La Fenomenología del espíritu o la odisea del sujeto: una visión panorámica
Rubén Dri
En octubre de 1806 las tropas napoleónicas destrozan a las tropas prusianas, dando fin a lo que fuera el Sacro Imperio Romano Germánico, que sería el Estado alemán, del que Hegel había afirmado que ya no era un Estado1. La ciudad de Jena, perteneciente al ducado de Weimar, es devastada y su universidad, cerrada. La casa del profesor Georg Wilhem Friedrich Hegel es saqueada. El filósofo debe ocultarse y luego huir a Bamberg, donde se transforma en periodista, a la espera de poder volver a su vocación profesoral.
En Bamberg, a principios de 1807, elabora el célebre “Prólogo” a una obra singular, única en la historia del pensamiento filosófico, la “Fenomenología del espíritu”. Se trata de una obra densamente filosófica redactada como una novela. De hecho es una novela filosófica, la novela del sujeto que sale a recorrer el mundo para encontrarse a sí mismo, para saber quién es él mismo.
La Fenomenología del espíritu rompe todos los moldes. Es filosofía en el sentido más pleno de lo que ello pueda significar, pero es también psicología, con incursiones en el inconsciente que preanuncian los análisis freudianos; es también antropología, filosofía de la ciencia, del Estado, de la historia, de la polis, de la revolución francesa y de la religión. Es la historia filosófica del sujeto que, para encontrarse y realizase a sí mismo, debe atravesar todas estas experiencias.
Plena de símbolos, metáforas y alusiones, quien se larga a leerla, se transforma a poco de comenzar en un verdadero detective a la búsqueda de las claves que lo pongan en camino de descubrir los secretos que continuamente se le presentan al viajero. La búsqueda se hace apasionada. Al lector-detective se le abren unos enigmas y se le cierran otros que lo incitan a redoblar el esfuerzo de la búsqueda.
1.- La odisea del sujeto
Narra Homero que Odiseo sale de Ítaca, se embarca para Troya, participa en la guerra que termina con la destrucción de esa ciudad y luego emprende el viaje de regreso, atravesando las más diversas y desesperantes experiencias, los vendavales que continuamente amenazan su frágil embarcación, el engañoso encanto de las sirenas, la brutalidad del cíclope Polifemo, las trampas de Circe, los peligros de caer en Escila o en Caribdis, para arribar finalmente al lugar de donde había salido. El que ha vuelto es Odiseo, el mismo que había salido, pero que no es el mismo. Es el mismo en su ser-otro, en ese otro en que ha devenido.
El tema de la realización del sujeto a través de una odisea pertenecía al espíritu de la época de Hegel. Se encontraba en el aire. Recurre a menudo en las obras de Johann Wolfgang von Goethe, por ejemplo, en “Los años de aprendizaje de Wilhem Meister”, en “Los años de peregrinación de Wilhem Meister”, en “Las amarguras del joven Werther” y sobre todo en el “Fausto”.
Es un tema del romanticismo. Salir al mundo para descubrirse a sí mismo. Es “Enrique de Ofterdingen”, la novela clásica del género, que sale en busca de la “flor azul”, la plena y esplendorosa realización del sujeto. Él no quiere tesoros, se encuentra lejos de toda codicia, no le interesa la ciencia por ella misma. Sólo añora la flor azul. Llegar a la flor azul es llegar a sí mismo. Para llegar a sí mismo debe salir a recorrer el mundo. Salir es entrar.
Países, villas, fiestas, costumbres, paisajes, minerales, nubes, todo es materia de aprendizaje. Cada cosa, cada acontecimiento, cada situación, tiene un mensaje especial, encierra una clave que es necesario descifrar. Nada le es ajeno al sujeto en búsqueda de sí mismo. Todo tiene un sentido para que el sujeto se lo apropie. Las guerras, por ejemplo, con toda su destrucción y el caos que produce “son verdaderos poemas” (Novalis, 1987: 176).
Autores como Goethe y Novalis estaban sedientos de todo. Un verdadero espíritu fáustico los animaba. Querían conocer todo, pero orientado al autoconocimiento, al aprendizaje de la vida. Salir a explorar el mundo era lo mismo que salir a explorarse a sí mismo. O mejor, explorar el mundo era explorarse. Fausto, una vez fracasado en la experiencia de la ciencia y del “árbol de oro de la vida” (Goethe, 1996: 159) se larga a recorrer el mundo, a incorporar toda la cultura elaborada y la creación industrial.
Es el mismo impulso que mueve al sujeto de la Fenomenología del espíritu. En efecto, es “el camino del alma que recorre la serie de sus configuraciones como otras tantas estaciones de tránsito que su naturaleza le traza, depurándose así hasta elevarse al espíritu y llegando a través de la experiencia completa de sí misma al conocimiento de lo que en sí misma es” (Hegel, 1973: 54).
El camino es del alma al espíritu, de la sustancia al sujeto. “El alma es la sustancia”, no todavía el sujeto, “es solamente el sueño del espíritu, el nous pasivo de Aristóteles que según la posibilidad lo es todo” (Hegel, 1997: & 389). Sustancia, sueño del espíritu, nous pasivo de Aristóteles, todo ello significa que el alma es ya el espíritu, es decir, el sujeto, pero en su primer momento, en el de la inmediatez. La inmediatez debe mediarse, la sustancia debe devenir sujeto o espíritu, debe alcanzar la “flor azul”.
Para ello debe recorrer “la serie de sus configuraciones”. El sujeto no es una cosa, no está hecho. Todo lo contrario, se hace, deviene sujeto, se subjetualiza en un proceso continuo, en cuyo transcurso asume diversas configuraciones, diversas formas –Gestalten-, de manera que siempre es diverso, pero en esa múltiple diversidad nunca deja de ser él mismo.
Ese camino “tiene para ella -para la conciencia- un significado negativo y lo que es la realización del concepto vale para ella más bien como la pérdida de sí misma, ya que por ese camino pierde su verdad. Podemos ver en él, por tanto, el camino de la duda o, más propiamente, el camino de la desesperación”, pues no se trata de la simple duda que inmediatamente se soluciona una vez que se llega a la verdad, sino “la penetración consciente en la no verdad del saber que se manifiesta”, el “escepticismo consumado” (Hegel, 1973: 54).
La duda a la que se refiere aquí Hegel no es la Descartes, simple duda metódica, simple suspensión del conocimiento que se disipa una vez que se llega a la posesión de una verdad inconcusa -“soy, existo”-, a partir de la cual se puede rehacer el edificio de la cultura que se había puesto entre paréntesis. El sujeto Descartes nunca se vio comprometido a fondo, existencialmente, en la duda.
Algo muy distinto le pasa al sujeto de esta odisea. La “realización del concepto” es la plena realización de la conciencia, o sea, del sujeto. Ahora bien, esta realización no puede advenir sin la pérdida del mismo sujeto. Efectivamente, el sujeto como alma o conciencia natural tiene su verdad, se encuentra afirmado en la misma. En este camino esta verdad se esfuma, se desfonda, pasa a ser no verdad. No es un simple problema intelectual. Es el problema existencial por excelencia. En ello se le va la vida, la existencia. Es la desorientación, la pérdida del “centro”.
Es, por lo tanto, el camino no sólo de la duda, sino también de la desesperación. Cuando el sujeto en su momento de conciencia natural pierde su verdad, no avizora su superación. Entra en el ámbito de las tinieblas, de lo negativo. La desesperación lo atraviesa de parte a parte.2
La meta de este camino es que “el concepto corresponda al objeto” y que “el objeto corresponda al concepto”; de otra manera, que el sujeto corresponda al objeto y que el objeto corresponda al sujeto. De otra manera todavía, que el sujeto y el objeto conformen una totalidad dialéctica sujeto-objeto. El sujeto en su momento de conciencia cree que el objeto está afuera. Un largo camino le espera hasta comprender que no hay tal, que el objeto es un momento del sujeto como éste lo es de aquél.
Por otra parte, el avance hacia la meta es “incontenible y no puede –la conciencia- encontrar satisfacción en ninguna otra estación anterior” (Hegel, 1973: 56). La desilusión, la insatisfacción, el malestar, lo negativo, acompaña al viajero sin solución de continuidad. Nada lo puede satisfacer plenamente, pues se encuentra empujado a ir más allá de sí misma por una “violencia –Gewalt- que echa a perder en él la satisfacción limitada” (Id.: 56).
Es la violencia interior de la vida que empuja a mirar de frente el peligro, la muerte de la vida plenamente natural, y a arrojarse en brazos de la angustia que motoriza una contra-fuerza, un freno, a la marcha que abandona el suelo firme para lanzarse a lo desconocido. “En el sentimiento de esta violencia puede ser que la angustia retroceda ante la verdad, tendiendo a conservar aquello cuya pérdida la amenaza” (Id.: 56).
Fuerza y contra-fuerza, la angustia, de la que luego se tratará en el contexto de la autoconciencia, es “una antipatía simpatética y una simpatía antipatética” (Kierkegaard, 1952: 46), atrae hacia el precipicio de “la libertad como posibilidad antes de la posibilidad” (Ibidem) al mismo tiempo que impulsa un profundo rechazo. Atrae y repele, atracción de la mera posibilidad antes de cualquier posibilidad concreta y rechazo de la nada que significa la mera posibilidad. Miles de subterfugios se presentarán a la conciencia para no dar el salto al que lo impele la posibilidad.
“Este movimiento dialéctico que la conciencia lleva en sí misma, tanto en su saber, como en su objeto, en cuanto brota ante ella el nuevo objeto verdadero, es propiamente lo que se llamará experiencia” (Hegel, 1973: 58). La Fenomenología es definida por Hegel como “ciencia de la experiencia de la conciencia”. Hegel dice “conciencia” en lugar de sujeto o espíritu, porque quiere dar entender que va a tratar del sujeto desde su primer momento, desde el momento más pobre, el de la conciencia.
La ciencia –Wissenschaft- a la que aquí se refiere Hegel nada tiene que ver con el concepto moderno de ciencia. Lo científico que nace con la modernidad es conocimiento de lo particular. Cuanto más científica es una investigación, más particulariza su objeto de conocimiento. Todo lo contrario es lo que expresa la Wissenschaft. Se refiere ésta siempre a una totalidad. En el caso de la Fenomenología esa totalidad es la experiencia –Erfahrung- del sujeto.
