Entrevista con Enrique Costas Lombardía para El Viejo Topo
Salvador López Arnal
Enrique Costas Lombardía es economista y fue vicepresidente de la Comisión de Análisis y Evaluación del Sistema Nacional de Salud (también conocida como “Comisión Abril”). Con eso, según el propio Costas Lombardía, bastaría para la presentación, aunque, por otra parte, el señor Costas es también “alto, delgado y viejo”, y con muchos años de dedicación a los asuntos sanitarios (Una prueba más de esto último, y de su envidiable su ojo clínico, es la carta sobre trasplantes que publicó en El País de 20 de octubre de 2006. No se la pierdan).
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¿Cuáles son los principales laboratorios farmacéuticos que operan en España? ¿Podría indicarnos el volumen de su negocio, sus beneficios en estos últimos años?
Los mismos que también son principales en casi todos los países: laboratorios multinacionales, como Bayer, Norvartis, Lilly, Pfizer, Abbot, Roche, Pharmacía y algunos otros. Cada vez menos, porque tienden a concentrarse para ampliar la capacidad financiera y el dominio del mercado.
No conozco las cifras de ventas de cada uno, pero sin duda son altas, en proporción al enorme y creciente gasto en medicamentos, que, en 2004, ascendió en España a unos 14.000 millones de euros, 2 billones 300.000 millones de pesetas, y en el mundo a, más o menos, 450.000 millones de euros, 75 billones de pesetas.
¿Cuánta es la ganancia de la industria?, pregunta Vd. Pues no lo sé. No hay datos públicos fiables. Un economista americano, Uwe Reinhardt, estima el 21% de beneficios después de impuestos, y también después de dedicar a investigación un 14% de las ventas (que no todos lo hacen). Otros calculan porcentajes más altos. En cualquier caso hay indicios muy sólidos de que la rentabilidad de la industria farmacéutica es extraordinaria. Indicios como el alto número de medicamentos patentados, y la patente permite fijar precios de monopolio, o que en la lista de las 500 empresas más relevantes de Estados Unidos que cada año pública la revista Fortune, las compañías farmacéuticas incluidas son siempre las primeras, y muy destacadas, en la cifras de beneficios, ya se midan en porcentaje de las ventas o en tasa de retorno del capital. En fin, bien puede decirse que hacer medicamentos produce espléndidas ganancias, y con esas ganancias va el poder.
Farmaindustria, una asociación de laboratorios farmacéuticos que dice estar preocupada por la ética comercial, se ha autoimpuesto recientemente una sanción de 500.000 euros por publicidad engañosa y por atenciones irregulares a los médicos. ¿Qué prácticas de publicidad engañosa son esas? Podría darnos algunos ejemplos. Es muy infrecuente que una asociación empresarial de autoimponga una sanción de estas características. ¿Por qué cree que han obrado de ese modo? ¿Es acaso una forma encubierta de publicidad que intenta limpiar la cara de otras actividades menos presentables ante la opinión pública?
Vamos a ver, Farmaindustria como asociación no se autosanciona. Farmaindustria elaboró un código, que llama de buenas prácticas comerciales, y los laboratorios asociados aceptan ser sancionados cuando lo incumplen. Es decir, el grupo se autorregula, se autojuzga y se autocondena. Aunque claramente todo esto no pasa de ser una comedia sin efecto alguno en el mercado ni en los consumidores. Como Vd. dice, el fin real de este código es lavar la cara de la industria farmacéutica haciendo ver que está comprometida con la transparencia y la honradez. Sí, una forma de publicidad. Y de paso sirve para cohesionar el grupo, unificar sus criterios, moderar las carreras de descuentos o de regalos y, a mi juicio también, desfigurar a conveniencia de la industria conceptos y palabras.
