Alejandra Kollontaï: De revolucionaria a diplomática
El largo proceso del movimiento revolucionario ruso -que va desde el intento insurreccional de los «decembristas» hasta la consolidación del estalinismo-, es extraordinariamente rico en cuanto a su participación femenina se refiere. Bastante reducido a una vanguardia muy estricta por las propias exigencias de la clandestinidad, este movimiento fue llevado, hasta la eclosión popular de 1905 y de 1917, por militantes surgidos, fundamentalmente, -del seno de las clases opresoras. Se puede decir que, sobre todo en su etapa final, no existió una familia perteneciente a las clases privilegiadas que no tuviera una o varias «ovejas negras» entre los suyos y que, entre éstos, no hubiera una mujer que, en ruptura con el ambiente conservador, se lanzara a una incierta aventura revolucionaria que equivalía a una terrible clandestinidad y casi invariablemente. la cárcel, los malos tratos, el destierro en Siberia o, en el mejor de los casos, el exilio en Europa o en Norteamérica, donde la militancia revolucionaria se curtía culturalmente absorbiendo ávidamente la producción cultural de la izquierda occidental cuya producción intentaba aplicar y enriquecer en una praxis interior en la que el diletantismo era muy difícil.
La historia de estas mujeres está en gran medida, todavía por hacer. Durante su estancia en la Rusia soviética, la compañera de John Reed, Louise Bryant, escribió un amplio reportaje sobre la aportación femenina a la revolución y descubrió, algo que Lenin y los historiadores reconocerían más tarde, a saber, que habían sido las mujeres las que habían desencadenado el proceso revolucionario un 8 de febrero (8 de marzo, Día de la mujer trabajadora, en el calendario occidental). Su testimonio no ha llegado hasta nosotros y posteriormente los trabajos sobre cl papel de la mujer en la revolución rusa representan una ínfima porción dentro de la inmensa bibliografía escrita sobre este acontecimiento.
La mujer rusa necesitaba todavía más que los hombres un cambio revolucionario. Habían sido las esclavas de los esclavos y todavía, en pleno siglo XX, la legislación zarista reconocía a los maridos el derecho de maltratar a sus esposas. Sin embargo, aunque esta necesidad fuese apremiante, el atraso cultural, la represión y por supuesto, la incomprensión del propio movimiento revolucionario, hizo que la incorporación de las mujeres a la lucha fuera tardía y subordinada. Rusia careció de un período de libertades democráticas amplias que permitiera la creación de organizaciones de mujeres con una sólida implantación, con un importante número de cuadros capaces de establecer sus propios criterios… La revolución, la guerra civil, el ascenso de la burocracia, la sucesión vertiginosa de acontecimientos no permitió que las grandes ideas desarrolladas por diferentes generaciones de mujeres revolucionarias rusas, empezando por las audaces nihilistas y continuando por las que lucharon en cada una de las ramas del movimiento revolucionario, cobraron cuerpo a través de organizaciones estables y capaces de imponerse…Por todo ello, la historia del feminismo revolucionario ruso se ilustra primordialmente a través de las grandes individualidades, de figuras legendarias como lo fueron las populistas Maria Spiridonova y Vera Figner, la menchevique Vera Zasúlitch, o las bolcheviques Alejandra Kollontaï, Angélica Balabanov, Larissa Reissner, Nadia Krupskaya, Inessa Armand, Elena Stássova, Eugenia Bosch, etc.
No hay duda: ninguna de las mujeres que dieron vida a la revolución rusa han alcanzado una popularidad internacional tan intensa como Alejandra Kollontaï, a la que el cronista francés de la revolución Jacques Saboul llamaría «la egeria bolchevique del amor libre». Esta gran popularidad se deriva, sobre todo, de la notable importancia de sus escritos feministas, de su papel al frente de la efímera y polémica Oposición Obrera, pero sobre todo del hecho de que fue la representante femenina más cualificada del bolchevismo triunfante y como tal, fue una de las “bestias negras” para la derecha, su candidata de mayor prestigio (tercera en las listas para la Asamblea Constituyente), la primera mujer ministra de la historia… Además, quizá nadie mejor que ella define el alcance y las limitaciones, los aciertos y los errores de la revolución, y representa más fielmente la corrupción que conllevó el surgimiento y la consolidación de un poder burocrático cuya actitud hacia los derechos de la mujer, refleja mejor que con cualquier otro ejemplo, su naturaleza reaccionaria.