Es la ciencia de la totalidad de la experiencia, no de algún momento puntual. La experiencia del movimiento dialéctico que se desarrolla tanto en el polo del sujeto o conciencia como en el del objeto de la conciencia. Tanto la conciencia como el objeto, tanto el sujeto como el objeto cambian, se transforman. Al cambiar o renovarse el objeto, cambia o se renueva la conciencia. Ésta asume una nueva forma –Gestalt– correspondiente al nuevo objeto.
Cuando aparece un “nuevo objeto” para la conciencia, ésta cambia, asume “una nueva figura”, pero no es consciente de ello. El proceso se produce “a sus espaldas, por así decirlo”, de manera que “para ella –para la conciencia- esto que nace es solamente en cuanto objeto, mientras que para nosotros es, al mismo tiempo, en cuanto movimiento y en cuanto devenir” (Hegel, 1973: 59-60).
“Para la conciencia”, por una parte. “Para nosotros”, por otra. Dos son los personajes que protagonizan esta novela filosófica, la conciencia y nosotros, el sujeto que va transitando su odisea y nosotros, filósofos-pedagogos que lo vamos acompañando. Muchas veces adelantamos lo que el sujeto va a experimentar, aclaramos lo que sucede “a sus espaldas”, que más tarde se le hará consciente.
2.- Detrás del telón no hay nada que ver.
El sujeto va a comenzar su odisea. Nosotros, filósofos-pedadogos, adelantamos que el comienzo debe ser inmediato –unmittelbar- tanto en cuanto al saber como en cuanto al objeto. Conocimiento inmediato de lo inmediato. Se trata del conocimiento sensible, plenamente sensible, sin intervención del pensamiento, de las representaciones y de cualquier construcción mental. Los sentidos puestos en contacto inmediato con su objeto. ¿Qué sucede allí?
El sujeto en su momento de conciencia cree que ese conocimiento es el más rico y, en consecuencia, el más verdadero, dado que no deja nada fuera. Los sentidos, en efecto, captan al objeto con todas sus cualidades. “Pero -aquí intervenimos nosotros- de hecho, esta certeza se muestra ante sí misma como la verdad más abstracta y más pobre” (Hegel, 1973: 63). Efectivamente, “lo único que enuncia de lo que sabe es esto: que es; y su verdad contiene solamente el ser de la cosa. La conciencia, por su parte, es en esta certeza solamente como puro yo, y yo soy en ella solamente como puro éste y el objeto, asimismo como puro esto” (Hegel, 1973: 63).
La conciencia cree que mediante los sentidos capta la totalidad del objeto, su color, tamaño, peso, etc. No deja nada fuera. Cuando se le pide, pues, que diga qué es lo que percibe, contesta enumerando las cualidades del objeto. En ello incurre en un grueso error, pues, sin darse cuenta introduce su propia cultura. Si sólo se atuviese a lo sensible, o a la “certeza sensible”, como la denomina Hegel, nada podría decir, pues si dice blanco es porque lo contrapone al negro; si afirma que es pesado, es porque ya sabe qué es el peso y lo contrapone a lo liviano. Todo eso es trabajo del pensamiento que se ha desarrollado.
Lo único que puede decir del objeto, suponiendo que pudiese decir algo, sería esto, o sea, el universal más abstracto que imaginarse pueda. Efectivamente todo es esto, y de eso nada se puede decir, porque apenas se diga algo, ya se introducen representaciones, comparaciones, con lo cual hemos salido del ámbito de la certeza sensible en que queríamos permanecer. Si se vuelve ahora al sujeto, o sea, a la conciencia misma, porque tal vez la verdad se encuentra en ella, se le presenta el mismo problema. Efectivamente, del sujeto sólo podríamos decir éste, pues apenas agreguemos algo, ya salimos del ámbito de la pura sensibilidad.
La conciencia creyó que los sentidos la ponían en posesión del mundo. Se quedó con las manos vacías. Sólo un esto, un éste, o sea, algo plenamente universal, porque todo es esto y éste, pero al mismo tiempo completamente vacío. Quienes no quieren convencerse de ello “debieran volver a la escuela más elemental de la sabiduría, es decir, a los antiguos misterios eleusinos de Ceres y Baco, para que empezaran por aprender el misterio del pan y del vino, pues el iniciado en estos misterios no sólo se elevaba a la duda acerca del ser de las cosas sensibles, sino a la desesperación –Verzweiflung-de él, ya que, por una parte, consumaba en ellas su aniquilación, mientras que, por otra parte, las veía aniquilarse a ellas mismas” (Hegel, 1973: 69).
Para el devoto, ya sea de los misterios eleusinos como del católico o de cualquier otra religión, las cosas sensibles, en sus ritos, sólo cuentan en lo que significan. El pan, para el católico que va a comulgar, no es pan, sino el cuerpo de Cristo. Lo sensible no es nada en sí, sólo una manifestación del espíritu. La verdadera sabiduría consiste precisamente en comprender que las cosas sensibles en sí no son nada. Incluso los animales están dotados de esa sabiduría, pues “desesperando de esta realidad, y en la plena certeza de su nulidad, se apoderan de ellas y las devoran” (Hegel, 1973: 69).
Pero en realidad la conciencia nunca ve un mero esto. Siempre ve, siente, toca algo que es mesa, banco, silla, árbol, casa, es decir percibe. Con la percepción hemos salido del ámbito meramente sensible. A los sentidos se le agregaron representaciones, concepciones, prenociones, en una palabra, en lo percibido interviene la cultura del percipiente.
Percibo un objeto al que denomino “mesa”. Es evidente que intervienen los sentidos, la vista, el tacto, el oído. Pero con ellos solos nunca podría decir “mesa”. Para decirlo y saber lo que digo necesito de una práctica mediante la cual haya aprendido para qué sirve ese objeto y, por otra, haber aprendido el vocablo y su significación. Ahora no sólo siento, no sólo me encuentro en la certeza sensible, sino que percibo.
Todo se aclara. La conciencia tiene delante suyo una mesa. De un lado está el sujeto y del otro el objeto. Éste, por otra parte, es uno que está dotado de múltiples cualidades. Es marrón, ovalado, pesado, resistente. La claridad comienza a enturbiarse. ¿Cómo están juntos lo uno y lo múltiple? El uno excluye lo múltiple y viceversa. Suponer la mesa como una especie de recipiente en la que entran las cualidades, o como una plataforma, un medium en el que se fijan las cualidades, es recurrir a representaciones que no dan cuenta de la racionalidad o inteligibilidad del objeto.
La conciencia, en esta etapa, entra en una frenética movilización circular. Dado que el objeto se le presenta ya como uno, ya como múltiple, comienza a dudar de su propia percepción. ¿Será que es la conciencia la que pone la unidad y el objeto la multiplicidad? ¿O será al revés? Si hasta ahora la mirada estaba clavada en el objeto, ahora va de uno a otro, del objeto al sujeto y de éste a aquél. Pero es el sujeto, o sea la conciencia, la que comienza a ser visualizada como la protagonista de esta historia. El objeto comienza a moverse.
Menester es pensar la realidad uno-múltiple, es decir, la realidad contradictoria. Para ello no bastan las representaciones. Éstas se encuentran todavía demasiado lastradas de sensibilidad que impiden pensar el universal mesa con sus particularidades, o en otras palabras, que impide pensar la contradicción universal-particular. En ayuda de la percepción viene el entendimiento -Verstand-.
La conciencia ha ido pasando del médium al uno y viceversa, no acertando a saber dónde se produce el movimiento, si en la conciencia, si en el objeto o si en el objeto y la conciencia. Hacia esto último fue orientándose. El entendimiento avanza en esa dirección. Si lo contradictorio, el uno y lo múltiple, están al mismo tiempo en el objeto, ello significa que hay una fuerza que los une, que los obliga a estar juntos. Pero una fuerza para ejercerse necesita una contra-fuerza, un juego de fuerzas, una dialéctica de fuerzas.
Pero la fuerza, las fuerzas, no se ven, no se palpan. Sólo es posible captar sus efectos. Ello significa que no se encuentran en el ámbito sensible. Debe haber, entonces, otro ámbito, otro mundo. Aparece el mundo suprasensible o interior al que no llegan los sentidos, pero sí el entendimiento. Lo que ha hecho su aparición de esta manera es el dualismo en la concepción filosófica. Constituye el dualismo una etapa necesaria, como todas las que atraviesa la conciencia, que ha proporcionado la base para la mayoría de los sistemas filosóficos que jalonan la historia de la filosofía de occidente.
La conciencia, en su etapa del entendimiento en que nos hallamos, se lanza al interior del objeto, presintiendo que allí se encuentra lo que busca. No sabe todavía que en esta búsqueda se busca a sí misma. Cree que su búsqueda es meramente “científica”, en el sentido de las ciencias modernas que se olvidan completamente del sujeto y bucean sólo en el objeto.
Ahora bien, ¿qué puede ver el entendimiento en el interior del objeto? Hegel distingue entre el entendimiento Verstand- y la razón –Vernunft-, no como dos facultades del sujeto al estilo kantiano, sino como dos momentos o figuras distintas del sujeto. Así como el sujeto es en un momento conciencia, en otro autoconciencia, también es en un momento entendimiento y en otro razón. El sujeto o conciencia como entendimiento abstrae y fija el objeto. De otra manera, la función del entendimiento es la abstracción y la fijación. La razón, por su parte, pone en movimiento lo que el entendimiento ha abstraído y fijado.
En consecuencia, lo único que el entendimiento verá en ese interior será la ley del objeto, el cual queda, de esa manera, inmovilizado. Pero pronto aparecen las contradicciones. La ley como universal es homónima, igual a sí misma. Pero aparecen las leyes, la contradicción en el “reino tranquilo de leyes”.
Por otra parte la ley es lo mismo que la fuerza. Se trata de una tautología. Efectivamente, si la electricidad es la fuerza, y su división en positiva y negativa es la ley, ésta es lo mismo que la fuerza. No hay electricidad que no se divida en positiva y negativa. Por ello se requiere una explicación.