Por ejemplo, la “publicidad engañosa”, por la que Vd. pregunta, es para el código aquella que compara un producto con los competidores de otras marcas cuando precisamente esa comparación es el único medio de impedir el engaño de muchos medicamentos nuevos que no mejoran los similares antiguos. Así, el código de buenas prácticas considera publicidad engañosa a la que evita el engaño, y publicidad leal a la engañosa que hoy hacen los laboratorios. Y de modo parecido llama “atenciones irregulares”, no a las inmorales o poco serias, sino a aquellas cuyo valor en euros excede el aceptado tácitamente por la industria para obsequios e invitaciones.
La industria farmacéutica suele sacar al mercado nuevos medicamentos que, supuestamente, mejoran los anteriores o tratan enfermedades que hasta entonces no eran tratadas. ¿Qué porcentaje de estos nuevos fármacos representan mejores reales, avances científicos efectivos?¿Qué tipo de investigaciones realizan los grandes laboratorios? ¿Por qué cierto tipo de enfermedades nunca o casi nunca aparecen en su agenda? ¿Es verdad que sus planes están dirigidos básicamente hacia las poblaciones adineradas de los países adinerados?
Bueno, estas son preguntas complejas y antes de contestarlas debo comentar algunas cosas. Una repuesta directa no se entendería. Verá Vd., el mercado farmacéutico, en teoría económica, es un mercado imperfecto. En él no se produce naturalmente la competencia por el precio. Se compite por diferenciación del producto, o sea, con medicamentos cuyas ventajas los hacen distintos y más deseables, como pueden ser la mayor efectividad, o seguridad, más fáciles de usar, etc. Es obvio que los productos nuevos suponen la diferenciación más completa, son los competidores más fuertes, y por eso la industria farmacéutica destina a descubrirlos sumas considerables. La investigación farmacéutica no es, como la palabra “investigación” podría sugerir a muchos, un elevado trabajo de indagación científica, sino el mecanismo de la industria para conseguir fármacos nuevos que, amparados por la patente y la marca comercial, llegan a constituir monopolios temporales que maximizan el lucro de la compañía. Este es el objetivo último y verdadero. La industria sólo investiga para alcanzar una posición dominante en el mercado y sólo cuando ese mercado puede asegurar una tasa de retorno atractiva. Pura lógica empresarial. De ahí que la investigación farmacéutica se concentre en las enfermedades crónicas prevalentes en los países desarrollados o adinerados, como Vd. dice, y abandone las que sufre la población de las naciones pobres sin recursos para pagar las medicinas. En resumen, la naturaleza de la investigación farmacéutica es meramente mercantil; no está motivada por la ciencia aunque emplee, claro está, medios científicos y produzca remedios para algunas enfermedades que no los tienen. Faltaría más.
Naturalmente, la competencia por el producto y los precios de monopolio que consiguen las novedades hacen que la industria farmacéutica sea fecunda. El mercado farmacéutico recibe una continua corriente de nuevos medicamentos siempre con precios elevados y que en gran proporción son clínicamente innecesarios. No todas las novedades son avances terapéuticos, ni mucho menos. Mire Vd., la Federal Drug Administration, FDA, de Estados Unidos, tan mencionada como referencia de autoridad, estima que sólo el 13% de los medicamentos nuevos mejoran de modo sustancial a los preexistentes más baratos; la Oficina Regional en Europa de la OMS, calcula el 15%, y el organismo farmacéutico superior de Canadá, el Patented Medicines Prices Review Board, lo reduce al 7%. Dicho de otro modo, en más del 85 por 100 de los nuevos medicamentos la eficacia relativa –el resultado de comparar su eficacia con la de un fármaco similar ya en uso- es prácticamente nula. En más del 85 por 100, repito, la inmensa mayoría. Un dato que descubre la enorme extensión del engaño de las farmacéuticas, que propagan como mejor, y cobran muy caro, lo que sólo es igual a lo que ya hay a precio bajo. O sea, la sociedad paga más o mucho más por muy poco o por nada más. Bien puede decirse que el negocio y el beneficio de la industria farmacéutica está, en gran parte, asentados en el engaño y el despilfarro social.