En un balance escrito ya en la vejez, la propia KollontaÍ establece su trayectoria militante sobre una triple aportación: “Mi primera aportación, naturalmente, es la que he dado en la lucha por la emancipación de las mujeres trabajadoras y por el afianzamiento de su igualdad en todas las esferas del trabajo, de la actividad estatal, la ciencia y demás. Con la particularidad de que enlazaba indisolublemente, la lucha por la emancipación y la igualdad con la doble misión de la mujer: la de ciudadana y la de madre (…) segunda aportación a la lucha por la agitación de una sociedad nueva es mi labor internacional, la agitación y la propaganda realizadas en muchos países y, esencialmente, en los Estados Unidos de Norteamérica durante la primera guerra imperialista. La labor realizada, por indicación de Lenin, para apartar de la II Internacional a los elementos de izquierda y sentar los fundamentos de la III Internacional (…) tercera aportación a la política de fortalecimiento de la Unión Soviética es mi actuación en la diplomacia, desde 1922 hasta marzo de 1945…” (1)
Quizás de acuerdo con Voltaire que afirma que “el amor propio dura toda la vida”, Alejandra reescribe la historia en función de las exigencias de la historia oficial. Ya no se presenta como una mujer sexualmente emancipada, ni como una inconformista dentro de los rangos marxistas y bolcheviques, no menciona para nada a Stalin que viene a ser algo así -salvando las distancias- como hablar del siglo de Pericles sin mencionar a Pericles. Se sitúa bajo el amparo de Lenin con el que mantuvo sus acuerdos, pero también sus desacuerdos y adapta su feminismo a la versión oficial del Estado: la mujer debe ser ciudadana y madre.
No hay pues que ser excesivamente perspicaz para distinguir una ruptura muy profunda entre la “egerie bolchevique del amor libre” y la diplomática. Ella misma dice en sus Memorias: “…En realidad, puede decirse que he vivido varias vidas y no una sola, por haber pasado a través de etapas tan distintas. No ha sido una vida fácil ni un «camino de rosas», como dicen los suecos. En mi vida ha habido de todo: logros, un trabajo tremendo, reconocimiento, popularidad entre las amplias masas, persecuciones, odio, cárceles, reveses e incomprensión de mi idea fundamental (en la cuestión femenina y en el planteamiento del problema del matrimonio, muchas rupturas dolorosas con camaradas y divergencias con ellos, pero también han existido largos años de labor, unidad y compenetración en el partido (bajo la dirección de Lenin”.
Su autobiografía no entra en el alcance de los conflictos que vivió, aunque algo se insinúa. Sus etapas quedan disueltas por saltos y enormes lagunas en sus recuerdos. Una biografía pormenorizada seguramente distinguiría varias fases en su vida, pero a «grosso modo» tendría que establecer dos tiempos totalmente diferenciados. El primero abarcaría desde su iniciación militante hasta 1922, y entraría en él todas sus aportaciones en el terreno del feminismo socialista y de la política marxista, también entrarían sus grandes momentos: 1903, 1905, 1914, 1917, 1919… El segundo sería de una absoluta oscuridad sin el anterior. Ningún historiador hubiera prestado atención a una opaca y proba diplomática a no ser para acercarse a algunos acontecimientos importantes (expulsión de Trotsky de Noruega, negociaciones con los finlandeses durante la II Guerra Mundial, candidatura para el Nobel de la Paz en 1943, etc.), y al hacerlo no hubiera distinguido en Alejandra Kollontaï ningún rasgo independiente. Quizás lo más singular que tuviera durante este período es que resultó ser una triste excepción: la del único dirigente de la vieja guardia bolchevique que aún habiendo pertenecido a un grupo opositor -la Oposición Obrera- sobrevivió las “purgas” de Stalin.
La vida de Alejandra se inicia en el corazón del industrialismo y de la vida política rusa: San Petersburgo. El año es 1872 y sus padres pertenecían a la clase media alta, él era un general de carrera y ella una hija de campesinos acomodados. Las obligaciones militares del padre la llevaron a diferentes lugares, entre ellos Bulgaria y Finlandia, a la sazón bajo el yugo zarista. Por sus viajes, sus exilios y su formación, Alejandra será una internacionalista formada en el seno de la II Internacional.