“En la explicación encontramos cabalmente mucha autosatisfacción, porque aquí la conciencia, para decirlo así, se halla en coloquio inmediato consigo misma, gozándose solamente a sí misma; parece ocuparse solamente de otra cosa, pero de hecho sólo se ocupa de sí misma” (Hegel, 1973: 103).
Cuando la conciencia empieza a explicar, o sea a desarrollar lo que cree que es solamente el objeto, experimenta satisfacción, lo cual muestra que al explicar el objeto la conciencia se estaba explicando a sí misma, lo cual significa, por otra parte, que en el objeto se encuentra el sujeto, que al explicar el objeto es a sí mismo a quien explica, que al explicar, se explica.
De otra manera, “que detrás del llamado telón , que debe cubrir el interior, no hay nada que ver, a menos que penetremos nosotros mismos tras él, tanto para ver como para que haya detrás algo que pueda ser visto” (Hegel, 1973: 104). Se ha recorrido un largo camino para llegar aquí, el de la certeza sensible, el de la percepción y el del entendimiento con todas su contradicciones para descubrir que al buscar el objeto, el sujeto se estaba buscando a sí mismo, que al conocer el objeto era a sí mismo a quien estaba conociendo, que el sujeto está en el objeto.
Hasta este momento el sujeto creía que entre él y el objeto había un telón. El objeto estaba fuera de su ámbito. El sujeto estaba, por decirlo así, en un interior en cuyo exterior se encontraba el objeto. Ahora se da cuenta que interior y exterior no son dos ámbitos separados sino sólo dos momentos de una totalidad. Detrás del telón no hay nada. No hay un tal interior de la mesa. No allí ninguna esencia, ninguna sustancia. La mesa es mesa porque yo, como representante de mi cultura, la hago mesa. Se verifica, de esta manera, la conclusión a la que había llegado la certeza sensible: lo sensible no es nada, o en todo caso, es sede del significado.3
3.- La intersubjetividad, reino de la verdad.
“En los modos de la certeza que preceden, lo verdadero es para la conciencia algo distinto de ella misma. Pero el concepto de este algo verdadero desaparece en la experiencia de él; el objeto no se muestra ser en verdad como era de un modo inmediato en-sí, como el ente –das Seiende-de la certeza sensible, la cosa concreta de la percepción, la fuerza del entendimiento, sino que este en-sí resulta ser un modo en que es solamente para otro; el concepto del objeto se supera –hebt sich …auf- en el objeto real o la primera representación inmediata, en la experiencia, y la certeza se pierde en la verdad” (Hegel, 1973: 107).
En el recorrido hecho hasta aquí, la conciencia siempre creyó que el objeto estaba afuera, en el exterior y que en él se encontraba la verdad. Veía al objeto en sí mismo, sin referencia al sujeto. A él debía éste llegar. Pero el mismo proceso le ha ido mostrando que este pretendido en-sí es en realidad un para-otro, es decir, para el sujeto o la conciencia. Sujeto-objeto conforman una totalidad en la cual la mera certeza residente en la conciencia, se transforma en la verdad residente en esa totalidad.
De manera que no es necesario ir detrás del objeto como lo ha hecho la conciencia hasta el momento, pues el objeto no está más allá. Se encuentra en la misma conciencia. Nada hay detrás del telón. No existe tal telón. Menester es que la conciencia se adentre en sí misma. Comienza, pues, la dialéctica de la autoconciencia. En realidad ésta ha comenzado desde siempre, sólo que la conciencia no se daba cuenta de ello.
Algunas observaciones son necesarias al comenzar esta nueva etapa dialéctica. En primer lugar, que “con la autoconciencia entramos, pues, en el reino propio de la verdad” (Hegel, 1973: 107), esto es, de la totalidad sujeto-objeto. Saber y objeto se igualan, el objeto alcanza su concepto.
En segundo lugar, del ámbito dominado por el aspecto teórico hemos pasado al de la práctica. Kant había separado la razón teórica de la razón práctica en dos ámbitos que no se encontraban. Es por ello que se vio obligado a escribir una tercera crítica, para, de algún modo, tender un puente entre los dos ámbitos. De esta manera, según Hegel, no se respeta la realidad del espíritu, totalidad de sujeto-objeto, siendo la escisión un momento de su realización y no dos realidades separadas que es necesario unir mediante algún puente.
Universal y particular, teoría y práctica, constituyen siempre dos momentos dialécticos de la totalidad sujeto-objeto. En algunos estadios del proceso dialéctico se acentúa un momento y en otros, el otro momento. En toda la etapa de la conciencia, que comprende la certeza sensible, la percepción y el entendimiento, se acentuó el momento teórico. Ahora le toca al práctico.
Con la autoconciencia hemos salido del mundo meramente objetual y entrado en el de la vida, el del organismo viviente, “algo retornado a sí mismo”. No hay autoconciencia sin ese momento objetual que es el organismo. La autoconciencia es el retorno del mundo sensible. No se da sin ese mundo sensible, el organismo, del que retorna. El motor que preside el estadio de la autoconciencia es le deseo.
Pero es menester distinguir dos niveles en el deseo, el puramente animal y el animal-humano o simplemente humano. El primero –Begierde- es el deseo que “aniquila el objeto independiente y se da con ello certeza de sí mismo como verdadera certeza” (Hegel, 1973: 111). Se trata del deseo del alimento y del deseo sexual. Tanto el objeto del deseo como el deseo mismo se reproducen al infinito. No se da en este nivel la realización de la autoconciencia o sujeto.
El otro nivel del deseo es el deseo de reconocimiento –Anerkennung-. No es el deseo del otro, sino el deseo del reconocimiento del otro. Sólo si este otro produce también el reconocimiento, o sea, si responde con la misma moneda, si los reconocimientos se cruzan, entonces la autoconciencia se realiza. “La autoconciencia sólo alcanza su satisfacción en otra autoconciencia” (Hegel, 1973: 112) y, como se sabe, sólo existe satisfacción cuando el sujeto se realiza.
Aquí ya nos encontramos con el espíritu, es decir, “el yo es el nosotros y el nosotros, el yo” (Hegel, 1973: 113). El sujeto es intersujeto. La intersubjetividad lo atraviesa, lo constituye esencialmente. Tenemos aquí el concepto pleno del espíritu o sujeto, la realidad intersubjetiva que plenamente sólo se realiza en un pueblo libre. Se da entonces “el punto de viraje a partir del cual se aparta de la apariencia coloreada del más acá sensible y de la noche vacía del más allá suprasensible, para marchar hacia el día espiritual del presente” (Hegel, 1973: 113).
Cuando el sujeto pasa del estadio de la conciencia al de la autoconciencia y, por ende, al del espíritu, se supera el dualismo del más acá y del más allá. Tanto el empirismo-positivismo del más acá, como el más allá de ciertas experiencias religiosas, del kantismo y de las filosofías de la reflexión, quedan superados en el día espiritual del presente.
Comienza, pues, la dialéctica de la autoconciencia: “La autoconciencia es en y para sí en cuanto que y porque es en sí y para sí para otra autoconciencia; es decir, sólo es en cuanto se la reconoce” (Hegel, 1973: 113). La autoconciencia o sujeto sólo es tal en la medida en que entra en el movimiento del reconocimiento. Reconocimiento de autoconciencia a autoconciencia. Sin ese reconocimiento el sujeto nunca devendría tal. No podría superar la etapa meramente animal.
Ahora bien, siendo el sujeto la totalidad sujeto-objeto, el momento objetual de la totalidad tiende a imponerse y cortocircuitar el movimiento de reconocimiento. Se requerirá, en consecuencia, la eliminación de dicho momento, el cual, por otra parte, no puede ser eliminado, en la medida en que sin él es el sujeto mismo el que desaparece. Es evidente que no se trata de una eliminación total, sino de su subordinación al momento subjetual.
La realización del sujeto requiere la relación de sujeto a sujeto o autoconciencia a autoconciencia. Para ello se requiere una lucha a muerte por el reconocimiento que consiste en cada uno niegue su propio momento objetivo y el momento objetivo del otro, de tal manera que el momento subjetivo sea plenamente hegemónico. Sólo de esa manera se produce el reconocimiento mediante el cual se realizan los sujetos.
“El individuo que no ha arriesgado su vida puede sin duda ser reconocido como persona, pero no ha alcanzado la verdad de este reconocimiento como autoconciencia independiente. Y, del mismo modo, cada cual tiene que tender a la muerte del otro, cuando expone su vida” (Hegel, 1973: 116).
La muerte a la que se refiere Hegel es la muerte del objeto, de lo que él denomina también “ser-ahí determinado”. Ahora bien, la autoconciencia o sujeto es siempre la totalidad sujeto-objeto. En consecuencia, la muerte o destrucción del momento objetual es, al mismo tiempo, la muerte del momento subjetual. Es así como el sujeto lo siente. En la relación de sujeto a sujeto siempre se da la tendencia a objetualizar al otro, a verlo como un objeto que puede ser útil. Es la tendencia que se desarrollará ampliamente en la cultura de la Ilustración.
El miedo a la pérdida del momento objetual hace que uno de los sujetos retroceda, se someta al otro. Así lo presenta Hegel: “Ambos momentos –ambas autoconciencias- son esenciales; pero, como son, al comienzo, desiguales y opuestos y su reflexión en la unidad no se ha logrado aún, tenemos que estos dos momentos son como dos figuras contrapuestas de la conciencia: una es la conciencia independiente que tiene por esencia el ser-para-sí; otra, la conciencia dependiente, cuya esencia es la vida o el ser para otro; la primera es el señor –der Herr-, la segunda, el siervo –der Knecht- (Hegel, 1973: 117).
Señor y siervo son “figuras contrapuestas de la conciencia” –engegengesetzte Gestalten des Bewusstseins-. Son figuras, formas, momentos del sujeto que se dan siempre. Es la relación madre-hijo, profesor-alumno, dirigente-dirigido. La relación siempre es desigual, y el camino, el de la igualación que nunca se logra plenamente, pero que, como horizonte siempre está presente, orientando el camino.
A primera vista es el señor el que ha triunfado plenamente en esta lucha, lo cual constituye un engaño. Efectivamente, la lucha es por el mutuo reconocimiento, lo que significa el reconocimiento recíproco entre dos sujetos o autoconciencias. Pero el señor ha reducido al otro a objeto. En consecuencia, no logra ser reconocido por otro sujeto. El camino del señorío es un camino sin salida. Objetualiza a ambos. Los dos se degradan.
