Marxismo y cuestión nacional
José Luis Martín Ramos
Ponencia presentada en el Seminario de la ACIM, el 4 de mayo de 2020
Notas previas
La historia de la consideración de la cuestión nacional en el marxismo –de manera singular en la socialdemocracia y el movimiento comunista– no puede hacerse como el despliegue de una doctrina, que se desarrolla de manera inmanente partiendo de una propuesta inicial que de idea en idea culmina en una determinada formulación. Vale para ella lo que Lúkacs escribió en su introducción a El asalto a la razón (1953): «quien intente descubrir la trabazón entre los problemas filosóficos desde el punto de vista de lo que se llama el desarrollo inmanente de la filosofía, caerá necesariamente en una deformación idealista de las conexiones más importantes, aun cuando el historiador que así proceda disponga de los conocimientos necesarios y ponga, subjetivamente, la mayor voluntad en el empeño de su objetivo». Es la historia de la respuesta dada, por los defensores de un proyecto emancipador que se fundamenta en la igualdad social, a las situaciones históricas concretas que aquellos viven incluyendo sus propias condiciones. Tiene un punto de partida, no exactamente un nacimiento, y no ha de tener un punto final hasta la consecución de aquella igualdad. Es una historia atenta constantemente al contexto de la respuesta. Y no es la historia de ninguna respuesta unilineal, sino tan plural como lo es en la práctica el pensamiento y la acción marxiana. Una historia en la que, en esta aproximación, destacaré las posiciones que tomaron Marx y Engels, los intentos de teorización de Kautsky, Bauer y Stalin o las propuestas políticas específicas de Lenin y los bolcheviques, y el movimiento comunista.
En segundo lugar, ha de tenerse presente el carácter histórico también de lo que llamamos el hecho nacional, cuyo contenido se construye y cambia como la propia comunidad nacional. En la contemporaneidad europea ese hecho ha conocido cuatro momentos –no entenderlos como etapas sucesivas– en los que me interesa destacar, no de manera exhaustiva sino selectiva, algunas características básicas que han interactuado con el marxismo político. El primero, entre la revolución francesa y la unificación alemana e italiana fue el de la construcción del estado-nación, la institucionalización completa de la nación política, bajo la hegemonía de la burguesía en su desenlace final. En ese proceso resultó derrotada la perspectiva de una construcción popular y democrática, la que se anunciaba en el jacobinismo, en la primera fase de las revoluciones de 1848, o en España en la revolución democrática iniciada en 1868 y derrotada en enero de 1874 con el golpe que puso fin a la república democrática; esa derrota significó, para la cuestión nacional un menosprecio generalizado a la diversidad cultural. Por más que no todos los estados se constituyeron con una identidad mononacional y algunos hubieron de aceptar en menor o mayor grado una identidad multinacional como el Austro-Húngaro, sin que ello significara reconocimiento igualitario de las naciones integrantes. Contra ese menosprecio y contra el despliegue de políticas de unificación en beneficio de la cultura del centro rector de esos estados, surgieron en las siguientes décadas movimientos diversos, y heterogéneos, de reivindicación de las propias identidades culturales, que en un marco de estructuración generalizada en el estado nación, tendieron a ser de reivindicación de las nacionalidades minoritarias en ese estado. La identidad nacional de los estados ya no estaba en discusión, en contrapartida emergió el conflicto con las minorías nacionales, las nacionalidades; agravado además por las políticas de unificación lingüística y de promoción de nuevas formas y contenidos burgueses de la cultura que desplazaban a las tradicionales. En este segundo momento, por otra parte, la emergencia de movimientos nacionalitarios compartió espacio con el ascenso del movimiento obrero, de la socialdemocracia y el anarquismo. Esos movimientos nacionalitarios no siempre asumieron el soberanismo democrático del 48. Algunos de ellos, vertebrados o muy influidos por la iglesia católica y las condenas de Pio IX, adoptaron una posición beligerante no solo contra las «ideas modernas» sino contra la propia democracia; ese fue el caso del nacionalismo bretón y en España del nacionalismo catalán de finales del XIX, representado por el rechazo de La Veu de Catalunya al sufragio universal –recordaba la ocurrencia de Pio IX sobre él: la «mentira universal»– y la adopción de un sistema electoral corporativo y limitado en las Bases de Manresa. Por el contrario, en Europa Oriental los movimientos nacionalitarios del imperio austro-húngaro y sobre todo del Imperio Ruso tuvieron un contenido democrático por antiabsolutista, con una importante presencia de corrientes socialistas. Ese nacionalismo democrático, que recuperó a su favor el principio de la autodeterminación de los pueblos, llegó a su momento culminante con la Gran Guerra y la expectativa de que el autodeterminismo fuera asumido por las potencias en detrimento de sus rivales; pero al mismo tiempo se vio interferido por la maniobras instrumentales de éstas, que desviaron el ejercicio del sufragio como base de la autodeterminación en favor del diseño que éstas pudieran hacer del nuevo mapa de Europa. De las manipulaciones tácticas de los tiempos de guerra se pasó a la imposición de los pactos de Versalles, con una segunda oleada de construcción de estados-nación que sustituyeran al derrotado imperio