Un punto de encuentro para las alternativas sociales

En el décimo aniversario de la muerte de Bolívar Echeverría

El 5 de junio de 2010 fallecía en México el filósofo hispanoamericano, nacido en Ecuador y naturalizado mexicano, Bolívar Echeverría. En Espai Marx hemos publicado diversos artículos de este pensador y hemos querido rendirle un pequeño homenaje en este décimo aniversario de su muerte con tres piezas: una semblanza de su figura por Joaquín Miras, una entrevista realizada por Javier Sigüenza y un artículo sobre el concepto de  su “cultura política” de Marco Aurelio García Barrios.

 

MENSAJE EN UNA BOTELLA

Bolivar Echeverría es un autor del que he hablado últimamente. El de los cuatro ethos posibles de la modernidad. Para él la transformación posible de la sociedad viene de la posibilidad de darle  a las cosas, en la vida diaria, su valor de uso, y combatir el valor de cambio. Si unimos esta idea a la de los ethos, vemos que está muy próximo a la idea de la lucha en la vida cotidiana por controlarla.

Echeverría sabía que esta no era la noción compartida por las personas cuando se habla de la Política. Y aun menos, por los políticos. Por eso él distinguía entre Lo Político, y La Política. La política es esa actividad cínica vacía que practican los políticos. Precisamente señala que ha desaparecido del mundo político el individuo que reflexiona, lee, estudia,  que el estudioso estilo Lenin no existe; y que hasta se jactan de no leer, de concebir la política como manipulación. Ellos practican la Política, no Lo Político. Pero esa práctica que cierra ese mundo, que lo inhabilita, y que produce ese tipo de agente analfabeto funcional dedicado a la puñalada, no excluye ni quita que lo político sea necesario. Y que lo político requiera del estudio, de la lectura, del lector, y del lector reflexivo que goza con la lectura, que no lee instrumentalmente. Ese gozo es, también la lectura vista desde lo político, desde el valor de uso de ese bien que es el pensamiento.

Por eso, Echeverría no desespera, sabe lo que hay y lo que es La Política. Hasta qué punto es un mundo cerrado, sin salida. Pero sabe que Lo Político está ahí, en la potencialidad de la vida cotidiana de la gente cotidiana, que puede abrirse: no es un imposible. Y sabe que se necesita de la lectura y de la reflexión. Por eso, no dimite, y por eso no se deja vencer por el pesimismo y no piensa que sea inútil el leer. El saber es imprescindible si se abre, si llega a abrirse, Lo Político, y comienza la gente a luchar por regimentar su vida desde el valor de uso. Y, reitero, y el leer por el leer, además es ya practicar eso.

Por ello mismo, él se autodefinía como Homo Legens. Y propugnaba la necesidad de esa práctica.

Creo que Echeverría homo legens nos ayuda a ver cual es nuestra tarea y misión como lectores, en un mundo político en el que la lectura es eliminada y la reflexión es ridiculizada y no cuenta.Cómo debemos cumplir la tarea de dar continuidad a un legado, apropiárnoslo, transmitirlo, comunicar ideas, escribirlas. Es imprescindible para el futuro de la izquierda, para cuando esta exista, para que pueda llegar a existir. Es una tarea serena, que requiere de toda nuestra serenidad e imperturbabilidad, que exige no dejarnos vencer por el pesimismo. Que exige valorar el legado, que es precioso, que posee valor incalculable, aunque a veces no sea del todo acertado –si lo hubiera sido por entero, no estaríamos en esta situación–, aunque en parte fracasase, pero también en parte es la reflexión sobre esos fracasos. Leer, esa es nuestra tarea. A la espera de que surja un Sujeto social práxico que practique Lo Político y podamos legarle nuestro legado lector.

Nada menos. Esa es nuestra tarea. Nada menos.

Entre tanto, miremos el mundo con curiosidad. Sin enfado, sine ira, cum studio. No sabemos si veremos el surgir de Lo Político, sí sabemos que nuestra vida como lectores será mucho más larga que la vida de los políticos de la política, que hoy suenan y desprecian, pero se consumen más deprisa que el papel de fumar. Mañana estaremos leyendo y ellos ya no estarán. Quizá por desventura haya otros, pero ya no estos. Ahí, leyendo, sin embargo, estaremos nosotros. Y viendo quemarse generaciones de políticos.

El pesimismo es un simple y mero estado anímico momentáneo, y las bibliotecas están llenas de libros que nos interpelan a gritos y están llenos de promesas de conocimiento.

(Joaquín Miras Albarrán)

 

MODERNIDAD, ETHOS BARROCO, REVOLUCIÓN Y AUTONOMÍA
UNA ENTREVISTA CON EL FILÓSOFO BOLÍVAR ECHEVERRÍA
Javier Sigüenza

El presente texto es un extracto del publicado en el quinto número de la revista Crítica y Emancipación. Buenos Aires, CLACSO, 2011 también disponible en www.biblioteca.clacso.edu.ar.

Bolívar Echeverría es originario de Ecuador; realizó sus estudios en filosofía en la Freie Universität Berlin en los años sesenta. Allí entabló amistad con Rudi Dutschke y participó en el movimiento estudiantil alemán de esos años, mientras leían y discutían la obra de Marx y Lukács, de Sartre y de Franz Fanon. En 1970 se estableció en México en donde continuó sus estudios de filosofía e inició una lectura sistemática de El capital de Marx. A partir de la década del setenta, y hasta el día de su muerte ocurrida en 2010, fue profesor de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Sus investigaciones se centraron principalmente en la lectura del existencialismo de Sartre y Heidegger, la crítica de la economía política de Marx y el desarrollo de la teoría crítica de Frankfurt, así como los fenómenos histórico-culturales de América Latina. A partir de estas investigaciones, formuló su teoría del cuádruple ethos de la modernidad, y su concepto de ethos barroco, y la peculiar expresión de éste en América Latina, como una crítica a la modernidad capitalista.

Javier Sigüenza (JS): En la actualidad, parece que hay una tendencia cada vez mayor a dar por muerto el “discurso crítico de Marx” y, junto con ello, las aspiraciones de construir una sociedad más libre e igualitaria. Desde este punto de vista, ¿cuál sería para Ud. la actualidad de Marx?