Sus padres pertenecían, políticamente, al sector liberal de la autocracia. Se identificaban con una monarquía constitucional según el modelo inglés y aborrecían los excesos de la dictadura. Sus costumbres eran relativamente abiertas y su radicalismo era totalmente pasivo, así por ejemplo, aunque simpatizaron con la ejecución de Alejandro II en 1881, nunca transgredieron la ley conscientemente. Esta moderación se manifiesta ante el problema de la educación de su hija: sus planes son totalmente tradicionales, hasta el extremo que tratan de protegerla contra el contagio revolucionario que atravesaban las escuelas y hacen que sea al revés: una aya la que la eduque en casa. Pero el contagio es tal que la maniobra les sale al revés: la aya simpatiza con los populistas. De esta manera, Alejandra M. Domontovich, sufre su primera «infección» socialista.
La segunda le vendrá por su afición a la literatura romántica. Mientras que sus padres planean un buen matrimonio social, ella sueña con «una gran pasión». Esto le lleva a rechazar los preceptos paternos y escoge ella misma su marido. Se trata de un primo suyo cuyo apellido era Kollontaï y que se encontraba en un escalón social inferior. Según parece, el joven marido no deja de ser bueno y afectuoso, pero resultaba poca cosa para los sueños de Alejandra. En un primer momento ella intenta abrirse vías como escritora, pero en éste no se parecía a George Sand. Escribió una novela que envió al bueno de Vladimir Korolenko -el famoso escritor populista que gustaba ayudar a los jóvenes y que fue decisivo en la carrera inicial de Gorki-, y éste le contestó que era una mala novela pero que debía de continuar en su empeño. Para el señor Kollontaï se trataba de un capricho inútil y aceptó con condescendencia e ironía estas inclinaciones. Pero el paso siguiente fue la lectura de propaganda antigubernamental. Esto era demasiado. Los conflictos se profundizaron. A los tres años de su matrimonio, Alejandra dejaba a su marido, entregaba su hijo a sus padres y se metía de lleno en la actividad política. De su marido solamente conservó el apellido.
A pesar de su primera influencia populista, Alejandra entró en contacto con los círculos de propaganda marxista que ya gozaban, a finales del siglo XIX, de un notable predicamento entre la oposición activa. Su formación literaria le ayuda y pronto se encuentra dando clases en un centro de instrucción para obreros y tomando parte en los debates intelectuales que tienen lugar en las grandes mansiones de la oposición liberal. En una de ellas, concretamente en la de la familia de Elena Stássova, conoce la existencia de una corriente que pretende revisar el marxismo y que en Rusia tiene como traductores a los llamados «marxistas legales» cuyo objetivo era la “modernización” de Rusia como punto previo a toda consideración sobre el socialismo. Ella se inclina por los radicales, pero quiere poseer una formación mayor y se traslada al extranjero. Alejandra sale de Rusia en 1898 y su primera etapa es Alemania. Allí será notablemente influenciada por el feminismo de Clara Zetkin y conoce desde primera fila los contendientes del debate sobre el «revisionismo». Rechaza a Bernstein y simpatiza con Kautsky primero y con Rosa Luxemburgo después: “me entusiasmé con Kautsky, dirá, devorando la revista Die Neue Zeit, editada por él, y con los artículos de Rosa Luxemburgo. Me interesó particularmente el librito de ésta Reforma o revolución, donde refutaba la idea integracionista de Bernstein”.
