De la transición al poder constituyente
Toni Negri
Futur Anterieur, nº 2, L´Harmattan, Paris, 1990, pp. 38-53
1. El comunismo como objetivo mínimo
A partir del Bersteindebatte, tanto la tradición revolucionaria como la reformista han considerado siempre el socialismo como un periodo de transición entre el capitalismo y el comunismo ( o, según la terminología socialdemócrata, el pos capitalismo) y, por lo tanto, como un concepto independiente el primero y del segundo. Que los socialdemócratas hayan abandonado enseguida el terreno de la utopía para reconocerse como simples administradores de la modernización capitalista es un problema, pero se convierte en el nuestro desde que, por un juego de manos, esta transición que todos llamaban socialismo es hoy definida como comunismo. La responsabilidad mayor de esta banalización de la utopía proviene sin duda de las ideologías del estalinismo y de los políticos del “futuro radiante”. Lo cual no altera en absoluto nuestro deprecio por los que en la actualidad celebran unánimemente el fin del comunismo, transformándolo en apología del estado actual de cosas.Pero volvamos a nuestra distinción. Ni el Marx de La comuna de París, ni el Lenin de El estado y la revolución, han considerado el nunca socialismo como una época histórica: lo han concebido como un periodo de transición, corto y poderoso que hacía realidad la extinción del aparato de poder. El comunismo vivía ya en la transición, como su motor, no como un ideal, sino como una subjetividad activa y eficaz –que se enfrentaba con el conjunto de las condiciones de producción y reproducción capitalistas, reapropiándose de ellas, y podía con esta condición destruirlas y superarlas. El comunismo, en tanto que proceso de liberaciones definía como el movimiento real que destruye el estado de cosas actual.
Durante los años treinta el grupo dirigente soviético consideró el socialismo como una actividad productiva que crea, cueste lo que cueste, las bases materiales de una sociedad en competición con el ritmo de su propio desarrollo y el de los países capitalistas A partir de este momento, el socialismo no se identifica tanto con la superación del sistema del capital del trabajo asalariado como con una alternativa socioeconómica, al capitalismo. En el socialismo, según esa teoría sobreviven ciertos elementos del capitalismo: ahora bien, uno de los dos, el Estado, se encuentra exacerbado en las formas autoritarias extremas; el otro, el mercado, se halla ahogado y eliminado como criterio microeconómico del cálculo del valor. Tanto la posición luxemburguista, que insistía en el proceso democrático, creativo, antiestatal, de la transición, como la trotskista, cuya crítica se refería a la totalidad de las relaciones de explotación en el mercado mundial, fueron destruidas. Lo que ha tenido como consecuencia en el primer caso, la atrofia, después la asfixia mortal del intercambio político; en el segundo el estrangulamiento del socialismo en el interior del mercado mundial, o la imposibilidad de recuperar mediante líneas interiores el impetuoso desarrollo de la lucha de clases antifascista y revolucionaria que en el curso de diferentes épocas se ha desencadenado a escala mundial. Y por más que se insista –y nosotros mismo estamos profundamente convencidos de ello- sobre el alma revolucionaria de la reforma gorvachoviana, verdaderamente no parece que la Unión Soviética pueda recuperar ya esta función hegemónica en la lucha de clases que la revolución de 1917 le había asignado.
La Plaza Roja ha dejado de ser, desde hace mucho tiempo, y a través de innumerables tragedias, el punto de referencia de los comunistas. Dicho esto, el comunismo vive.Vive allí donde la explotación persiste. Constituye la única respuesta al anticapitalismo natural de las masas. O más bien, cuanto más se reproduce el capitalismo, más se extiende y enraíza dl deseo del comunismo –determinando, por un lado, las condiciones de producción colectiva, por otro, una irresistible voluntad colectiva de reapropiarse libremente de las mismas-. El que, en la orgía actual de anticomunismo, crea sinceramente que la explotación y la voluntad subversiva han desaparecido no puede sino evidenciar su ceguera. Ha llegado por lo tanto el momento de volver a repensar la transición comunista como algo que se constituye -como pensaban los clásicos del marxismo- en el seno del desarrollo capitalista. Desde los años sesenta, a corrientes críticas del marxismo occidental habían trabajado en ese sentido, sin ilusiones respecto a la Plaza Roja y al socialismo de la pobreza. El comunismo, como objetivo mínimo, constituye desde entonces el único tema de la ciencia política de la y transición. Sobre este punto se han acumulado una enorme cantidad de experiencias y conocimientos. El método es materialista: sumergir el análisis en el modo de producción actual, reconstruir las contradicciones que se anuncian, bajo figuras siempre nuevas, entre éste y los procesos los sujetos productivos, criticar la modernidad y sus consecuencias trabajar en la recomposición de las subjetividades colectivas y sus redes de comunicativas, transformar el conocimiento en voluntad consecuente. Nos encontramos, pues, ante una serie de prerrequisitos del comunismo que viven en nuestras sociedades y que han alcanzado u nivel de madurez sin presentes. Y si la palabra “prerrequisito” asusta e insinúa la sospecha de que confrontáosla realidad con un ideal, don´t wory: Nuestra única teleología es la que extraemos del dicho marxismo “es la anatomía del hombre la que explica la del mono”.
