Un punto de encuentro para las alternativas sociales

ROSA LUXEMBURGO: UNA HEROÍNA DE LA REVOLUCIÓN

      Nota introductoria. “A lo largo del  pasado año hemos asistido a toda clase de eventos relacionados con el centenario de Hannah Arendt. Se han publicado trabajos biográficos, se han publicado “dossiers” en los diarios, y se han organizado numerosos debates. Sin embargo,  tal como mandan los cánones establecidos en la coyuntura cultural dominante, solamente en algún caso se ha hecho referencia a sus posicionamientos “consejistas” (una corriente surgida en el seno de los primeros partidos comunistas –sobre todo en el holandés y en el alemán- que situaba a los consejos obreros como alternativos a los sindicatos y al parlamentarismo, y entre cuyos representantes se pueden citar el joven Lukács, Karl Korsch, Otto Rühle, Hermann Gorter, etc),  y apenas si se ha citado la amistad de Marthe, su madre, con Rosa Luxemburgo, a la que Hannah admiró profundamente. Una muestra de esta vinculación la encontramos en este trabajo –con el que podemos polemizar en algún que otro punto como en el del marxismo de Rosa-, que hemos recuperado de El desafío de Rosa Luxemburgo, editado en Proceso, Buenos Aires, 1972, junto con trabajos de Bertand D. Wolfe, Gilbert Badia, León Trotsky, Lenin (el libro está precedido por una cita suya: “Rosa Luxemburgo fue y seguirá siendo un águila”), J.P. Netl, John Knieff, Daniel Bensaïd, Alian Nair, Michael Lowy y Paul M. Sweezy…El texto de Hannah fue traducido de la reviste Preuves, París, noviembre, 1967. PGA”. 

 

 

      

        La biografía monumental, al estilo inglés bien docu­mentada, cargada de notas y generosamente sembrada de citas- es uno de los géneros más admirables de la historiografía, y fue un rasgo de genialidad por parte de J. P. Nettl elegir la de Rosa Luxemburgo, cuya vida podría. parecer la menos indicada para este tipo de empresa (1). En efecto, se trata de un género clásico apto para relatar la vida de grandes hombres de estado o de personajes importantes, y Rosa Luxemburgo no tiene nada en común con ellos. Aun en su propio medio, el del movimiento socialista europeo, ella ha sido más bien un personaje marginal que conoció contados mo­mentos de esplendor o de gloria, y su influencia tanto por sus acciones como por sus escritos, apenas puede compararse con la de sus contemporáneos, Plekhanov, Trotsky y Lenin, Bebel y Kautsky, Jaurés y Millerand.

       Muy joven aún, Rosa Luxemburgo abandonó su Po­lonia natal, para entregarse a una intensa actividad en el partido socialdemócrata alemán; continuó desem­peñando un papel decisivo en la historia tan descuidada y mal conocida del socialismo polaco, y durante casi veinte años fue el personaje más discutido e incom­prendido de la izquierda alemana. Cabe preguntarse cómo Nettl ha logrado llevar a cabo su propósito tra­tándose de una mujer que, si bien actuó con tanto em­peño en el ámbito de la política europea de su tiempo. nunca fue reconocida oficialmente. En realidad, el éxito o el fracaso de una biografía al estilo inglés no sólo depende de la gloria del personaje elegido, o del inte­rés que pudo revestir su existencia; en este género literario la historia no se toma como el inevitable fondo de determinada vida humana, sino que se trata de lo­grar que la luz incolora de una época histórica se re­fracte a través del prisma representado por una fuerte personalidad, de manera que el espectro resultante ofrezca una coherencia perfecta, lograda mediante la unión de una existencia y un mundo. Dicho de otra manera, el éxito parece ser una condición previa para el buen resultado de una obra de este tipo. y es preci­samente el éxito -aun en su propio universo, el de la revolución- lo que le ha sido negado a Rosa Luxem­burgo durante su vida, en la hora de su muerte, y aun después. ¿Será que el fracaso en que terminaron todos sus esfuerzos, por lo menos en lo que respecta al lugar que se le reconoce oficialmente, está, de un modo u otro, ligado al siniestro fracaso de la revolución en este siglo? ¿No veríamos la historia con una luz diferente si la observáramos a través del prisma de su vida y sus obras?

        Sea como fuere, no sé de ningún libro que arroje ma­yor claridad sobre el período, crucial para el socialismo europeo, que se extiende desde las últimas décadas del siglo XIX hasta la jornada trágica de enero de 1919, cuando Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, los dos líderes espartaquistas, precursores del partido comu­nista alemán, fueron asesinados en Berlin, hecho que tuvo como testigos -y probablemente como cómplice­ al régimen socialista entonces en el poder. Los asesi­nos eran miembros de los “cuerpos francos”, forma­ción paramilitar, ultranacionalísta e ilegal, donde los grupos de asalto del nazismo recluta rían poco después sus mejores matones. Recientemente, el capitán Pabst, último sobreviviente de los que participaron en el cri­men, confirmó que en esa época el gobierno se encon­traba prácticamente a merced de los “cuerpos francos”, ya que “contaban con el apoyo de Noscke” (el experto socialista en defensa nacional encargado a la sazón del departamento militar).

        El gobierno de Bonn -muy empeñado en este aspecto, como en otros, en revivir las características más sinies­tras de la República de Weimar- hizo pública una de­claración (en el Bulletin des Presse-und lnformation­samtes der Bundesregierung) según la cual el asesinato de Rosa Luxemburgo y Liebknecht había sido perfecta­mente legal: “una ejecución realizada conforme a la ley marcial”. Esto era más de lo que había pretendido la República de Weimar, ya que ésta había “castigado” a los asesinos: dos años y dos semanas de prisión para el soldado Runge (que golpeó a Rosa Luxemburgo en la cabeza en un pasillo del hotel Eden), y cuatro meses al teniente Vogel (de servicio cuando ésta fue ultimada de un balazo en el interior de un automóvil, y arrojada después al canal Landwehr) por “no señalar la exis­tencia de un cadáver y haber dispuesto de él ilegal­mente”. En el curso del proceso se presentó como prueba una fotografía que mostraba a Runge y sus camaradas al día siguiente celebrando el asesinato en el mismo hotel. dicho documento divirtió mucho al acusado, por lo que el presidente exclamó: “Acusado Runge, com­portaos correctamente, no es para divertirnos que nos hemos reunido aquí”. Veinticinco años después, en Frankfurt, durante el proceso de Auschwitz, se produ­jo una escena similar, y fueron pronunciadas las mis­mas palabras.