Bolívar Echeverría (BE): Creo que es importante tener en cuenta el sentido del período que va de mediados de los setenta hasta comienzo de este nuevo siglo, que serían 25 años de oscurantismo antimarxista, en donde lo que ha habido es un consistente reposicionamiento de la derecha más recalcitrante dentro del mundo académico, bajo el amparo ingenuo de ciertas teorías aparentemente muy de avanzada, como serían las que se disputaron el nombre de posmodernismo. Lo que ha habido es una especie de renacimiento de la idea de que el mundo tal como está es incuestionable, que el modo de producción capitalista no es un modo de producción sino que es la esencia de la producción, que es inimaginable una producción –y por lo tanto una vida– que no sea capitalista. Este dogma ha prevalecido desde mediados de los setenta y sigue vigente en nuestros días, aunque ya comienza a resquebrajarse. Ahora bien, lo importante es que desapareció lo que Luckács llama en Historia y conciencia de clase: “la época de la actualidad de la revolución”. Aunque suene un poco contradictorio con lo que se dice generalmente, esa “época de la actualidad de la revolución” termina en los años sesenta, en el 68 de París. Los movimientos del 68 más que ser el comienzo de algo son el fin de algo: ahí termina toda una época que se inició con la Revolución Francesa, en donde el significado de la palabra revolución era indispensable para cualquier discusión política. Hasta ese momento era impensable hablar de política sin tener en cuenta en el horizonte del pensamiento el concepto de revolución; y este concepto es el que logran erradicar a finales de los años setenta los mundos culturales de occidente. El concepto de revolución pasa a tener un desprestigio total; imaginar que este concepto pudiera servir para algo era una especie de pecado capital, y lo sigue siendo de alguna manera. En este sentido, la obra de Marx, que es una obra fundamentalmente revolucionaria, quedaba fuera del juego. Ahora bien, lo que estamos observando desde comienzos de este nuevo siglo es una especie de fatiga de este dogma procapitalista, y desde hace unos años se ha planteado la idea de que el modo de producción capitalista, no sólo la modalidad “neoliberal” del capitalismo sino el capitalismo en cuanto tal, es cuestionable. Aunque todavía sea muy incipiente lo que se piensa al respecto, ha habido obras teóricas importantes y hay, sobre todo, una conciencia popular muy extendida de que las cosas tal como están funcionando no pueden seguir. En este sentido, creo que estamos ante la posibilidad de un renacimiento de la “época de la actualidad de la revolución”. Pienso que el siglo XX fue el siglo de la contrarrevolución y que el XXI, tal vez, ojalá, puede ser no el de la continuación de la barbarie sino el de una nueva “época de actualidad de la revolución”; claro, en términos muy cambiados, dado que las circunstancias son muy diferentes.

JS: Ciertamente, el sistema actual parece atravesar por una crisis irreversible, sin embargo, en algún momento usted advertía, a propósito de la visita del sociólogo Immanuel Wallerstein, que esta crisis no significa necesariamente una apertura de una nueva época de la revolución. Entonces, ¿cuáles serian los hechos que estarían haciendo resurgir esa “época de la actualidad de la revolución” de la que habla?

BE: Yo creo que más que lo más vistoso y espectacular de esto, que sería el movimiento altermundista, que se reúne de vez en cuando en cualquier parte del mundo; más que estas manifestaciones de alguna manera político-tradicionales de la rebelión contra el capitalismo, la verdadera fuerza de este impulso anticapitalista está expandida muy difusamente en el cuerpo de la sociedad, en la vida cotidiana y muchas veces en la dimensión festiva de la misma, donde lo imaginario ha dado refugio a lo político y donde esta actitud anticapitalista es omnipresente; en este sentido, lo estético ha adquirido una importancia inusitada para lo político. La impugnación o el descontento respecto del modo de vida capitalista se están dando en los usos, costumbres y comportamientos de la vida cotidiana y apuntan en una dirección por lo pronto muy poco “política”; brotan en muchos sentidos disímbolos, desde el aparecimiento de actitudes fundamentalistas, hasta la fundación de nuevas religiones, nuevos cultos, como el culto a la “Santa muerte”, por ejemplo. Una serie de elementos que aparecen por todas partes del mundo que nos indican que la mentalidad de los trabajadores está cambiando y que están germinando vías inéditas de construcción de una política completamente diferente de la política prevaleciente. Estamos en los comienzos, me parece a mí, de un renacimiento de lo político más allá de la política; ahora es muy difícil decir cuáles van a ser sus vías, sus nuevas manifestaciones políticas. De alguna manera parece que la vieja idea de la posibilidad de construir un ejército popular o una fuerza armada proletaria, capaz de dar cuenta de la violencia estatal establecida, es una idea que ya no parece viable, dada la extinción técnica de los lugares de repliegue que un ejército necesitaría. Lo veo más bien como una resistencia y una rebelión inalcanzables por el poder establecido, dirigidas a corroerlo sistemáticamente a fin de provocar en él una especie de implosión. Por ahí veo yo la labor del viejo topo de la revolución.

JS: En sus famosas tesis Sobre el concepto de historia, Benjamin escribió que la labor del historiador crítico es la de pasar el cepillo a contrapelo de la suntuosidad de la historia, para descubrir con horror que todo documento de cultura es también un documento de barbarie; al respecto, usted comentaba que esta dialéctica de la mirada también pone al descubierto las culturas de la resistencia. ¿Es posible vincular esta idea con su tesis de la peculiaridad del comportamiento histórico cultural en América Latina al que denomina ethos barroco?

BE: Pienso que la época moderna plantea a los seres humanos la necesidad, para sobrevivir, de inventarse estrategias dirigidas a neutralizar la contradicción propia de la época capitalista, que es la contradicción entre la forma natural de la vida y la forma de valor que ella misma ha debido adoptar. Creo que este es el desgarramiento del hombre moderno en el que todo su mundo, su propia personalidad, su comportamiento está obedeciendo a dos lógicas totalmente contrapuestas, una de las cuales es más poderosa que la otra: la lógica cualitativa del mundo de la vida, la siempre vencida, y la lógica abstracta y cuantitativa de la valoración del valor, que es la que “no deja de vencer”. Lo que el ser humano moderno tiene que hacer es vivir dentro de esta contradicción, puesto que no la puede superar, ya que viene con el modo de producción que se impone por su eficiencia. Ahora bien, hay muchas maneras de vivir en esta contradicción. Yo distingo cuatro fundamentales, una de las cuales es la manera barroca. La manera barroca de vivir en el capitalismo, el ethos moderno, es, como otros, un modo de comportamiento que le permite al ser humano neutralizar esa contradicción capitalista, prácticamente insoportable. Lo que hay de peculiar en el ethos barroco es que implica, en cierta medida, un momento de resistencia, que está dado, me parece, en el hecho de que defiende el aspecto cualitativo, o la forma natural de la vida, incluso dentro de los procesos mismos en que ella está siendo atacada por la barbarie del capitalismo. Para seguir con la frase de Benjamin, el ethos barroco sería una “cultura” que al mismo tiempo es una barbarie, porque lo que él hace es reafirmar la validez o la vigencia de la forma natural de la vida en medio de esa muerte o destrucción de la vida que está siendo causada por el capitalismo. Yo creo que esto es lo esencial del ethos barroco. Los otros ethos son más barbarie que cultura; son mucho más aquiescentes con el capitalismo. El ethos realista, por ejemplo, es un ethos que afirma que esa contradicción simplemente no existe. El ethos barroco la reconoce, pero se inventa mundos imaginarios para afirmar el “valor de uso” en medio del reino del “valor de cambio”. En ese sentido, un proceso revolucionario que pudiera darse en América Latina tendría un poco la marca de este antecedente, es decir, de sociedades que han aprendido de alguna manera a defender el valor de uso, que tienen una tradición de defensa de la forma natural. El ethos realista malenseña al ser humano, puesto que le hace vivir el mundo capitalista, como un mundo que es irrebasable, insuperable, que es el mismo natural, eso es lo terrible que hay en él. El mundo moderno en su forma más pura o realista es el que dice este mundo es tal como es, esto es: capitalista, o simplemente no es. En cambio, el ethos barroco dice: el mundo puede ser completamente diferente, puede ser rico cualitativamente, y esa riqueza la podemos rescatar incluso de la basura a la que nos ha condenado el capitalismo.

JS: Desde este punto de vista, entonces, ¿estaríamos diciendo que el proyecto emancipatorio tendría que renovarse a partir de estas formas de resistencia, y la tradición que las acompaña, que vienen al menos desde hace quinientos años?