El camino de la odisea se abrirá por el lado del siervo, pero no será fácil. Deberá atravesar el siervo una triple experiencia, la de la angustia, la del servicio y la del trabajo formativo. “Tiene –la conciencia servil- en ella misma, de hecho, esta verdad de la pura negatividad y del ser-para-sí, pues ha experimentado en ella misma esta esencia. En efecto, se ha sentido angustiada no por eso o por aquello, no por este o aquel instante, sino por su esencia entera, pus ha sentido el miedo de la muerte, del señor absoluto. Ello la ha disuelto interiormente, la ha hecho temblar en sí misma y ha hecho estremecer cuanto había en ella de fijo. Pero este movimiento universal puro, la fluidificación absoluta de toda subsistencia –des absoluten Flüssigwerden alles Bestehens- es la esencia simple de la autoconciencia, la absoluta negatividad, el puro ser-para-sí, que es así en esta conciencia. Este momento del puro ser-para-sí es también para ella, pues en el señor dicho momento es su Objeto” (Hegel, 1973: 119).
El miedo a la muerte no es un miedo cualquiera. No es miedo a algo particular que pueda localizarse de manera de desplazarlo o eliminarlo y, de esa manera, hacer que el miedo se disipe. El miedo a la muerte es la angustia cuyo objeto no se puede señalar porque es la totalidad. Es la amenaza total. No hay dónde o de qué agarrarse. Todo lo que es fijo, todo lo que proporciona algún sostén, se estremece. La tierra desaparece bajo los pies y uno queda en el aire.
Todo se fluidifica. Esa fluidificación de todo es nada menos que la esencia misma del sujeto o autoconciencia. Ésta no se ve, no se toca, no permite que se la pueda imaginar, pues es la “absoluta negatividad”, o sea, la negatividad de todo lo objetual, lo único que se puede imaginar. Al hacer su aparición el señor absoluto, la muerte, el sujeto se experimenta plenamente a sí mismo, independientemente de toda objetualidad.
Ahora bien, si el objeto ha desaparecido por completo, el sujeto lo acompañará indefectiblemente. El sujeto, en consecuencia, debe recrear el objeto. Dado que se ha transformado en siervo, será obligado por el señor a hacerlo. “Aquella conciencia no es solamente esta disolución universal en general sino que en el servir la lleva a efecto realmente; al hacerlo supera en todos los momentos singulares su supeditación al ser-ahí y los supera por medio del trabajo” (Hegel, 1973: 119).
Son fundamentales aquí los conceptos de Begierde, Arbeit y Bilden. “El deseo –Begierde- se reserva aquí la pura negación del objeto y, con él, el sentimiento de sí mismo sin mezcla alguna. Pero esta satisfacción es precisamente por ello algo que tiende a desaparecer, pues le falta el lado objetivo o la subsistencia” (Hegel, 1973: 120). Es el deseo del señor, semejante en todo al deseo puramente animal. Es la pura negación del objeto. Efectivamente, el trozo de carne o las papas fritas desaparecen al ser comidos. En el deseo sexual el otro es un objeto que deja de interesar, o sea, desparece, una vez que el deseo se ha satisfecho.
El trabajo –Arbeit- por el contrario, es deseo reprimido, desaparición contenida, o sea, forma –bildet-. La relación negativa con el objeto se convierte en forma de éste y en algo permanente, precisamente porque ante el trabajador el objeto tiene independencia. Este término medio negativo o la acción –Tun- formativa es, al mismo tiempo la singularidad o el puro ser-para-sí de la conciencia, que ahora se manifiesta fuera de sí en el trabajo y pasa al elemento de la permanencia; la conciencia que trabaja llega, pues, de este modo a la intuición del ser independiente como de sí misma” (Hegel, 1973: 120).
El trabajo es “deseo reprimido”. En efecto, el ser humano no se abalanza inmediatamente sobre el trozo de carne que desea comer, sino que lo prepara primero en un proceso más o menos largo. Lo mismo pasa con el deseo sexual. El cumplimiento del deseo se retrasa. No desaparece sino que “se contiene” hasta poder darle cumplimiento. De esa manera, en el proceso de preparación, “forma” –bildet-, crea el objeto. En otras palabras, crea el mundo de la cultura, el ethos o “segunda naturaleza” en la que podrá desarrollar su vida.
En el caso del animal o del señor, la relación con el objeto es de destrucción de éste. Efectivamente, tanto uno como otro se apoderan del objeto, ya sea alimenticio o sexual y lo destruyen. En el caso humano o del sujeto, por el contrario, la relación es de “formación” o transformación. El objeto es creado por el sujeto. Como el objeto tiene independencia, o sea, no es destruido, “la conciencia que trabaja”, es decir, el sujeto que crea el objeto, “llega a la intuición del ser independiente como de sí misma”. En otras palabras, se ve a sí misma en el objeto que crea.
Sintetizando todo este proceso, agrega Hegel: “En el señor, el ser-para-sí es para ella –para la conciencia- un otro o solamente para ella; en el temor, el ser-para-sí es en ella misma; en el formar –in dem Bilden- el ser-para-sí deviene como su propio ser para ella y se revela a la conciencia como es ella misma en y para sí” (Hegel, 1973: 120). Mientras se mantiene la relación señor-siervo éste ve el para-sí o momento subjetual en el señor. El siervo se ve a sí mismo como objeto y al señor como sujeto. En la experiencia de la angustia el momento del para-sí o subjetual pasa al siervo, pero éste no logra todavía su plena conciencia. Mediante el “formar”, o sea, mediante el trabajo formativo o creativo se crea como sujeto y se hace plenamente consciente de ello.
El momento de la angustia es fundamental para la realización del sujeto. Si en lugar de la angustia en la que todo lo firme se tambalea, se estremece y desmorona, sólo se experimenta un temor a algo que se puede señalar, el sujeto no sobrepasa su mundo particular, “un sentido propio vano” o “extraño” una “obstinación, una libertad que sigue manteniéndose dentro de la servidumbre”. Sólo si “todos los contenidos de la conciencia natural” se han estremecido, el sujeto llega al verdadero “sentido propio”, la verdadera libertad.
4.- La verdad del sepulcro vacío.
El siervo llega, de esta manera, a la libertad. O tal vez, cree llegar a la misma. Efectivamente, ese sentido propio al que ha llegado la conciencia, por el momento no se ha plasmado en la práctica. Al estremecerse y desaparecer todos los contenidos de la conciencia natural, ésta se ha liberado o, en otras palabras, ha advenido al pensamiento. Ahora bien, “en el pensamiento yo soy libre, porque no soy en otro, sino que permanezco sencillamente en mí mismo, y el objeto que es para mí la esencia es, en unidad indivisa, mi ser para mí; y mi movimiento en conceptos es un movimiento en mí mismo” (Hegel, 1973: 122).
“Como es sabido, esta libertad de la autoconciencia, al surgir en la historia del espíritu como su manifestación consciente, recibió el nombre de estoicismo” (Hegel, 1973: 122). La fenomenología del espíritu es la “ciencia de la experiencia de la conciencia”, no la “historia del espíritu”. Ésta es la primera vez que Hegel en la Fenomenología salta explícitamente de la Fenomenología a la historia del espíritu.
El estoicismo es una corriente filosófica que corresponde al momento en que la conciencia emerge, a través del miedo, el servicio y el trabajo, de la servidumbre a la que había sido sometida. Emerge como conciencia estoica. Se trata de la libertad en el pensamiento, en la idea. Libertad sin contenido, libertad negativa. Tanto en el trono –Marco Aurelio- como en las cadenas –Epicteto- el estoico es libre. Semejante libertad, al carecer de contenido no puede no causar hastío que invita a salir hacia el mundo real.
Cuando intenta hacerlo cae en el escepticismo. Efectivamente, “el escepticismo es la realización de aquello de que en el estoicismo era solamente el concepto y la experiencia de lo que es la libertad del pensamiento; ésta es en sí lo negativo y tiene necesariamente que presentarse así” (Hegel, 1983: 124).
El estoicismo sería el momento teórico de la conciencia, mientras que el escepticismo es el práctico. Se trata de teoría y práctica en el elemento del pensamiento. El estoicismo es la libertad del pensamiento, pero en su fase de en sí, o todavía no puesto. El escepticismo, en cambio, es esta negatividad que pasa al para sí. O es la negatividad puesta.
La dialéctica del señorío y la servidumbre se repite en un nuevo nivel como estoicismo y escepticismo. Efectivamente, “el estoico corresponde al concepto de la conciencia independiente, que se revelaba como la relación entre el señorío y la servidumbre; el escepticismo corresponde a la realización de esta conciencias, como la tendencia negativa ante el ser-otro, es decir, al deseo y al trabajo” (Hegel, 1973: 125).
Pero hay una diferencia importante. El siervo por no ser libre no puede llevar a término la negación de la realidad con sus múltiples determinaciones. Ahora, en cambio, lograda su libertad en el pensamiento, consuma la negación. En la plena “certeza de su libertad hace que desaparezca” todo lo que se presenta como real” y de esa manera “a través de esta negación autoconsciente, la autoconciencia adquiere para sí misma la certeza de su libertad, hace surgir la experiencia de ella y la eleva de este modo a verdad” (Hegel, 1973: 125-126).
El escepticismo, en consecuencia, es una figura de la conciencia tan esencial e inevitable como la percepción, el entendimiento o la razón. Corresponde al momento en que la autoconciencia o el sujeto se consolida en su libertad “como una libertad que ella misma se ha dado y mantenido”, pero dado que “la conciencia misma es la inquietud dialéctica absoluta” pronto experimenta que en realidad “en vez de ser una conciencia igual a sí misma, sólo es una confusión simplemente fortuita, el vértigo de un desorden que se produce constantemente, una y otra vez” (Hegel, 1973: 126).
La conciencia pasa de un extremo al otro, se pierde en una confusión de la que no encuentra salida alguna. Entra en frenéticas contradicciones en ella misma. Proclama abiertamente “la nulidad del ver, el oír, etc. Y ella misma ve, oye, etc; proclama la nulidad de las esencialidades éticas y ella misma las erige en potencias de su conducta” (Hegel, 1973: 127).