Cuando regresa a Rusia a finales del mismo año ingresa en el recién fundado partido socialdemócrata cuya dirección cae en manos de la policía. Militante del partido, tomará parte en el Congreso de 1903 que será sacudido por la controversia entre mencheviques y bolcheviques. Ahora la opción no le parece tan clara. Aunque simpatiza con la intransigencia de Lenin, siente un gran respeto por la vieja guardia que encabeza a la otra fracción. Tendrá que venir el “ensayo general” de 1905 para que tome una posición clara a favor del leninismo. En este histórico «ensayo», Alejandra tomará parte como actora: “El `domingo sangriento´ de 1905 me sorprendió en la calle. Me dirigí con la manifestación hacia el Palacio de Invierno y la visión de la matanza cruel de los obreros desarmados se grabó para siempre en su memoria: aquel día de enero extraordinariamente soleado, los rostros confiados en espera de la señal fatídica de las tropas desplegadas en torno del palacio… los mares de sangre sobre el blancor de la nieve, los látigos de cuero, los gritos, los gendarmes, los muertos, los heridos… los niños muertos en las descargas. El comité del partido (bolchevique) desconfiaba de esta manifestación del 9 de enero. Gran número de camaradas, en las reuniones obreras convocadas a tal efecto, trataron de disuadir a los obreros de participar en la manifestación, que a ellos sólo le parecían una provocación y una trampa. En cuanto a mí, opinaba que se debía de ir. Esa manifestación demostraba la determinación de la clase obrera, se revelaba como una escuela de actividad revolucionaria. Estaba entonces apasionada por las decisiones del Congreso de Amsterdam sobre las «acciones de masas»”.
Su actuación será la propia de una feminista socialista que trata de organizar a las mujeres obreras al margen y en contra de las moderadas mujeres liberales, para las que el movimiento obrero sólo tiene que actuar para conquistar las libertades renunciando a tener una política independiente. Sigue los criterios de Clara Zetkin y forma una asociación de mujeres muy vinculadas al partido. No obstante, a pesar de los brillantes resultados iniciales, la asociación no logrará consolidarse y desaparece ante los primeros embates de la represión. Aunque se presenta en sus recuerdos como una bolchevique «de toda la vida», lo cierto es que hasta 1917 osciló entre las dos corrientes fundamentales del movimiento obrero ruso. Después del retroceso de la revolución de 1905, Alejandra interviene en el debate que separa internamente a los bolcheviques entre los partidarios de participar en las elecciones en la Duma zarista -reconociendo que el movimiento se encontraba en declive y había que aprovechar esta oportunidad para hacer agitación-, y los que querían boicotearlas porque consideraban la participación como una claudicación. Lenin se encontraba entre los primeros, Alejandra entre los segundos. Esto le alejará del bolchevismo durante una buena época durante la cual militará con los mencheviques y tomará parte en los frustrados intentos de Trotsky por conciliar a unos y otros en un solo partido como en Alemania.
En 1908, Alejandra será expulsada de Rusia por dos cargos: por tratar de organizar a los obreros textiles y por la llamada a la insurrección que había hecho en su libro Finlandia y el socialismo. Años antes (1903), había ya publicado Las condiciones de vida de los obreros finlandeses. Obras aplicadas que darán la medida de la capacidad de análisis y de investigación marxista de Alejandra que trabajó durante cerca de tres años para escribir el segundo. Permanecerá ahora nueve años en el exilio. Un largo período durante el cual la internacionalista luchará como escritora y agitadora en Alemania, Francia, Inglaterra -donde polemizará agriamente con Beatriz Webb-, Suiza, Bélgica, Dinamarca, Noruega y los Estados Unidos donde permanecerá durante cerca de dos años. Durante todo este tiempo, Alejandra más que una representante de una u otra tendencia es una figura notable dentro del socialismo ruso, que mantiene sus propios puntos de vista que una vez coinciden con unos y otra vez con otros. Ante la prueba decisiva de la Gran Guerra su actitud la acerca paulatinamente a los bolcheviques… Internacionalista activa, escribe un folleto, ¿Al quien sirve la guerra? que tuvo una gran acogida y que denuncia los intereses imperialistas y el patriotismo burgués como principales responsables de una contienda que define en término de barbarie.
