Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Guerra y anarquismo en Rusia

Pepe Gutiérrez-Àlvarez

El rechazo libertario al “comunismo” no proviene –ni mucho menos- de la revolución de Octubre, que fue saludada con entusiasmo por todos ellos. Proviene de unos acontecimientos y unas medidas que no se pueden comprender fuera del análisis de lo que significó la guerra civil.

 

Repasando algunos de los trabajos publicados sobre lo que podemos llamar la “cuestión anarquista en la revolución rusa”, todo parece indicar que entre éstos y la corriente derivada del bolchevismo (los comunistas) no exista más posibilidad que el diálogo de sordos. Cierto es que sí por “comunistas” se entiende la historia oficial estaliniana, no hay mucho que hablar.

En ella, los anarquistas suelen ser olvidados, o catalogados –en el mejor de los casos- como una variante menor del populismo o del izquierdismo, y como tales fueron triturados por la marcha triunfal de una historia que, como finalmente se ha visto, caminaba hacia la descomposición y la destrucción, y no solamente del estalinismo ya que en su caída ha comprometido la propia idea de socialismo y de la revolución. La consecuencia de esta caída no ha beneficiado las alternativas democráticas del socialismo, sino que ha dado lugar a una hegemonía neoconservadora tan apabullante que la historia social ha llegado a semejar un túnel sin salida. Una anécdota que encuentro significativa me la brindó un viejo amigo libertario al que, casualmente, me encontré que salía de una tertulia de radio, allá por la mitad de los años noventa. Cuando me explicó algo de la discusión, me confesó bastante turbado: “Chico, al final he tenido hasta que defender que no todo en Stalin había sido malo…

No pude por menos que decirle aquello de “Quién te ha visto, y quién te ve”, pero el asunto era serio. La prepotencia neoliberal ha acabado situando a toda la izquierda radical en el banquillo de la historia. Baste anotar a título de ejemplo los comentarios de Hugh Thomas, comparando a Durruti con Ben Laden. Se ha creado una historia oficial neoconservadora en la que el comunismo es el Gulag, y punto. Así lo certifican en el Babelia (04-06-05) que reseña el libro de Anna Applebaum, Gulag, y otros. A lo largo de un amplio “dossier” con este pretexto, no hay la menor referencia antecedente zarista, ni a la “Gran Guerra”, tampoco a la guerra civil, ni al cerco internacional. Ni media palabra sobre el esquema de Octubre justificado como prólogo de una revolución europea…Con el Gulag se ha querido condenar la revolución francesa de 1789, y hasta el insigne Vargas Llosa lo utilizó como admonición en un acto internacional sobre el “apartheid”, advirtiendo a los líderes nacionalistas que no fueran a crear un Gulag, ¿y qué dientres era lo que había existido antes?.

La conversación con mi amigo fue o más o menos por el siguiente cauce. Después de casi un siglo de historia, hay que constatar que el triunfo de la revolución social no se ha mostrado precisamente como un camino tan fácil y lineal, tal como pudieron llegar a la creer los clásicos. Por lo tanto, el proceso histórico que le acompaña, lejos de resultar breve. Tal como se puede comprender desde la actual situación reaccionaria, puede abarcar un tiempo histórico muy dilatado. Desde este punto de vista, la impaciencia revolucionaria puede haber sido en muchos casos una manera de confundir los sueños con la realidad, todo un peligro al decir certero de Rosa Luxemburgo. Nos ha tocado un momento en el que, si bien sigue siendo meridiano que el capitalismo conlleva la barbarie y pone en peligro la propia supervivencia de la especie humana (de la animal, no hablemos), sin embargo, no existe ninguna alternativa que aparezca tan evidente como la combinación de socialismo y libertad, que para aplicarse tendría que hacerse sobre el cadáver del egoísmo propietario.

Resulta justo y necesario recuperar las tradiciones y la memoria, pero el pasado no puede tapar el presente y el futuro. No creo que la negación total de las otras escuelas políticas ayude para abordar los problemas de un nuevo desafío social y revolucionario para el que estamos todavía en pañales. Creo también que hay una lección que debíamos aprender: la guerra entre nosotros no es más que un obstáculo añadido. Este ya fue uno de los mayores factores en la historia de tantas derrotas. Cualquier repaso de una historia –compartida, nos guste o no- nos enseña que los avances por abajo ido con una amplia convergencia por abajo, en tanto que los desastres lo han hecho con divisiones en la que los factores objetivos han pesado menos que los sectarismos. Podemos tomar nuestra propia historia, y evocar momentos de avances de la unidad (huelga general de 1917, proclamación de la República, Alianza Obrera, revolución y antifascismo entre 1936 y 1937…Y así llegar hasta los grandes movimientos de ahora en los que las diferencias no han sido obstáculos para dar pasos importantes.