Todas las contradicciones en las que se pierde la conciencia en su momento escéptico, dependen de la contradicción esencial de la conciencia entre “lo inmutable y lo igual” y lo “totalmente contingente y desigual consigo misma”, con lo cual hemos entrado ya en una nueva figura de la conciencia, la figura de la “conciencia desgraciada”.
Esta nueva figura de la conciencia, como todas las que aparecen en esta odisea son esenciales. Todo sujeto pasa por ella en su odisea y no sólo una vez, sino múltiples veces. Pero Hegel al incluirla aquí, al mismo tiempo que trata de una figura esencial de la conciencia, tiene en mente analizar críticamente una figura esencial en la historia de occidente, la que se refiere a la experiencia religiosa en el occidente medieval, especialmente la que se daba en los conventos.
En lo esencial se trata de una conciencia dual que no logra dialectizar los momentos del universal y del particular, expresados en esta figura como lo inmutable y lo mudable. Lo universal pasa a ser inmutable y lo particular, lo mudable. Con ello se está indicando que nos ubicamos en el terreno religioso, en el cual, el universal es Dios o lo sagrado que aparece como lo inmutable frente a las mutaciones de lo empírico. La dialéctica entre ambos momentos se encuentra trabada y, en lugar de la superación –Aufhebung-, lo que se produce es una yuxtaposición.
De esa manera la conciencia no tiene reposo, se encuentra siempre desdoblada, en una conciencia tiene también la otra, “por donde se ve expulsada de un modo inmediato de cada una, cuando cree haber llegado al triunfo y a la quietud de la unidad” (Hegel, 1973: 128). Ello hace que esta conciencia no encuentre paz. Una inquietud, un malestar profundo la corroe íntimamente y hace que merezca el nombre de conciencia desgraciada –ungluklich Bewusstsein-.
La conciencia atascada en su proceso dialéctico ensaya diversas salidas, consistentes siempre en el intento de que la conciencia empírica, singular o mudable, desaparezca en la conciencia esencial, universal o inmutable. El intento fracasa una y otra vez, y una y otra vez se vuelve a intentar lo mismo. El primer intento es el del “recogimiento devoto”, la unión sentimental con lo inmutable. “Su pensamiento como tal sigue siendo el informe resonar de las campanas o un cálido vapor nebuloso, un pensamiento musical, que no llega a concepto” (Hegel, 1973: 132).
Es el desborde sentimental de la conciencia devota, la oración acompañada por el torrente de lágrimas, “el movimiento de una infinita nostalgia” que siente íntimamente que su salvación se encuentra en lo inmutable al que quiere adherir, o mejor, con el que se quiere confundir en una unión en la que él desaparezca. Pero el inmutable se aleja cuando él se acerca, o mejor, cuando pretende acercarse, aquél “ha huido ya”, se encuentra más allá.
El movimiento de la conciencia devota que se mueve con este desborde sentimental busca al inmutable como si fuera un particular. Por ello es que cuando cree encontrarlo sólo se halla ante “el sepulcro de su vida” (Hegel, 1973: 133).4 La búsqueda ha sido errada, pero provechosa, porque entraña un necesario aprendizaje. La búsqueda del universal como una particularidad será abandonada.
El momento de la búsqueda mediante la contemplación fervorosa, sentimental, es un momento teórico. Cede el puesto, en consecuencia, al momento práctico, el de la acción piadosa. La conciencia se entrega al deseo y al trabajo, pero interpreta que deseo y trabajo no son suyos sino de Dios. La certeza de sí que con ello adquiere es una “certeza rota” y la realidad sobre la que actúa también está rota, escindida, siendo una parte profana, desvalorizada, nula y la otra, sagrada.
La conciencia ha hecho todo el esfuerzo posible para atribuir a Dios, lo inmutable, el deseo, la acción y el goce, pero “como conciencia , ha querido, ha hecho y ha gozado”, con lo cual “se ha experimentado como una conciencia real y actuante o como una conciencia cuya verdad es ser en y para sí” (Hegel, 1973: 136). Pero con esto no hemos salido de la conciencia desgraciada porque ahora siendo ella la verdadera realidad, la esencia universal es la nada con lo cual su acción deviene “una acción de nada y su goce deviene el sentimiento de su desgracia” (Hegel, 1973: 136).
La relación entre el universal y el particular, lo inmutable y lo mudable, parece definitivamente rota. Se recurre entonces a la mediación de un tercero, con lo cual se hace imposible la superación. Lo máximo que se podría obtener de esa manera es una mezcla, una síntesis o una yuxtaposición. Es entonces cuando la conciencia recurre a la solución extrema y definitiva, hace los votos de pobreza, castidad y obediencia, es decir, renuncia a la propiedad, al goce y a la propia decisión y se somete a ritos que no comprende.
Con ello se ha reducido a ser, a objeto. Ahora bien, este objeto es la comunidad, la intersubjeividad, es decir, el universal. Pero lo universal es la razón, sólo que, dado que se ha sometido a ritos que no entiende, ha aceptado dogmas, es la razón en negativo. Negando esta razón en negativo emerge la razón en positivo. Individualmente, de esa manera, el sujeto rompe el cascarón del ámbito familiar en el que se ha formado. Es el ámbito de la razón en negativo que pasa a ser positivo. Históricamente es el paso del feudalismo al renacimiento.
5.- En un pueblo libre se realiza la razón.
La conciencia ha llegado, de esa manera, a la razón. Inmediatamente se lanza a conquistar el mundo que sabe suyo. Es la “razón observante”, momento teórico que reproduce la salida al mundo que había realizado el sujeto como conciencia sensible. Sólo que allí la salida se había producido en forma espontánea, sin una estrategia, sin una metodología. Ahora, por el contrario, se hace en forma programática.
Individualmente es el momento en que el sujeto sale de la familia, formula su proyecto de vida, elige su profesión, elabora estrategias de acción. Históricamente es el momento del Renacimiento con la explosión de las ciencias, los descubrimientos astronómicos, geográficos, biológicos. “La razón, que al principio no hace más que barruntarse en la realidad o que sólo sabe esta realidad como lo suyo en general, procede en este sentido hasta la toma universal de posesión de la propiedad de que está segura y planta en todas las alturas el signo de su soberanía” ( Hegel, 1973: 149) (El subrayado es nuestro).
Ya sabemos que el buscar es buscarse. En esta exploración del mundo el sujeto va buscándose a sí mismo. No deja nada por explorar, la naturaleza en toda su extensión, en todas sus dimensiones, la geológica, la vegetal y la animal. Se interna en el ámbito lógico, en el psicológico, en el de ciertos intentos que se pretenden científicos como la fisiognómica y la frenología. Fracasa.
De este primer momento teórico la razón pasa a la práctica, que es, al mismo tiempo, particular. Es “la realización de la autoconciencia racional por sí misma”. Aquí Hegel, antes de desarrollar la práctica individual propia de la modernidad, intercala dos textos que son centrales. En ellos indica que la razón al comprender su equivocación en la búsqueda de sí misma en la naturaleza y en diversas “ciencias”, dirige la proa hacia “el reino de la ética” y el de “la moralidad”, los ámbitos en los que finalmente se encontrará a sí misma y podrá realizarse plenamente.
El reino de la ética, expresa Hegel, es “la unidad espiritual absoluta de su esencia en la realidad independiente de los individuos; una autoconciencia en sí universal”. Universal y particular, individuo y Estado, se dialectizan dando paso, de esa manera, a la plena realización de la razón. “En la vida de un pueblo es donde, de hecho, encuentra su realidad consumada el concepto de la realización de la razón consciente de sí”. (Hegel, 1973: 209). Más adelante agrega: “En un pueblo libre se realiza, por tanto, en verdad la razón; ésta es el espíritu vivo presente, en que el individuo no sólo encuentra expresado su destino, es decir, su esencia universal y singular, y la encuentra presente como coseidad, sino que él mismo es esta esencia y ha alcanzado también su destino” (Hegel, 1983: 210-211).
De esta manera culmina la odisea del sujeto, el cual ha comprendido que “detrás del telón no había nada que ver; “se ha puesto” en su “lucha a muerte por el reconocimiento”; ha travesado la fase de “fluidificación” mediante la angustia ante el “señor absoluto, la muerte; ha pasado por la oscuridad de la universalidad negativa, para emerger como razón”. Plena intersubjetividad en la realización del pueblo libre. El sujeto colectivo, el pueblo, y el sujeto individual conforman la “unidad espiritual absoluta” y la realidad independiente de los individuos”. Es la realización del Estado moderno, conformado por la “sociedad civil” –realidad independiente de los individuos- y el Estado, – autoconciencia en sí universal-.
En el ámbito de la ética el individuo no sólo “encuentra expresado su destino” –Bestimmung-, sino que también lo alcanza. “Destino” aquí significa “su esencia universal y singular”. El destino no se alcanza como quien toma un objeto. No es algo hecho que espera ser alcanzado. Se construye. Es el en-sí-para-sí del sujeto que se construye desde el en-sí. Sólo en la plena intersubjetividad que puede darse en un pueblo libre es donde el individuo realiza su destino, es decir, su esencia.
En el pueblo libre el trabajo mediante el cual cada uno subviene a sus propias necesidades, subviene también a las necesidades de todos. No hay sujeto aislado, “no hay nada que no sea recíproco”. Costumbres y leyes constituyen el lenguaje universal de esta plena intersubjetividad.
Hegel ha adelantado, de esta manera, el final de la odisea del sujeto. En el pueblo libre en el cual los dos momentos, el de la universalidad, ámbito de la ética, y el de la particularidad, ámbito de la moralidad, se encuentran correctamente dialectizados, el sujeto encuentra su plena realización, su destino. Ello sólo ha sido posible en el Estado moderno, porque en la polis el ámbito de la universalidad o de la ética no dejaba lugar para el individuo. En el Estado moderno se ha encontrado la solución, pero ello no sin un peligro siempre presente, el del individualismo.
Tres vías típicas de la salida individual en contra de la universalidad son continuamente intentadas en la modernidad, la del placer o del puro epicureísmo, la del sentimiento o del romanticismo y la de la virtud o del ascetismo. La primera salida, ejemplificada en el primer Fausto de Goethe, consiste en pretender la realización del sujeto a través de la mera particularidad, el placer. Se cae, de esa manera, en el falso infinito, la necesidad de repetir al infinito la misma experiencia de placer, para terminar en la frustración.