Al principio de la “Gran Guerra” participa en la redacción de la revista Nasche Slovo (Nuestra palabra), que anima en París Trotsky. En campaña de agitación en Alemania, colaborará con Karl Liebknecht hasta que será detenida y finalmente expulsada. En 1915 inicia su acercamiento político definitivo a Lenin -en ocasiones tratará de ser más “leninista” que Lenin-, y participa en varias conferencias internacionales defendiendo sus criterios. Este es el caso de la II Conferencia Internacional de las Mujeres Socialistas y de la famosa Conferencia de Zimmervald. Regresará a Rusia poco después de la revolución de Febrero. Desde el primer momento representa las posiciones de Lenin al que describirá como un hombre por encima de la humanidad, como la “encarnación de una fuerza cósmica”. Se opondrá por lo tanto a la dirección del interior de los bolcheviques (Kaménev, Stalin), y se manifestará contraria al apoyo que éstos dan críticamente al Gobierno Provisional. Dentro del Comité Central será la única voz favorable a las Tesis de abril escritas por Lenin rectificando sus anteriores premisas en torno al carácter de la revolución por hacer: si antes propugnaba una “dictadura conjunta de obreros y campesinos” para instaurar una República democrática, ahora afirma que será socialista y proletaria. La identificación de Alejandra con Lenin es tal que en la recién bautizada Petrogrado circulaba una “chastushka”, que decía: Lo que Lenin grita / la Kollontaï imita.
Su papel en la lucha revolucionaria fue notable desde el principio. Sería la primera mujer elegida para el Comité Ejecutivo del Soviets de Petrogrado, y más tarde miembro del Comité Ejecutivo Pan-Ruso de los Soviets. Su popularidad como agitadora alcanzó su punto más alto en víspera de la revolución, hasta el punto que los bolcheviques la nombraron en su ausencia -se encontraba en las cárceles de Kerensky- para el CC, y como tercera para las elecciones a constituyente. De las cárceles al poder sólo hubo un paso que Lenin definió como de “vértigo”.
En unos pocos días consiguió una celebridad mundial al ser nombrada “comisaría” del Ministerio de Asistencia Pública. Su entrada en su nuevo puesto de trabajo desdice toda la fama que le había creado la derecha. Los funcionarios, hostiles a la revolución, la recibieron con una huelga. Alejandra sorprendida sólo acertó a llorar. Luego vendría la guerra civil con su secuela de terror, hambre y muerte. Su paso por el Ministerio fue breve, pero mientras duró se hicieron más cambios de los que un gobierno tradicional nunca sería capaz de hacer… Alejandra firmó la supresión de los cultos, el reparto de las tierras de los monasterios a los campesinos, la creación de guarderías estatales, el lanzamiento de una gran campaña para la protección de la mujer-madre. Mirando más globalmente, Yolanda Marcos escribe: “…La mujer rusa, con la revolución de 1917, alcanzaba su mayoría de edad total legalmente, podía participar en todos los sectores de la vida pública en igualdad de condiciones con los hombres; y estas enormes posibilidades iban acompañadas por el ejemplo que constituían mujeres que, como Kollontai y otras, con su práctica en las gestiones públicas e incluso en su vida privada, adelantaban las características de un tipo de mujer del futuro. La situación de igualdad recién adquirida por las mujeres rusas las situaba en una posición ventajosa respecto a las mujeres del resto de Europa. Efectivamente, los países de la Europa «democrática» apenas empezarían a reconocer el derecho a voto a las mujeres entre los años 20 y 30, y en otros como Italia y Alemania daba comienzo un proceso reaccionario que iba a significar para la mujer el retorno a los moldes judaicos y orientales más primitivos con la legislación fascista y nazi”.(2) .
En su famosa autobiografía, Alejandra Kollontaï se define como una mujer emancipada, y si tenemos en cuenta el contexto en que vivió, no debe de haber duda de que lo fue. A lo largo de su vida militante, llevó una lucha constante y casi solitaria -no tuvo un movimiento femenino detrás como lo tuvo Clara Zetkin- por los derechos de la mujer, excluida la libre sexualidad. Esta actividad se concretó en su acción como agitadora tanto en Rusia como en los numerosos países donde vivió, en sus aportaciones en diferentes congresos y conferencias internacionales, en su acción dentro del marxismo ruso por potenciar organizaciones autónomas de mujeres, y en el proceso revolucionario soviético en la defensa de unas premisas que podemos sintetizar así: Destruir la familia burguesa, liberar la sexualidad, oponer al matrimonio monógamo la comunidad, desarrollar una mujer nueva con una nueva moral en la construcción del socialismo.