Pero si hay aquí engaño, fraude, ¿cómo podría controlarse? ¿Por qué no intervienen los poderes públicos sancionando prácticas no admisibles sea cual sea la óptica política que cada cual quiera mantener? Estamos hablando de fraude en temas de salud humana, no de cuestiones sin excesiva importancia. Sin embargo, por otra parte, un centro de investigación avanzada como el BIOCAT está notablemente financiado por la industria farmacéutica. ¿Por qué cree usted que operan de ese modo?
Impedir el engaño es teóricamente sencillo. Basta con fijar el precio de los nuevos medicamentos, o decidir su inclusión en el sistema público de salud, en función del valor terapéutico añadido de cada uno, algo no muy difícil de evaluar por medio del análisis coste/efectividad o la eficacia relativa. De hacerse así, el precio de las novedades prescindibles no sería más alto que el de sus similares ya comercializados, y no permitiría el gasto de la publicidad mentirosa necesaria para presentarlas ante los médicos como verdaderos avances. Algunos países ya aplican estos o parecidos procedimientos. No muchos: Australia, que fue la primera, Nueva Zelanda, Francia, Finlandia, Reino Unido (con menos fuerza), y Estados Unidos para el consumo del Medicaid, el seguro federal para los pobres. No consienten el engaño. Claro que la industria farmacéutica es poderosa y hábil para aguar las medidas que le disgustan. Pero aun así, en casi todas esas naciones el precio medio de los medicamentos es más bajo y crece pausadamente, y la información al médico mucho más cierta, permitiéndose distinguir entre la seudonovedad y la novedad.
En España, sin embargo, los políticos no quieren evitar el engaño, incluido el actual gobierno de izquierdas que se precia de justo defensor de lo público. Las medidas que, desde hace tiempo, se adoptan son sólo cosméticas, medidas para no tener que tomar medidas. Se sigue una política de entretenimiento o de hacer que se hace mientras se dejan pasar los días sin afrontar los problemas. Mire Vd., hace unos meses se aprobó la nueva Ley del Medicamento, y esa ley, que pretende modernizar el sector y ajustar el consumo de fármacos, tan excesivo, no obliga a comparar los nuevos con sus similares preexistentes. No impone el coste/efectividad ni la eficacia relativa. Al contrario, enaltece el placebo como patrón de referencia para medir la eficacia de un medicamento nuevo, cuando el placebo, que es, como Vd. sabe, una sustancia inerte, nunca puede revelar si la novedad es un avance terapéutico o una seudonovedad que no añade nada. La única explicación de los ensayos con placebo, dice con ironía Richard Nicholson, un bioético británico, es que así no se puede percibir que son muy pocos los nuevos fármacos que mejoran a los ya disponibles. El placebo encubre el gran engaño de la industria y, al parecer, la legislación española también.
Esto podría ser la razón de la generosidad de las farmacéuticas al financiar centros de investigación, como BIOCAT, u otras operaciones de nuestros gobiernos. La industria invertiría dinero para conservar el favor del poder político.
¿Existe alguna vinculación entre la industria farmacéutica y los hospitales y facultades universitarias como las de medicina o económicas? ¿Por qué la industria farmacéutica coloca sus poderosos tentáculos en esos ámbitos? ¿Cree usted que el espacio público debería aceptar esas intervenciones?
El sector farmacéutico forma parte del sanitario, así que la relación o, como Vd. dice, la vinculación industria/hospital entra en la naturaleza de las cosas. Lo que ocurre es que el dinero de la industria la ha degradado a una compra de voluntades. En busca de recetas, paga reuniones, cursos, proyectos de investigación, aparatos, etc.. En los hospitales, la industria siempre se muestra como un dadivoso calculador que espera que el dinero regalado le sea devuelto con creces.