2. La irreversibilidad de las conquistas obreras
¿Qué es un prerrequisito del comunismo? Suna determinación colectiva, interna al modo de producción, sobre la cual se acumulan los resultados y las tendencias de la lucha contra el trabajo de aquellos que son explotados en el proceso de trabajo. En las sociedades que han alcanzado un alto nivel de desarrollo, muchos de estos prerrequisitos existen, tanto en el interior de los procesos de trabajo, como en las instituciones: si las sociedades socialistas han sucumbido por los residuos de capitalismo, las sociedades capitalistas parece sobrevivir únicamente articulándose sobre la anticipación del comunismo. Pero, ¿por qué atribuimos una cualificación tendencial a esta constante evidente?. ¿Por qué llamamos prerrequisitos y sobre todo prerrequisitos del comunismo a estos resultados de las luchas anclados en el seno del modo capitalista de producción, tanto en la estructura político-jurídica como en la económico-social? Porque estas determinaciones parecen estar estructuralmente cualificadas por tres paradigmas: el de lo colectivo, el de la irreversibilidad y el de la dinámica de la contradicción y de la crisis. La tendencialidad resulta de estos tres caracteres, como el movimiento deriva del motor –no hay nada de finalista en ello-.
Determinaciones colectivas pues: en el sentido que ellas reagrupan una multitud de trabajadores, bajo categorías comunicativas, cooperativas (de trabajo, de intereses, de lenguajes) cada vez más estrechas. Irreversibles: en tanto que ellas constituyen condiciones de vida social que han llegado a ser incuestionables, incluso en la situación de catástrofe. Un elemento de agregación histórica colectiva se convierte así en un momento institucional profundo; un conjunto de voluntades contradictorias llega a ser ontología. Pera estas determinaciones, incluso ontológicamente consolidadas, siguen siendo contradictorias. La lucha contra la explotación continúa atravesándolas y de la misa forma que las había producido las alimenta y traza potenciales de crisis sobre el horizonte de todo el sistema. Las instituciones del Welfarestate nos proporcionan u ejemplo elemental del funcionamiento de un prerrequisito. Estas son el producto de luchas que obligan al estado capitalista, mediante l compromiso institucional, a aceptar e su propio seno la representación de intereses colectivos organizados, en ocasiones antagonistas. Tal presentación, puesta al servicio de una redistribución tendencialmente igualitaria el producto social, que engloba una cantidad cada vez más importante de ramificaciones de intereses colectivos, se convierte en una realidad institucional sólida. La irreversibilidad de estas emergencias institucionales se halla por otro lado reforzada por la red de relaciones de fuerza que han atravesado las génesis de las mismas, por los conflictos de intereses repetidos, así como paradójicamente, por la inercia misma e las instituciones. Lo hemos verificado en los países capitalistas en el curso de estos veinte años de contrarrevolución neoliberal –sin duda podemos verificarlo igualmente en el curso de la crisis del “socialismo real”.