BE: Ese es un tema muy actual, candente y polémico, porque de alguna manera implica el tratamiento de ciertas posiciones que uno podría llamar “fundamentalistas”, que hacen referencia a una bondad intrínseca de las culturas tradicionales de los indios de América Latina, o de los negros que vinieron como esclavos. Sin embargo, creo que el problema es más complejo; es importante tener en cuenta que en América Latina hubo dos tipos de mestizaje: el primer mestizaje es el que hacen los indios cuando se dejan devorar por los conquistadores y al dejarse devorar, transforman a los conquistadores. Es el de los indios de las ciudades, el de los indios de los márgenes de las ciudades, de la mano de obra en la construcción o en los servicios, etc. Pero hay también un mestizaje que es al revés, que es el de los indios que son expulsados de las ciudades a las regiones más inhóspitas del continente. Estos indios no se dejan devorar, aunque estén golpeados y sus culturas sean irreconstruibles o estén prácticamente muertas. De todas maneras, defienden ciertos elementos, ciertos escombros de sus viejas culturas, muchas veces al amparo de la supervivencia de sus lenguas antiguas. Pero lo interesante de esto es que ellos tampoco son indios puros, es decir, los indios vencidos y expulsados no son indios que permanezcan intocados por lo europeo, que guarden como en hibernación sus viejas formas y culturas, y que estas culturas estén ahí para ser reactivadas y servir de gérmenes de una nueva sociedad. Lo que estos indios hacen es un intento de devorar las formas españolas o europeas. Hay así un proceso de mestizaje a la inversa. Indios que, en lugar de dejarse devorar, intentan devorar, se apropian de la religión cristiana de los europeos, se apropian de ciertos elementos técnicos de sus procesos de producción, de ciertos animales, de ciertas formas de construcción y de urbanización, etc., es decir, son indios que se autorreconstruyen, incluyendo en ello ciertos elementos de la cultura europea que no los ha aceptado. Cuando hablamos de los indios en América Latina, tenemos que hablar de dos tipos de ellos: los indios que están en el mestizaje criollo y los que están en el mestizaje autóctono. Cuando hablamos de que son pueblos que nos han estado guardando los elementos de una relación arcádica con la naturaleza, de una organización social ancestral precapitalista o premercantil, y que estarían listos para reconstruir una sociedad más justa y una relación más “armónica” con la naturaleza, yo no creo que vaya por ahí, a no ser que la historia de la modernidad capitalista nos lleve a tal extremo de devastación que debamos comenzar todo de nuevo. Creo que estamos todavía ante la posibilidad de construir una modernidad, pero una modernidad no capitalista, y que, en ese proceso, tanto del mestizaje criollo de los indios que se dejaron devorar, como el mestizaje autóctono de los indios que pretendieron devorar las formas y la técnica europea, que ambas experiencias son, sin duda, esenciales pero no en el sentido fundamentalista de que son pueblos que pueden enseñarnos cómo vivir, sino en el de que pueden colaborar en la invención de nuevos modos de vivir. A lo que hay que añadir que esas culturas ancestrales eran culturas igualmente autoritarias e igualmente enfrentadas a la naturaleza, como las occidentales, en los puntos más fundamentales. Eran culturas que se basaban también en el sacrificio del individuo, tanto como la cultura cristiana, que construían sus mundos maravillosos sobre la base de una represión muy radical. Entonces, reconstruir las formas de usos y costumbres ancestrales no es sólo volver a formas de una “democracia” comunitaria, sino también volver a formas de convivencia autoritarias. Hay que aprender de la experiencia de estos dos tipos de mestizaje y construir algo completamente diferente. Construir una nueva asociación de hombres libres, una sociedad plenamente moderna, es decir, que esté más allá de la época de la escasez, más allá de la época de la necesidad del sacrificio, que es una época a la que pertenecen lo mismo la cultura occidental que las culturas ancestrales indígenas.

Javier Sigüenza. Doctorando en Estudios Latinoamericanos en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México.

Fuente: Sigüenza, Javier “Modernidad, ethos barroco, revolución y autonomía. Una entrevista con el filósofo Bolívar Echeverría” en Cuadernos del Pensamiento Crítico Latinoamericano Nº 44. CLACSO, julio de 2011. Publicado en La Jornada de México, Página 12 de Argentina y Le Monde Diplomatique de Bolivia, Chile y España.

 

SOBRE EL CONCEPTO DE “CULTURA POLÍTICA” EN BOLÍVAR ECHEVERRÍA

Marco Aurelio García Barrios
Máster en Análisis Político por la Universidad Autónoma de Querétaro, México. Profesor de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México.

I.
Los aportes de Bolívar Echeverría al desarrollo de la teoría crítica en América Latina tienen dos grandes vertientes. La primera de ellas, su labor como profesor universitario, si bien ha concluido como tal, sigue teniendo una relevancia mayúscula: formó a muchas generaciones de académicos y científicos sociales, quienes hoy interpretan el devenir social y forman a nuevas generaciones de una manera muy distinta gracias a la presencia de Bolívar Echeverría en las aulas universitarias. La otra vertiente es su obra escrita, legado invaluable que lo coloca entre los teóricos más importantes del siglo XX. Dentro de ese legado podemos ubicar un punto de inflexión en su obra, se trata del ensayo “La ‘forma natural’ de la reproducción social”, publicado en 1984 en la revista Cuadernos políticos (y del que Echeverría hizo una versión modificada que forma parte del volumen Valor de uso y utopía, publicado en 1998).

Es un texto que el autor curiosamente prefirió no incluir en la colección de ensayos titulada El discurso crítico de Marx 1986). Años después comentaría que lo reservó para otro proyecto, pues lo había concebido como la base teórico-conceptual de otro libro, que ya no escribió. En su lugar, publicó el volumen Definición de la cultura, una obra que recoge las lecciones que impartió durante sus cursos en la época de maduración del ensayo sobre “La ‘forma natural’ de la reproducción social” (Echeverría, 2001). De igual manera, buena parte de las preocupaciones teóricas y las aproximaciones a la solución de las mismas constituyen el núcleo conceptual de uno de sus trabajos de mayor madurez intelectual y una de sus obras más redondas: La modernidad de lo barroco (Echeverría, 1998b).

El ensayo de 1984 constituye un punto de quiebre en la obra echeverriana, ya que retoma todo el análisis minucioso, novedoso y profundo de la crítica de la economía política de Marx y lo proyecta hacia lo que sería uno de los temas trabajados con mayor esmero por Echeverría: la construcción de una teoría materialista de la cultura. Se trata de un ejercicio que el autor realiza a partir de la confrontación/complementación teórica de la obra de Marx con los aportes de otros pensadores como Caillois, de Saussure, Jakobson, Malinowski o Hjelmslev, lo que convierte a este ensayo en un trabajo de frontera único en su género y con un potencial explicativo que Echeverría fue “desgranando” notablemente, a lo largo de los años, en los libros arriba mencionados, pero también en diversos ensayos posteriores.

Pasemos entonces a una revisión somera de algunas de las ideas que fueron planteadas por Echeverría en el ensayo de 1984 para ser luego llevadas por distintos caminos en su obra posterior. Nos interesa principalmente exponer algunos ideas sobre la noción echeverriana de cultura política, mismas que han sido desarrolladas con mayor detalle en un trabajo inédito (García Barrios, 2002).