      Este asesinato lleva a la inevitable división de la izquierda europea en partido socialista y partido co­munista: “El abismo que los comunistas habían descrito pasó a ser (…) el abismo de una tumba”. Al encon­trar el apoyo y la complicidad del gobierno, este primer crimen señala el comienzo de una danza macabra en la Alemania de- posguerra: los extremistas de derecha comenzarán por liquidar a los líderes más importantes de la extrema izquierda -Hugo Haase y Gustav Lan­dauer, Leo Jogiches y Eugene Leviné- para acometer enseguida contra el centro y el centro-derecha: Walther Rathenau y Matthias Erzberger, ambos miembros del gobierno en el momento de ser ultimados. De esta ma­nera, en Alemania, el asesinato de Rosa Luxemburgo representa una línea divisoria entre dos épocas, y de­termina para la izquierda alemana una situación irreversible. Todos aquellos que se habían volcado al comunismo llevados por su amargura y su decepción con respecto al partido socialista, sufrirían un desengaño aún mayor al comprobar la rápida declinación del par­tido comunista, tanto política cuanto moralmente, sin poder evitar, sin embargo, el pensamiento de que vol­ver al partido socialista hubiera sido absolver de culpa a los asesinos de Rosa. Tales reacciones personales, por lo general inconfesadas, son como fragmentos de mo­saico, como piedrecitas que sacuden a través de la gran criba de la historia. En el caso de Rosa Luxemburgo, pertenecen a la leyenda en la cual su nombre fue muy pronto envuelto. Las leyendas tienen siempre algo de verdad, pero Nettl ,ha preferido, con razón, dejar de lado el mito de Rosa. Su intención, que consistió en reconstruir la historia de una vida, ya fue de por sí sumamente difícil.

        Poco después de la muerte de Rosa Luxemburgo, cuando todas las tendencias de izquierda decidieron que ella se había “equivocado” siempre (un “caso ver­daderamente desesperado”, como escribió, entre otros, George Lichtheim, en Encounter) , se asiste a una cu­riosa modificación de su fama. La publicación de dos volúmenes de correspondencia, dos pequeños volúmenes de cartas personales, de una belleza simple, conmove­dora, humana y a veces poética, bastó para destruir la imagen falsa de la “Rosa la Roja” sedienta de sangre -salvo en los medios antisemitas mas obstinados y reaccionarios-. Pero se gestó entonces otra leyenda: la imagen sentimental de una mujer amante de las flores y de los pájaros, a quien sus carceleros dirán adiós con lágrimas en los ojos al abandonar ella la prisión, como si sintieran perder el contacto con la extraña prisionera que acostumbraba hablarles como a seres humanos. Nettl no menciona esta anécdota. Me fue referida fielmente siendo aún niña, y confirmada más tarde por Kurt Rosenfeld, amigo y abogado de Rosa, quien dijo haber sido testigo de la escena. Aunque pro­bablemente cierta, esta anécdota resulta en cierto sen­tido trascendente comparada con otra que cita Nettl en su obra. En 1907, Rosa Luxemburgo y su amiga Clara Zetkin (más tarde la “anciana gran dama” del comunismo alemán) habían salido de paseo, llegando con atraso a una cita con Augusto Bebel quien, inquieto por la demora, las daba ya por perdidas. Rosa propone redactar un epitafio para las dos: “Aquí yacen los dos últimos hombres de la socialdemocracia alemana”. Siete años después tuvo la ocasión de probar la verdad de esta broma cruel al acudir ante la Corte criminal que la había inculpado de “incitar” a las masas a la deso­bediencia en caso de guerra. (Digamos de paso que no está tan mal, tratándose de una mujer que “se equivocó siempre” presentarse a un juicio bajo tal inculpación cinco meses antes del estallido de la Primera Guerra Mundial, posibilidad aceptada en ese momento por poca gente “seria”). Nettl, con justicia, reproduce íntegra­mente el discurso de Rosa ante sus jueces: su “virilí­dad” no admite comparación en la historia del socialís­mo alemán.

      Fueron necesarios algunos años más y varias catás­trofes para que la leyenda pasara a ser el símbolo de cierta nostalgia hacia los viejos tiempos del movimien­to socialista, tiempos de confiada esperanza, cuando la revolución parecía inminente y, cosa aún más impor­tante, cuando permanecía todavía intacta la fe en las posibilidades de las masas y en la integridad moral de los líderes socialistas y comunistas. Que esta leyenda -vaga, confusa, inexacta en casi todos sus detalles ­se haya difundido por el mundo y reviva cada vez que surge una “nueva izquierda” revela el mérito no sólo de Rosa Luxemburgo sino de toda aquella vieja gene­ración revolucionaria. Sin embargo, junto a esta bella imagen persisten también otras que la muestran como a la “hembra belicosa”, aquella “romántica” que no fue ni “realista” ni científica (es verdad que ella siem­pre siguió su propio camino) y cuyas obras, especial­mente su importante libro sobre el imperialismo (La acumulación del capital, 1913), no obtuvieron más que un gesto de indiferencia.

 

     Cada movimiento de la nueva izquierda, al llegarle la hora de convertirse en vieja izquierda -en general cuando sus miembros alcanzan los cuarenta años- se­pulta prontamente el entusiasmo demostrado hacia Rosa Luxemburgo, junto con sus sueños juveniles. y como por lo general estos hombres no se han tomado la mo­lestia de leer y menos aún de comprender su mensaje, les resulta fácil descartarla, con todo el filisteísmo protector que implica su nueva condición. El “luxem­burguismo”, invención póstuma con fines polémicos de algunos viejos reincidentes del partido, no ha logrado ni siquiera que se lo honre con una acusación de “trai­ción”; se lo ha tomado sólo como una enfermedad in­fantil e inofensiva. Nada de lo dicho o escrito por Rosa Luxemburgo se ha perpetuado salvo su crítica admi­rablemente justa de la política bolchevique durante los primeros años de la revolución rusa, pero por la sola razón de que aquellos para quienes “un dios había caído” pudieron servirse de ella como de un arma cómo­da, aunque totalmente ineficaz, contra Stalin. (“Hay algo de indecente en el uso que se hace del nombre y las obras de Rosa como armas de guerra fría”, escribió en el Times Litterary Supplement un comentarista de este libro) . Estos nuevos admiradores no tienen en común con ella más de lo que tuvieron sus detractores. Su agudo sentido de las verdaderas diferencias, su jui­cio infalible y sus simpatías, así como también sus an­tipatías, le habrían impedido con seguridad colocar en ningún caso a Lenin y Stalin en un mismo casillero -aún prescindiendo del hecho de que jamás fue una “creyente”, que nunca se sirvió de la política como de un sustituto de la religión y que toda vez que se vio obligada a oponerse a la Iglesia pus’) especial atención, como lo hace notar Nettl, en no atacar la religión. En síntesis, “la revolución fue para ella algo tan suyo y tan verdadero como lo fue para Lenin”, pero no un artículo de fe, no más de lo que puede serIo el marxismo. Lenin fue ante todo un hombre de acción y hubiera he­cho política en cualquier circunstancia, mientras que Rosa, quien bromeando solía decir que ella había nacido “para cuidar gansos”, hubiera podido muy bien consa­grar una existencia anónima a la botánica o a la zoo­logía si el mundo en el que vivió no hubiera herido su sentido de la justicia y la libertad.

