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Dos en uno. François Cusset, French Theory. Foucault, Derrida, Deleuze & Cia, y las mutaciones de la vida intelectual en Estados Unidos

Salvador López Arnal

François Cusset, French Theory. Foucault, Derrida, Deleuze & Cia, y las mutaciones de la vida intelectual en Estados Unidos, Melusina,  Barcelona, 2006 (original francés 2003), traducción de Mónica Silvia Nasi, 379 páginas.

La filosofía, dicen, suele ser muy aburrida y los filósofos, dicen también, son una de las especies existentes más soporíferas. Pero no siempre: toda norma, incuso esta misma regla, tiene su excepción. Circula un chiste en “el ambiente” -filosófico, of course- que cuenta Bouveresse en una entrevista con Lucien Degoy y Jérôme-Alexandre Nielsberg (sin permiso, nº 1, 2006, pp. 199-200): “[…] A menudo se dice que, en lo que en los Estados Unidos ha sido llamado “la teoría francesa”, el término “teoría” se utiliza de forma intransitiva: conviene evitar preguntar, de un modo que sería calificado de “positivista”, de qué tipo de hechos, exactamente, la “teoría” constituye la teoría”. Espléndido… aunque algo cruel y en el fondo equivocado: la “teoría francesa” pretende ser teoría de algo, aunque ese “algo” no siempre esté suficientemente delimitado (Cabe preguntarse, eso sí, si no es simple inconsistencia o mera publicidad adjetivar una teoría con un término geográfico-nacional). Barthes señalaba, por ejemplo, recuerda el propio Cusset, que teoría francesa designa cierta discontinuidad, una naturaleza fragmentaria de la exposición, análoga a enunciaciones de tipo aforístico o poético, un combate para agrietar la simbología occidental, ya que la teoría disuelve el significado constantemente y lo excluye como representante de la monología, de la determinación, de todo lo que no da cuenta de la multiplicidad (p. 114).

Otra cosa es que la teoría “francesa” sea una teoría en alguna acepción usual del término o más bien sea un término usado con nuevo significado. Así, la misma definición de Deleuze que abre el volumen: “La teoría es en sí misma una práctica, tanto como su objeto. No es más abstracta que su objeto. Es una práctica de los conceptos, y hay que juzgarla en función de las otras prácticas con las que interfiere” (p. 13), o la que construye el propio Cusset: “la nueva theory, francesa o simplemente “literaria”, de profunda implantación en los departamentos de literatura desde hace treinta años, es misteriosamente intransitiva y no tiene más objeto que su enigma: es, ante todo, discurso sobre sí y sobre las condiciones de su producción –y, por consiguiente, sobre la universidad-. De algún modo constituye el efecto institucional de la desaparición de la literatura como categoría delimitada, de una extensión de su territorio pareja a la de su indefinición” (p. 109). Debo confesarlo: tengo problema con varias pasos de la última definición, aunque debe recordarse que el  mismo Cusset habla a veces de la indefinición de la teoría: “No sorprende, pues, que la teoría, a pesar (o quizás a través) de su indefinición, se transforme en objeto de debates universitarios tan impensables en Francia como el que hizo furor en 1982-83 en las columnas de la revista Critical Inquiry bajo el título “Against Theory” (p. 112). El autor llega incluso a establecer, por encima, dice, de la teoría racional de la ciencia occidental (sin aclarar el sentido de este enunciado), una vinculación entre esta theory estadounidense, de base francesa, concebida como práctica de lo indefinido, confusión de fronteras, y la theoria presocrática celebrada por el mismísimo Martin Heidegger:

Sea como fuere, hay dos relatos filosóficos-sociológicos -o dos narraciones, como se prefiera- en este celebrado ensayo de François Cusset, antiguo director de la Oficina del libro francés en Nueva York, y actual profesor en la Columbia University en París. El primero, el más propiamente sociológico, describe con todo lujo (informado) de detalles, incluso con interesantes y curiosas fotografías (p. 192; no hay que perderse la de Baudrillard en escena, al cierre del simposio “Chance”, en el casino Whisky Pete’s en Nevada en 1996), el desembarco de un conjunto de pensadores franceses -agrupados con la etiqueta de postestructuralistas: Foucault, Derrida, Deleuze, Baudrillard, Lyotard, Barthes, Virilio, Latour, Lacan, Kristeva, Althusser, etc. especialmente los cuatro primeros- en Estados Unidos a partir de la década de los años setenta, así como la difusión y la transformación de algunas de sus nociones y tesis básicas en la  cultura norteamericana: la diseminación de las huellas, el espacio hiperreal de la simulación, la deconstrucción, la microfísica del poder, los planos y conexiones en los planos de inmanencia deleuzianos,… La incidencia de esta corriente filosófica, precisamente cuando como recuerda repetidamente Cusset su influencia iba decayendo en Francia, es clave para entender los debates teóricos que han surgido, y siguen surgiendo, en estas últimas décadas, especialmente, en las facultades de literatura de Universidades americanas de prestigio y en el ámbito de una izquierda adjetivada como “nueva” y “post-marxista”. Sin duda, admitámoslo, algunas de estas discusiones se han trasladado, o se están trasladando, al continente europeo (o a una parte de él)

El método usado en su exposición es anunciado por el propio Cusset: consiste en dar “prioridad a la circulación social de los signos, el uso político de las citas, la producción cultural de los conceptos” (p. 23), aun admitiendo que tal categoría, “teoría francesa”, para existir, “supone una cierta violencia taxonómica a expensas tanto de la singularidad de las obras como de sus divergencias explícitas”. En definitiva, una cosa es la obra de Foucault y otra las tesis o el lenguaje de Deleuze, sin olvidar que uno de los agrupados, Baudrillard, argumentaba ya hace más de un cuarto de siglo la necesidad de Olvidar Foucault.