Para definir la “dimensión cultural de la existencia social”, Echeverría retoma un “planteamiento clave” de Martin Heiddeger: su idea de que lo que distingue al ser humano de los demás entes del universo es el “ser ontológicamente libre”, es decir, que su esencia es la libertad. Igualmente, recupera de Jean-Paul Sartre la afirmación –en una línea similar a la de Heiddeger– de que “el hombre está condenado a la libertad”[1], entendiendo la libertad como capacidad de elección. Heidegger sostiene que el ser humano es el único ser animado que tiene que “poner” o “darse” su propia necesidad, puesto que los otros seres pueden descansar en la repetición instintiva de sus rutinas; el ser humano, por el contrario, está en libertad –“condenado” a esa libertad, diría Sartre– de decidir si hace una cosa o hace otra (Heidegger, 1972). En estas dos formulaciones retomadas por Echeverría, el hombre es concebido como un “animal libre”; el autor recupera esta idea para vincularla a la definición aristotélica del hombre como zoon politikon, como “animal político”. Así, el punto de partida de la teoría materialista de la cultura propuesta por Echeverría establece que “la libertad es la condición humana propiamente dicha”; libertad en tanto capacidad de “poner” una necesidad o bien “poner” una forma social (Echeverría, 1984: 36). Este punto de partida define los lineamientos generales para una teorización de la cultura política, ya que la “capacidad política” fundamental y originaria del hombre –planteada por Echeverría en una línea argumental aristotélica– es su capacidad de definir libremente sus necesidades y la satisfacción de las mismas, y en ello se comprende toda una forma de configurar las relaciones sociales y la relación de la sociedad con “lo otro”, con lo no humano.

El segundo paso en la construcción de una teoría de la cultura consiste en enfocarse en la acción social sobre una “nueva materialidad”. Para Echeverría, la socialidad concreta (por oposición a la abstracta) se juega justamente en la capacidad “del mundo de lo humano” de crear una nueva “materia”: la de “su propia socialidad”. Es decir, la identidad social, como configuración particular de la socialidad, se convierte en una especie de “materia prima” que está allí para ser transformada. Esta “nueva materialidad”, que solamente existe para el ser humano, pues es aquello que lo constituye como tal, consiste, en un sentido amplio, en las relaciones sociales de convivencia, de trabajo y de disfrute, vale decir la “socialidad concreta”. De este modo, el proceso de reproducción social tiene dos niveles de presencia, que se encuentran yuxtapuestos: un nivel físico o animal y un nivel “político” o específicamente humano; éste último se acopla con el primero –el propiamente físico– y lo refuncionaliza de acuerdo con su propia orientación (Echeverría, 2001: 83). El planteamiento de Echeverría continúa las nociones de Heidegger y de Sartre sobre la libertad del hombre al postular que el hombre necesita “poner una forma”: el hombre tiene la necesidad y la capacidad de modificarse a sí mismo, dotándose de una nueva forma social (o bien ratificando la forma social vigente). Tal como los animales comunes actúan sobre su entorno material –i. e. la naturaleza circundante–, del mismo modo el animal humano actúa sobre la “materialidad” nueva –en rigor inmaterial– de su propia socialidad. Así, la noción de libertad sugerida inicialmente va adquiriendo una mayor definición; si bien la “nueva materialidad” es en realidad algo inmaterial, no por ello es intangible ni vaga, se trata de la determinación muy concreta del conjunto de relaciones sociales que otorgan identidad a una sociedad; es, en suma, la particularización de la figura social, que comprende el conjunto de las relaciones sociales y también la conexión con lo extrasocial, que Echeverría llama “lo otro” o lo no-humano.

La configuración de una forma social específica se logra gracias a la mediación del “objeto”: una porción de la naturaleza que es transformada por la acción del hombre que persigue la consecución de un fin (el telos de los griegos). La porción de naturaleza transformada por el hombre es conceptualizada por Echeverría como el “objeto práctico” (Echeverría, 1998a: 175), ya que en dicha categoría se comprenden los objetos de consumo –productivo o improductivo–, que constituyen objetos para el uso “práctico”. En el “objeto práctico” se condensa una conexión particular de lo social y lo “no-humano” o lo “natural”, pero no sólo eso: el objeto práctico es al mismo tiempo el vehículo de una acción o intención comunicativa.

En la forma del objeto práctico va cifrado un mensaje; cada objeto práctico tiene su propio “modo de empleo”, el cual afecta y configura al usuario/consumidor. Al establecer el análisis de los productos/bienes de consumo como vehículos de la acción comunicativa, Echeverría reformula los planteamientos del materialismo histórico a partir de la semiótica. Justamente aquí se encuentra la “piedra de toque” de su teoría materialista de la cultura.

La forma del objeto práctico es de una diversidad casi infinita, nos dice Echeverría, tratándose en rigor de formas múltiples, en donde cada una de ellas conlleva toda una manera de vivir la vida social y de conectar a ésta con la naturaleza circundante. Las formas del objeto práctico varían enormemente de una sociedad a otra; acontece una proliferación de formas del objeto práctico y, por tanto, de formas de la reproducción de las sociedades. Es justamente la definición o concreción de tal o cual tipo de objeto práctico lo que constituye la capacidad política originaria y fundamental del hombre; es, así, su “elección de forma” inicial. Esta es, justamente, la dimensión de valor de uso de las sociedades, misma que puede ser sometida, bajo ciertas circunstancias históricas, a la imposición de una lógica ajena a la suya propia.

Ahora bien, así como Marx nos habla de la mercancía (“objeto práctico” históricamente determinado) como de un “jeroglífico social”, Echeverría subraya que, si bien es cierto que el acto comunicativo no es exclusivo del animal humano, en los demás animales éste se presenta dentro de una codificación absolutamente natural, genética incluso, que comprende ciertas formas de comunicación previamente programadas. En el caso del ser humano, por el contrario, su código no está dado de entrada, ya que se trata de un producto histórico. Por eso, al hablar, los ejecutantes o emisores no repiten simplemente el código de manera mecánica, sino que lo modifican al momento de usarlo (el código que se actualiza al tiempo que se “subcodifica”).

Cuando se habla de “lo humano en general” se crea una abstracción, ya que lo humano existe siempre de manera particular: “lo humano” sólo puede existir en verdad como proyectos diferenciados de humanidad. Entonces, hablar de “un código humano” (general) es hacer referencia a un ente demasiado abstracto. Por ello, el “código humano” sólo puede funcionar, tener una existencia práctica, si se encuentra subcodificado; es decir, toda vez que ha cobrado existencia como un código concreto, uno entre muchos posibles. El código humano (lo general) solamente adquiere una existencia práctica en tanto que se concretiza en un código particular –en esto consiste la “subcodificación”–; este es el momento fundacional en el que se nombran las cosas y, así, se construye un mundo de simbolización (Echeverría, 2001: 131- 143). Cada subcodificación corresponde de este modo a un proyecto diferenciado de humanidad y abarca, por tanto, desde una “tecnología” particular –que media la relación hombre-naturaleza– hasta los detalles más pequeños de la vida cotidiana, constituyendo de esta manera la actualización de la capacidad política originaria y fundamental del hombre: la de elegir una forma particular para la reproducción social. Dicha elección constituye ni más ni menos que la creación de una identidad social concreta (Echeverría, 1998b: 136-139).