        Naturalmente, decir esto es reconocer que Rosa Lu­xemburgo no fue una marxista ortodoxa -tan poco ortodoxa en realidad que uno llega a preguntarse sí fue verdaderamente marxista- Nettl dice con razón que Marx no era para ella más que “el mejor intérprete  de la realidad tal como se les presentaba a todos en ese momento” y se comprueba hasta qué punto se sentía poco ligada al marxismo al constatar que pudo escribir esto (a Hans Diefenbach, 8 de marzo de 1917. Briefe an Freunde, Zürich, 1950) : “En este momento, el pri­mer volumen del Capital de Marx me horroriza, por toda esa retórica rococó, tan esmerada, al estilo He­gel”. Lo que más contaba para ella (más aún que la misma revolución) era la realidad en todos sus aspec­tos, fueran maravillas u horrores. Su falta de ortodoxia era inocente, desprovista de espíritu polémico: ella “re­comendaba a sus amigos la lectura de Marx por lo osado de su pensamiento, su repulsa a tomar algo por “seguro”, más que por el valor de sus conclusiones. Sus errores (…) resultaban evidentes (…) y esa era la razón por la cual juzgaba inútil empeñarse al respecto en una crítica detallada”. Todo esto aparece con claridad en La acumulación del capital y sólo Franz Mehring ha tenido la suficiente libertad de espíritu para definir esta obra como “un resultado realmente magnífi­co, fascinante, sin igual desde la muerte de Marx” (pasaje no citado por Nettl; ver Briefe an Freunde, página 84).

        La tesis central de “esta curiosa obra maestra” es bastante simple. Como el capitalismo no mostraba nin­gún signo de debilitamiento “bajo el peso de sus contra­dicciones económicas”, Rosa Luxemburgo se entregó a la búsqueda de una causa externa capaz de explicar su conservación y su crecimiento. La descubrió en lo que se llamó la teoría del tercer hombre: el proceso de de­sarrollo no era sólo la consecuencia de las leyes in­trínsecas que rigen la producción capitalista sino tam­bién de la existencia de sectores precapitalistas en el mismo país, sectores de los cuales el capitalismo se apodera, introduciéndolos en su esfera de influencia. Una vez que este procedimiento ha sido aplicado al país entero, los capitalistas se verán obligados a procurarse otras regiones, otros territorios precapitalistas para introducirlos en el proceso de acumulación del capital que así se nutre de todo lo que le es exterior. En otra palabras, la “acumulación capitalista original” de Marx, no es, como el pecado original, un acontecimiento único, un único acto de expropiación cometido por la naciente burguesía para poner en marcha el proceso de acumulación que proseguirá después “con una férrea necesidad”, de acuerdo con su propia ley y hasta su hundimiento final. Por el contrario, la expropiación no debe cesar de repetirse para mantener el sistema en movimiento. En consecuencia, el capitalismo no es un sistema cerrado que engendra sus propias contradicciones y que “lleva la revolución en su seno”, sino que se alimenta de factores externos, y su aniquilamiento automático no llegará -si es que llega- sino el día en que toda la superficie de la tierra habrá sido con­quistada y devorada.

 

       Lenin percibió enseguida que esta descripción, cual­quiera fueran sus méritos o fallas, era esencialmente no marxista. Contradecía los fundamentos de la dia­léctica marxista y hegeliana, que sostiene que la socie­dad burguesa crea sus propias contradicciones y que todo el processus es el efecto de la ley de Hegel sobre el movimiento de la Historia. Lenin consideró que desde el punto de vista del materialismo dialéctico “su tesis, según la cual dentro de una economía cerrada es im­posible un desarrollo considerable de la producción ca­pitalista, lo que la obliga a devorar otras economías simplemente para seguir funcionando (…) es un error fundamental”. Lo bueno es que este error con respecto a la teoría marxista más abstracta era al mismo tiempo un análisis inspirado de los acontecimientos como ellos se presentan en la realidad.

       El mejor y más original acierto de Nettl desde el punto de vista histórico es el descubrimiento del “grupo de los iguales” judío-polaco y del afecto profundo que Rosa Luxemburgo guardó celosamente durante toda su vida por el partido polaco que de él nació. Aún cuando nunca se tuvo en cuenta, este grupo significó una fuente importante para el espíritu revolucionario del siglo  XX. Como medio social ya en 1920 había perdido toda trascendencia y en la actualidad ha desaparecido por completo. Su núcleo estaba formado por judíos asi­milados, pertenecientes a la clase media y a familias cuya cultura era esencialmente alemana (Rosa Luxemburgo recitaba Gotee y Möricke de memoria y poseía una preparación literaria mucho más completa que cualquiera de sus amigos alemanes) pero cuya formación política era rusa; en cuanto a sus criterios mo­rales, tanto en lo que respecta a la vida pública como a la privada, eran absolutamente personales. Estos ju­díos, que constituían una pequeñísima minoría en Euro­pa del Este y un porcentaje aún menor en el seno de los judíos asimilados del Oeste, estaban fuera de toda categoría social, judía o no judía y en consecuencia desprovistos de todo tipo de prejuicios o convencionalis­mos. En su espléndido aislamiento se habían impuesto un código de honor particular que terminó por atraer hacia ellos a un cierto número de no-judíos, entre ellos Julián Marchlewski y Félix Dzerjinski, quienes des­pués integrarían las filas del bolchevismo. Fue pre­cisamente en razón de ese pasado excepcional y de la preparación que allí había adquirido que Lenin hizo de Dzerjinski el primer jefe de la Cheka. Lo juzgó un hombre imposible de corromper: ¿acaso no le había su­plicado que lo nombrara director de los servicios de educación e higiene de la infancia?.

       Nettl señala las excelentes relaciones de Rosa Lu­xemburgo con su familia, sus padres, hermanos y so­brina, refiriéndose al hecho de que aun cuando ninguno de ellos mostraron jamás el menor entusiasmo por el socialismo o las actividades revolucionarias, hicieron sin embargo todo cuanto les fue posible por ayudarla cuando tuvo que huir de la policía o cuando estuvo en la cárcel. No es inútil recordar estos hechos puesto que ellos demuestran lo excepcional del medio que formaban estas familias judías, y sin una idea clara al respecto, la existencia de los “grupos de iguales” y su particular código moral sería incomprensible. El secreto elemen­to nivelador que había reunido a estas personas quie­nes realmente se trataban de igual a igual  -y que trataban de la misma manera poco más o menos a todo el mundo- provenía de la simple experiencia de un mundo infantil donde el respeto mutuo y la confianza absoluta se consideraban perfectamente naturales, así como un profundo sentido humanitario y un desprecio auténtico y casi ingenuo por las distinciones sociales y étnicas. Los miembros de este grupo de iguales tenían en común lo que podría llamarse una especie de criterio moral, es decir, algo completamente diferente  de los “principios morales”. Ellos debían la autenticidad de su moral al hecho de haber crecido en un mundo muy unido, y esto les había creado una “confianza excepcional en ellos mismos”, tan fuera de lugar en el  medio  en el cual ingresarían que fue tomada como manifestación de arrogancia y vanidad. Fue este medio, y  no el partido alemán, el verdadero hogar de Rosa Lu­xemburgo, hogar que. hasta cierto punto, podía consi­derarse móvil, y que no coincidía con ninguna “patria” ya que esencialmente era judío.