En ningún momento se trata de escamotear preferencias por escuelas y tradiciones, cada cual es muy libre, pero esto no puede ser un obstáculo para el ejercicio abierto del respeto y la pluralidad…Desde este punto de vista, el reconocimiento incluso de Stalin contra los “libros negros” que quieren tiznar toda la historia social hasta Savonarola o Thomas Münzer pasando por Lenin, Maknó, Nin o Durruti, nombres que en definitiva no serían nada sin la militancia y el respaldo de millares y millares de hombres y mujeres que en realidad cuentan con más acuerdos que desacuerdos.

Mi amigo anarquista coincidía conmigo en que tanto el uno como el otro habíamos conocido en diversos momentos de nuestra vida más coincidencia con personas de misa que con “compañeros” y “camaradas” que se habían erigido en guardianes de las esencias, mientras que muchas veces los creyentes, ya de vuelta de ortodoxias, se mostraba combativo y abierto facilitando los acuerdos asamblearios. Está claro que cuando me decía lo de Stalin, es que ya tenía claro desde hacía mucho tiempo que amalgamando escuelas y situaciones no había manera de entender que gente creyente pudiera estar en la otra barricada que “su” Iglesia, que por lo mismo había que distinguir “comunistas” y “comunistas”. Entre la gente “compañera” del PCE y líderes tan corruptos como -por ejemplo- Santiago Carrillo, o intelectuales como Antonio Elorza.

Hasta ahí, la controversia resultó por decirlo así, transitable, pero llegados a lo que hemos llamado la “cuestión anarquista” en la revolución rusa, mi amigo Se lo tuve que decir. Resulta raro encontrar en las evocaciones aparecidas en la prensa libertaria, alguna tentativa de matización o simplemente de análisis pormenorizado sobre dicha “cuestión”. Se habla de una revolución –la auténtica-, se concede a los anarquistas un protagonismo de primer orden –como lo pudo tener la CNT aquí-, y se le sitúa como mártires agredidos por igual por capitalistas y leninistas, concepto que de ningún modo desligan del estalinismo…Para ellos pues, la revolución rusa (de verdad) fue enterrada en 1921 sino antes, y lo que hubo después no se diferencia de cualquier otra dictadura…

Limitados unilateralmente a las aportaciones polémicas de los teóricos anarquistas (Goldman, Berkman, Archinoff, Rocker, etc), los partidarios de este esquema maniqueo y simplista pasan por alto toda la historiografía producida a lo largo del siglo XX, títulos y autores que abordan la cuestión desde una perspectiva más amplia, y que no conceden a la cuestión anarquista la misma trascendencia. los hechos muestran que la posición de los bolcheviques no fue nunca monolítica, y pesar de que el final de la guerra civil provocó una ruptura drástica y en la que a los anarquistas les tocó sufrir. Aquí no podían darse medias tintas, aquello se puede “comprender” pero jamás justificar…Sin embargo y a pesar de todo, la condenación no puede pasar por encima de los hechos históricos para establecer una división entre malos y buenos. El papel de víctimas no ofrece por sí mismo ninguna garantía de que en las actuaciones de los diversos representantes del anarquismo (o habría que decir los anarquismo), no existieran contradicciones y graves errores, por ejemplo en el último Kropotkin (que no hay que olvidarlo, ofreció su apoyo a los aliados durante la “Gran Guerra”, y apoyó al gobierno de Kerensky aunque no quiso servirlo como ministro), o en la guerrilla de Maknó o en la célebre insurrección de Kronstadt…

Creo que estamos en un momento histórico con la suficiente experiencia y perspectiva para poder debatir y contrastar pareceres. Al menos en este sentido han sido escritas las notas que siguen que no son otra cosa un intento de “explicación” más amplia. También puede entenderse como una introducción a un aporte bolchevique heterodoxo que, al tiempo que criticaba los posicionamientos anarquistas, trataba de abrir las vías a una línea de acuerdos bajo los esquemas (tan sugestivos) del frente único…Son pues eso, una aportación en la línea que muchos antiguos sindicalistas y anarquistas como Víctor Serge, Alfred Rosmer, Pierre Monatte, Joaquín Maurín o Andreu Nin, trataron de desarrollar en los años veinte y treinta y que muchas veces fueron tachados de “tránsfugas” desde el anarquismo, una visión que, primero, no reconoce el derecho a cambiar de posiciones, y segundo, nunca se habría dicho de haber sido al revés…