En relación con estos fenómenos la ciencia política y la doctrina del derecho público, han debido modificar su propio estatuto científico, abandonando el formalismo tradicional y subordinando el formalismo analítico a la permeabilidad continua de las luchas y e las instituciones; las dinámicas de control que de ello han derivado, se han aventurado en un terreno en el que prevalece la intercambiabilidad y la imposibilidad de discernir lo social de lo político. La ciencia se halla sometida al entrelazamiento entre la movilidad social de los sujetos y los movimientos y la ontología institucional de los resultados que de ello derivan –sobre los cuales se basan los procesos gubernamentales-. Complejidad y rigidez se conjugan, toda acción gubernamental se arriesga a modificar el conjunto del sistema de producción reproducción social. Y es precisamente este juego el que abre continuamente la crisis y el que define secuencias de contradicción creciente. De hecho, la contradicción determinada por o intereses colectivos, irreversiblemente implantados en el ámbito institucional, no puede ser resuelta más que con medios colectivos. Para emplear los términos de la economía clásica, y de su crítica, podríamos decir, en una fase tal de desarrollo del modo de producción, toda tentativa de maniobra y de control de las producciones del trabajo necesario se inscribe en los coses de reproducción del capital fijo socialmente consolidado. Por tanto, esta rigidez, es irreversible. Ahora bien, si esta afirmación supera probablemente los análisis de Marx (aunque quizás se mueva en el sentido de su concepción de la tendencia), deja aún más atrás el pensamiento económico actual, neoliberal o incluso neokeynesiano, -en los que se presupone la movilidad de todos los factores de la producción, bajo una forma más o menos intensa, como condición de gobierno-.
En los términos de una crítica de las instituciones políticas, es decir de u análisis del Welfarestate, esta afirmación significa que el gobierno de la reproducción social no es posible más que en términos de gestión colectiva del capital. En efecto, las condiciones de existencia del capital ya no son sólo implícita, sino explícitamente colectivas. Dicho de otro modo, no están ya simplemente ligadas a la abstracción del capital colectivo, sino que forman parte de la existencia empírica histórica, del obrero colectivo. El Welfarestate y su irreversibilidad (así como, a primera vista, la irreversibilidad de ciertas determinaciones fundamentales del “socialismo real”), no representan, pues, desviaciones con relación al desarrollo capitalista, sino que constituyen por el contrario, verdaderos islotes de nuevas cooperaciones sociales, de nuevas y muy intensas condiciones colectivas de la producción, registradas como tales en el ámbito institucional mismo. De ahí la crisis que la duración misma del Welfarestate provoca continuamente en el Estado liberal-democrático. De ahí las dinámicas de ruptura que esta irreversibilidad libera sin cesar en la forma-Estado actual, porque las determinaciones del Welfare son al mismo tiempo, necesarias para el consenso insostenible para la estabilidad. ¿Prerrequisitos activos del comunismo? Sería absurdo el mero hecho de suponerlo. Y sin embargo, prerrequisitos irreductibles de una desestabilización permanente de los cimientos sistemáticos de la gestión liberal o socialista de Estado. Prerrequisitos de una revolución pasiva.
3. Lo colectivo en la organización del trabajo
Todavía son más importante los prerrequisitos del comunismo que, e nuestros días, pueden identificarse en la evolución de la organización del trabajo. El taylorismo había determinado un extraordinario proceso de abstracción de la fuerza de trabajo. El fordismo ha abierto a esta subjetividad abstracta los mecanismos de la negociación colectiva en torno al consumo, sentando las bases de la actuación de Estado (y del gasto público) en el interior del mecanismo productivo. El keynesianismo propuso un esquema progresivo de proporcionalidad entre trabajo social necesario y plusvalía, y el Estado keynesiano efectuó el trabajo de Sísifo que consistía en organizar compromisos continuos entre sujetos antagonistas. Hoy, en el terreno de la organización del trabajo, estas relaciones se hallan invertidas. En efecto, en el curso del desarrollo de las luchas de los años sesenta y setenta, la abstracción del trabajo ha exacerbado sus dimensiones subjetivas y las ha empujado al terreno de la subversión. La reacción capitalista consiguiente ha debido reducir , a través de la reestructuración, la calidad del nuevo sujeto a una calidad objetiva del proceso de trabajo. Ahora nos hallamos en el corazón de este proceso de reestructuración.En este horizonte que va del taylorismo al postaylorismo, del fordismo al post-fordismo, la subjetivad y la cooperación productiva son estimuladas como condición del proceso de trabajo. La relación fordiana entre producción y consumo se ha interiorizado, de modo que la lógica productiva y la circulación y la realización del valor del producto se hallan optimizadas.