 

         Es en extremo significativo el hecho de que el SDK­PIL, el partido donde este grupo judío predominaba, se separó del partido socialista polaco, el FPS, porque este último luchaba a favor de la independencia polaca. (Pilsudski, dictador de Polonia a partir de 1926, fue el resultado más notable y que tuvo el mayor de los éxitos). No menos significativo es el hecho de que ‘juego de esta escisión los miembros del grupo se convirtieron en ardientes defensores de un internacionalismo a menudo doctrinario. y resulta aún más significativo constatar que la cuestión de las nacionalidades es el único punto con respecto al cual se puede acusar a Rosa Luxemburgo de haberse hecho ilusiones y de no haber querido afrontar la realidad. Parece fuera de duda que esto tenga alguna relación con el hecho de que ella era judía, si bien es “lamentablemente absurdo” inter­pretar su antinacionalismo como “un rasgo esencial­mente judío”. Nettl, empeñándose en no ocultar nada, evita cuidadosamente la consideración de la “cuestión judía”; dado el bajo nivel en que generalmente se des­arrollan las discusiones sobre este problema, no se pue­de dejar de aprobarlo. Desgraciadamente, su disgusto, perfectamente comprensible, le ha hecho ignorar un cierto número de hechos importantes relacionados con este problema, lo cual es de lamentar puesto que por simples y elementales que hubieran sido, habían tam­bién escapado a la inteligencia, en otras cosas tan sen­sible y rápida de Rosa Luxemburgo.

        Sólo Nietzsche, por lo que yo recuerdo, hizo notar que la posición y las funciones de su pueblo en Europa predestinó a los judíos a convertirse en los “buenos europeos” por excelencia. En realidad, los judíos de la clase media de París y de Londres, de Berlín y de Viena, de Varsovia y de Moscú no eran ni cosmopolitas ni internacionalistas, aún cuando los intelectuales pertenecientes a estos grupos se hayan definido así. Ellos eran europeos, cosa que no puede decirse de ningún otro grupo, y no se trataba de una cuestión de convicción sino de un hecho objetivo. En otras palabras, si la ilusión de los judíos asimilados consistía en co­meter el error de creerse tan alemanes o tan franceses como los otros, la de los intelectuales judíos era la de creer que ellos no tenían “patria”, mientras que en realidad su patria era Europa, cosa particularmente cierta para la “intelligenzia” de Europa del Este, que era políglota. (Rosa Luxemburgo hablaba con fluidez el polaco, ruso, alemán y francés y sabía muy bien inglés e italiano). Ellos no comprendieron nunca por que la divisa “la patria de la clase obrera es el movimiento socialista” era tan desastrosamente falso, precisamen­te para la clase obrera. Causa cierta turbación constatar que la misma Rosa Luxemburgo, con su agudo sentido de la realidad y su rechazo de los esquema, no com­prendió nunca que había algo de falso en la base mis­ma de este slogan. Puesto que una patria es, en pri­mer lugar, un “país”, y una organización no puede .ja­más ser un país, ni siquiera metafóricamente hablando. Hay algo así como una suerte de confirmación siniestra en la transformación que debía sufrir después el slogan: “La patria de la clase obrera es la Rusia soviética” -pero por lo menos Rusia es un “país”- transforma­ción que pondría término,. al internacionalismo utópico de esta generación.

       Se podrían mencionar algunos hechos más, pero sería de todos modos difícil afirmar que Rosa Luxem­burgo se equivocó totalmente en lo que respecta al pro­blema nacional. Después de todo, ¿qué es lo que más ha contribuido a la declinación catastrófica de Europa sino el nacionalismo enloquecido que acompaña la de­cadencia de los Estados nacionales en el curso de la era imperialista?. Aquellos a quienes Nietzsche había llamado los “buenos europeos” -y que no eran, aun entre los judíos, más que una débil minoría- fueron tal vez los únicos en presentir las consecuencias desas­trosas que produciría un tal estado de cosas; sin em­bargo fueron incapaces de valorar correctamente la enorme fuerza de los sentimientos nacionalistas en el seno de una sociedad en decadencia.

 

      Al mismo tiempo que descubría el “grupo de las igua­les” polaco, de gran importancia para Rosa Luxemburgo tanto en lo que respecta a su vida privada como a su vida pública, Nettl exhumó una serie de documentos, hasta entonces inaccesibles, que le permitieron reunir y reconstruir los acontecimientos de su vida, “un trabajo delicado de amor y oficio”. Es evidente que no sabemos nada de su vida privada porque ella se pro­tegió celosamente de toda publicidad.

     No sólo es cuestión de fuentes. Es realmente una suerte que estos documentos hayan ido a parar a las manos de Nettl, y él tiene el derecho de reubicar en su justo lugar a sus predecesores, quienes fueron menos limitados por la dificultad de conocer los hechos que por su incapacidad de actuar, de pensar y de sentir a nivel del tema que habían elegido. La facilidad con la cual Nettl maneja los elementos de esta biografía es sorprendente, haciendo uso de ello con una sutileza ex­cepcional. La imagen que bosqueja de esta mujer ex­traordinaria, con amor, con mucho tacto y delicadeza, es la primera realmente aceptable. Es como si ella hubiera encontrado su último admirador, ya este respecto uno se siente tentado de discutirle al autor algunas afir­maciones.

     Nettl está ciertamente equivocado cuando insiste acer­ca de la ambición de Rosa Luxemburgo, y sobre la importancia que. ella daba a su carrera. Es necesario creer que el violento desprecio que ella ostentaba por los que querían hacer carrera en el partido y llegar a los mejores puestos -aquellos que no cabían en sí de alegría ante la idea de entrar al Reichstag- ¿era sólo afectación? ¿Cree Nettl que una persona realmen­te ambiciosa hubiera podido mostrar tanta generosidad? (Un día, durante un congreso internacional, Jaurés pronunció un elocuente discurso, en el cual “ridiculizó las equivocadas pasiones de Rosa Luxemburgo, pero su­cedió que no había nadie en ese momento para tradu­cirlo. Rosa se alzó y reprodujo exactamente los térmi­nos de esta alocución, traduciéndola del francés a un alemán no menos fuerte”). ¿Y cómo puede Nettl con­ciliar esta opinión, a menos de acusar a Rosa de desho­nestidad o de ambición, con la siguiente frase, que se encuentra en una de sus cartas a Jogiches: “Tengo una terrible nostalgia de felicidad, y estoy dispuesta a lu­char con la obstinación de una mula para obtener mi ración cotidiana”? Lo que él toma por ambición es la fuerza natural de su temperamento, capaz, como ella lo dijera mofándose de sí misma, de “incendiar una pra­dera”; ese temperamento que la empujó, casi a pesar suyo, a la vida pública y que la dominaba, aun en sus empresas puramente intelectuales. Aun cuando insiste muchas veces sobre el elevado nivel de los criterios mo­rales del “grupo de los iguales”, Nettl no parece com­prender, sin embargo, que las ideas como la ambición, el hacer carrera, los puestos, y el éxito mismo, eran consideradas absolutamente tabú por quienes pertene­cían a este grupo.