La segunda vía, la del romanticismo, pretende imponer la “ley del corazón”, cayendo en la contradicción sin posibilidad de superación, del particular, el corazón, que pretende imponerse como universal, la ley. El resultado no puede ser otro más que la locura con trágicas consecuencias. Finalmente, se encuentra la vía del Quijote que pretende imponer el universal, la virtud, como universal. El resultado es ser despedazado por los molinos de viento, terminar en la guillotina, como Robespierre o en la hoguera como Jerónimo de Savonarola.
Finalmente la conciencia se da cuenta que “el curso del mundo no es tan malo como se veía, pues su realidad es la realidad del universal. Y, con esta experiencia, desaparece el medio de hacer surgir el bien mediante el sacrificio de la individualidad” -como lo exigía la imposición de la virtud- pues la individualidad es precisamente la realización de lo que es en-sí” (Hegel, 1973: 230).
El todo del reino de la ética, o sea, del Estado, no sólo no exige el sacrificio de la individualidad, como sí lo pretende el reino de la virtud, sino que sólo en ese ámbito el sujeto puede realizarse plenamente. La individualidad es la realización del en-sí, el universal concreto. En la dialéctica intersubjetiva del reino de la ética se realiza la razón, es decir, el espíritu, es decir, la libertad. Con ello hemos terminado. Pero en esta odisea nunca está dicha la última palabra, porque ésta no existe. La última no es última en absoluto sino sólo en la relatividad de un tramo del camino.
Hegel tiene interés en desarrollar todavía la relación entre el universal y el particular, en el proceso creativo de la sociedad moderna. Tal vez tenga presente en este desarrollo los casos específicos de los artistas y los intelectuales. En todo caso siempre está presente Kant, a quien critica haber elaborado la moral de la buena voluntad que prácticamente se desentiende de los verdaderos problemas que afronta el sujeto en su proceso dialéctico.
Es conocida la vanidad de los artistas y de los intelectuales. Haciendo alusión especialmente a ello es que Hegel denomina a esta parte del curso dialéctico “el reino animal del espíritu”. Así como los animales quedan encerrados en el círculo de sus sentidos, de la misma manera la vanidad encierra al sujeto creador alrededor de sí mismo. “El obrar presenta, por tanto, el aspecto del movimiento de un círculo que por sí mismo se mueve libremente en el vacío, que tan pronto se amplía como se estrecha sin verse entorpecido por nada y que, perfectamente satisfecho, juega solamente en sí mismo y consigo mismo” (Hegel, 1973: 232).
Cada uno está centrado en sí mismo, vive como si fuera el centro del universo. La obra que realiza, ya se trate de una escultura, un libro, un poema, lo saca de su círculo y lo proyecta al espacio público en la que su obra es juzgada y criticada. Él que se creía el mejor del mundo, con las mejores intenciones, se siente engañado, traicionado. Recurre a todo tipo de razonamientos y argumentaciones hasta darse cuenta que su honradez no es tan honrada.
Para zafar de las contradicciones del curso del mundo ensaya ponerse como simple “razón legisladora”. A ella corresponde establecer leyes que no entrañen contradicción alguna: “Cada cual debe decir la verdad”. No bien se intenta ponerla en práctica, comienzan las contradicciones, que la obligan a intentar una nueva retirada. Ahora se limitará a examinar leyes. Nuevas contradicciones la llevarán a abandonar finalmente estas pretensiones y ajustarse a lo justo teniendo en cuenta que “no porque encuentre algo no contradictorio es esto justo, sino que es justo porque es lo justo” (Hegel, 1973: 255).
“Cuando lo justo para mí es en y para sí, es cuando soy dentro de la sustancia ética; ésta es, así, la esencia de la autoconciencia; pero ésta es su realidad y su ser-ahí, su sí mismo y su voluntad” (Hegel, 1973: 255). En el reino de la ética, en un pueblo libre, se realiza plenamente el sujeto. Es el ámbito de la razón, es decir, de la libertad. En otras palabras, es lo justo.
Hemos llegado a Ítaca, atravesando todos los vendavales que se nos presentaron en el camino. En el acompañamiento que hasta aquí hemos seguido al sujeto está todo el cuadro epistemológico de la Fenomenología del espíritu. ¿Por qué se continúa? Lo más probable es que Hegel que ya tenía en mente la elaboración del sistema sintió un fuerte impulso para incluirlo ya aquí. Todo lo que viene después, en efecto, no entrará en la “Fenomenología del espíritu” que incluirá en la “Enciclopedia de las ciencias filosóficas”, sino que entrará en otras partes del sistema.
6.- La odisea del sujeto moderno.
Con la dialéctica de la razón el sujeto está en posesión de todas las categorías epistemológicas fundamentales de su desarrollo. Pero se trata todavía de un planteo formal. La conciencia sabe que es autoconciencia, que es razón, que ésta es intersubjetiva, que la realidad es subjetual, intersubjetual. Pero no sabe todavía cómo se ha dado esa dialéctica intersubjetiva en su propia historia, es decir, en occidente. Necesita saberlo para hacerla suya. Es el tema del capítulo VI de la Fenomenología que Hegel denominó “El espíritu”.
“El espíritu es la vida ética de un pueblo en tanto que es la verdad inmediata; el individuo que es un mundo” (Hegel, 1973: 261). La denominación de espíritu en sentido propio Hegel la reserva para el sujeto colectivo que es el pueblo. Su odisea comienza, como toda odisea, por la inmediatez de la cual debe salir, es decir, “tiene que progresar hasta la conciencia de lo que es de un modo inmediato, tiene que superar la bella totalidad ética y alcanzar, a través de una serie de figuras, el saber de sí mismo” (Hegel, 1973: 261).
Del planteo formal que culminó con la dialéctica de la razón hemos ascendido al planteo concreto, histórico. La inmediatez del espíritu occidental se encuentra en la “bella totalidad ética” que es Grecia. Esta bella totalidad pasará por sucesivos desgarramientos y superaciones que ya conocemos, es decir por las distintas figuras de la conciencia, pero que ahora no son simples “figuras de la conciencia”, sino “figuras de un mundo”, momentos reales, concretos, del espíritu que es un pueblo.
Esta odisea comienza con Grecia, “el mundo ético viviente” que “es el espíritu en su verdad”. Es la etapa de la inmediatez. El espíritu se mueve, pero lo hace con la lentitud y las dificultades de los primeros momentos. Las contradicciones siempre presentes están como dormidas. No están puestas. El espíritu se encuentra todavía enredado en la naturaleza. Corresponde a la infancia de la vida personal. Momento, en consecuencia, aparentemente feliz, sin contradicciones, como imaginamos la infancia.
Así pensó Hegel a la polis en las primeras etapas de su pensamiento. Pero cuando escribe la Fenomenología ya no pensaba lo mismo. La polis ya no era el ideal perdido que debía ser recuperado, sino una etapa definitivamente superada. El mundo ético termina con el desgarramiento de la polis que se disuelve en el imperio romano.
La odisea se continúa: «El espíritu, de ahora en adelante desdoblado en sí mismo inscribe en su elemento objetivo como en una dura realidad uno de sus mundos, el reino de la cultura –das Reich der Bildung– y frente a él, el mundo de la fe, el reino de la esencia -die Welt des Glaubens, das Reich des Wesens-» (Hegel, 1973: 261).
El espíritu «desdoblado en sí mismo», es decir, en su momento de particularización. Salimos del primer momento abstracto. Entramos en el momento de la división, de la escisión, de la ruptura, del dolor. Se produce entonces un doble desdoblamiento: uno en el más-acá y otro en el más-allá.
En el más-acá el espíritu se desdobla en la cultura -Bildung-. Por cultura Hegel no entiende meramente el mundo de las ideas y del arte, sino todo el mundo de las creaciones humanas -economía, política, formas de conciencia, arte, religión, filosofía-. Cultura es el mundo creado por el hombre, mediante el cual la conciencia llega «a la intuición del ser independiente como de sí misma» (Hegel, 1973: 120).
El momento de la Bildung es esencial para definir el espíritu en plenitud. Pero se trata del segundo momento, el de la particularización, escisión o alienación. Para crear un mundo espiritual o humano, la conciencia debe salir de sí misma, escindirse. El momento de la cultura es un momento de alienación. Allí se encuentra la raíz profunda del malestar de la cultura.
El espíritu crea un mundo en el que pueda verse. Pero ese mundo le devuelve un espíritu finito y como tal, sin sentido. En consecuencia el espíritu produce un segundo desdoblamiento, «el mundo de la fe». El sentido que no se anidaba en la cultura se remonta al más allá.
Este segundo momento es el momento del máximo desgarramiento de la revolución burguesa, que Hegel contempla en el espejo de la Francia revolucionaria. Es en la Francia revolucionaria en especial donde Hegel ve desarrollarse la pura intelección –die reine Einsich– que penetra e inficciona tanto el mundo de la cultura como el de la fe, los vacía de contenido -cientificismo, positivismo- y los difunde a través de la Ilustración.
Finalmente, «el reino separado y extendido al más-acá y al más-allá retorna a la autoconciencia, que ahora, en la moralidad, se capta como la esencialidad y capta la esencia como sí mismo real» (Hegel, 1973: 261).
Las profundas escisiones creadas en el proceso de la revolución burguesa se cierran -universal concreto- con las grandes creaciones del idealismo alemán que tienen sus comienzos en Kant y su culminación en el mismo Hegel. En el despliegue de estas filosofías -Kant, Fichte, Schelling, Hegel- el espíritu plenamente autoconsciente no sale de sí mismo, no cree que la esencia o sentido está en el más allá de la cultura o de la fe, sino en sí mismo. Ahora sabe que captar el mundo es captarse a sí mismo.
Como remate de esta introducción a la dialéctica del espíritu, Hegel concluye: «El mundo ético, el mundo desgarrado en el más-acá y el más-allá, y la cosmovisión moral son, por tanto, los espíritus cuyo movimiento y cuyo retorno al simple sí mismo que es-para-sí del espíritu veremos desarrollarse y como meta y resultado de los cuales emergerá la autoconciencia real del espíritu absoluto» (Hegel, 1973: 261).