En muchas ocasiones se tiende a disociar lo que fue la revolución de Octubre –los soviets, la toma del Palacio de Invierno, el gobierno de los “comisarios”, etc- de una guerra civil cuyas consecuencias en todos los terrenos, pero sobre todo en el orden económico, acondicionaría estrictamente el curso de la historia “soviética”, llamada así por la historiografía cuando, paradójicamente, los soviets dejaron de existir prácticamente durante la guerra. Esta guerra comenzó con la insurrección de la Legión polaca el 25 de mayo de 1918, y alcanzó el carácter de una guerra total en agosto de 1918 con el desembarco aliado en Arkanguelsk y el avance general de todos los ejército blancos, y concluyó en diciembre de 1920, con la derrota de los restos del ejército blanco, recompuesto gracias a la intervención de una auténtica coalición internacional en la que se puede contar hasta 21 Estado empezando por los más poderosos.

Esta derrota –que afianzará el mito bolchevique entre los trabajadores del mundo- obligará a los países capitalistas a renunciar momentáneamente a una intervención armada contra la joven República, aunque la guerra contra el bolchevismo continuará en el frente interior, y se mantendrá la hipótesis de una posible intervención hasta finales de los años veinte. No obstante, este respiro permitirá al nuevo régimen abordar su tarea más urgente: la reconstrucción de un país devastado y su rein­serción en la economía mundial, superando un bloqueo aún defendido a ultranza por Francia cuya flota en el mar Báltico había conocido una insurrección liderada por un marinero llamado André Marty, quien entre nosotros sería más conocido por su papel al frente de las Brigadas Internacionales durante la guerra civil (1).

Dicha reconstrucción se encuentra ante una situación dantesca, dentro de Rusia, el campo asedia por el hambre a las ciudades. En el momento de la revolución, la pequeña bur­guesía campesina se había integrado a la alianza entre el proletariado industrial y el conjunto del campesinado, gracias al reconocimiento por parte de los bolcheviques de los re­partos espontáneos de tierras realizados durante el go­bierno provisional, así como a la perspectiva de un rápido final de la guerra con Alemania que había provocado desastres de todo tipo y millares de campesinos en uniforme muertos en el campo de batalla. Al iniciarse la guerra civil, el recién creado Ejército Rojo se extendió al campo: sobre la base de las imperativas necesidades de avituallamiento de los ejércitos y las ciudades, se formaron comités de cam­pesinos pobres que, con la ayuda de patrullas móviles de obreros, soldados y marineros, tenían como misión prioritaria requisar el excedente de las cosechas de los campesinos más acomodados.

En el curso de la guerra civil, solamente el miedo a un regreso del zarismo y de los terratenientes (2) man­tuvo relativamente neutralizada a la pequeña burguesía del campo, pero fue creciendo su resistencia a las requi­sas, en forma de huelgas de siembra, ocultación y destrucción de cosechas y sacrificios masivos de ganado, in­cluyendo bestias de labor. En el último año de la guerra, 1920, una especial eficacia de los métodos coactivos supuso un éxito en la requisa; pero este éxito, que estuvo muy lejos de bastar para la eliminación del hambre en las ciudades, conllevó penurias espantosas entre los campesinos de las regiones más ricas, acabando de afianzar al campe­sinado en una posición irreductiblemente hostil al ré­gimen.

Por su lado, los obreros de las ciudades estaban exhaustos cuando terminó la guerra, no en vano habían sido la espina dorsal de la revolución, que sin ellos no se habría mantenido. Por lo demás, la devastación bélica, con la destrucción de vías de transporte y material productivo; el blo­queo capitalista, la falta de materias primas y de combus­tible, habían llevado a un colapso industrial. Es importante insistir sobre este punto: el proletariado industrial estaba debilitado por las penalidades, y sometido a un deterioro y un proceso de desclasamiento con el regreso al campo de casi la mitad de sus efectivos, la muerte o la invalidez de gran número de obreros en la guerra civil, y la incapacidad de las industrias para reabsorber mano de obra al terminar la guerra. La instauración del comunismo de guerra desde 1918 hasta principios de 1921, pudo sostenerse gracias al entusiasmo revolucionario del proletariado urbano y sectores del campesinado pobre, pero algunas de sus características más rigurosas tuvieron efectos francamente desmoralizadores, tanto fue que fueron denunciadas desde las propias filas bolcheviques (3).