La nueva producción en masa exige una flexibilidad total, ciertamente; el self-making de la clase obrera debe ser reducido a un elemento inmediato de la producción y de la circulación: pero la eficacia industrial se ve así sometida a la reglas de autonomía y auto activación de la clase obrera. Las mil variedades del “modelo japonés” y de su éxito mundial se reducen en el fondo al reconocimiento más explícito de la función inmediatamente valorizante de la subjetividad obrera, después del periodo de hegemonía del taylorismo en que la subjetividad no era reconocida más que como antagonista. Es cierto que esta aceptación de la función productiva del sujeto en el seno de la organización del trabajo no se produce sin condiciones perentorias; dicho de otro modo, desde el punto de vista capitalista, no es posible más que en términos de integración y de negación del estatuto obrero tradicional, en su forma sindical y como clase. Pero tan sólo fetichistas incurables del pasado (por muy glorioso que haya sido éste) pueden negar la modificación positiva determinante que supone la modificación del estatuto obrero. Incluso si al modificación es el fruto de una derrota histórica, consecuencia del ciclo de luchas de los años sesenta-setenta, esta nueva figura obrera muestra en el proceso de trabajo un alto grado de consolidación de la subjetividad colectiva. Sin querer depreciar ciertas formas de pasividad, no es posible aquí remontarnos del antagonismo de la fuerza de trabajo abstracta a la determinación concreta de una fuerza de trabajo colectiva, –no sólo antagonista, sino subjetivamente activa.
El umbral de pasividad inercial del proceso revolucionario que se revela en el Welfarestate se hala aquí, de algún modo, atenuado. La clase obrera ha conservado, en su existencia cotidiana los valores de una cooperación vividos en fases precedentes, en el terreno del antagonismo abstracto. Hoy esta actividad cooperativa y subjetiva se halla transferida, en estado latente, en el seno del proceso de trabajo. La contradicción es aguda y no puede sino llegar a ser cada vez más potente a medida que se profundice el proceso de reestructuración. En conclusión y de un modo general, puede decirse que el trabajo vivo está organizado dentro de la empresa independientemente del poder capitalista y no es más que en un segundo momento, y formalmente, cuando esta cooperación se sistematizada en ese mando. La cooperación productiva es planteada previa e independientemente de la función del empresario. En consecuencia, el capital no se presenta como la Organización de las fuerzas del trabajo, sino como registro y gestión de la organización autónoma de la fuerza de trabajo. La función progresiva del capital ha acabado. Una vez más nos colocamos mucho más allá de los términos (incluso críticos) de la economía clásica , que no considera productivo más que e trabajo incorporado al capital. Es preciso observar que todas las escuelas de pensamiento económico se vuelven impotentes alrededor de esta verdad inaudita del posfordismo: el trabajo vivo se organiza independientemente de la organización capitalista del trabajo. E, incluso, como en la escuela de la regulación esta nueva determinación parece comprenderse, falta la capacidad consecuente de desarrollarla, dicho de otro modo, de concebir la inversión de la teoría de la integración industrial como teoría el antagonismo desarrollado. La ciencia económica continúa, en su objetivismo ciego, esperando que alguna potencia taumatúrgica transforme el trabajo vivo “en sí” en clase obrera “en sí y para sí” –como si esta transformación fuera un acontecimiento político y no, por el contrario, lo que es: un proceso– Por otra parte, la falta de comprensión de este proceso expulsa la teoría de único terreno sobre el cual puede explicársela permanencia de la crisis, iniciada a principio de los años setenta (paralelamente pues, a la reestructuración): del terreno sobre el cual emerge el proceso de liberación política del trabajo. Es aquí y solamente aquí, donde se acumula toda la producción del valor. En consecuencia, la actividad el empresario produce comportamientos cada vez más externos y parásito que hacen posible para el capitalista colectivo toda intervención en la crisis. En última instancia.
4. La calidad social de la subjetividad productiva.
El análisis del tercer prerrequisito del comunismo nos permite avanzar en el terreno de a subjetividad; dicho de otro modo, llegamos a un grado superior de conexión entre los aspectos pasivos del proceso de transformación del modo de producción y las potencialidades que se animan poco a poco en él. El proceso de creación del valor, como es sabido, no tiene ya como centro el trabajo de fábrica. La dictadura de la empresa sobre la sociedad, su posición en el cruce de todos los procesos de formación de valor, y por tanto a centralidad objetiva del trabajo (salarial, manual) inmediatamente productivo, se halan en vías de extinción. Reconocer estos hechos evidentes no significa renunciar a la teoría del valor trabajo, sino, por el contrario, revaluar su validez gracias a un análisis que reconstruya la transformación radical de su funcionamiento. Reconocer estos hechos evidentes no significa rechazar la realidad de la explotación, imaginar que en una supuesta sociedad postindustrial ésta sería suprimida de nuestra experiencia, sino por el contrario identificar las nuevas formas a través de las cuales la explotación es hoy practicada e identificar, por lo tanto, las nuevas figuras de a lucha de clases. Sobre todo significa preguntarse si la transformación no se refiere antes a la naturaleza misma de a explotación, a su extensión y a la calidad del ámbito sobre el cual se expresa.