La dialéctica culmina en el retorno del espíritu al «simple sí mismo que es-para-sí». Esa culminación está precisamente representada por el citado idealismo alemán que va de Kant a Hegel. Es la culminación de la revolución burguesa, expresada políticamente por el Estado napoleónico y filosóficamente -ideológicamente- por el idealismo alemán.
Es necesario tener presente que se trata de una dialéctica fenomenológica, es decir, que se desarrolla a nivel de la conciencia. Es por ello que no culmina en el Estado, sino en la conciencia del mismo. En la Filosofía del derecho esta misma dialéctica culmina en el Estado, pues allí la dialéctica se sitúa a nivel de la esencia.
Pero allí no termina la dialéctica del espíritu. Se continúa en la dialéctica del espíritu absoluto -religión y saber absoluto-. La matriz del espíritu absoluto a nivel de la conciencia está formada por este «retorno al simple sí mismo que es-para-sí» que es el idealismo alemán. A nivel de las esencias, dicha matriz la constituye el Estado moderno.
7.- Dios ha muerto.
Hemos seguido al sujeto en todas las vicisitudes de su odisea. Sería el momento de parar. De ninguna manera, pues hemos dejado de lado la dialéctica de las experiencias más altas y profundas del sujeto, las que se refieren a la religión y a la filosofía, es decir, las del “espíritu absoluto”. El sujeto no puede completar su realización sin incorporarlas.
A la primera etapa de la experiencia religiosa del sujeto Hegel la denomina “religión natural”. Se trata del momento en que el espíritu emerge de la naturaleza. Es el momento de la inmediatez en el que se ve a sí mismo en diversas figuras de la naturaleza como la luz, las plantas, los animales, y en creaciones geométricas como los obeliscos y las pirámides. Detrás de esas figuras siempre está la totalidad del espíritu que busca interpretarse a sí mismo. Constituyen distintas etapas en el autoconocimiento y la autorrealización del espíritu.
En la religión de la luz persa, el espíritu tiene la conciencia inmediata de sí mismo pues se intuye a sí mismo como luz. Corresponde a la certeza inmediata de la conciencia sensible y a la autopercepción inmediata del señor. Así como a la certeza sensible, capaz de llegar sólo a una universalidad completamente vacía, le seguía la percepción que llega a la cosa y sus atributos, a la experiencia religiosa de la luz le sigue la de las plantas y los animales. Primero el panteísmo tranquilo, «el candor de la religión de las flores», y luego «la seriedad de la vida combatiente», los pueblos que luchan entre sí, expresados por los animales que se desgarran mutuamente.
En las experiencias consideradas el espíritu todavía no se ha autoproducido. Ello comienza a realizarse en la experiencia egipcia. Así como de la percepción la conciencia pasaba al entendimiento y sus abstracciones, las primeras obras del espíritu «tienen la forma abstracta del entendimiento». Son las pirámides y los obeliscos, líneas rectas, superficies planas, igualdad de proporciones. No aparecen las curvas. El espíritu no logra la curvatura de la autoconciencia.
No aparece la verdadera y plena autoconciencia. Por ello no puede expresarse mediante el lenguaje. Sólo sonidos logra producir mediante la ayuda externa. Pero va emergiendo desde el animal hacia el espíritu, se va interrogando a sí mismo. Es como un jeroglífico, expresado por la esfinge, que busca descifrarse. De la esfinge, oscura mezcla de la materia y el espíritu, de lo animal y lo humano, el espíritu, liberándose del lastre animal encuentra su clara expresión en el cuerpo humano. Deja de ser mero artesano, como lo era en el arte egipcio y pasa a ser artista. Deja atrás el mundo egipcio y pasa al mundo griego.
“El espíritu ha elevado su figura, en la que el espíritu es para su conciencia, a la forma de la conciencia misma y hace surgir ante sí esta forma. El artesano ha abandonado el trabajo sintético, la mezcla de las formas extrañas del pensamiento y de lo natural; habiendo ganado la figura la forma de la actividad autoconciente, el artesano se ha convertido en trabajador espiritual” (Hegel, 1973: 408).
Es el paso del artesano al artista, de Egipto a Grecia, ya adelantado. El espíritu como artesano se encuentra todavía en la etapa en la cual no se da propiamente superación –Aufhebung– en su sentido pleno. En lugar de la superación tiene lugar una síntesis. Ésta es una mezcla de elementos heterogéneos que, como tales, no llegan a conformar una unidad. La superación, en cambio, no mezcla nada. Es el mismo sujeto o espíritu que se supera, pasa a un nivel superior, mediante la superación de sus dos momentos contradictorios.
En la etapa artesanal, el espíritu todavía compone, mezcla, sintetiza. Surgen entonces esos monstruos, mitad ser humano, mitad animal. No hay unidad en sentido pleno. En la etapa artística, en cambio, el espíritu realiza la actividad como autoconciencia. Su actividad surge de sí mismo, sin abandonar nunca ese ámbito.
Son importantes estos conceptos. Si se los tiene en cuenta nunca se cometerá el error, tan frecuente en intérpretes, comentaristas y preparadores de manuales, de interpretar la dialéctica hegeliana con los conceptos de tesis, antítesis y síntesis. En todo caso, una dialéctica de esta naturaleza para Hegel no habría pasado la etapa artesanal.
Ahora bien, “si nos preguntamos cuál es el espíritu real que tiene en la religión del arte la conciencia de su esencia absoluta, llegamos al resultado de que es el espíritu ético o el espíritu verdadero. No es solamente la sustancia universal de todo lo singular, sino que, teniendo esta sustancia para la conciencia real la figura de la conciencia, ello quiere decir que la sustancia, dotada de individualización, es sabida por aquél como su propia esencia y su propia obra”(Hegel, 1973: 408).
“El espíritu real”-das wirkliche Geist– es el sujeto social, político. Hegel dice que el sujeto político que llega a la autoconciencia en la religión del arte es el espíritu ético o verdadero, es decir, el pueblo que se sabe autor de su propia realidad, de su propio ethos. El ethos deja de tener la figura de la sustancia, es decir, de lo impersonal. Adquiere la figura de la conciencia.
“De este modo:
a) “No es para él ni la esencia luminosa en cuya unidad el ser-para-sí de la autoconciencia, contenido tan sólo negativamente, transitoriamente, intuye al señor de su realidad”.
b) “No es tampoco el incesante devorarse de pueblos que se odian”.
c) “Ni su sojuzgamiento en castas que constituyen en su conjunto la apariencia de la organización de un todo acabado, pero al que le falta la libertad universal de los individuos”.
d) “Sino que es el pueblo libre –das freie Volk– en el que el ethos –die Sitte– constituye la sustancia de todos, cuya realidad y ser-ahí saben todos y cada uno de los singulares como su voluntad y su obrar” (Hegel, 1973: 408).
Hegel de esta manera ha retomado la dialéctica de la religión natural para arribar a la religión del arte, desde el punto de vista del sujeto o espíritu real que se ve a sí mismo en las distintas figuras, en las de la luz, en las de los animales que se devoran a sí mismos y en las obras del artesano.
Lo que caracteriza a todas esas etapas de la odisea del espíritu es la falta de libertad. Ya se trate del señor de la etapa de la esencia luminosa, de los pueblos en lucha entre sí o de la organización en castas propia de Egipto, “falta la libertad universal de los individuos” –die allgemeine Freiheit der Individuen fehlt-. El espíritu está sometido. La meta es la libertad. Hacia ella se dirige.
Es el momento de la religión del arte, el momento del “pueblo libre”. Es libre porque la sustancia de todos, es decir, aquello que los constituye es el ethos, la casa espiritual, que es obra de todos y que todos saben que es obra de todos. Se saben en su propia casa que ellos mismos han construido.
Ese pueblo libre es en realidad el estamento libre. Está constituido por los ciudadanos de la polis, los varones libres. Están excluidos los campesinos, los artesanos, los metecos, las mujeres, los extranjeros, los esclavos. Pero es fundamental el concepto de “pueblo libre”. Sólo el pueblo libre es artista, se crea a sí mismo como una obra de arte y se ve a sí mismo en la obra que crea. Su dialéctica se despliega de la manera siguiente:
“La primera obra de arte es, como la inmediata, la obra abstracta”. Se trata de la imagen de los dioses. El espíritu se presenta en la inmediatez de la cosa. Lentamente se pone en movimiento a través del himno y el oráculo, para llegar al culto. Con el culto el espíritu anima la obra abstracta, cósica. Vivencia mística, fiesta y juegos atléticos expresan esta realidad individualizada del espíritu en el pueblo. El espíritu ahora puede desplegarse. Se universaliza concretamente en los pueblos que “se agrupan en un panteón cuyo elemento y cuya morada es el lenguaje”. El despliegue dialéctico se presenta ahora de la siguiente manera:
1.- La epopeya. Es el momento del universal abstracto, el mundo del Olimpo donde los dioses deciden los destinos de los hombres. El destino de Troya se ha fijado en las altas esferas olímpicas, aparentemente por obra de los dioses, sometidos en realidad a la vacía necesidad. El lenguaje y la acción están separados. Este momento se expresa literariamente en los poemas homéricos, especialmente en la Ilíada.
2.- La tragedia. El universal divino se particulariza en los héroes trágicos que asumen el destino en su individualidad. Por ello llevan la máscara cuya caída significa que lo universal divino ha descendido a lo particular humano. Acción y lenguaje se unen en el héroe. Literariamente se expresa en las grandes tragedias de Esquilo y Sófocles.
3.- La comedia. Con ello llegamos a la comedia, al individuo humano que se ha quedado solo con su conciencia. Nada más que él. Cae la máscara. Liberación plena, explosión de alegría que, sin embargo, es acechada por la infelicidad de que significará la pérdida de todo sentido y se expresará como conciencia desgraciada. Las que aquí están presentes son especialmente las comedias de Aristófanes.
“A través de la religión del arte, el espíritu ha pasado desde la forma de la sustancia a la del sujeto, pues aquella religión produce la figura del espíritu y pone, en ella el obrar o la autoconciencia, que en la sustancia atemorizadora no hace sino desaparecer y en la confianza no se capta ella misma” (Hegel, 1973: 433).