En medio de las imperativas necesidades bélicas, llegó a parecer un lujo inasequible detenerse en los formalismos democráticos tradicionales, sobre todo cuando era pre­ciso adoptar decisiones rápidas y drásticas, lo que acabó imponiendo una progresiva concentración del poder en manos de or­ganismos cada vez más restringidos. El afianzamiento de la dirección de la guerra por los bolcheviques había sido paralelo al abandono de la coalición gubernamental de las organizaciones políticas obreras y campesinas que estaban junto a los bolcheviques en Octubre. A mediados de 1918, los bolcheviques estaban ya solos en el poder. Durante el comunismo de guerra, la evolución de la política bolchevique y de la administración del Estado desembocó en la pérdida de la propia base social de la revolución (la clase obrera quedó diezmada tanto por la sangría de la guerra como por el desmantelamiento de las industrias, sin olvidar la parte que quedó absorbida por la maquinaria del Estado), y muchas de las libertades democráticas revolucionarias, y los soviets, los sindicatos y los comités obreros y campesinos quedaron integrados en la maquinaria montada para ganar la guerra.

Mientras fueron aumentando las exigencias de rapidez y efica­cia, de concentración del poder y omisión de formalismos, se dio, durante el comunismo de guerra, un rápido desarrollo de fuertes hábitos burocráticos, relacionadas tanto con la herencia burocrática del zarismo como con el ejer­cicio del poder estatal por un proletariado inexperto en asuntos de gobierno, inculto y de baja preparación técni­ca, que debía coordinar, en las condiciones dramáticas de la guerra y la ruina económica, complejas actividades béli­cas, industriales, de avituallamiento, de política exterior. El acceso a puestos de responsabilidad de multitud de jóvenes, entusiastas, pero engreídos con poderes que a veces eran de vida y muerte, empeoraba la situación, deteriorando las relaciones entre el proletariado urbano y el campesinado, y entre los órganos de poder estatal y los obreros y soldados.

Parecía obvio que una vez terminada la guerra civil, el comunismo de guerra perdía todo sentido, aunque no todos los entendieron. Sobre todo porque la organización de la economía y el trabajo estaba tan condicionada por las necesidades bélicas y el aparato productivo tan deterio­rado -en el campo por el sistema de requisas, y en las ciudades por el hambre y la ausencia de materias primas y de combustible-, que durante los primeros meses de paz los dirigentes del partido y el Estado no supieron qué rumbo tomar para la restauración del país, y que se de­jaron arrastrar, hasta el inicio de la Nueva Política Económica (NEP), por la iner­cia del período anterior en espera de encontrar nuevas fórmulas.

También conviene subrayar que el fin de peligro militar inmediato radicalizó a los campesinos, al convertir las requisas en una vejación y en una carga económica insoportable a partir de entonces, y favoreció la manifestación del descontento de la población urbana, ya agotada por las privaciones, molesta por la pérdida de libertades, por el burocratismo creciente, por el mantenimiento del comunismo de guerra ya inútil.

De manera que no fue hasta el X Congreso del partido, más de tres meses después del final de la guerra civil, que éste entró en la vía de la liquidación del comunismo de guerra y del inicio del período de respiro de la NEP. Pero poco antes del Congreso se desbordaron las distintas formas de descontento popular, así por ejemplo, en febrero de 1921 se desencadenó en Petrogrado una huelga general, seguida inmediatamente por los obreros de Moscú. El de marzo, en los momentos culminantes de la huelga, estalló la insurrección de los marineros, soldados y obreros de la base naval de Kronstadt, situada en una isla cercana a Petrogrado, la ciudad de la revolución.

Como es sabido, la base marinera de Kronstadt había sido uno de los principa­les motores de la revolución rusa, ya en 1905, y luego en febrero, julio y octubre de 1917. Los amotinados dispo­nían de una flotilla de potentes buques de combate, aun que inmovilizados por el hielo; pero su fuerza militar era secundaria frente a las posibles repercusiones morales, propagandísticas y políticas. Kronstadt podía convertirse en el factor coagulante de un estado de ánimo popular ge­neralizado, pero no concretado en consignas ni programas. Los insurrectos proponían una serie de medidas muy precisas: unas de orden económico, de necesidad tan evi­dente que muchas de ellas se adoptarían en el X Congreso del partido, celebrado durante la insurrección: supresión de las medidas clave del comunismo de guerra, con abolición de las requisas y autorización a los propietarios campesinos para negociar libremente con el excedente de sus cosechas; y otras de orden político, directamente antibolcheviques, pero con posibilidades de cundir entre unas masas que, sin haber perdido la conciencia revolucio­naria, estaban sin embargo agotadas y desmoralizadas, atribuían lógicamente buena parte de las penalidades a torpezas del único partido gobernante, y echaban de me nos las conquistas democráticas de Octubre: Kronstadt exigía la legalización de todos los partidos y organizacio­nes obreros y campesinos, la supresión del monopolio bolchevique de los medios de información, la convocatoria de unas nuevas elecciones a los Soviets precedidas de una campaña electoral libre. la autonomía de los sindicatos, la recuperación del poder estatal por los Soviets; todos ello en vistas a una revitalización de la democracia obrera, contrapuesta a la “comisarocracia” bolchevique.