Echeverría define la cultura, en distintas partes de su obra, como el “cultivo de la identidad”, entendiendo esta última como “el modo […] en que una comunidad determinada –en lo étnico, lo geográfico, lo histórico– realiza o lleva a cabo el conjunto de las funciones vitales” (Echeverría, 1998b: 133). Tal “cultivo de la identidad” comprende tanto la conexión particular entre la esfera de la producción y la del consumo, como el conjunto de normas y reglas sociales, usos y costumbres, etcétera. El concepto de “identidad” postulado por Echeverría se distingue radicalmente de las concepciones que ven a las distintas identidades culturales como algo sustancial y cuasi eterno e inmutable; para nuestro autor, la identidad no es sino un “estado de código”, es decir, una entidad histórica que sintetiza toda una estrategia de supervivencia en medio del acoso de la escasez material y que por tanto, lejos de ser “sustancial” es evanescente. En palabras del propio Echeverría: “la identidad practica la ambivalencia: es y no es. Si existe, tiene que existir bajo el modo de la evanescencia, de un concentrarse que es a un tiempo esfumarse” (Echeverría, 1995: 61). El origen del carácter evanescente de la identidad proviene, según esta concepción, del hecho de que la “segunda naturaleza” del hombre –su nivel de sujeto que se autotransforma como polis– está sobrepuesta a la naturaleza primaria, al nivel animal o natural. Es decir, para Echeverría cultura es una transnaturalización particular, una alteración tanto de la “animalidad” del hombre como del entorno natural circundante (i. e. naturaleza exterior e interior a la vez). Esta condición de la identidad la hace inestable, ya que se mantiene en un precario equilibrio en medio de tendencias opuestas –lo natural y lo social–. “Cada forma determinada de lo humano, al cultivarse a sí misma –expresa Echeverría–, cultivaría también, simultáneamente, una contradicción que la constituye: […] cultivaría el conflicto a la vez arcaico y siempre actual entre ella misma y lo que hay de sustrato natural re-formado y de-formado por su transformación” (Echeverría, 1998b: 138).

Echeverría plantea que cada cultura es, en esencia, en tanto que el “cultivo de la identidad social propia”, una forma determinada de transnaturalización; es decir, una forma de hacer efectivo el violentamiento de lo natural en provecho de lo social, lo cual ocurre en tres niveles complementarios y simultáneos[2]. Cada cultura singular es, así, una propuesta particular de transnaturalización, ya que ésta se da siempre de una manera específica, completamente determinada (Echeverría, 2001: 147-167). Esta transnaturalización se despliega desde la naturaleza “interior” (la animalidad) hasta abarcar la naturaleza exterior, como dan testimonio el caso de los animales domésticos o bien el de los cultivos de granos, por mencionar sólo dos ejemplos conocidos. Transnaturalizar, “alterar” la naturaleza, implica violentarla. En este sentido, las múltiples formas sociales de la vida humana se sostienen siempre sobre un conflicto, el de la oposición entre lo natural y lo social que busca someterlo. Es el manejo de este conflicto y sus “réplicas” en el corpus social lo que le da vitalidad a una cultura, como propuesta específica de transnaturalización. La civilización es así, por definición, civilización de la violencia; de lo que se trata entonces es de darle cauce a la violencia mediante el “ordenamiento” o restitución de los equilibrios, de eso es de lo que se trata la civilización y la cultura[3].

Desde la perspectiva de la transnaturalización, la política implica necesariamente contradicción y violencia. Mientras que las culturas arcaicas reconocieron y aceptaron el hecho de la inherencia de la violencia, reduciendo el problema a la cuestión de cómo administrarla[4], en las sociedades occidentales modernas, por el contrario, se ha vivido con la creencia ilusoria de que la violencia ha sido trascendida o superada, lo cual está asociado a las concepciones ilustradas y su fe en el imperio de la razón y sus poderes omnímodos[5].

De acuerdo con Echeverría, el “cultivo de la singularidad” es solamente posible en la medida en que existe un cuestionamiento del propio código particular o subcodificado; así, las formas culturales solamente se mantienen en la medida en que están en juego, en que están “arriesgando su identidad” (Echeverría, 1998b: 136-137). Como se puede apreciar, esta concepción es totalmente contraria a las versiones falseadas o “folclorizadas” de las identidades sociales –por ejemplo, nacionales– que se plantean como fijas y responden, supuestamente, a una especie de “esencia eterna”.

La noción echeverriana de cultura política hace referencia a la “vigencia institucional de las formas sociales”, las cuales abarcan desde el plano de la familia (su organización, jerarquía, reglas, etcétera), pasando por el ámbito de la escuela (en general toda institución de enseñanza) y las iglesias, hasta llegar a los distintos órganos del Estado (que incluyen desde instancias de representación hasta el ejército, las prisiones y diversos espacios paraestatales)[6]. La “vigencia institucional de las formas sociales”, como construcción conceptual, abarca prácticamente toda la gama de expresiones e instancias de la vida en sociedad. Así, cada cultura política es un modo propio, característico, de darle vitalidad y coherencia a este conjunto de formas institucionalizadas[7].

En la misma medida en que existen distintas y variadas culturas, también existen diversas formas de actualizar la polis y, en este sentido, diversas modalidades de cultura política. En algunas de ellas se vive casi a diario una especie de “plebiscito” sobre las formas sociales, mientras que en otras lo político pareciera estar completamente ausente, si bien está allí, aunque relegado al plano de lo imaginario. Por esto y más, tiene relevancia el concepto de “cultura política” esbozado por Bolívar Echeverría, pues permite, por un lado, detectar lo político incluso allí donde pareciera estar ausente por completo, al tiempo que por otro, la “cultura política” es asumida por el teórico como el aspecto de la cultura que pone en cuestión a la figura social vigente; de esta forma, nos hallamos ante dos vertientes conceptuales convergentes (García Barrios, 2002).

Cada modalidad de la “cultura política” –o de actualización de la polis– responde a una manera particular de equilibrar lo social con lo natural. En este sentido, la noción echeverriana de “cultura política” se puede conectar con planteamientos como el de “despotismo oriental”, por ejemplo, que Karl A. Wittfogel ha asociado con las “sociedades hidráulicas” y su peculiar manera de articular una relación metabólica entre la sociedad y su entorno natural (Wittfogel, 1966).

II.

El concepto echeverriano de cultura política queda trazado en un nivel de abstracción que lo hace apto para analizar ese aspecto de la cultura en las más disímbolas y distantes sociedades. Para los estudiosos de América Latina y su historia, el concepto es más relevante aún cuando se lo conecta con la teorización sobre la modernidad occidental, y particularmente la modernidad latinoamericana, delineada por Bolívar Echeverría. Nuestro autor define su noción de modernidad en los siguientes términos: “por modernidad habría que entender el carácter peculiar de la forma histórica de totalización civilizatoria que comienza a prevalecer en la sociedad europea en el siglo XVI” (Echeverría, 1998b: 144; cursivas añadidas); y agrega que “la modernidad está constituida por el juego de dos niveles de presencia real: el posible o potencial y el actual o efectivo” (Echeverría, 1998b: 144). En esta concepción de la modernidad se deja ver una característica relevante de la construcción teórica de Echeverría: va más allá del plano de lo fenoménico –siguiendo la misma metodología que recomienda Karel Kosik (1967: 25-37)–, al que llama “nivel de presencia actual o efectivo”, y distingue dos niveles de presencia real; es decir, contempla una realidad dual, compuesta de un nivel manifiesto –el plano fenoménico diría Kosik– y un nivel no manifiesto (pero no por ello irreal), esto es, un nivel “potencial”. Dicho en términos menos filosóficos –inclusive etéreos para algunos científicos sociales– existen otras modernidades posibles, que existen seminalmente –in nuce– en la modernidad vigente o efectiva, sólo que para poder desplegarse requieren de ciertas condiciones históricas adecuadas. En el recuento histórico de cómo evolucionó el proyecto civilizatorio de la modernidad, sin embargo, Echeverría encuentra que, en ciertos momentos y en ciertos lugares, logró prevalecer algún otro tipo de modernidad y que si bien fracasaron frente a la modernidad dominante, el fracaso no las invalida ontológicamente –es decir como opciones válidas para la humanidad–, simplemente revela sus limitaciones funcionales en un ambiente de predominio capitalista (Echeverría, 1995: 170- 171). El nivel potencial de la modernidad es un componente clave en la teoría del ethos histórico, como se verá más adelante.