La relación con las facultades de economía, centros de estudios, escuelas de negocios o sociedades profesionales, es también de compra. La industria las subvenciona para conseguir que el ámbito académico no sea crítico, sino amistoso, y produzca trabajos con prestigio universitario en defensa de las patentes, los precios, el consumo, etc.,en defensa de los beneficios de las farmacéuticas. Compran la protección de una red intelectual reconocida. Desde luego que el espacio público, como Vd. lo llama, no debería aceptar donaciones de la industria, ni en dinero ni en especie. Ayudan, claro que ayudan, y en ocasiones cubren necesidades perentorias de los servicios médicos, pero nunca podrán compensar la desintegración moral y las ineficiencias que pronto producen.
¿Qué porcentaje de los ensayos públicos son financiados directamente por la industria farmacéutica? ¿Por qué realizan esas inversiones? Si los ensayos son públicos no se corre el riesgo, en buena lógica, que pueda haber apropiación privada de esos resultados. ¿La hay?
Autores americanos, numerosos, recuerdo ahora a Abramson y a Spitz, estiman que el 70% de todos los ensayos clínicos es pagado directamente por las farmacéuticas. Una cantidad de dinero enorme, porque cada año se hacen decenas de miles de ensayos clínicos. Se dirá, y es cierto, que este tipo de ensayos, en los que participan seres humanos, están sujetos a unas normas legales exigentes (autorizaciones de comités de ética, protocolos, plazos, etc.). Pero también es cierto que la intención científica y la interpretación de los resultados de la prueba escapan a las regulaciones, y que una experimentación independiente e imparcial pudiera tener gravísimas consecuencias para una industria que engaña, vendiendo la mayoría de sus novedades a precios de avances terapéuticos cuando no lo son (recuerde Vd. que nada menos que el 85% tienen una eficacia relativa nula o casi nula). Sería un riesgo insoportable para la industria que la venta y beneficios previstos de un nuevo producto dependieran de criterios científicos neutrales. Como dice McHenry, un filósofo y bioético de la universidad de California, la estrategia de la industria ahora no es aceptar la evidencia, sino defender “las moléculas”, las novedades. Así que, necesariamente, la ciencia ha de flexibilizarse y someterse al marketing y las normas gubernamentales, también. De un modo u otro la industria diseña y controla muchos trabajos científicos. Mire Vd., en el 2004, creo, el fiscal general de Nueva York procesó a GlaxoSmithKline por ocultar datos clave de sus ensayos clínicos. Y este no es un caso aislado, hay decenas. ¿Quiere esto decir que todos los ensayos clínicos pagados por las farmacéuticas son tendenciosos? Claro que no. A la propia industria no le convendría. Pero el que paga manda, y la financiación por la industria del 70% de todos estos trabajos constituye sin duda una tremenda corriente de contaminación de la medicina y la ciencia públicas (incluso en las investigaciones revisadas por pares es frecuente el fenómeno llamado de “sesgo de patrocinio” o conclusiones favorables al financiador).
Por cierto, el que paga no sólo manda sino que también compra, así que yo no diría que hay una apropiación privada por la industria si el precio que cobra el hospital por el ensayo clínico es el justo (cosa que dudo, pero eso es otra historia).
Pero si es así, si es como usted dice, ¿cómo es posible que las comunidades científicas afectadas permitan un control de estas características? Tal como se suele entender el espíritu científico y la finalidad de la ciencia, lo que usted critica parece un sinsentido, es como si la ciencia dejase de ser “conocimiento desinteresado” y pasara a convertirse en un asunto de negocios y de poderes económicos. Pero, verdaderamente, Science is not business. ¿No deberían levantar su voz de alarma las revistas científicas de prestigio? The Lancet, por ejemplo, no tiene nada que decir frente a asuntos como éste.