Estas ideas iban acompañadas por una actitud sexual demasiado libre incluso para muchos de sus compañeros revolucionarios. Había tenido un buen número de amantes, y hablaba de la sexualidad con un desenfado que sólo compartía en Rusia otra bolchevique: Inessa Armand. Esto era demasiado para la derecha que la cogió como un ejemplo de la perversidad revolucionaria. Un ejemplo de lo que decimos es el que tuvo lugar cuando, con un grupo de obreros, intentaba apagar el incendio del Palacio de la Maternidad que se había creado a instancia de su ministerio. El incendio había sido provocado por los saboteadores, pero la jefe de las niñeras -en una actitud sintomática de que en todo este período tuvo el funcionariado zarista-, comenzó a gritar contra ella de forma histérica, clamando: “ ¡Miradla! Esa es la Kollontaï, la bolchevique feroz. ¡Ella es quien ha prendido fuego a nuestra casa! ¡Quería abrasarnos con estas criaturas! Para que se condenaran nuestras almas cristianas. ¡Lo que quieren los comisarios es quedarse con el racionamiento de los niños!…”:
Alejandra encontró en la primera fase de la revolución un amplio movimiento protagonizado por las mujeres. Fue un momento único en la historia de Rusia. En muy pocos días se tomaron medidas que poco antes parecían imposibles. Se llegó a facilitar el derecho al aborto, y desapareció el concepto de hijo ilegítimo. El matrimonio y el divorcio se redujeron a un trámite sin complicaciones. En el terreno económico se abolieron las trabas que impedían el acceso de la mujer a la industria ya la administración. Se crearon innumerables comedores públicos, guarderías… La propia Alejandra hará en 1921, el siguiente balance de los primeros tiempos del poder de los soviets: “…Durante los tres años de revolución, en los que se derribaron los pilares fundamentales de la sociedad burguesa y se intentaba tenazmente erigir con la mayor rapidez posible las bases para la sociedad comunista, reinaba una atmósfera en la que las tradiciones rebasadas se extinguían con rapidez increíble. En su lugar brotaban ante nuestros ojos formas totalmente nuevas de sociedad humana. La familia burguesa ya no era indispensable. La mujer por razón del trabajo general obligatorio para la comunidad, y en ésta, se encontraba con formas de vida totalmente originales. Se hallaba obligada a estar presente en el trabajo no sólo exclusivamente para su propia familia, sino también para la colectividad; surgían nuevas condiciones de vida y también nuevos tipos de matrimonio…”.
El propio partido bolchevique, que hasta el momento no había concedido a la cuestión de la mujer el lugar que merecía, decía en su programa escrito en 1919: “En el terreno ideológico y educativo, la tarea principal del Partido en este momento consiste en desterrar los prejuicios heredados fundamentalmente por las capas más atrasadas del proletariado y los campesinos. No podemos conformarnos con declarar la igualdad formal de la mujer. Debemos liberarla de las cargas del trabajo doméstico, creando casas comunales, comedores colectivos, guarderías infantiles, etc.». Pero el ideal era una cosa y la realidad otra, no olvidemos que la revolución se desarrolló en un marco pleno de dificultades políticas y materiales. Los soviets que ya había heredado unas bases económicas subdesarrolladas y una situación de crisis total motivada por la Gran Guerra y el propio proceso revolucionario, se encontró además con un cerco internacional y una guerra civil que destruyó todas las posibilidades de una evolución coherente. La clase obrera y su fracción más avanzada sufrieron un desgaste total. Los viejos proyectos que alumbraron Octubre tuvieron que adaptarse a una salida de supervivencia; sus protagonistas sociales se encontraron con un nuevo dilema: reconstruir el poder de los soviets y extender la revolución internacional, o consolidar el camino de un nuevo poder basado en la burocracia y buscar un “modus vivendis” con el capitalismo internacional… La victoria de Stalin significó la segunda vía.