A partir de esta dimensión podrá verificarse la eventual modificación de la naturaleza de la explotación como un desplazamiento de la cantidad a la cualidad. Ahora bien, la característica fundamental del nuevo modo de producción es que la principal fuerza productiva ha llegado a ser el trabajo técnico científico , en tanto que forma compleja y cualitativamente superior de síntesis del trabajo social. Esto significa que el trabajo se manifiesta principalmente como trabajo abstracto e inmaterial por lo que se refiere a la forma), como trabajo complejo y cooperativo (por lo que se refiere a la cantidad) y como trabajo cada vez más intelectual y científico (por o que se refiere a la cualidad. No es ya reducible a trabajo simple –por el contrario, en el trabajo técnico científico convergen cada vez más lenguajes artificiales, articulaciones complejas de la información y de la ciencia de los sistemas, nuevos paradigmas epistemológicos, determinaciones inmateriales, máquinas comunicativas. Este trabajo es social, en tanto que las condiciones generales del proceso vital (de producción y reproducción)se halan sometidas a su control y remodeladas en relación a él. La sociedad entera está investida y recompuesta en el proceso de producción del valor por esta nueva figura del trabajo vivo: investida hasta el punto que, e este proceso, la explotación parece haber desaparecido –o, mejor, parece acantonarse en zonas irremediablemente retrasadas de las sociedades contemporáneas. Esta apariencia puede disiparse fácilmente. ¿Qué ocurre en realidad?. El poder capitalista, de hecho, controla drásticamente las nuevas figuras del trabajo vivo, pero no puede controlarlas más que desde el exterior, ya que no le está permitido invadirlas de manera disciplinaria.
La contradicción de la explotación se halla aquí desplazada a un nivel muy alto en el que el sujeto más explotado (el técnico científico) se ve reconocido en su subjetividad creativa, pero controlado en la gestión de la potencia que expresa. La contradicción reaparece en oda la sociedad a este altísimo nivel de dominio. Y precisamente, el conjunto del horizonte social de la explotación se unifica tendencialmente en relación con este altísimo nivel de dominio, situando en la relación antagonista todos los elementos de autovaloración, cualquiera que sea el nivel e el que se manifiesten. El conflicto es pues social porque el trabajo técnico científico es cualidad masificada de la inteligencia del trabajo; porque la pulsiones de rechazo el trabajo de los restantes estratos sociales explotados tienden a identificarse y a converger con el trabajo técnico científico vivo. En el seno de este flujo, más que a partir de las antiguas subjetividades obreras, es donde se constituyen nuevos modelos culturales en los que a la emanación del trabajo se opone la liberación del trabajo manual asalariado. En fin, el conflicto es social porque se manifiesta cada vez más en el ámbito lingüístico general, o mejor, e el ámbito de la producción de la subjetividad. No se deja aquí ningún espacio al dominio capitalista: el espacio conquistado por el capital no es más que el de un control del lenguaje, tanto científico como común. No se trata sin embargo, de un espacio insignificante. Está garantizado por el monopolio de a fuerza legítima. Se reorganiza incesantemente, en una aceleración crítica incesante. No obstante, la aceleración determinada por la evolución capitalista hacia la subsunción de las formas, tanto pasadas como actuales, de la subjetividad obrera y su reducción a un horizonte compacto y totalitario de dominio, fracasa. No solamente tal aceleración no logra recomponer las determinaciones disciplinarias de las antiguas estratificaciones de clase (Ya que, por el contrario, desplazándolas en el nuevo tejido de relaciones de clase, estas recompone las figuras de la oposición); sino que logra establecer entre el lenguaje sometido y el lenguaje producido por el trabajo vivo sea cada vez más reconducible a la oposición entre dictadura y libertad.