Bueno, para las farmacéuticas la ciencia carece de interés si con ella no se hace “business”, y este criterio lo han contagiado –con dinero, claro- a buena parte de la comunidad científica. Las contribuciones o donaciones de la industria han crecido el 900% en tan sólo 20 años, entre 1980 y 2000, según Lemmes. Y naturalmente también aumentó su influencia en todos los aspectos. Cuando la industria lo cree conveniente, “alquila” a científicos o médicos y a través de ellos diseña ensayos y otros trabajos de investigación clínica, recoge y analiza los resultados, enseña los datos que le son favorables y oculta o retrasa los que no le gustan, compra a médicos y académicos prestigiosos, los que llama KOLs (key opinion leaders), para que firmen artículos que escriben unos “ghostwriters” (generalmente los departamentos de marketing o de relaciones públicas de las empresas), publica esos artículos en respetables revistas médicas y además los utiliza como referencias en el material de propaganda de sus productos (nada menos que el 11% de todos los artículos aparecidos en 1998 en las publicaciones médicas norteamericanas procedía de ghostwriters, y se estima que el porcentaje es hoy mucho mayor). En fin, como le digo, médicos y académicos relevantes son pagados por la industria para que firmen artículos que no escriben basados en datos que no recogen ni analizan y, en ocasiones, ni ven. La infección por el dinero de la industria está tan extendida en la comunidad científica que la entrega de cheques por algo que no se hace o se hace mal, es decir, por faltas de ética, ha adquirido ya una cierta naturalidad. Muchos piensan que si no lo hago yo, lo hará otro.
Claro que hay médicos y científicos que resisten y censuran tal degradación, incluso con vehemencia, como el profesor Drummond Rennie, de la Universidad de California, que ha calificado de lamentable, escandalosa y alarmante la actitud de las universidades y los científicos. Pero los críticos no son suficientes para detener la enfermedad. Lo cierto es que la influencia de la industria ha emborronado todas las cosas de tal modo que en la literatura científica es difícil distinguir lo genuino de lo falso. Mire Vd., los editores de las principales revistas médicas del mundo (New England, Lancet, Journal of American Medical Association, Annals of Internal Medicine y otras más) se sintieron obligados a advertir conjuntamente que el actual control de la investigación clínica por las compañías farmacéuticas podría hacer que acreditadas publicaciones médicas participasen en engaños o tergiversaciones. O sea, de hecho los editores se reconocen incapaces de asegurar el rigor de los textos que publican, y honestamente lo avisan. Pero hay algo peor…
¿Algo peor?
Sí, efectivamente, hay algo peor, y es que además de la investigación clínica, la industria ya infecta los centros de creación del conocimiento científico (universidades, institutos especializados, etc.). Ensucia las fuentes y la misma naturaleza de la investigación básica. Verá Vd., la participación financiera de las farmacéuticas origina un clima de trabajo que empuja a los investigadores a tener más en cuenta las posibilidades comerciales del proyecto que su valor intelectual y beneficio público. La industria promueve una investigación que busca dinero por medio de la comercialización del conocimiento; orientada hacia la transferencia de tecnología, los derechos de propiedad intelectual y las patentes, y que, por tanto, considera los datos científicos como bienes personales y confidenciales. El escrutinio público y el debate abierto que permiten a otros investigadores verificar y repetir los resultados, algo imprescindible para el avance de cualquier ciencia, se hacen imposibles. La industria aísla a los investigadores y promueve la apropiación privada del conocimiento científico. Le voy a leer un párrafo de un informe, ya no reciente, de la Comisión de Evaluación Tecnológica del Congreso de Estados Unidos sobre nuevas formas de desarrollo de la biotecnología, párrafo que Sheldon Krimsky, profesor de la Universidad de Tufts, recoge en este libro titulado, como Vd. ve, Sciencia in the private interest, un libro excelente. Dice así: “Las relaciones universidad/industria pueden afectar adversamente al ámbito académico inhibiendo el libre cambio de investigación científica, minando la cooperación entre departamentos, creando conflictos entre pares y retrasando o impidiendo la publicación de resultados de la investigación. Además, la financiación dirigida puede reducir el interés de los científicos por los proyectos sin suficientes posibilidades comerciales, y así dañar indirectamente la investigación básica que se hace en las universidades”. Y voy a leerle otro párrafo, mejor dicho, una pregunta, también del libro de Krimsky: “¿Pueden las universidades preservar el libre cambio de ideas entre estudiantes y profesorado a la vez que cumplen los acuerdos con la industria?”. Una pregunta que debería dar que pensar a aquellos, cada vez más, que en España animan con entusiasmo la asociación de la universidad o de centros de investigación básica con la industria. Lo que Krimsky llama la “desenfrenada comercialización de nuestras instituciones”.