Al mismo tiempo, el movimiento huelguístico de Petrogrado y Moscú fue controlado militarmente. El ataque a Kronstadt se retuvo durante algunos días, pero, ante la inminencia de que el hielo se derritiera y la flotilla de buques de comba­te quedara liberada, haciendo casi inexpugnable la base el 7 de marzo tropas escogidas, formadas principalmente por alumnos de las escuelas de oficiales y suboficiales, atacaron la base sobre el mar helado, ocupándola el 16 de marzo tras una batalla muy sangrienta. Centenares de’ insurrectos fueron fusilados, encarcelados o deportados.

La represión de Kronstadt, más aún que la liquidación, consumada en el curso del mismo año 1921, del ejército campesino ucraniano dirigido por el anarquista Maknó, consagró la ruptura de los bolcheviques y aquellas corrientes anarquistas que, aun manteniendo serios enfo­ques críticos, habían apoyado hasta entonces al poder bol­chevique contra la reacción blanca y el asedio del capitalismo internacional. Los anarquistas, igual que los mencheviques y los eseristas, negaron rotundamente haber desencadenado o dirigido la insurrección. Pero las características del programa de los insurrectos -democracia obrera, autonomía de las organizaciones obreras, traspaso del poder del Estado a los soviets libremente elegidos-, llevaron a los anarquistas, desde el primer momento, a reclamarse de Kronstadt, a incorporarlo a la historia y al martirologio del anarquismo, ya condenar ya inapelablemente al régimen bolchevique, con tanta más energía en cuanto que la represión de la insurrección de Kronstadt coincidía con el final de la guerra, aunque todavía los blancos seguían activos en el exilio, y en las embajadas de las grandes potencias, no se descartaba la posibilidad de una nueva intervención. Una de las consignas empleada por la reacción era la de gobierno sin bolcheviques.

Coincidiendo con batalla que se libraba contra los insurrectos de Kronstadt, el X Congreso del Partido aprobaba las medidas iniciales de lo que poco más tarde se conocería como NEP (Nueva Política Económica). Las requisas de exce­dentes agrícolas eran reemplazadas por un impuesto Úni­co en especie, y los campesinos podían negociar libremen­te con el excedente de sus cosechas.

Se puede decir que esta medida restablecía en Rusia las condiciones para el desarrollo de un mercado capitalista, aunque bajo el control político del Partido Comunista y el Estado soviético. En el III Congreso de la Internacional Comunista, en julio del mismo año 1921, Lenin afirmaba que la NEP era, evidentemente, una regresión respecto al comunismo de guerra; pero no se conformaba con subrayar su necesidad coyuntural, sino que señalaba al mismo tiem­po que entrar en la NEP significaba entrar en el camino que lógicamente se habría seguido después de Octubre, de no mediar la guerra civil. La nueva política derechista se asumía pues a fondo; se saltaba por encima de la pre­sión de las circunstancias, que era el factor determinante del descontento popular, para convertir a la NEP en camino hacia la reconstrucción.

El giro hacia la derecha en política interior coincidía con un giro hacia la derecha en política internacional. El año anterior, 1920, había sido el último en que era posible aún, incluso para los elementos más clarividentes del comunismo, el entusiasmo revolucionario basado en la esperanza en una revolución a escala europea. La guerra de Polonia, impulsada por el mismo Lenin, había mar­cado el punto culminante de ese entusiasmo que ahora estaba desapareciendo, y la derrota frente a Varsovia ha­bía cortado toda esperanza en que una ofensiva militar a gran escala, que tuviera por base la República Sovié­tica, pudiera precipitar los acontecimientos revoluciona­rios internacionales que habían emergido como consecuencia del rechazo social provocado por la “Gran Guerra”, un acontecimiento que la historiografía liberal tiende a atribuir a los “nacionalismos”, sobre todo si son periféricos.

Fueron estas crisis revolucionaria –manifestadas en procesos de alta intensidad como en Alemania o de baja intensidad como en Inglaterra-, los que persuadieron a la burguesía europea, a renunciar a proseguir la intervención mi­litar contra la República soviética, al tiempo que reprimía o integraba la respuesta social. Empezaban a darse los signos que precedían el pleno cumplimiento de la profecía de Malatesta en 1918: “Si dejamos pasar el momento favorable, tendremos que pagar con lágrimas de sangre el miedo que hacemos pasar a la burguesía”. Las revoluciones en Alemania y Hungría, él poderoso movimiento de los consejos de fábrica en Ita­lia, las innumerables acciones obreras en todo Occidente, habían sido aplastadas o estaban iniciando su reflujo. En el curso de muy pocos años, el régimen fascista del almirante Horthy sucedería a la República soviética de Hungría, la presidencia de Hindemburg a la República de Weimar en Alemania, el fascismo triunfaría en Italia con Mussolini, el régimen de Primo de Rivera neutralizaría los poderosos movimientos obreros en España.