III.

Para Echeverría, la “modernidad realmente existente”, es decir la modernidad capitalista, está fundamentalmente determinada por lo que el autor denomina el “hecho capitalista” –i. e. la valorización del capital y el consiguiente sacrificio del valor de uso– (Echeverría, 1995: 163), ubicándose teóricamente dentro de la tradición de la teoría crítica que pone de relieve la cuestión del valor de uso planteada por Marx en El Capital, aunque sin desarrollarla in extenso[8]. La contradicción entre la forma “social-natural” o plano del valor de uso y la forma valor, debe ser asumida por la sociedad en su existencia práctica de algún modo; por tanto, es necesario e inevitable asumir una posición frente al hecho capitalista. En este sentido, Echeverría determina la existencia de cuatro variantes del ethos[9] de la modernidad, mismas que tratan de darle viabilidad histórica a esta contradicción; se trata entonces de cuatro formas diferenciadas de “naturalizar lo capitalista” (Echeverría, 1995: 164) o de “asumir como espontánea la subsunción del proceso de la vida social a la historia del valor que se valoriza” (Echeverría, 1995: 165); es decir, se trata de cuatro formas de “hacer vivible lo invivible”[10] (Echeverría, 1998b: 168).

A las cuatro variantes del ethos de la modernidad, Echeverría les llama –de manera simplificada– ethos realista, ethos clásico,ethos romántico y ethos barroco. Valga subrayar que nuestro autor hace una clara distinción entre estilo artístico, ethos y la “voluntad de forma” prevaleciente en una época (Echeverría, 1993: 67-74). Sobre las variantes del ethos de la modernidad, Echeverría plantea que

[…] para el ethos realista, la forma capitalista es la única manera posible de llevar a cabo las metas concretas o naturales del proceso de producción-consumo; entraña una actitud incondicional y militantemente afirmativa frente a la configuración de la actividad humana como acumulación de capital […]. El ethos clásico, por su parte, no borra, como el anterior, la contradicción del hecho capitalista; la distingue claramente, pero la hace vivir como algo dado e inmodificable […]. Para el ethos romántico, en cambio, el hecho capitalista es de vivirse en su contradictoriedad, pero de tal manera que el hacerlo sea en sí mismo una solución de la misma en sentido positivo o favorable para la ‘forma natural’ o de ‘valor de uso’ del mundo de la vida […]. También en el ethos barroco se encuentra una afirmación incondicional de la forma ‘natural’ de la vida social, pero en él, por el contrario, tal afirmación tiene lugar dentro del propio sacrificio de esa forma ‘natural’; la positividad –el valor de uso– se da a través de la negatividad –la valorización del valor económico– (Echeverría, 1993: 68-69).

IV.

El concepto echeverriano de cultura política, una vez vinculado a su teorización de la modernidad, comprende dos vertientes: una general, que fue abordada por el filósofo en algunos escritos, y otra particular, correspondiente a las distintas vertientes del ethos de la modernidad. Sus reflexiones se dirigieron de manera privilegiada a la cultura política propia del ethos barroco, por la historia de América Latina y su peculiar forma de ser moderna. Buena parte de las reflexiones de Echeverría fueron presentadas en el seminario interno de uno de sus proyectos de investigación, por lo que las referencias a ellas provienen de notas de los participantes en el seminario, también expuestas en un trabajo inédito del autor de este artículo (García Barrios, 2002).

Echeverría plantea una distinción inicial entre la cultura política como una dimensión “omni-abarcante” de la vida social (emparentada con la definición aristotélica del hombre como animal político) y la política, en tanto que formalización o reminiscencia de la capacidad política (ontológica y fundamental) del propio animal humano. Así, la vida política, o simplemente la política, es una especie de “mímesis” de lo que acontece en el tiempo extraordinario, en los grandes momentos en que tiene plena vigencia el ejercicio de lo político[11]. En la modernidad, la vida política –o “la política”– presenta dos aspectos o vertientes principales: un aspecto “metafórico” y un aspecto “metonímico” [12]. El aspecto “metafórico” se refiere a la representación: los políticos “representan” aquello que ya no está presente, es decir, el momento en el que todo está en cuestión. Esto se puede apreciar en la función del legislador como “constituyente permanente” (que representa al constituyente originario). El aspecto “metonímico”, por su lado, corresponde a la función de la personificación, que eventualmente asumen los líderes políticos; por ejemplo, el caudillo se asume –y es asumido por los suyos– como la “personificación” o la extensión física del corpus del pueblo en las esferas del poder.

En la política que se despliega dentro de la modernidad capitalista, especialmente en la que predomina el ethos realista, tiende a prevalecer el aspecto metafórico por sobre el aspecto metonímico. Es por ello que cuando este último logra imponerse al primero, aparece deformado, en alguna forma “grotesca” como la del caudillo o el cacique; esto acontece ya que la metonimia no se presenta en forma más o menos “pura”, sino deformada por el aspecto metafórico. En sentido estricto, la función metafórica es la más adecuada a la cultura política moderna, ya que metáfora es representación y, en las sociedades modernas, el Estado aparece como la representación de la sociedad civil, que concentra en sí mismo la suma de las voluntades individuales. En la modernidad predominante prevalece una fuerte tendencia a reprimir el eje de la función metonímica o de identificación con la finalidad de exaltar la función metafórica o de representación.

Prácticamente toda la “cultura política” moderna, especialmente la que deriva del ethos realista, procura reprimir la función metonímica. Se busca desaparecer todo rastro de la presencia no mediada del “pueblo” en el poder, es decir, eliminar todo vestigio de una relación “por encima de las urnas” –directa– entre el líder (o líderes) y el pueblo: caudillismos, providencialismos de diverso cuño, relaciones de demagogia, etc. No obstante, dichos esfuerzos represivos con frecuencia se muestran insuficientes y la cultura política recae una y otra vez en la función metonímica[13]. A este fenómeno, relacionado con una función específica, es a lo que Max Weber se refiere cuando habla del carisma (Weber, 1944). En América Latina, el aspecto metonímico –o de identificación del pueblo con el gobernante– ha jugado un papel crucial, debido al peculiar proceso histórico-cultural por el que han atravesado estas sociedades. De hecho, en la cultura política propia del ethos barroco existe una fuerte tendencia a la identificación con el líder o con la figura política que haga las veces de éste (el caudillo, el cacique), además de que la vida política se vive intensamente como el drama de una puesta en escena[14].

En la vida política dominada por el aspecto metafórico o de representación existe siempre una distancia, un hiatus, entre el pueblo y el/los gobernante/s. Ambos coexisten como cuerpos separados el uno del otro, incluso se mantienen por completo ajenos, en una relación de gran asepsia “puritana”; esta forma de relación política es muy afín al ethos realista. Por el contrario, allí donde predomina el aspecto “metonímico” –o de identificación/personificación–, el cuerpo del gobernante es percibido prácticamente como “una extensión” del cuerpo del pueblo: el caudillo, por ejemplo, es una extensión casi física de este último.