¿Afirmaría usted entonces que no sólo la industria española sino que las grandes multinacionales del sector están corruptas? ¿No estamos entonces ante una situación muy peligrosa? Estamos hablando de la salud, de la vida de las personas.
Claro que estamos hablando de una situación muy peligrosa. A lo largo de esta conversación hice ver varias veces que la industria farmacéutica engaña, está asentada de raíz en el engaño, y que para ocultarlo y mantener sus excepcionales rentas corrompe la investigación y los investigadores, primero, y trasmite a los médicos informaciones falsas, después. Pero más responsable que la industria, mucho más, son los gobiernos, y concretamente las autoridades farmacéuticas que saben todo y consienten casi todo. Una benevolencia oficial que, desde luego, la industria agradece de muchas formas. Es frecuente, por ejemplo, que cuando los altos funcionarios de farmacia son cesados encuentren en la industria trabajo con excelentes retribuciones.
¿Cómo cree usted entonces que debería orientarse de forma justa y razonable la investigación farmacéutica en un país como el nuestro?
Ahora, en los minutos de una entrevista, no me atrevo a esbozar un proyecto de política de investigación farmacéutica, que requiere, claro, reflexión y debate. Pero sí le diré dos cosas: una, yo no subvencionaría, como ahora se hace, a las compañías farmacéuticas que investigan; eso es su interés, diría que su necesidad, porque sin obtener medicamentos nuevos no se puede competir en el mercado farmacéutico, y sin la posibilidad de competir una empresa no tiene razón de ser, se extingue. ¿Por qué el Estado va a estimular con subvenciones algo que las compañías están obligadas a hacer para vivir? Y dos, no mezclaría, por motivos que antes comenté, la investigación básica que debe potenciar el Estado con la investigación mercantil de las farmacéuticas.
¿Cuáles son las causas del creciente y supuestamente imparable gasto farmacéutico? ¿El envejecimiento de la población? ¿Quién ha sugerido, por ejemplo, que se consideran enfermedades la calvicie, la timidez, ciertos síntomas de la adolescencia, incluso el malhumor? ¿Debería contenerse este gasto?¿Cómo hacerlo?
El gasto se acelera por un conjunto de causas, unas empujan el volumen del consumo y otras los precios. Las principales son la aparición de nuevos productos, siempre más caros; la inflación farmacéutica o actualización de los precios de los medicamentos no nuevos; los avances tecnológicos clínicos que alargan la supervivencia de muchos pacientes, en su mayoría tratados con fármacos; la cronicidad de las enfermedades prevalentes en nuestras sociedades que requieren el uso prolongado o de por vida de medicamentos; las terapias intensivas modernas en ciertos padecimientos; la creciente medicalización de las limitaciones naturales del cuerpo humano, como las que Vd. cita de calvicie, timidez, sexo apagado, etc. que ahora pueden ser tratados con medicinas; y también el envejecimiento de la población, aunque a lo largo del tiempo su influencia es mucho menor de la que se le atribuye (está probado que en aquellos países donde la población mayor de 65 años ha crecido más rápidamente, el gasto sanitario no ha aumentado con mayor rapidez que en aquellos otros donde la población anciana creció con más lentitud). En resumen, el gasto crece porque aumenta el coste por día de tratamiento, aumenta los días de tratamiento por enfermo y aumenta el número de enfermos. Entonces, preguntará Vd., ¿hay que aceptar el incremento del gasto? En España, de ninguna manera. Aquí el gasto es desmedido y su coste de oportunidad muy gravoso (el coste de oportunidad es en este caso el valor de lo mucho que deja de hacerse en otros sectores de la asistencia pública al destinar recursos a farmacia; dicho de otro modo, en el marco de un presupuesto sanitario finito y siempre escaso, el