A estas condiciones impuestas por las graves circunstancias que rodearon la revolución, hay que añadirle las derivadas de los errores y tradiciones seculares de la clase obrera en el poder. El propio Lenin reconoció dolorosamente que bajo el barniz de muchos comunistas se escondía un marido tradicional, y los sectores burocráticos ahora predominantes fueron desarrollando un «obrerismo» de marcado signo antifeminista. Se empezó a decir que el feminismo representaba algo así como una desviación de la lucha de clases, y se decía que la liberación de la mujer se garantizaría con el triunfo de la revolución. Mujeres del temple de Clara Zetkin y de Alejandra Kollontaï no fueron capaces de contraponerse a estos criterios. Incluso, en el caso de esta última, se llega a teorizar una serie de desigualdades como: 1) la que conllevaba el acaparamiento masculino de la mayoría de puestos de trabajo, y en éstos, de los más cualificados, al tiempo que las mujeres eran relegadas al sector de servicios; 2) la que se derivaba de la elevación del salario familiar, de manera que el hombre no necesitará que la mujer abandonara el hogar y que, por lo tanto, se viera obligada a permanecer como esclava doméstica.
Obviamente, la cocinera siguió siendo la cocinera, cortada de la vida política y social, sujeta a su marido. Más tarde, ya con Stalin, la mujer soviética fue perdiendo todas sus conquistas. Pero esta es ya otra historia ante la cual Alejandra Kollontaï mantuvo un silencio aprobatorio. Entre aquella mujer que quería acabar con la esclavitud femenina y ésta ya instalada en un sistema en el que el machismo estaba plenamente institucionalizado aunque de una forma muy diferente al de los tiempos del zarismo… hay un intermedio marcado por las derrotas.
La tendencia natural de Alejandra Kollontaï dentro del bolchevismo fue la de inclinarse siempre hacia su sector más izquierdista. En víspera de la revolución ya pesar de su plena admiración por Lenin, compartió las posiciones de Bujarín y Piatakov que contraponían la dictadura del proletariado contra derechos democráticos tradicionales como el de la autodeterminación de las nacionalidades. Durante los debates que tuvieron lugar alrededor de la pertinencia de los acuerdos de Brest-Litovsk, Alejandra se alineó con el sector intransigente que propugnaba su negativa a cualquier compromiso. Como miembro de los comunistas de izquierda, dimitió como comisaría y declaró en el VII Congreso del partido: “Si nuestra República Soviética ha de perecer, otros llevarán más adelante su bandera”.
Ya no fue nunca más reelegida para el Comité Central. En 1920, unió su prestigio al de Slíapnikov para crear la Oposición Obrera, una tendencia dentro del bolchevismo cuyo programa redactó, este prestigio seguía intacto, ya pesar de la virulencia del debate, Alejandra pudo expresar abiertamente sus posiciones en el interior del partido e incluso a una instancia superior, como en aquel tiempo se consideraba la Internacional Comunista. La Oposición Obrera consideraba que la burocracia había esclerotizado al partido. La burocratización desarrollada durante el «comunismo de guerra» impedía, a sus ojos, cualquier iniciativa personal o colectiva de la clase que, al menos teóricamente, ostentaba el poder. El partido se había ido separando de la clase y había comenzado a establecer un rígido control económico e ideológico sobre ella. En su opúsculo escrito de cara al X Congreso del partido, definía así el problema: “El punto cardinal de la controversia entre los dirigentes del partido y esta oposición, es el siguiente: ¿a quién confiará el partido la edificación de la economía comunista? ¿al Consejo Superior de Economía Nacional, con todos sus departamentos burocráticos, o a los sindicatos industriales?”
Los dirigentes del partido tachan a su grupo de “anarcosindicalista”, y lo cierto es que en su propuestas se encuentra la huella de Daniel de León y de las teorías sobre la democracia industrial que imperaba entre la IWW norteamericana (Obreros Industriales del Mundo). La Oposición defiende el control obrero basado en un sindicalismo independiente del Estado, y plantea que para «desterrar la burocracia que se alberga en las estructuras soviéticas, hay que empezar por desterrar la burocracia del propio partido». Para Lenin y Trotsky, la Oposición Obrera denuncia una realidad que reconocen, pero la combate a través de grandes conceptos y no de una situación concreta en la que el control obrero carece de un movimiento real para aplicarse y en la que la supervivencia del Estado soviético pasa por encima de cualquier otra consideración. La Oposición Obrera es derrotada y Alejandra ya no volverá a levantar la cabeza como discrepante, y ello a pesar de que los elementos de corrupción que denunciaba se fueron haciendo cada vez más grandes. Solamente un pequeño grupo de militantes poco conocidos siguen manteniendo su bandera hasta que las “purgas” de los años treinta los barrerá definitivamente.