        Hay otro aspecto de la personalidad de Rosa Luxem­burgo sobre la cual Nettl insiste, pero del cual no pa­rece apreciar todas sus consecuencias: el hecho de que ella fue tan consciente de ser mujer.

 

       Esto sólo hubiera sido suficiente para poner límites a sus posibles ambiciones, y Nettl no le atribuye más que los que hubiera podido tener cualquier hombre con su capacidad y sus medios. La poca inclinación que ella mostraba por el movimiento en favor de la emanci­pación femenina (hacia el cual todas las demás mujeres de su generación que compartían sus convicciones políticas se sentían irresistiblemente atraídas), es significativa: de frente a las reivindicaciones de igual­dad de las sufragistas, ella hubiera sentido sin duda la tentación de gritar: “¡Viva la “diferencia!”. Rosa era una extranjera, no sólo porque era judía polaca en un país que nunca había amado, y en un partido que ella llegó a despreciar muy pronto, sino, también, porque era una mujer. Con todo, se deben perdonar a Nettl sus preconceptos, debidos al hecho de ser hombre; estas ideas no tendrían casi importancia si no fuera porque le impiden comprender claramente el papel que Leo Jogiches, su marido y su primero (y quizás único) amante jugó en su vida. La disputa terriblemente seria, provocada por la breve aventura que Jogiches tuvo con otra mujer, las ‘peleas interminables complicadas por las reacciones de furor de parte de Rosa, todo esto es muy representativo de esa época y de ese medio, como lo fueron luego los celos de ella y la negativa de él a perdonar, que duró muchos años. Esta generación esta­ba aún profundamente convencida de que el amor sólo llega una vez, y el desprecio que mostraba por las ce­remonias oficiales del matrimonio no debe ser tomado como una tendencia especial hacia el amor libre. Nettl muestra claramente que Rosa tuvo amigos y admirado­res, y que le causaba placer, pero esto no significa que haya habido otro hombre en su vida. Dar crédito a las charlatanerías que circularon en el partido con respecto a sus proyectos de matrimonio con “Hiinschen” Diefen­bach -al cual ella siempre se dirigió utilizando el Sie (Usted), y al que nunca pensó tratar de igual a igual ­me parece una estupidez. Nettl se refiere a la relación de Leo Jogiches y Rosa Luxemburgo como a “una de las grandes y trágicas historias de amor del socialis­mo”, definición que ni siquiera vale la pena discutir si se piensa que la tragedia que sella el fin de sus rela­ciones no es imputable a “los celos obcecados y destruc­tivos” sino a la guerra, a los años de prisión, a la re­volución perdida y al final cruento.

 

        Leo Jogiches, cuyo nombre Nettl ha salvado del ol­vido, fue una figura notable y un ejemplo típico de revolucionario profesional. A los ojos de Rosa, era sin duda masculini generis, lo cual para ella era sumamente importante. Esto lo prueba también el hecho que, frente a todos los iluminados del partido socialista ale­mán, ella prefería al conde Gestar (líder del partido conservador) “porque, según ella decía, era un hom­bre”. No respetó sino a contadas personas, y Jogiches encabezaba una lista en la que no podrían incluirse con seguridad otros nombres, además de los de Lenin y Franz Mehrlng. Jogiches era verdaderamente un hom­bre de acción, que supo actuar y sufrir; su personali­dad incita a compararlo con Lenin, a quien se asemeja en cierta medida, exceptuando su amor por el anoni­mato y su inclinación por manejar los hilos detrás de la escena. Además, su pasión por la conspiración y el peligro debía añadir a su personalidad algo así como un hechizo erótico. En los hechos, fue un Lenin malogrado, “totalmente” incapacitado como escritor (ella lo dice en el retrato sutil y no obstante extrema-dadamente tierno que le hizo en una de sus cartas) y mediocre como orador. Ambos tenían enorme capacidad para la acción y el mando pero no para más, al punto de sentirse im­potentes e inútiles cuando se vieron librados a ellos mis­mos. Esto es menos evidente en el caso de Lenin pues­to que éste nunca se encontró completamente solo, mientras que Jogiches riñe muy pronto con el partido ruso después de una discusión con Plekhanov, quien considera a este joven judío, seguro de sí, recién lle­gado de su Polonia natal, como “una versión disminuida de Netchaiev”. Como consecuencia de esta ruptura, Jo­giches, según Rosa Luxemburgo, “vegetó, completamen­te desarraigado”; durante varios años, hasta la revolu­ción de 1905, que le ofreció sus primeras oportunidades: “De golpe logró transformarse en una de las cabezas, no sólo del movimiento polaco, sino también del ruso.” (El SDKPIL se destacó durante la revolución y se hizo cada vez más importante en los años subsiguientes. Jo­giches, si bien “nunca escribió una sola línea”, quedó como el verdadero espíritu de sus publicaciones). Su última actividad consistió en organizar una oposición clandestina en el seno del ejército alemán, durante la Primera Guerra mundial, “cuando era completamente desconocido en el SPD”. “Sin él, no hubiera existido el Spartakusbund”, el grupo que, al contrario de las otras organizaciones de la izquierda alemana, pasó a ser en poco tiempo algo así como un “grupo ideal de iguales”. (Naturalmente, esto no significa que Jogi­ches haya hecho la revolución alemana; como todas las revoluciones, aquélla no fue la obra de nadie en par­ticular. También Espartaco “siguió, más que suscitó, los acontecimientos”, y la concepción oficial según la cual la “sublevación espartaquista” de enero de 1918 fue conducida o inspirada por sus jefes -Rosa Lu­xemburgo, Jogiches, Liebknecht- es un mito) .

       No sabremos jamás qué opinión política tenía Rosa Luxemburgo respecto de Jogiches; tratándose de una pareja, no es siempre fácil determinar las opiniones personales de cada uno. Pero que Jogiches fracasara allí donde Lenin triunfó, fue tanto la consecuencia de las circunstancias -él era judío y polaco- como de su menor envergadura. En cualquier eventualidad, Rosa Luxemburgo hubiera sido la última en reprochárselo; los miembros del grupo de los iguales jamás se juzgaban mutuamente según tales criterios. Sin duda, Jogiches compartía el juicio de Eugene Leviné, ruso y judío él también, aunque más joven, quien decía: “Nosotros so­mos muertos a plazo fijo”. Esta disposición de espíritu lo diferenciaba de los demás, puesto que ni Lenin ni Trotsky, ni aun Rosa Luxemburgo, parecen haber guar­dado semejante pensamiento. Después de la -muerte de Rosa, Jogiches  rehúsa a abandonar Berlín para su seguridad personal: “Alguien debe quedarse para es­cribir nuestros epitafios”. habian pasado dos meses del asesinato de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, cuando fue arrestado y ultimado de un balazo en la es­palda, en un destacamento policial. Se supo el nombre  del asesino, “pero nada se hizo para intentar castigar­lo”; cometió otro crimen similar y luego “prosiguió su carrera y obtuvo ascensos en la policía prusiana”. Tal era lo que acostumbraba hacer la República de Weimar.