rápido aumento del gasto farmacéutico reduce el dinero a asignar a la atención primaria, los hospitales e inversiones). Contenerlo es, pues, indispensable y apremiante para la sanidad pública. ¿Cómo? Hay que contar primero con una decisión política firme. El gobierno ha de estar dispuesto a abandonar el hacer que se hace con medidas de corto recorrido (rebajas que disminuyen el coste, pero no el consumo; precios de referencia encogidos; descuentos de la industria; incentivos ridículos a los médicos, etc.). La contención es un proceso permanente, un trabajo constante de vigilancia del gasto junto a una actitud firme de resistir su crecimiento con las medidas eficaces, gusten o sean impopulares. Algo difícil para los políticos que viven al día, sin pensar en mañana (como Luis XV, “après moi, le déluge”) y eluden enfrentamientos con la industria y con los ciudadanos votantes. Es indispensable para el Sistema, pero no creo que se haga nada más que ir trampeando irresponsablemente todo el tiempo que se pueda. Después, dirán, que salga el sol por Antequera.
¿Desea añadir algo más? ¿Cree que hay algún punto esencial que no hemos tocado?
Pues sí, diré algo más, porque no quiero dejar de señalar cómo las farmacéuticas mitifican descaradamente su investigación cada vez que afirman (y lo hacen con mucha frecuencia, en una coordinada campaña) que la obtención de un nuevo medicamento es un proceso de enorme riesgo financiero y elevadísimo coste. Dos engaños más. Verá Vd., es obvio que la inversión en cualquier proyecto de investigación siempre está envuelta en incertidumbre. Pero esta inseguridad, este riesgo natural disminuye mucho cuando el inversor puede diversificar su cartera en varios proyectos, como ocurre con la investigación de una empresa farmacéutica, que generalmente sigue a la vez varias líneas distintas. La Oficina de Evaluación Tecnológica del Congreso de Estados Unidos, a la que antes me referí, estima que la diversificación permite incluso eliminar el riesgo en el desarrollo de nuevos medicamentos, eliminar, dice, no sólo disminuir. Además, la industria farmacéutica recibe una especial seguridad añadida en las naciones con sistemas de salud de libre acceso universal, donde la efectividad de la demanda farmacéutica está garantizada con dinero público, lo que reduce la inestabilidad del mercado y por ello el riesgo de la innovación. La industria sabe que cualquier nuevo fármaco nace con la certeza de que el Estado sufragará su consumo para todos que lo necesiten. En fin, ese “enorme” riesgo según la industria es, en la práctica, pequeño o quizá nulo.
Y algo similar puede decirse del coste “elevadísimo”. También está hinchado. Desde luego no es barato poner en el mercado un medicamento verdaderamente nuevo. Exige no pocos recursos financieros. No pocos, pero cuántos, qué cantidad concreta, se desconoce. La industria oculta desde siempre las cuentas de la investigación (mantuvo durante 9 años, y ganó, una batalla legal contra la General Accounting Office, de Estados Unidos, que pretendía revisarlas), y no es posible saber qué gastos incluye en dicha partida ni, claro, el coste real de un nuevo fármaco. No hay datos ciertos que puedan ser contrastados. Las cifras que se manejan y airean son simples estimaciones teóricas y académicas pagadas, salvo excepciones, por la industria. En recientes anuncios en prensa, Farmaindustria asegura que el coste de un nuevo medicamento es de “más de 800 millones de euros” (133.000 millones de pesetas) pero Public Citizen Congress Watch, una organización de consumidores establecida en Washington, muy respetada por su independencia y rigor, lo calcula en unos 90 millones de euros (15.000 millones de pesetas); es decir, 710 millones de euros menos. Una diferencia tan desmedida que sólo es posible si alguien miente, y el que más se beneficia de hacerlo es la industria.