Poco hay que decir críticamente sobre esta primera narración. Aparte del discutible -y no muy logrado para mi gusto- paralelismo cinematográfico con el que el autor inicia su relato, French theory se lee muy bien, está magníficamente documentado, ilustra siempre (incluso en exceso, en ocasiones), llena un vacío informativo no muy transitado en España, explica con corrección influencias y debates, narra magníficamente el humus universitario y político que permitió el arraigo de estas concepciones filosóficas, son excelentes sus apuntes sobre la historia de la literatura Norteamérica, los retratos de algunos de los grandes nombres de estas corrientes son iluminadores (los de Rorty, Fish o Said, por ejemplo), las notas sobre la literaturización de los autores importados son muy pertinentes, etcétera, largo etcétera.

Ello no es obstáculo para señalar que en ocasiones sus afirmaciones permitan o exijan matices. Por ejemplo, no se entiende muy bien que Cusset escriba sobre “(…) la misma rabia que hace que un tal Jean-Jacques Salomon” (p. 17) para referirse, efectivamente, a Jean-Jacques Salomon, profesor honorario, titular de la cátedra de Tecnología y Sociedad en el “Conservatoire National des Arts et Métiers”, y del que hace más de 30 años Siglo XXI tradujo su excelente Ciencia y política; puede apuntarse que la relación que establece Cusset entre la “revolución epistemológica” de Kuhn y la sociología de las ciencias de Latour (p. 104) no sería seguramente bien recibida por este último (y acaso tampoco, por el primero, si pudiera opinar); es discutible su afirmación sobre el “profundo anticomunismo” del Círculo de Viena (p. 106) y las consecuencias teóricas antihegelianas que extrae de esta precipitada consideración, o sobre el marxismo ortodoxo que según él practican Terry Eagleton o incluso Perry Anderson (p. 136), o el mismo uso del término “materialismo dialéctico” para referirse a la tradición marxista (p. 163); no parece tampoco adecuado presentar la crítica de Sokal y Bricmont tal sólo en sus primeros compases, sin seguir sus derivadas posteriores y el diálogo entre Debray y Bricmont, y dar cuenta de ella como si fuera una critica global a la totalidad de la obra los “filósofos importados”, ni, desde luego, parece pertinente pasar por alto lo que pudo (y puede) significar la publicación del artículo-trampa de Sokal en Social Text, una revista codirigida por Andrew Ross, de enorme prestigio en los “Cultural Studies”, ni en la negativa posterior del consejo editorial a editar en la misma publicación otro artículo de Sokal en el que revelaba su inteligente broma (El texto de Sokal, eso sí, fue publicado en Lingua Franca).

Pero French Theory no es solo el relato detallado e informado de la difusión de una muy importante influencia teórica. Es también, en ocasiones, una defensa de las posiciones o del lenguaje –que el mismo Cusset adjetiva a veces como “jerga”- que ese conjunto (heterogéneo) de pensadores representa, o del papel político y cultural del posmodernismo, y es aquí, en este punto, donde las críticas o el debate filosófico pueden hacerse más presente y las matizaciones y desencuentros más manifiestos. Aparte de diversas y esperadas consideraciones sobre la verdad y la objetividad, y por poner un sólo ejemplo,  cuando Cusset afirma que “desde entonces, [Francia] sólo ha podido oponer a los nuevos temores inspirados por la globalización y los desarraigos culturales, la misma escala media, formalizada hace más de dos siglos, del universalismo humanista: el sujeto, el debate, la sociedad, o, incluso, esa abstracción progresista de “otro mundo posible” (sic). El universalismo abstracto, protocolonial o neokantiano, y su violencia simbólica –acarreada por las figuras normativas de la República o del progreso– suenan a veces como los nombres en código de cierto provincianismo cultural” (p. 327), el lector puede notar un cierto abuso del lenguaje, una valoración excesivamente general y un arista política poco transitable.

Por lo demás, algunas de las afirmaciones del documentado autor de French Theory parecen algo precipitadas. Al señalar, por ejemplo, que las tesis constructivistas, popularizadas en Estados Unidos por los trabajos de Latour y Hacking y las cuestiones de la minoría o de la diferencia cultural nunca han conseguido penetrar en la epistemología y en la sociología de la ciencia francesa, concluye “de ahí el aislamiento institucional de Latour  confinado en el laboratorio de sociología de la Escuela de Minas de París. La confianza en la razón, y hasta la unidad de la República no sobrevivirían, según parece” (p. 324). Más allá de la adecuación de la agrupación Hacking-Latour, acaso haya que recordar que Ian Hacking es profesor del Collège de France y que Bruno Latour, aparte de haber sido profesor visitante en la London School y en la Universidad de Harvard, ha sido investido doctor honoris causa por varias universidades europeas. No parece que confinamiento sea el término más ajustado para describir su situación profesional. Tampoco la adscripción de Jacques Bouveresse (p. 278) al liberalismo francés parece un acierto interpretativo ni incluso la expresión “muy racionalista” (p. 198) para referirse a Noam Chomsky parece un hallazgo lingüístico.

Salvador López Arnal

 

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