       Al leer y evocar estas viejas historias, no se puede evitar, aunque dolorosamente, de aceptar la diferencia que había entre los miembros del partido socialista ale­mán y el grupo de Rosa Luxemburgo. Durante la revo­lución rusa de 1905 ella fue arrestada en Varsovia y sus camaradas se unieron para pagar su caución (es probable que el dinero haya sido proporcionado por el partido alemán) , acompañando el depósito con “una tácita amenaza de represalias: si algo le sucediera a Rosa, ellos tomarían sus represalias contra personajes oficiales importantes”. La idea de una “acción” seme­jante no partió jamás de sus amigos alemanes, ni an­tes ni después de la ola de crímenes políticos, ni cuando la impunidad de los asesinos se hizo notoria.

       En la actuación de Rosa Luxemburgo hay circunstan­cias más embarazosas para su memoria y seguramente más penosas para ella misma que los “errores” que se le atribuyen: nos referimos a algunas circunstancias cruciales en las que lejos de mantenerse al margen del problema en cuestión, se mostró totalmente de acuerdo con los dirigentes del partido socialista alemán. Pero terminó por reconocer todos estos errores indiscutibles, arrepintiéndose amargamente de haberlos cometido. El de menor gravedad es el que se refiere a la cuestión del nacionalismo: Rosa Luxemburgo había llegado a Ale­mania en 189’8, después de haber obtenido su doctorado en Zürich con “una disertación de primer orden sobre el desarrollo industrial en Polonia” (según los términos empleados por el profesor Julius Wolf, quien, en su autobiografía, se refiere con ternura a su “mejor alum­na”), disertación que recibió la desusada distinción de “ser publicada inmediatamente y puesta en venta”, y que en la actualidad es utilizada todavía por los estu­diantes interesados en la historia de Polonia.

      Según esta tesis, el desarrollo económico de Polonia dependía por completo del mercado ruso, y toda ten­tativa “para crear un Estado Nacional o lingüístico consistiría en negar el progreso y el desarrollo de los últimos cincuenta años”. Que esta opinión haya sido acertada desde el punto de vista económico, lo prueba suficientemente el atraso crónico de la economía pola­ca entre las dos guerras. Ella pasa a ser entonces un experto de los problemas polacos en el partido alemán, propagandista entre los habitantes dé origen polaco las provincias del este de Alemania y concierta, algo incómoda, una alianza con los partidarios de la “germanización” de los polacos, quienes “habrían regalado de buen grado a todos los polacos, incluidos los socialistas polacos”, como le había dicho un secretario del SPD. Es evidente que “la importancia de una aprobación oficial podría engañarla.”

       Mucho más grave fue su desacertado acuerdo con el partido en la controversia sobre el revisionismo, donde ella jugó un papel principal. Esta furiosa dis­cusión había sido iniciada por Eduardo Bernstein. El revisionismo histórico tomó la forma de una prefe­rencia por la reforma contra la revolución, pero este  grito de combate conduce a error por dos razones: porque podría hacer creer que el SPD, a principios de  siglo, todavía se preocupaba por realizar la revolución,  lo cual no era cierto; y porque ocultaba la verdad sobre muchas ideas de Bernstein. Su crítica a las teo­rías económicas de Marx estaba en realidad, como él afirmó, “perfectamente de acuerdo con los hechos”. Bernstein señaló que, en una sociedad, “el acrecenta­miento considerable de la prosperidad no va acompa­ñado por una disminución del número de los grandes capitalistas, sino de un aumento del número de capitalistas de todo tipo”, que “no se había evidenciado una disminución marcada del número de capitalistas, simultáneamente a un incremento de la miseria en las clases más pobres”, y que la fórmula de Marx “el pro­letariado no tiene patria”, ya no era válida. El sufragio universal había concedido al proletariado derechos po­líticos, los sindicatos habían conquistado para ellos un lugar en la sociedad y la nueva evolución del impe­rialismo hacía que se sintieran interesados por la po­lítica exterior de su país. Sin ninguna duda, la reac­ción del partido socialista alemán ante estas verdades fastidiosas, fue inspirada principalmente por un firme rechazo al examen crítico de sus bases teóricas. Estaba en juego el estatuto mismo del SPD en su calidad de “Estado dentro del Estado”: el partido, convertido en una enorme burocracia bien organizada, se mantenía al margen de la sociedad y tenia sumo interés en que las cosas no cambiaran. El revisionismo de Bernstein hubiera obligado al partido a reintegrar la sociedad alemana, lo cual fue considerado peligroso, tanto para los intereses del partido, como para los de la revo­lución.

        El análisis de Nettl sobre la posición del SPD se basa en una interesante teoría que él desarrolló en un artículo titulado “El partido socialdemócrata alemán, de 1890 a 1914, considerado como modelo político”, pu­blicado en el número de abril de 1966 de la revista Past and Present: en él Nettl describe la “posición de paria” del SPD en la sociedad alemana, y cómo su participación en el gobierno fue un fracaso. Sus miem­bros estimaron que el partido podía “proveer, por sí mismo, una alternativa superior a la del capitalismo corrupto”. Pero, al determinar “defenderse contra la sociedad en todos los frentes”, engendra ese falso sen­timiento de “camaradería” (como lo muestra Nettl) que los socialistas franceses consideraron con el ma­yor de los desprecios.

 