Cuando ocurre esta claudicación de Alejandra, el feminismo revolucionario de los primeros años, ya ha pasado a la historia. En los medios de opinión se la trataba de “georgedandista” y carece de apoyos en el movimiento para defender sus viejas ideas. Gradualmente, se va situando bajo la sombra de Stalin. No se sabe cómo éste consiguió que la vieja dama inconformista se adaptara a sus planes, pero no es descabellado pensar que concurrieron dos alternativas: o arriesgarse a sufrir una gran campaña de desprestigio apoyada sobre sus divergencias lejanas con Lenin y en su vida privada, o una carrera diplomática al servicio del equipo dirigente. Está claro que optó por lo segundo y así, la encontraremos, desde 1923 a 1925 en Noruega; desde 1925 a 1927, en México; desde 1927 a 1930, otra vez en Noruega, y desde 1930 a 1945, en Suecia…Su colaboración con el estalinismo fue poco notable, con la excepción de su incalificable intervención en 1927 para someter a Nadia Krupskaya, la mujer de Lenin, aunque en este tramo de la historia ya se sabe que Stalin puede emplear los métodos más torvos para conseguir su propósito, y que le obedezcan por la fuerza. El caso es que su novela, Un gran amor, trataba al parecer de las posibles relaciones que tuvo el jefe bolchevique con Inessa Armand. De persistir en su actitud militante a favor de la Oposición de izquierda, la novela se publicaría siendo mucho más explícita…
Para Nadia Krupskaya, esto era demasiado. Alejandra Kollontaï había ya puesto su vida a los pies del Estado al que serviría sin fisuras manifiestas. Es más que posible que sufriera interiormente todo lo que pudo contemplar, pero careció de valor para escoger el camino de la oposición. Murió en 1952, olvidada como revolucionaria y recordada como diplomática. Su casa era como un museo lleno de viejos muebles y de fotografías que recordaban sus años jóvenes. Sus obras no aparecieron, incluso en su versión adaptada a las nuevas circunstancia, hasta tiempo después de la muerte de Stalin. El renacimiento del pensamiento revolucionario en los años sesenta pasó también por ella, y tanto su figura como su obra anterior a 1921, ha sido desde entonces, un foco de atención para las nuevas generaciones.
—1. Memorias, Ed. Debate/Tribuna feminista, Madrid, págs. 383-384. En Rusia su título fue De mi vida y trabajos, Moscú, Ediciones en Lengua Extranjera, 1974.
—2. Yolanda Marcos, prólogo a Autobiografía de una mujer emancipada y otros escritos de Alejandra Kollontaï, Fontamara, Barcelona, 1976, pág. 47. Esta introducción es quizás el trabajo biográfico más amplio y elaborado que se ha publicado sobre Alejandra en el Estado español.
5. Otras obras suyas (en muchos casos antologías de sus textos) publicadas fueron: El marxismo y la revolución sexual, Miguel Castellote, Ed., Madrid, 1976. Este texto fue publicado originalmente en 1909 como Las bases sociales de la cuestión femenina; La oposición obrera, publicada el mismo año por la misma editorial, junto con el texto de Paul Cardan, El papel de la ideología bolchevique en la aparición de la burocracia. Existen otras ediciones, en Fontamara, Anagrama… La mujer en el desarrollo social; en Guadarrama, Barcelona, 1976, con un epílogo, Alejandra Kollontaï: entre el feminismo y el socialismo, de Annemarie Troger. Otra edición posterior es la de Fontamara con el título de Sobre la liberación de la mujer que recoge su Conferencias en la Universidad de Sverdlov. En Los bolcheviques, de George Haupt y Jean-Jacques. Marie, aparece su autobiografía escrita brevemente para la Enciclopedia soviética Granac: La bolchevique enamorada, apareció en La Sal, Barcelona, 1978; hay que registrar también unos Cuentos soviéticos aparecidos Cenit, 1930 al principio de la República. La mayor parte de sus obras fueron publicadas durante la II República, y formaron parte de los esfuerzos de divulgación de un cierto feminismo marxista, vd. Mary Nash, Mujer y movimiento obrero en España, 1931-1939 (Fontamara, Barcelona, 1981).