Hemos entrado en el ámbito de la religión manifiesta. –offenbare-. La religión del arte es el paso previo a la religión manifiesta. La “sustancia”, el espíritu en su inmediatez, ha devenido “sujeto”, espíritu mediato. El espíritu se da finalmente su propia figura –Gestalt-. Es el “obrar” o la “autoconciencia”. Ser autoconciencia es obrar, crear. Crear es crearse.
Resume luego Hegel la dialéctica que se ha producido en el proceso de la religión del arte para llegar a la religión manifiesta: “Este devenir humano de la esencia:
a) Parte de la estatua, que sólo tiene la figura exterior del sí mismo, mientras que lo interior, su actividad, cae fuera de ella;
b) Pero en el culto ambos se unifican, y
c) Y en el resultado de la religión del arte esta unidad en su plenitud ha pasado también, al mismo tiempo, al extremo del sí mismo; en el espíritu, que en la singularidad de la conciencia es perfectamente cierto de sí, se ha hundido toda esencialidad” (Hegel, 1973, pp. 433).
La dialéctica es completamente clara. Estatua y culto no son desvalorizados, sino todo lo contrario. Son momentos del devenir de la conciencia o del espíritu en el ámbito religioso. El pulular de estatuas, efigies, monumentos, ermitas, medallas y demás objetos significativos, pertenecen a un momento de la dialéctica del espíritu. En el culto la conciencia creyente se siente unificada con la esencia, con la divinidad. El resultado será que en el tercer momento la conciencia se verá a sí misma como independiente de la esencia. Ésta habrá naufragado en la conciencia del creyente.
“La proposición que enuncia esta ligereza dice así: el sí-mismo es la esencia absoluta; la esencia, que era sustancia y en la que el sí-mismo era accidentalidad, ha descendido al predicado, y el espíritu ha perdido su conciencia en esta autoconciencia a la cual nada se enfrenta en la forma de la esencia” (Hegel, 1973: 434).
Es la aparición deslumbrante del yo, del individuo como tal. Finalmente el individuo se ha liberado de todas las leyes y estructuras. Ha quedado solo en el mundo, libre de ataduras. “El sí-mismo es la esencia absoluta” –das Selbst ist das absolute Wesen-. Ha nacido el individualismo. Hegel salta de la polis a los siglos XVI y XVII. Para Lutero el hombre está solo, sin Iglesia, sin intermediarios con la esencia, es decir con Dios. Para Descartes, todo se ha venido abajo. Sólo queda él con su conciencia. De ésta ha de partir para reconstruir todo el mundo de la cultura.
Luego de esta introducción Hegel desarrollará una serie de conceptos también introductorios, referentes a la muerte de Dios y a la encarnación humana de Dios, para desplegar después la dialéctica de la religión manifiesta o absoluta. La síntesis podría ser la siguiente:
1) Dios ha muerto. Los momentos de la conciencia estoica, escéptica y desgraciada, tratadas en el capítulo IV son retomados ahora, pero no ya como figuras de la conciencia en abstracto, sino en su devenir concreto en la época del imperio romano. Se muestra allí cómo detrás o debajo de la aparente felicidad de la conciencia cómica se esconde, dispuesta a dar el zarpazo, la conciencia desgraciada, producto de la “muerte de Dios”, del Dios-objeto, del Dios-sustancia.
El desencanto del mundo que aterraba a Pascal y que Max Weber da como inevitable, debido al avance imparable de la razón formal, es pintado por Hegel con caracteres sombríos como consecuencia del hundimiento del mundo ético y religioso en la conciencia cómica, cuyo reverso es la conciencia desgraciada. “Las estatuas son ahora cadáveres cuya alma vivificadora se ha esfumado, así como los himnos son palabras de las que ha huido la fe; las mesas de los dioses se han quedado sin comida y sin bebida espirituales y sus juegos y sus fiestas no infunden de nuevo a la conciencia la gozosa unidad de ellas con la esencia” (Hegel, 1973: 435).
2) La salida del desencanto se produce por medio de laencarnación humana de Dios. Se trata del verdadero contenido de la religión absoluta o manifiesta, el espíritu de la comunidad. Es la suprema realización del espíritu, pero no todavía en el concepto, sino en la representación, porque nos encontramos en el nivel de la experiencia religiosa. Falta pasar al otro nivel, el especulativo.
La representación, propia el momento religioso de la experiencia humana, interpreta la encarnación humana de Dios como un hecho histórico y, por ende, contingente, que se podría, en consecuencia, no haberse producido. No la capta como un momento esencial del espíritu como tal, no comprende que el espíritu absoluto se da sí mimo la figura de la autoconciencia. Ello “se manifiesta ahora de tal modo que la fe del mundo es que el espíritu sea allí como una autoconciencia, es decir, como un hombre real, que sea para la certeza inmediata, que la conciencia creyente vea y sienta y oiga esta divinidad” (Hegel, 1973: 438).
De esta manera el sujeto o la conciencia “reconoce a Dios” en el “ser-ahí presente inmediato”, es decir en el hombre real. Ello significa que el hombre es divino, pero siendo éste esencialmente intersubjetivo es en la intersubjetividad que conforma la comunidad donde se ha de manifestar la divinidad humana. Para ello debe desaparecer el singular, el ser-ahí inmediato. Aparece entonces como “autoconciencia universal de la comunidad”.
3) La religión absoluta. Ahora se despliega la dialéctica de la religión absoluta como el espíritu dentro de sí mismo, es decir, la Trinidad; como El espíritu en su enajenación, esto es, el reino del Hijo; y finalmente, como Espíritu en su plenitud, es decir, el reino del Espíritu.
La esencia igual a sí misma, categorizada como sustancia por Spinoza, se diferencia, se aliena y recupera, proceso subjetual que en la representación propia del momento religioso aparece como el Padre que engendra un Hijo conformando ambos la comunidad o familia denominada Espíritu Santo. Este universal, a su vez, se enajena y, de esa manera “crea” un mundo, el cual es reconducido finalmente a la unidad, reconciliado en la comunidad.
8.- El saber absoluto, utopía que todo lo mueve.
Finalmente nuestro Odiseo llega a Ítaca, para partir de nuevo como el mismo pero diferente, el mismo pero otro, el mismo en su ser-otro, enriquecido, universal ya no abstracto o pobre, paupérrimo, como partió, sino concreto, rico. El sujeto que partió viéndose solo, aislado, como simple conciencia que veía al objeto fuera de ella, ahora sabe que es concepto, sujeto-objeto intersubjetivo y que este saber es un saber-hacer, un saber-hacerse.
De esta manera “el espíritu ha cerrado el movimiento de su configuración” (Hegel, 1973: 471). Cierre que es cierre-apertura. Ya se había producido tres veces. La primera, al desembarcar en la razón; la segunda, al hacerlo en el idealismo alemán y la tercera, en la religión manifiesta. Parece que ahora es el cierre definitivo. No hay tal, no puede haberlo, pues ello significaría que nunca hubo dialéctica.
La meta, o sea, la utopía que desde siempre ha movido a nuestro Odiseo, la utopía que todo lo mueve siempre fue “el saber absoluto o el espíritu que se sabe a sí mismo como espíritu” que posee las claves para su saberse-hacerse, su realizarse como sujeto-objeto intersubjetivo, como transformarse-transformando, como crearse-creando. No conoce nada nuevo, si conocer significa agregar datos, hechos. En lugar de conocer en ese sentido, sabe orientarse en el mundo, ha encontrado el sentido, la orientación de su saberse-hacerse.
El recorrido de nuestro héroe ha pasado por múltiples estaciones, por múltiples experiencias. Pero no se trata de un simple pasar por ellas. Las ha atesorado en su recuerdo-interiorizante, en su Erinnerung. Sabe ahora que su ser es su historia, su historizarse, que contiene como momento fundamental el memorizarse en el que los momentos, estaciones o figuras sucesivas se superan unas a otras, proyectándose hacia delante.
Memoria, o memorizarse por una parte, bajo pena de desaparición, de volatilización en una serie de actos que serían como átomos sueltos y su subjetualidad como un relato narrado por un idiota. Pero “meta”, proyecto y utopía, por otra. Utopía como plena realización del sujeto-objeto intersubjetivo que nunca se logra plenamente. Esa utopía abre el espacio en el que el sujeto se proyecta.
Bibliografía citada
Goethe, Johann Wolfgang von (1996) Fausto. Madrid, Cátedra.
Hegel (1973) Fenomenología del Espíritu. México, DF, Fondo de Cultura Económica.
Hegel (1997) Enciclopedia de las ciencias filosóficas. Madrid, Alianza Editorial.
Hegel (1972) La constitución de Alemania. Madrid, Aguilar.
Kierkegaard, Sören (1952) El concepto de la angustia. Buenos Aires, Espasa-Calpe.
Novalis (1973) Granos de Polen. Himnos a la noche. Enrique de Oftendingen. México DF: SEP.
Publicado en Diaporías N° 6. Octubre de 2006
Notas
1 Cfr. Hegel, 1972, pp. 8; 13; 20.
2 Kierkegaard coloca este momento de la odisea en el estadio estético. Para este pensador la desesperación surge cuando el sujeto de la doble dirección hacia la que se dirige el sujeto, lo finito y lo infinito, sólo se realiza una. Es la no verdad que atraviesa al sujeto. El sujeto sufre “la penetración consciente en la no verdad del saber que se manifiesta”. Se trata del saber fenomenológico, existencial, que orienta la sujeto en su camino. Sobre su negación, por vía de superación se construye el saber libre Esa “no verdad” instalada en el centro mismo del sujeto, lo arroja en brazos de la desesperación, de tal manera que a nuestro odisea corresponde darle el consejo-mandato que Kierkegaard da al sujeto que se encuentra en el estadio estético: ¡Desespera!.
3 La construcción del sujeto es simbólica. Esto es esencial para Lacan. Pero éste denomina “real” a lo que quedaría afuera de la simbolización, mientras para Hegel, la verdadera realidad es la de los sujetos y, en consecuencia, aquella que Lacan denomina simbólica.
4 Hegel se refiere a los cruzados que buscaban el sepulcro de Jesucristo. Se encontraron con un sepulcro vacío. Para Hegel este sepulcro vacío funciona como el símbolo de una búsqueda equivocada. Se busca lo universal, el concepto, como si fuese una singularidad empírica.