        De todos modos, cuanto más aumentaba el número) de los militantes del partido, más el movimiento radi­cal estaba “organizado fuera de todo contacto con la realidad”; le era posible vivir muy confortablemente en ese “Estado dentro del Estado”, evitando todo con­flicto con la sociedad en general y tomándole gusto a un sentimiento de superioridad moral, que no compor­taba ninguna consecuencia. No hubo necesidad de pagar el precio de una verdadera alienación puesto que esta “sociedad paria” no era en realidad más que una imagen reflejada, “una reproducción en miniatura” de la so­ciedad alemana. Este callejón sin salida en el cual se había internado el partido socialista alemán, puede ser analizado correctamente según diferentes puntos de vista: el del revisionismo bernsteiniano, según el cual la emancipación de la clase obrera en la sociedad capitalista era un hecho y por consiguiente urgía terminar  con una revolución de la cual todo el mundo hablaba  pero en la que nadie creía; o bien desde el punto de vista de los que no sólo se sentían alienados en la sociedad burguesa, sino que realmente deseaban transformar el mundo.  Esta última posición era la de los revolucionarios del este, quienes habían dirigido los ataques contra Bernstein (Plekhanov, Parvus y Rosa Luxemburgo) y apo­yado a Karl Kautsky, el más destacado de los teóricos  del partido alemán, aunque probablemente él se hubiera encontrado más cómodo con Bernstein que con sus nue­vos aliados. La victoria que obtuvieron fue más bien una victoria a lo Pirro: “no hizo más que reforzar la alie­nación alejándolos de la realidad”. Puesto que el ver­dadero problema no se planteaba sobre el plano eco­nómico ni sobre el teórico; lo que se cuestionaba era la convicción de Bernstein, disimulada vergonzosamen­te en una nota al pie de página, según la cual “en su masa, la clase media, incluí da la clase media alemana, (era) aún muy fuerte, no sólo desde el punto de vista económico, sino también moralmente” (subrayado por mí) . Es por este motivo que Plekhanov lo acusa de “fi­listeísmo”, y que Parvus y Rosa Luxemburgo estiman que el combate contra su tesis es de gran importancia para el porvenir del partido. En realidad, Bernstein y Kautsky tenían en común una profunda aversión por la revolución (la ley de la “férrea necesidad” era para Kautsky la mejor excusa para no hacer nada). Los huéspedes llegados del este eran los únicos que no sólo creían en la revolución como una necesidad teórica, si­no que deseaban actuar con el propósito de acelerarla, precisamente porque pensaban que :por razones ,morales y de justicia, la sociedad, tal como se presentaba, se hacía insoportable. Bernstein y Rosa Luxemburgo, por otra parte, eran honestos (lo que explicaría la “secreta ternura” que Bernstein guardaba hacia ella), ambos ­analizaron los hechos tal como los vieron, fueron leales frente a la realidad, y asumieron una actitud de crítica con respecto a Marx. Bernstein se dio perfectamente cuenta de eso y en su respuesta a los ataques de Rosa Luxemburgo hizo notar con delicadeza que también ella había cuestionado “todas las profecías de Marx sobre el porvenir de la evolución social, en cuanto ellas se fundamentaban en la teoría de las crisis”.

         Los primeros triunfos de Rosa Luxemburgo en el partido alemán se basaron en un doble malentendido. Al cambiar el siglo, el SPD era “la envidia y la admiración de todos los socialistas del mundo”. Augusto Bebel, su “gran viejo” que desde la fundación del Reich alemán por Bismark hasta la Primera Guerra mundial “do­minó su política y su espíritu”, había afirmado repeti­damente: “Yo soy y seré siempre el enemigo mortal de la sociedad tal como es”. Estas palabras, ¿no traen a la memoria el espíritu del grupo polaco “de los igua­les”? ¿Semejante recelo no podrá hacer pensar que el poderoso partido alemán era en cierto modo un SDKPIL aumentado? Fueron necesarios casi 10 años -hasta el momento de su regreso, después de haber asistido a la primera revolución rusa- para que Rosa Luxemburgo percibiera que el secreto de ese recelo era un rechazo obstinado a comprometerse con el mundo y una preocu­pación exclusiva por el desarrollo organizativo del par­tido. Es a partir de esa experiencia, es decir, después de 1910, que ella comprende el verdadero sentido del programa, que exigía una oposición constante hacia la sociedad, hecho que, como acababa de entender, con­denaba a la esterilidad la fuente misma del espíritu re­volucionario. No quería pasar toda su vida en medio de una secta, por más amplia que fuese; su devoción por la revolución era ante todo una cuestión moral, es de­cir, que permanecía empeñada apasionadamente en la vida política y en los problemas públicos, interesándose con ardor por el destino de la humanidad. Su preocu­pación por la vida política europea más allá de los in­tereses inmediatos de la clase obrera -y por consiguien­te sobrepasando de lejos el punto de vista de todos los marxistas.- se demostró de la manera más sorprendente cuando no cesó de insistir sobre la necesidad un programa republicano” para los partidos socialistas: ruso y alemán.

       Este fue uno de los temas centrales de su famoso Juniusbrochure, que había escrito en la cárcel durante la ­guerra y que después sirvió de plataforma a los es­partaquistas. Lenin, sin saber quién era el autor, de­claró inmediatamente que proclamar “el programa de una república. …(significa) en realidad proclamar la revolución con un programa revolucionario incorrecto”, Un año después, sin ningún “programa”, estalla la re­volución rusa, y su primera medida fue la abolición de la monarquía y la instalación de la república, circuns­tancias que se reprodujeron en Alemania y en Austria, lo cual, de todos modos, no impidió que sus camaradas rusos, polacos y alemanes se declararan en violento des­acuerdo con ella sobre este punto. En realidad, fue esta discusión sobre la república más que aquélla sobre el nacionalismo, lo que la alejó de los demás de una ma­nera decisiva. Allí se encontró completamente sola, del mismo modo -aunque resultó menos evidente- que cuando insistió en la necesidad absoluta no sólo de la libertad individual sino también de las libertades públicas, bajo cualquier circunstancia.

        El segundo malentendido se relaciona directamente con la discusión sobre el revisionismo. La vacilación de Kautsky en aceptar los análisis de Bernstein engañó a Rosa pues ella la tomó como un auténtico compromiso con el porvenir de la revolución. Después de la revolu­ción rusa de 1905, que la hizo regresar con urgencia a Varsovia valiéndose de documentos falsos, ya no podía hacerse demasiadas ilusiones. Esos pocos meses fueron para ella no sólo una experiencia crucial, sino también, como solía decir, los más felices de su vida. A su regre­so, discutió aquellos sucesos con sus amigos del partido, socialista alemán y comprendió muy pronto que la pa­labra revolución, puesta en contacto con una situación realmente revolucionaria, se transforma de inmediato en unas pocas sílabas desprovistas de todo sentido. Pa­ra los socialistas alemanes ese tipo de acontecimientos no podrían darse sino en regiones bárbaras y remotas.

      Este fue el primer golpe, del que jamás se repuso; el mundo, en 1914, la llevó al borde del suicidio.

      Su verdadero contacto con una verdadera revolución le brindó algo más que la desilusión o el arte del desdén o  la desconfianza. En primer lugar, esta experiencia hizo que elaborara una idea sobre la naturaleza de la acción política que Nettl considera como su contribución más trascendente a Ia teoría política. Los consejos obreros revolucionarios (más tarde transformados en soviets) le enseñaron lo ella consideró más impor­tante: que “la buena organización no  precede la  acción sino que es su consecuencia”, que “la organización de la lucha revolucionaria puede y debe surgir de la revolución misma, del mismo modo que no sé  puede aprender a nadar fuera del agua”, que nadie “hace” las revoluciones. sino que estallan “espontánea­mente”, que la  “compulsión a la lucha” siempre parte “desde abajo”, y  también que una revolución es grande y fuerte hasta que no la hundan los socialdemócratas”

      Sin embargo, se le habían escapado por completo dos aspectos de este preludio de 1905: de manera sorprendente , la revolución había estallado en un país no industrializado, atrasado, donde no existía ningún movimiento socialista poderosos que dispusiera del apoyo de las masas: además había sido la innegable consecuencia de la derrota rusa en la guerra contra el Japón. Estas fueron las dos lecciones que Lenin aprendió de los acontecimientos: no es necesaria entonces una organización poderosa, basta un grupo reducido pero íntimamente organizado, con un jefe que sabe donde quiere llegar, para tomar el poder en el momento en que se desploma la autoridad del viejo régimen. Y ya que nadie “hace” las revoluciones puestos que son el resultado de circunstancias y acontecimientos que exceden las fuerzas de cualquier, entonces la guerra es bienvenida, y  una organización revolucionaria importante no presenta más que inconvenientes.