5. De la transición comunista
A la luz de estas consideraciones, ¿qué es la transición al comunismo? Constituye una crítica de lo existente y la construcción de una sociedad en el seno de las transformaciones del trabajo, una reinvención de lo político en las nuevas dimensiones de lo colectivo –de un colectivo liberado, convertido en sujeto-.Teniendo en cuenta el hecho de que la condiciones de liberación de lo colectivo son las mismas que la que producen el sujeto. Ha asado el tiempo en que entre estas dos determinaciones se imponía una pausa, de modo que la liberación de lo colectivo podría producirse hipotéticamente por un motor exterior, vanguardia mítica o dictadura: esta hipótesis constituye en realidad la condición formal de ese concepto de socialismo que nosotros habíamos rechazado al principio y su deriva consiste en esa degeneración del socialismo como alternativa interna al modo de producción capitalista que hemos considerado consecuencia de esa hipótesis. Ahora bien, para volver al discurso sobre la fundación, los puntos de vista a partir de los cuales la teoría puede afrontar el problema son tres:
-el de la crítica de la economía política,
-el de la crítica jurídica y constitucional del estado liberal-democrático,
-el del poder constituyente.
Por lo que respecta al primer punto de vista, a se han subrayado ciertos datos esenciales. Pero una perspectiva que se refiera únicamente a los prerrequisitos objetivos, representa una aproximación muy rudimentaria, incluso si el elemento central que manifiesta la objetividad del problema es el de la definición de un nuevo concepto de los político y, por lo tanto, una nueva forma de democracia. Es preciso ir más lejos. ¿Qué significa entonces, enraizar la nueva política hoy? Significa ante todo captar positivamente estas pasividades colectivas o, si se prefiere, estas subjetividades latentes, a las cuales hacen alusión de modo expreso tanto las instituciones del Welfare, la nueva forma del proceso de trabajo, como la reciente hegemonía social del trabajo técnico-científico. Debemos captar, el lugar de una ausencia, la positividad de una realidad latente, la mano invisible de lo colectivo. Ante la desestabilización del poder enemigo nos es preciso comprender cómo se instaura en este lugar el motor de la desestructuración social e la dominación. El punto de vista de la crítica de la ciencia política del estado liberal-democrático (y por lo tanto el punto de vista de la transición) llega a ser más explícito sobre esta crisis continua y sobre la precariedad profunda del régimen capitalista. La proyección política de las dimensiones colectivas del trabajo encuentra en las estructuras constitucionales del Estado liberal-democrático su obstáculo directo.
El concepto de representación política como función de mediación de las individualidades privadas constituye, en efecto, un obstáculo para la representación de una sociedad que no se halla definida por la presencia de individualidades sino por la actividad de la colectividad. La emancipación del ciudadano como individuo y la garantía constitucional de la libertad económica `privada (que representa lo mismo) constituyen una traba a la expresión de la relación, consustancial en lo sucesivo, entre sociedad y Estado, entre producción determinación de lo político. Las reglas del Estado de Derecho –o mejor, los mil subterfugios del privilegio que el liberalismo ha concedido a la democracia constitucional- se hallan en cuanto tales establecidas para negar la irresistible emergencia de la necesidad de gestión colectiva de la producción social. ¿Y qué significa todavía la supremacía jacobina de la ley, general y abstracta, sino la expresión de un límite fundamental, en última instancia, una función de dictadura sistemática, frente a la irresistible emergencia de procesos productivos e institucionales autónomos producida por las subjetividades colectivas? Los innumerables sin sentidos sobre los que se apoya la constitución material del Estado liberal-democrático no pueden ser ocultados por las oportunidades que esta misma práctica del poder produce –por ejemplo, mediante los instrumentos neocontractuales o neocorporativos-.
Los instrumentos contractuales deberían en efecto, disminuir las distancia entre los procesos de manipulación social y la manipulación política. Los instrumentos corporativos en cuanto tales deberían atenuar la inconsistencia generalizada de la representación sometiéndola a mecanismos de delegación colectiva o de delegación de intereses. Ni unas ni otras de estas proposiciones parecen sin embargo consistentes. Ambas no sugieren más que elementos parciales, aun en el caso de que fuesen colectivos, del proceso de destrucción de la separación de lo político, quebrando la tendencia a la universalidad –una universalidad poderosa dirigida hacia la extinción de la autonomía de lo político, a la negación más radical de la pretensión de mediación institucional de los procesos y de los conflictos sociales y de la autoorganización comunista. Es imposible modificar la estructura disciplinaria del constitucionalismo sin quebrar su sentido, sin remitir radicalmente el fundamento de la democracia a la organización de las subjetividades colectivas. La mediación representativa, la garantía de la justicia constitucional y administrativa predispuesta a mantener la mediación en los límites de la constitución material el capitalismo, la estructura burocrática concebida para generalizar la mediación institucional ( es decir, el poder legislativo y el poder de orientación política, la independencia de los poderes y su interdependencia funcional , la organización administrativa y constitucional del Estado), todo esto supone una fundamentación y una distribución del poder que excluyen toda producción de reglas y de movimientos colectivos de reapropiación del poder a partir de la base popular de masas .