A finales de 1921, uno de los “cerebros” de la Internacional, Karl Rádeck, que a principios de ese año figuraba todavía en el ala insurreccional del comunismo, afirmaba, como miembro del Ejecutivo de la Internacional Comunista, justificando la política de frente Único con ras demás organizaciones obreras para hacer frente a la reacción burguesa: “No se puede, desde 1919, contar con un gran movimiento revolucionario en Europa a corto plazo, y la tarea inmediata de la Internacional Comunista no es la organización de un nuevo asalto contra la socie­dad burguesa, sino la preparación y el entrenamiento de las fuerzas que algún día darán ese asalto”. La toma de conciencia del retroceso revolucionario, sin embargo, se había dado a sacudidas, y la fecha de 1919 indicada por Rádeck no pudo delimitarse claramente hasta el mismo año 1921.

Ya en los momentos más agudos de la ofensiva revo­lucionaria europea, la política soviética había dejado la puerta abierta para acuerdos con los países capitalistas en vistas a una ruptura del bloqueo. En pleno comunismo de guerra, Lenin era el principal portavoz de la necesi­dad de concesiones comerciales al capital extranjero. La modificación de la relación de fuerzas, a favor de la bur­guesía, a partir de 1919, aceleró, ya antes del abandono formal de la política insurreccional, la aproximación de Rusia a Occidente. En marzo de 1921, el mismo mes del X Congreso, las negociaciones con Inglaterra desembocaban en un acuerdo comercial anglo-ruso. Durante todo ese año se desarrolló una intensa actividad diplomática que conduciría, en 1922, a la Conferencia de Génova, en la que Francia quedó aislada en la postura de mantener el bloqueo contra Rusia, y al tratado ruso-alemán de Rapallo. La ruptura del bloqueo, la reinserción de la economía rusa en la economía mundial, pasaban a ser objetivos prioritarios en la misma medida en que se hundían las ‘esperanzas en que, sobre todo, la avanzada tecnología ale mana pudiera acudir en ayuda de Rusia tras el acceso al poder del proletariado alemán.

En junio-julio de 1921, en el III Congreso de la Internacional Comunista, Lenin se erigió explícitamente en “ala derecha”, antiinsurreccional, seguido por Trotsky y algunos otros de los dirigentes más realistas del comunismo. Una corriente importante, dentro de la Internacional y de todas y cada una de sus secciones, defendía todavía la continuación de una política insurreccional a ultranza. Estamos hablando de la corriente que luego pasaría a la historia como “consejista”, y en la que sobresalieron diversas expresiones como la bordiguista en Italia, la “tribunalista” en Holanda, y los izquierdistas germanos, todos ellos más próximos a ciertas tesis anarquistas que a la tradición marxista de la que provenían (4).

Previamente, la Acción de Marzo en Alemania había sido un exponente del desconcierto del movimiento comunista ante el cambio de la relación de fuerzas en la lucha de clases. Bajo la dirección del Partido Comunista alemán se desencadenó uno de los últimos espasmos del movimiento revolucionario inaugurado cuatro años antes por la Revo­lución rusa. El levantamiento se inició con éxito en la cuenca hullera de Mansfeld, pero sólo fue seguido a me­dias en Turingia, Chemnitz y Sajonia, mientras estallaban acciones violentas y sin continuación en otras ciudades y regiones. El fracaso de la Acción de Marzo fue seguido de severas represalias de la burguesía, y condujo a la des­moralización del proletariado alemán ya la desarticula­ción de su vanguardia.

Resulta difícil precisar hasta qué punto la Internacional Comunista fue responsable del desencadenamiento de la Acción de Marzo. Grigori Zinoviev, presidente de la Internacio­nal, era uno de los que encabezaban la tendencia de iz­quierda en el movimiento comunista, junto con Rádeck y otros militantes de alta responsabilidad. Bela Kun estaba directamente implicado en la Acción de Marzo, y trató, consiguiéndolo en alguna medida, de influir sobre las delegaciones al III Congreso de la Internacional en el sentido de presionar por la continuación de la política insurreccional. El potente PC alemán envió dele­gados con el mandato expreso de conseguir una justificación oficial de su intervención en la Acción de Marzo.