El mito moderno de la democracia (representativa) alienta la ilusión de que el cuerpo social es representado efectivamente por el Estado, aunque casi no exista punto de contacto real entre ambos, más allá de un momento formal como la jornada electoral (en donde también se aprecian signos de distancia o lejanía). En este sentido, el mito de la democracia (representativa) se expresa nítidamente en la democracia “puritana”, que se sostiene sobre la asunción de que la voluntad popular es fielmente reproducida por el Estado. Lo que persigue la política concreta basada en estos principios rectores es que “el jefe” no tenga contacto directo y/o continuidad física con “el pueblo”, ya que ella debe ser una política funcional a las condiciones capitalistas prevalecientes. Por tanto, el cuerpo del Estado tiende a convertirse en cuerpo de la oligarquía (en el sentido clásico del término: el gobierno “de unos cuantos”) y la democracia revela así cada vez más, su carácter ilusorio, lo cual es inevitable dada la contradicción profunda que subyace a la modernidad capitalista (la contradicción irresoluble entre la lógica del valor de uso y la lógica del proceso capitalista de valorización del valor). Las cuatro versiones del ethos de la modernidad pretenden justamente volver vivible este desgarramiento y, para ello, deben inexorablemente generar las formas de organización política correspondientes, esto es, su propia cultura política.

Los dos “ejes cartesianos” de la vida política moderna: representación (metáfora) por un lado, e identificación (metonimia) por el otro, generan una cierta tensión que le da consistencia y contornos a la vida política formalizada. Sin la tensión de ambos ejes no es posible la vida democrática –pues componen sus condiciones de posibilidad–, de ahí que la cuestión a analizar sea cuál de los dos predomina sobre el otro y en qué medida, es decir, cuál es la composición de la mezcla de ambas funciones.

Dentro del mito de la democracia moderna la identificación metonímica es constantemente negada, mientras se exalta al mismo tiempo la representación (metafórica) como un gran logro de la civilización. La identificación metonímica apunta hacia el establecimiento de una relación de “cuasi parentesco” entre “el jefe” –o como se le llame en cada caso– y “el pueblo”; esta función ha resurgido periódicamente, como se puede apreciar en los casos de algunos intentos “neopopulistas” que, como resultado del fracaso de la cultura política moderna, han cobrado fuerza en América Latina en los últimos lustros. Este tipo de “neo-populismos”, al igual que los micronacionalismos y otros fenómenos similares, son formas de “regresión” o de un retrotraimiento hacia las relaciones de interioridad, a veces cuasi religiosas, entre los miembros de una comunidad. Lo que subyace a estas expresiones es un abierto rechazo a toda forma de representación, a partir de la convicción de que la confianza solamente puede depositarse en quien sí tiene una relación de absoluta interioridad –incluso tribal– con su comunidad. Con base en lo expuesto hasta aquí, se puede afirmar que, para realizar un estudio sobre la cultura política prevaleciente en América Latina, la pregunta pertinente es: ¿en qué medida hay un cansancio de la función de representación en la cultura política prevaleciente?, lo que en términos de la teoría del ethos cuatripartito de la modernidad se puede formular también así: ¿en qué medida el ethos realista no tiene ya capacidad alguna para aportar una cultura política funcional y efectiva para América Latina? Inclusive puede llevarse más lejos el cuestionamiento y preguntarse si, de hecho, ha existido en algún momento una representación política como tal. Se trata de preguntas que sugieren ciertas maneras de abordar la cuestión, para revelar cómo, en América Latina, estamos frente a una complejización muy peculiar del problema de la política.

Es bastante claro que la tradición de caudillos, “hombres fuertes” y caciques, se aleja excesivamente del paradigma anglosajón de la representación política parlamentaria y del principio de división de poderes. Pero además, si enfocamos el caso específico de México, puede observarse que éste resulta peculiar incluso para la escena latinoamericana, ya que lo que aconteció en dicho país a lo largo de la mayor parte del siglo XX es nada menos que la posibilidad efectiva de una identificación –“metonímica”– del pueblo con un ente abstracto (el Partido Revolucionario Institucional). Esto implica ir un paso más allá de la identificación tradicional con una persona singular, por ejemplo la figura “paternal” de un cacique; en el caso mexicano, a lo largo de la mayor parte del siglo XX, prevaleció el aspecto metonímico en la configuración de la cultura política, pero además recayó en una entidad abstracta: el andamiaje institucional generado a partir de relaciones clientelares y caciquiles con un grado de efectividad política muy alto, que combinaba el aspecto de la identificación metonímica con la formación de un consenso social muy amplio, lo que hizo pasar al sistema político mexicano como un arreglo político-institucional representativo de la voluntad política de la población[15].

Como se señaló más arriba, la actividad política –o la política para Echeverría– tiene la función de garantizar la institucionalidad de la vida en sociedad. La política se desenvuelve entonces sobre la cultura política o polis particular a la cual protege. Esto, en principio, es indicativo de cierta correspondencia entre la política y lo político; sin embargo, dicha correspondencia no tiene garantía, y por tanto, puede darse eventualmente una discrepancia entre ambos planos[16]. Lo más relevante en un estudio sobre política, desde la perspectiva aquí recuperada, radica en el análisis del grado de conflictividad que tiene lugar en una específica densidad histórica (el cual proviene del carácter inestable y “evanescente” de la identidad social que se mencionó al inicio) y en cómo esta conflictividad es canalizada por los mecanismos políticos establecidos. La obra de Bolívar Echeverría es de una riqueza excepcional, y su utilidad para estudios sobre éstos y otros temas está aún por explorarse y aplicarse; esa es la tarea que tenemos por delante.

Bibliografía

Adorno, Theodor W. y Max Horkheimer (1994). Dialéctica de la ilustración. Fragmentos filosóficos. Madrid: Editorial Trotta.
Echeverría, Bolívar (2001). Definición de la cultura. México: Editorial Ítaca/ Universidad Nacional Autónoma de México.
–––––––– (1998a). Valor de uso y utopía. México: Siglo XXI Editores.
–––––––– (1998b). La modernidad de lo barroco. México: Era.
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–––––––– (1993). “Dos apuntes sobre lo barroco”. En Conversaciones sobre lo barroco, pp. 67-85, Bolívar Echeverría y Horst Kurnitzky, coordinadores. México: Universidad Nacional Autónoma de México. –––––––– (1986). El discurso crítico de Marx. México: Ediciones Era.
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Freud, Sigmund (1970). El malestar en la cultura. Madrid: Alianza Editorial.
García Barrios, Marco Aurelio (2002). “Lo político y el ethos histórico en el México del siglo XX”. Disertación de maestría, Universidad Autónoma de Querétaro, México.
Heiddeger, Martin (1972). Carta sobre el humanismo. Buenos Aires: Huáscar.
Kosik, Karel (1967). Dialéctica de lo concreto. México: Editorial Grijalbo.
Sartre, Jean-Paul (1984). El ser y la nada. Ensayo de ontología fenomenológica. Madrid: Alianza Editorial.
Weber, Max (1944). Economía y sociedad. México: Fondo de Cultura Económica.
Wittfogel, Karl August (1966). Despotismo oriental: estudio comparativo del poder totalitario. Madrid: Guadarrama.