 

       El primer punto ya estaba implícito en el desacuerdo de Rosa Luxemburgo con Lenin durante la Primera Guerra mundial. El segundo; suscita sus críticas a la táctica empleada por él en la revolución rusa, ya que hasta el fin ella se rehusó a ver en la guerra otra cosa que un espantoso desastre, cualquiera fuese el resultado posible. Lo que costaba una guerra en vidas huma­nas -especialmente en vidas proletarias- era en cualquier caso un precio demasiado alto, y honestamente no podía considerar a la revolución como una feliz conse­cuencia de la guerra y la masacre, a las que Lenin, en cambio, no atribuyó ninguna importancia, En cuanto al problema de la organización, no creía en una victoria donde el pueblo no tuviera su parte y su voz, En reali­dad concedió tan poco valor a la toma del poder que “te­mía más una revolución deformada que un fracaso”, y esto constituyó la mayor diferencia entre ella y los bolcheviques.

     ¿Acaso los hechos no le dieron razón? ¿La historia de Unión Soviética no es una buena demostración de los peligros gravísimos que representa una revolución deformada?. El “hundimiento moral” que ella había pre­visto –aún sin imaginar los crímenes evidentes del sucesor de Lenin-  no han hecho más daño a la causa de la revolución. tal como ella lo entendió, que “algunos fracasos políticos sufridos durante el combate honesto contra fuerzas superiores” o que alguna caída en las redes de la historia?. Le faltó razón al decir que Lenin “se equivocó totalmente” en los medios empleados y que la revolución sólo podía salvarse mediante la democracia más amplia, ilimitada, con la enseñanza del civismo y con el respeto de la opinión pública?. ¿Y que el terror “desmoraliza” y se termina por destruirlo todo?.

        Rosa Luxemburgo no vivió lo suficiente como para comprobar hasta qué punto estaba en lo cierto ni para asistir al terrible y vertiginoso deterioro moral de los partidos comunistas, primer y directo resultado de la revolución rusa, en todo el mundo. No más de lo que pudo comprobar Lenin quien, a pesar de sus errores, tuvo más rasgos en común con aquel “grupo de los igua­les” que todos sus sucesores. Como se demostró cuando, tres años después de la muerte de Rosa Luxemburgo, Paul Levi, sucesor de Jogiches como líder de los espartaquistas, publica las observaciones que ella había escrito sobre la revolución rusa, en las que había anotado “sólo para usted”, es decir, sin intención de publi­carlas, (Como una ironía del destino. este panfleto es el más difundido de sus trabajos). “Fue un momento de gran embarazo” tanto para el partido ruso como para el alemán. y si los términos de su respuesta hu­bieran sido violentos- sin guardar la menor modera­ción, Lenin habrá sido excusado. Sin embargo escribió        “Responderemos (…) citando un viejo prover­bio ruso: un águila puede a veces volar más bajo que un pollo, pero un pollo no podrá nunca remontarse tan alto como un águila. Rosa Luxemburgo (…) a pesar de sus errores, era y es aún un águila”. Pidió que se publicaran “su biografía y una edición completa de sus obras”, una edición no expurgada que conten­dría sus “errores y reprendió a sus camaradas ale­manes por la “increíble” negligencia cometida al res­pecto. Esto sucedió en 1922. Tres años después los su­cesores de Lenin decidieron “bolchevizar” el partido comunista alemán y en consecuencia ordenaron “un ataque especial contra todo lo que tuviera algo que ver con Rosa Luxemburgo”. tarea emprendida con pla­cer por una joven comunista llamada Ruth Fischer, recién llegada de Viena. Ella declaró a sus compañe­ros alemanes que Rosa Luxemburgo y su influencia “eran comparables al microbio de la sífilis”.

       De este albañal había surgido lo que Rosa Luxembur­go hubiera llamado una “nueva especie zoológica”. Ya no fue necesario ningún “agente de la burguesía”, nin­gún “traidor social” para destruir a los pocos sobre­vivientes del “grupo de los iguales” y para sepultar en el olvido las últimas trazas de su recuerdo. Inútil decir que jamás se publicó una edición completa de las obras de Rosa Luxemburgo, y desde 1920 ninguno de sus trabajos principales fue reimpreso en ningún idio­ma. Después de la Segunda Guerra Mundial aparecie­ron en Berlín Este algunos resúmenes con “esmeradas anotaciones señalando sus errores”. La edición de dos volúmenes estaba acompañada por un “análisis com­pleto del método equivocado de Rosa Luxemburgo”, escrito por Paul Delssner, análisis que muy pronto cayo; en el olvido porque se había hecho “demasiado estalinista “. Esto no era precisamente lo que Lenin había pedido y esos trabajos ya no podrían servir -como él había esperado- a la “educación de varias generaciones de comunistas”.

       Muerto Stalin, las cosas comenzaron a cambiar, aun­que no en la República Popular Alemana donde es no­torio que la revisión de la historia según Stalin, tomó la forma de un “culto de Bebel”. El único que protestó contra este absurdo fue el anciano Hermann Duncker, último sobreviviente del grupo, que evocaba, decía, el recuerdo “del período más maravilloso de mi vida, los tiempos en que era joven y trabajaba con Rosa Lu­xemburgo, Karl Liebknecht y Franz Mehring”. Los dos volúmenes de la edición polaca de obras elegidas, publicadas en 1959, se “superponen en parte con la edición alemana”; no obstante, los polacos “exhumaron su reputación casi intacta, de la caja donde estuvo guardada” desde la muerte de Lenin. Después de 1956 se asistió en Polonia a una “oleada de publicaciones” sobre este tema. Es una pena que Nettl no mencione estas publicaciones en su bibliografía y no las discuta en su libro. Sería grato conservar la esperanza de que, a pesar de tanta demora, algún día se rinda justicia a Rosa Luxemburgo por lo que fue y por lo que rea­lizó, y ocupe por fin el lugar que le corresponde en la educación de los especialistas en ciencias políticas de occidente. Nettl dice con razón: “Sus pensamientos deben estar presentes en todo lugar donde la historia de las ideas políticas se enseña con seriedad”.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

–1). P. Nettl: Rosa Luxemburgo. Oxford, 2 volúmenes, 1006 páginas (hay una traducción en castellano editada por Era, México).

–2 Esta situación era muy semejante a la del ejército francés duran­te el caso Dreyfus, crisis que Rosa Luxemburgo había analizado bri­llantemente en su artículo “La crisis social en Francia”, apareció en Die Neue Zeit (vol. 1, 1901). “La razón por la que el ejército se rehusaba a retirarse de la escena era que quería mostrar su oposición a loa poderes civiles de la República, y al mismo tiempo no quería perder la fuerza que le aportaba esta oposición, comprometiéndose. a servir a otra forma de gobierno por medio de un golpe de estado, lo cual hubiera sido grave.

 

 

 

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