Situados en el polo opuesto, algunas organizaciones adheridas a la In­ternacional casi a su pesar (como es el caso del PC francés liderado por Marcel Cachin y André Frossard), aprovecharon la ocasión para protestar indignamente contra la injerencia de la Internacional en la política de una de sus secciones; y otros elementos, como en la misma Alemania Paul Levi, llevaban la crítica contra el izquierdismo hasta extremos que comportaban su expulsión, sin duda uno de los conflictos más controvertidos de los años iniciales de la internacional.

En el III Congreso, la fracción de derecha de Lenin pudo controlar la situación, pero no quedó claramente superada la contradicción entre las corrientes de derecha e izquierda. El Congreso se cerró en un clima de incer­tidumbre y desaliento. Aunque el necesario giro hacia la derecha no quedó enteramente configurado, se adoptaron medidas anunciadoras de la política de “frente único”, Cuando el “frente único” se discutió, a finales de año, ya no surgió ninguna oposición seria a su adopción.

En este contexto se sitúa la redacción de algunas aportaciones bolcheviques destacadas, en especial Anarquismo y comunismo, escrita por Eugene Preobrazhenski, uno de los principales teóricos de la NEP (5). Su punto de vista se encua­dra, más que en los enfrentamientos de la guerra civil, en política internacional, en las coordenadas políticas de la época de transición entre la política insurreccional y la de “frente único”, así como en la política interior que conlleva el paso del “comunismo de guerra” a la NEP.

Lo que confirma la extrema necesidad de un político a la derecha, combinado con un endurecimiento de las medidas de gobierno dentro de Rusia, endurecimiento ilustrado por la repre­sión del movimiento huelguístico de Petrogrado y Moscú, el aplastamiento militar de la insurrección de Kronstadt, la expulsión del país de los últimos dirigentes importantes del menchevismo de izquierda (Fedor Dan), la lucha contra las tendencias y la libertad de discusión en el X Congreso del Partido, una suma de hechos que conducirían a la rup­tura entre los bolcheviques y la última corriente obrera organizada dentro de Rusia que mantenía aún una colaboración con ellos: los sectores más conciliadores del anarquismo, con las consiguientes repercusiones internacionales, sobre todo en los países donde esta corriente mantenía una presencia significada.

No se trata de un texto maniqueo, de polemista vulgar, del tipo estaliniano, ni mucho menos. Los enfoques de Anarquismo y comunismo reflejan la complejidad y el carácter aún confuso, de la situación. La perspectiva de la revolución internacional está pre­sente con toda su fuerza en algunos pasajes, mientras que en otros hay ya un reconocimiento implícito ya veces explícitas de la imposibilidad de confiar en ella a corto plazo.

Apuntando contra los anarquistas, e indirectamente contra todos los críticos por la izquierda de la política bolchevique, Preobrazhenski argumenta la necesidad del conjunto de las medidas adoptadas desde Octubre hasta el momento: aun admitiendo un margen de errores, en su opinión, sólo el enfoque bolchevique permitía, al abarcar, en su concepción, toda la complejidad del proceso revolucionario, desarrollar una política que condujera a la supervivencia del primer Estado obrero de la historia. La política bolchevique es presentada, ante todo, como una política realista: las condenas morales, las frases sobre la democracia obrera, que se habían desencadenado con redoblada energía después de la represión de Kronstadt, no pueden reflejar sino una incomprensión de las condiciones concretas en que se ha desarrollado la revolución. En el caso de los anarquistas, Preobrazhenski atribuye esta incomprensión al carácter pequeño burgués y el utopismo de la ideología anarquista.

Sin embargo, al mismo tiempo Preobrazhenski tiende a conciliarse a los anarquistas, y, a la vez, a cuantos sean ca­paces de poder admitir que, sean cuales sean las críticas que puedan dirigirse contra los bolcheviques, ha sido bajo su dirección que se han superado las amenazas de los ejércitos blancos, de la intervención militar de la En tente en Rusia, del bloqueo internacional, y de reconocer que el mantenimiento de un Estado obrero justifica, por encima de cualquier error, el poder bolchevique. El carácter conciliador del libro queda subrayado por la distinción que se establece entre unos anarquistas más razona­bles (identificados, en general, con la tendencia de Mala­testa) y otros irreconciliables, identificados con la ten­dencia de Kropotkin, mayoritaria en el anarquismo ruso, tendencias que en la época anterior, de oposición a la “Gran Guerra”, representaron, respectivamente, a los internacionalistas antiguerra y a los conciliadores encabezados por Kropotkin, Grave, etc. Algunas alusiones a la participación en elecciones bur­guesas hacen particularmente claro el encuadre del libro en el proceso de reflexión que conducirá al «frente único” a finales de año.