Los dogmas de la democracia constitucional no son más que medios autoritarios de abstracción del poder de las masas, de aplastamiento de la igualdad de los ciudadanos, de separación del ciudadano y del productor, y de monopolio de la potencia productiva. Los instrumentos de la democracia constitucional no son más que una máquina de propaganda para la producción de la desigualdad, de la destrucción de lo colectivo, de la garantía eterna de este proceso. Invirtamos pues el punto de vista u admitamos de una vez por todas que hoy a verdadera empresarialidad (que produce riquezas a través de una cooperación del trabajo cada vez más extendida) se construye de manera independiente , que la colectividad es la forma elemental en la cual se presenta la fuerza de trabajo, y que las singularidades buscan espontáneamente s realización en lo colectivo. El empresario colectivo incorpora esta independencia del trabajo colectivo, socialmente organizado, que, como hemos visto, representa la nueva naturaleza de los procesos productivos; asume a autonomía de la cooperación productiva como una palanca esencial capaz de hacer saltar cada una de las instancias del dominio capitalista tan exterior y vacío como coercitivo.
¿Cómo afrontar a partir de estos presupuesto el problema constitucional?, ¿cómo vincular a esta nueva potencia productiva? No existe más que una única respuesta a esta pregunta: unir el ejercicio de la empresarialidad colectiva y el de la representación política. Nos encontramos entonces en el ámbito del poder constituyente . La democracia comunista nace como unificación de la representación y de la empresarialidad en tanto que estos dos factores participan de la nueva subjetividad colectiva –liberan lo que está latente y activan su presencia pasiva- Esta democracia excluye, en nombre de la empresarialidad, todo privilegio y, en esta perspectiva, se reclama absolutamente igualitaria. Esta empresarialidad, por otra parte, excluye en nombre de la democracia toda finalidad extraña a os valores universales de una sociedad libre. La producción y sus determinaciones constituyen aquí lo político, de la misma manera que lo político se presenta como condición e productividad. Los prerrequisitos del comunismo se realizan no modificando, sino transformando radicalmente una estructura constitucional en la cual la democracia se concibe como camuflaje e las desigualdades la empresa se garantiza como destrucción e la colectividad.
La transición al comunismo se garantiza, pues, mediante un proceso de constitución de los sujetos colectivos productivos que crea una máquina de gestión de los social orientada a su liberación. El gobierno a través del cual debe realizarse el proceso de transición es un gobierno de los sistemas desde abajo, un proceso por o tanto radicalmente democrático. Proceso de un poder constituyente, de un poder que, asumiendo radicalmente desde abajo toda tensión productiva, material e inmaterial, explicando su racionalidad exasperando su potencia , establece la configuración de un sistema dinámico, un poder constituido, nunca cerrado, nunca limitado. Un poder en las redes de la producción, de autovaloración autoorganización y de autoorganización de todo lo que emerge en la sociedad, producido por las subjetividades colectivas. Un poder constituyente que tiene como regla fundamental ser cada día una invención colectiva de racionalidad y de libertad.
