenetrablemente oscura”. Suponiendo sin admitir tales oscuridades, eso no quita que ciertas miradas desfiguren notablemente el rostro que uno quiere iluminar. No hay apenas duda de que los pasos dedicados al asunto de la dialéctica en Marx no son lo mejor de esta biografía de Wheen.
Por otra parte, ciertos pasajes podrían, sin duda, haberse pulido un tanto. Así, al hablar de Weitling (p. 95 y sig), Wheen lo presenta como “hijo ilegítimo de una lavandera alemana”, que no sólo poseía la “actitud pía y angustiada de un profeta martirizado” sino que conjetura y profetiza hacia el pasado de que “se hubiera sentido perfectamente a gusto entre los predicadores milenaristas itinerantes de la Edad Media, o entras las sectas comunistas que florecieron en épocas de la guerra civil inglesa…” Wheen cree poder defender la no aceptación del pluralismo de Marx en base a consideraciones de Carl Schurz, más tarde senador norteamericano, quien observó a Marx en una reunión de demócratas de Colonia en agosto de 1848. En un texto escrito medio siglo más tarde, Marx, el joven Marx, es presentado como intransigente y como descalificador ad hominem (y ad nauseam) de opiniones no coincidentes. Wheen da cuenta de ello, observa el medio siglo de distancia, pero sostiene que “No obstante, tiene traza de ser cierto”. Tal vez lo fuera, puede pensar el lector, pero no parece que la duda quede anulada por el simple testimonio del texto de Schurz que es la prueba central esgrimida por Wheen.
El epílogo 1 (Consecuencias) es otra prueba más de este estilo no siempre afortunado. Aquí Wheen escribe, por ejemplo, que después del fallecimiento de Marx “Estos últimos [sus muebles y sus libros], junto con su inmensa colección de cartas y cuadernos pasaron a Engels, al igual que Helene Demuth…” ¿Es “pasar” la palabra más acertada para el caso? ¿Es la que expresa mejor la relación Marx-Demuth-Engels?. O cuando líneas después afirma “Laura y Paul Lafargue vivían en las afueras de París, fundamentalmente del dinero que sableaban a Engels…” ¿Es sablear (o su
equivalente en inglés) el término pertinente?. Finalmente, “cuatro de los hijos de Marx murieron antes que su padre y los dos que le sobrevivieron se suicidaron. El único miembro que escapó de la maldición fue Fredy Demuth…” ¿A qué maldición se refiere Wheen? ¿Qué criterio se sigue para juntar muertes por enfermedad y miseria con suicidios motivados por razones que nos son desconocidas en gran parte?
La edición de KM es, en general, correcta. Hay alguna errata menor como, por ejemplo, cuando se habla de La filosofía alemana por La ideología alemana (p. 11), pero tal vez el asunto más controvertido sea el uso de traducciones de textos de Marx poco usuales y el olvido, en cambio, de traducciones más reconocidas como las publicadas por Grijalbo dentro OME. El lector puede hacer la prueba comparando un texto del capítulo XXII del libro I de El Capital recogido por Wheen (pp. 276-277) con la traducción del mismo texto por parte de Sacristán. Por otra parte, correctas, informadas e interesantes notas del traductor acompañan a algunos textos y referencias.
Son pues varias las razones por las que resulta recomendable la lectura de este KM tal vez acompañado como aperitivo con la voz “Karl Marx”, que Manuel Sacristán escribiera para la enciclopedia Universitas, con el buen vino del Marx (sin ismos) de Francisco Fernández Buey y con el sólido postre del Marx de David Mc Lellan. Hay, empero, otro motivo más. Cuando Edgar, el hijo preferido de Marx (“y un amigo más querido personalmente que cualquier otro”), a finales de marzo de 1855, empeoró seriamente, el médico que le atendía le diagnosticó tuberculosis y advirtió a la familia que no había esperanzas de recuperación. El niño murió en brazos de Marx en la mañana del 6 de abril. Era Viernes Santo. Marx, fuera de sí, rechazaba violentamente toda expresión de condolencia. El funeral tuve lugar dos días después en el tabernáculo de Whitefield, donde Marx y Jenny ya habían enterrado a sus hijos Fawkesy y a Franziska. Liebknecht, que haba acudido al entierro, acariciaba la frente de Marx mientras éste exclamaba.”¡No me pueden devolver a mi hijo!”. Cuando el ataúd estaba siendo introducido en la fosa, Marx dio un paso hacia adelante. Creyeron que se arrojaría tras él.
A Marx le costó volver a su casa en Dean Street. Una de las pocas cosas que le mantuvo a flote fue su amistad con Engels, quien invitó a Marx y Jenny a pasar unos días con él en Manchester “para que cambiaran de aires y salieran del malhadado piso del Soho” (p. 200). Tan pronto como regresaron a Londres, las señales del pequeño Edgar le sumieron de nuevo en una mayor congoja. El 28 de julio, tres meses después de la muerte de su hijo, escribía Marx a Ferdinand Lassalle comentándole: “Bacon dice que las personas verdaderamente importantes tienen tantas relaciones con la
naturaleza y el mundo, tantas cosas que son objeto de su interés, que se sobreponen fácilmente de cualquier pérdida. Yo no soy una de esas personas importantes. La muerte de mi hijo me ha destrozado hasta la médula y siento la pérdida tan intensamente como el primer día. Mi pobre esposa también está completamente deshecha”.
No hay duda: de alguien que escribe y siente de este modo es obvio que resulta de interés leer su biografía, mas si ésta está tan sensatamente escrita como la de Francis Wheen.
Nota: Esta reseña fue publicada en la revista El Viejo Topo.