Notas

[1] Sartre plantea que la esencia del hombre es su libertad y que esa libertad es precisamente “la nada” que permite a la realidad humana “hacerse” en vez de “estar”; porque para la realidad humana “ser” es elegir. La libertad es el ser del hombre, es decir, “su nada de ser”. (“La liberté n’est pas un être: elle est l’être de l’homme, c’est-à-dire son néant d’être”. Ver Sartre (1994), cuarta parte, “Tener, hacer y ser”, capítulo II, “Hacer y tener”, pp. 580-637.
[2] En un primer nivel tenemos un proceso de represión de lo natural que establece que ciertas funciones naturales no deben cumplirse o bien deben cumplirse de manera “ordenada” o “disciplinada”; en un segundo nivel, opera una sustitución y refuncionalización de las funciones animales (no se trata ya solamente de reprimir sino también de alterar); y, en un tercer nivel, lo humano exagera ciertas funciones naturales, dándose así de manera “superdesarrollada” (por ejemplo la inteligencia o capacidad de resolver problemas).
[3] Este es el tema que Sigmund Freud (1970) exploró con una visión desencantada, pero muy aguda y muy radical, en El malestar en la cultura. El término alemán Kultur viene siendo “equivalente” al término francés Civilization. El español es tal vez más cercano al francés en esta materia.
[4] La interpretación que hacen Horkheimer y Adorno del mito de Odiseo señala que hay una variedad de posibilidades de “burlar” o “engañar” a la naturaleza y su “caos” (en el sentido de dominio absoluto de lo pulsional/instintual). Ese y no otro sería el sentido del episodio del canto de las sirenas. El mito de Odiseo muestra, en esta interpretación, el papel crucial que juega la astucia dentro de la tensión entre lo social y lo natural. Ver Adorno y Horkheimer (1994: 97-128).
[5] En su Dialéctica de la ilustración, Horkheimer y Adorno se ocupan extensamente de mostrar cómo esta fe en la razón ha sustituido la fe en los mitos antiguos, creando condiciones para el establecimiento de totalitarismos de alta tecnología (1994: 59-95).
[6] El desglose de las instituciones sociales corresponde al autor del presente trabajo, interpretando desde una perspectiva personal el planteamiento de Echeverría.
[7] La reflexión de Echeverría sobre las instituciones es por demás ilustrativa, como puede apreciarse a continuación: “Es claro que cualquier alteración de una de las formas que definen y dirigen la vida social tiene que alterar también, a través de la totalidad práctica de la convivencia, a todas las demás. Por ello, sólo una muy severa (y sintomática) restricción de lo que debe ser tenido por política –que se añade a la disminución previa de lo que puede ser visto como político– permite al discurso reflexivo de la modernidad establecida dejar de lado una parte sustancial de todo el conjunto complejo de actividades que modifican, ejecutan o adaptan realmente la vigencia institucional de las formas sociales y adjudicar la efectividad política exclusivamente a aquella que, desde su muy particular (y peculiar) criterio, reúne las condiciones de ser, primero, una actividad ‘pública’ y, segundo, una actividad ‘racional’. Una aproximación crítica a la cultura política no puede dejar de insistir en que la realización de lo político por la vía de la actividad especialmente política tiene necesariamente que ver, sin excepción, con todas estas instituciones concretizadoras de la socialidad, instituciones que pertenecen a órdenes muy diferentes” (Echeverría, 1998a: 81-82).
[8] Marx comienza su trascendental obra de El Capital con un apartado sobre la mercancía. El primer parágrafo de este capítulo se intitula, significativamente, “Los dos factores de la mercancía: valor de uso y valor”, lo que revela la importancia que atribuía Marx a la cuestión del valor de uso. La indicación del capítulo es clara, aunque pocos comentaristas han sabido interpretarla correctamente: el problema fundamental de la “moderna sociedad burguesa” –como llamaba Marx a la modernidad capitalista– es que la riqueza concreta se encuentra subsumida por la forma de valor (y ese es justamente el sentido de la forma mercancía). Echeverría tiene el mérito de haber recuperado y desarrollado esta conceptualización, dejada de lado por los distintos marxismos “oficiales” por obvias razones, trasladándola al ámbito de la teoría de la cultura.
[9] Sobre el uso conceptual de este término, Echeverría señala: “El término ‘ethos’ tiene la ventaja de su doble sentido; invita a combinar, en la significación básica de ‘morada o abrigo’, lo que en ella se refiere a ‘refugio’, a recurso defensivo o pasivo, con lo que en ella se refiere a ‘arma’, a recurso ofensivo o activo. Alterna y confunde el concepto de ‘uso, costumbre o comportamiento automático’ […] con el concepto de ‘carácter, personalidad individual o modo de ser’ […]” (Echeverría, 1998b: 162).
[10] La forma “social-natural” sólo se puede afirmar en el capitalismo cuando queda reducida a ser el vehículo de la forma valor que la subsume; este es el punto de partida de la “modernidad realmente existente”.
[11] Véase al respecto la obra de Echeverría Definición de la cultura (Echeverría, 2001: 182-184).
[12] Todo el planteamiento sobre los aspectos metafórico y metonímico de la vida política en la modernidad fueron expuestos por Bolívar Echeverría en el marco del Seminario interno del Proyecto de Investigación “El concepto de cultura política y la vida política en América Latina” (Proyecto IN-402094: DGAPA-UNAM), notas del autor correspondientes a los días 8 y 15 de junio de 1994.
[13] Incluso en Inglaterra, una nación tan apegada al ethos realista, podemos apreciar este fenómeno, con la irrupción esporádica de jefes de gobierno que son vistos como hombres o mujeres “providenciales”, que marcan toda una época.
[14] Un buen ejemplo de ambas cuestiones es el del proceso de sucesión presidencial en el México del siglo XX, particularmente de 1939 a 1999; el dramatismo de la puesta en escena se concentraba en los meses previos al ungimiento del candidato presidencial oficialista, mientras que la identificación plena con el líder se daba en los meses de la campaña electoral y durante el comienzo del mandato del presidente entrante.
[15] El caso de México nos remite, curiosamente, al estudio de Karl A. Wittfogel sobre el despotismo oriental. Wittfogel (1966) plantea, para el caso ruso, la posibilidad de que el pueblo se identifique con un ente abstracto, por ejemplo, el partido. Los rusos, siguiendo esta interpretación, no tenderían tanto a identificarse con cierta personalidad o cierta figura física del “Padre de la Patria” (Stalin), por ejemplo, sino con una estructura estatal bien consolidada y muy ramificada. Por ello, cuando se colapsa una de estas estructuras, la gente queda sumida en una situación de gran desamparo, como es perceptible en la Rusia posterior a la desaparición de la URSS, a pesar de la preeminencia de ciertas figuras políticas expertas en demagogia y populismo (como Boris Yeltsin u otros personajes parecidos).
[16] Cuando se da esta discrepancia entre la política y lo político se genera inestabilidad y vacío de poder. Dos ejemplos de la historia de América Latina en el siglo XX pueden ilustrar esto. Se trata de dos situaciones históricas en las que mediante un golpe de mano, operado desde la cúspide del poder (la presidencia de la república), se instaura un nuevo régimen político –nuevas reglas del juego–; en ambos casos, el éxito de dicho golpe se basó en un cálculo correcto respecto de la eventual simpatía de la población hacia una acción que liquidara instituciones políticas sumamente desprestigiadas y que ya no mantenían correspondencia con la cultura política vigente. El primer ejemplo se refiere a la instauración del “Estado Nuevo” en Brasil, en 1937, llevado a cabo por el presidente Getúlio Vargas con un considerable apoyo popular. El segundo ejemplo, más reciente, es el llamado “autogolpe” del presidente de Perú, Alberto Fujimori, en 1992, el cual contó con la simpatía de amplios sectores de la población.

 

Fuente: Íconos. Revista de Ciencias Sociales. Num. 43, Quito, mayo 2012, pp. 33-46

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