6. Los movimientos actuales de lucha como poder constituyente
Nuestro análisis no se remite a la utopía. Al contrario, representa el esquema de lectura y la fisiología misma de las luchas obreras proletarias, ampliamente socializadas, que se desarrollan tanto en el Esta como en el Oeste. Si los partidos y los sindicatos del antiguo movimiento obrero declinan inexorablemente, vinculados a formas de contrapoder que el fordismo ha absorbido en la lógica de su desarrollo y sometido al dominio capitalista si de nuevo el deseo que asumen de los comportamientos antagonistas resulta ser un voto piadoso e inconsistente, si, por o tanto, el viejo movimiento obrero no existe sino como elemento radicalmente conflictivo; frente a él descubrimos formas autónomas de democracia comunista allí donde se quebranta la realidad de la explotación. Después de 1968un nuevo ciclo de luchas se ha abierto en Occidente. Tras una veintena de años de contrarrevolución y de reestructuraciones (que han sabido discernir los elementos de innovación que este nuevo ciclo expresaba y han anticipado la inteligencia, la utilización y el control por el capital), el nuevo ciclo de luchas ha comenzado a expresarse de manera independiente a mediados de los años ochenta. Éste se caracteriza por dos rasgos fundamentales : el primero es democrático, dicho de otro modo, la instancia de organización de base, la coordinación transversal de la acción reivindicativa y política la expresión radical de la desigualdad; el segundo es comunista, dicho de otro modo, aparece constituido por el impulso a la reapropiación colectiva de la expresión consciente y de la autonomía obrera en el seno de los procesos productivos.
No es una casualidad que la unificación de estos dos temas se haya logrado sobre todo en las luchas que la nueva inteligencia productiva de masas ha abierto en los sectores socialmente más importantes de la reestructuración: los servicios productivos, la escuela o el sector terciario avanzado. Es aquí donde las diferentes funciones de la lucha obrera –la desestabilización del adversario y la desestructuración del poder, la reivindicativa, la reapropiadora y la constructiva de nuevos lenguajes y nuevos valores- han encontrado un denominador común. En este terreno la nueva figura del dominio capitalista ha sido identificada y se le han opuesto se ha identificado y se le han puesto elementos originales de independencia estratégica y prácticas adecuadas en la dirección de la lucha. Las viejas luchas obreras contenían siempre la ambigüedad de una relación dialéctica con el capital y con las reglas de la organización capitalista del trabajo: eran luchas en el interior y contra el modo de producción. La autonomía de la clase se formaba a partir de una antinomia siempre irresoluble entre la instancia del poder a comprensión de las necesidades del desarrollo. Hoy esta dialéctica ha estallado. La lucha se sitúa en el exterior del modo de producción y contra él.
La autonomía es un presupuesto y no un fin. Cada una de estas luchas expresa un poder constituyente –que se desarrolla, como condición misma de la lucha, a partir de un interés económico inmediato hacia un proyecto de sociedad. De ahí las características transversales del ciclo de luchas y su desarrollo fluctuante entre momentos de conflicto agudo y largas fases de extensión clandestina y de sedimentación ontológica de los resultados organizativos alcanzados e cada ocasión-. Se trata de: la transformación de os elementos inerciales del comportamiento antagonista en una nueva disposición constructiva de subjetividades; la producción de nuevos modelos culturales, a menudo socialmente notables; la definición de nuevas redes de desestabilización del poder y de relanzamiento de nuevos proyectos.
Ninguna lucha se parece a otra, ninguna lucha es inútil; toda lucha parte de un nivel más avanzado que la precedente. Bajo la nieve, la primavera prepara su espléndida floración. Incluso en Oriente, el ciclo de luchas inaugurado a principios de los ochenta revela características análogas. En este caso también, aunque desagrade a los nuevos demiurgos mistificadores del lenguaje, las luchas y sus objetivos pueden recogerse bajo la categoría de democracia comunista. En este caso también, los sujetos más notables son los de la inteligencia de masas, técnico-científica y productiva. Aquí, en la dimensión inmediatamente social y política de los movimientos, el prerrequisito ontológico de su actividad reside en un indisoluble intercambio entre revolución activa y revolución pasiva, construye una alternancia continua entre momentos de disolución de una estructura de poder en descomposición y la búsqueda de un nuevo vínculo social, entre capacidad de retener el nuevo contrapoder consolidado en manos de la autonomía de los movimientos sociales y la expresión revolucionaria de un poder constituyente que forma gobierno a partir de la base del sistema social.
No se rata de hacer previsiones sobre esta enorme rearticulación de la dinámica de a lucha de clases: la fenomenología sigue ocupando el lugar de la estrategia. Pero no por mucho tiempo, si es cierto que la desestabilización de los sistemas y los movimientos de crisis se han generalizado hasta tal punto que una nueva reacción represiva es difícilmente previsible, que, en consecuencia, es necesaria una maduración ulterior de los movimientos. En el Esta el poder constituyente está de todas formas al orden del día.
©EspaiMarx 2002