En más de una ocasión, la complejidad de los factores en juego lleva a Preobrazhenski a verdaderas contradicciones; así, algu­nos pasajes extremadamente agresivos, que contemplan la revolución internacional como único camino posible, se contraponen a otros en los que se establece ya, como objetivo prioritario, la “defensa y conservación” de las conquistas revolucionarias. Estas contradicciones, aunque deben verse principalmente como reflejo de un descon­cierto inevitable, tanto teórico como psicológico, de cualquier dirigente bolchevique en la etapa de cambio de una política de izquierda por otra de derecha que comporta el abandono de la esperanza entusiasta en la revolución internacional inmediata, pueden relacionarse también con el desconcierto particular de su autor. El punto de partida del libro es el conjunto de acontecimientos en torno al X Congreso del Partido, y fue precisamente en este Congreso cuando Preobrazhenski, después de permanecer en el Comité Central durante varios años, dejó de ser reelegido, tras haber mantenido en el Congreso una posición ambigua y ecléctica, sobre todo en la discusión sobre los sindicatos, en la que compartía puntos de vista de la Oposición Obrera, de Trotsky, de Lenin, y hasta de otros grupos intermedios, como el de Bujarín. A partir del año siguiente, Preobrazhenski se convertiría en el teórico más brillante de la NEP: pero Anarquismo y comunismo, escrito entre el X Congreso y el momento en que la NEP queda totalmente configurada, puede situarse en un mo­mento descendente de la evolución política y teórica de Preobrazhenski.

Evidentemente, como no podía ser menos, se trata de una aportación circunstancial, por lo que conviene insistir en que hay que ver Anarquis­mo y comunismo todo como una contundente defensa y exposición de la política bolchevique, v en un momento de balance y de cambio de rum­bo, y considerada por el autor, abstracción hecha de inevitables errores concretos, como la única que respondía a una concepción global exacta del curso de la revolución. Se trata pues de un reflejo, espectacularmente ilustrativo, de la óptica dominante entre los dirigentes bolcheviques en el difícil momento en que, tras cuatro años de lucha y entusiasmo, se ven abocados no ya a defenderse de agresiones, sino a reconstruir, con un mínimo de elementos, una argumentación que merece ser escuchada y valorada antes que hablar de bolchevismo o leninismo como un equivalente del estalinismo, o sea con una suerte de mal intrínseco ante el cual únicamente cabe la excomunión. Cualquier lectura atenta a los acontecimientos obliga a la matización, y rehuye la caída en valoraciones propias en la línea de “por la noche todos los gatos son pardos”, porque a la luz del día, cada gato resulta diferente.

Notas

 

— (1) De cara a un ejercicio de matización quizás el caso de André Marty; contiene todos los elementos para su ejercicio: De procedencia anarquista, después de liderar la insurrección en la flota francesa se convierte en uno de los mitos vivientes del PCF, y en un fervoroso estaliniano cuyo fanatismo se encuentra ilustrado en la célebre novela de Hemingway, Por quién doblan las campanas… No obstante, será uno de los iniciadores de la Resistencia en contra de la dirección de su partido; al final de su vida, asqueado con el clan dirigente, será expulsado del PCF, acusado de… trotskista.

—(2) Que –como todo el mundo sabe- fueron los pilares del ejército blanco o sea de la “democracia” que auspiciaban con su intervención Francia, Gran Bretaña y los Estados Unidos, lo que confirma que no existía una alternativa “democrático liberal” a la revolución; como tampoco la había para el franquismo según las chancillerías victoriosas de la II Guerra Mundial.

—(3) Muchas de estas críticas, sobre todo las de la Oposición Obrera, han sido muchas veces recicladas como expresiones de rechazo al bolchevismo, y los ejemplos son abundantes…No obstante, lo cierto es que los líderes de dicha Oposición estuvieron en el asedio de Kronstadt y participaron en los combates militares.

—(4) Algunos de los líderes y grupos de esta corriente se sintieron bastante representados por la actuación de la CNT durante la guerra y revolución española.

—(5) Eugene Preobrazhenski (1886-1937), hijo de un pope, miembro del partido socialdemócrata ruso desde 1903, secretario entre 1920-21, fecha en la que redacta con Bujarin el ABC del comunismo, con el que empero polemizara en la etapa siguiente sobre la NEP, excluido en 1927, deportado en 1927, capitula en 1929, y ejecutado sin juicio. Buena parte de su obra ha sido traducida al castellano (parte de ella editada en Fontamara, Barcelona), y fue publicada durante los años setenta.

 

 

 

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