Austro-Húngaro y configuraran también un «cordón sanitario» frente a la revolución que en 1917 se había iniciado en el Imperio Ruso acabando con él; también con las maniobras de revancha y limitación contra el estado alemán. El movimiento de las nacionalidades transmutó en nuevos estados y nuevos nacionalismos de estado, en Finlandia, Polonia, Checoslovaquia, Rumania, el Reino de los eslavos del Sur (Yugoslavia); y reprodujo en el seno de ellos nuevas desigualdades que afectaban a los pueblos burlados por el diktat de las potencias vencedoras, con minorías dominadas, fueran los rutenos, los magiares de Transilvania, los bosnios,… La cuestión de las nacionalidades se mantuvo en un tono menor al adquirido entre 1870 y 1914 en líneas generales, aunque con explosiones puntuales como la rebelión de Irlanda que se convirtió en referente de los nacionalismos en Europa occidental y particularmente en la Europa católica (Francia, España). Por el contrario, el factor nacional en términos de identidad nacional resurgió a lo largo de los años veinte, al calor de los perjuicios generados por la imposición de Versalles –Alemania, Austria– o por la insatisfacción ante lo obtenido –Italia–. El fascismo se construyó adoptando un nacionalismo supremacista, mezcla de revancha y de voluntad de dominio imperialista, con variantes nacionales pero con un común denominador: el rechazo a la igualdad y a la democracia; identificando como su enemigo principal precisamente a quienes defendían la indisolubilidad de esos dos conceptos. A ese nuevo momento en el que el fascismo quiso hegemonizar a la nación el movimiento comunista tuvo el acierto de recuperar el factor nacional también desde la identidad concebida ésta como identidad igualitaria del pueblo y en contra del supremacismo.
Primeras respuestas. Marx y Engels
No hay que pedirle a Marx una reflexión consumada sobre todo, ni siquiera sobre el capitalismo y menos sobre la cuestión nacional, en sus diferentes perspectivas. Lo que no significa que no reconociera el hecho nacional ni que tuviera sobre él una actitud nihilista. Sencillamente no elaboró ninguna teoría general ni desarrolló una respuesta política asimismo general que pudieran tomarse como precedente inmutable de una doctrina única del marxismo, que tampoco existe. Lo reconoció como un hecho histórico a diferentes efectos y sobre todo como el ámbito en el cual se planteaba inicialmente la acción de clases. Lo hizo, entre otras ocasiones, en el discurso inaugural de la Primera Internacional, en 1864, cuando propuso que «el trabajo cooperativo debe desarrollarse en dimensiones nacionales y, consiguientemente, debe ser fomentado por medios nacionales»i; en la reunión del Consejo General de la Primera Internacional, en 1866, en la que ironizó sobre la pretensión de los delegados franceses –Lafargue entre ellos– de que las naciones y las nacionalidades fueran prejuicios anticuados, llamándoles a reconocer la realidad. Y lo hizo en dos textos de referencia de su pensamiento, en el Manifiesto Comunista de 1848 y en sus notas críticas al Programa de Gotha del SPD, en 1875. En el Manifiesto Marx y Engels protestaron que «A los comunistas se nos reprocha también que queramos abolir la patria, la nacionalidad» con un párrafo del que solo se acostumbró a recordar el sarcasmo de sus dos primeras frases y no su contenido propositivo fundamental: «Los trabajadores no tienen patria. Mal se les puede quitar lo que no tienen. No obstante, siendo la mira inmediata del proletariado la conquista del Poder político, su exaltación a clase nacional, a nación, es evidente que también en él reside un sentido nacional, aunque ese sentido no coincida ni mucho menos con el de la burguesía». Reconocían la nación y el sentido, la identidad, nacional del proletariado, que, eso sí, no era el de la burguesía. Y reconocían el conflicto entre naciones, precisamente fruto de ese sentido e interés de la burguesía, para añadir: «El triunfo del proletariado acabará de hacerlos desaparecer. La acción conjunta de los proletarios, a lo menos en las naciones civilizadas, es una de las condiciones primordiales de su emancipación. En la medida y a la par que vaya desapareciendo la explotación de unos individuos por otros, desaparecerá también la explotación de unas naciones por otras. Con el fin del antagonismo de las clases en el seno de cada nación, se borrará la hostilidad de las naciones entre sí». Desaparecerá la explotación, la hostilidad, no necesariamente las naciones, un futuro sobre el que no se pronunciaron más que en su deseo de que se basara en el fin de la explotación y el triunfo de la igualdad. En la crítica al programa de Gotha recordaron lo que ya habían escrito en El Manifiesto: «Naturalmente, la clase obrera, para poder luchar, tiene que organizarse como clase en su propio país, ya que éste es el escenario inmediato de su lucha. En este sentido, su lucha de clases es nacional, no por su contenido, sino, como dice el Manifiesto Comunista, «por su forma»».
El sarcasmo de que los obreros no tenían patria, fue malentendido de manera muy amplia y durante mucho tiempo como una muestra de negación de la identidad nacional, de la que Marx y Engels estuvieron más que lejos. Bauer, en su escrito de 1907 –volveré más adelante– puso patas para arriba esa lectura equivocada que no había sido capaz de acabar el párrafo. Las referencias de Marx y Engels a la clase nacional fueron constantes, de manera directa e indirecta: el proletariado se convertiría en clase nacional cuando liderara, desde sus propios intereses, al conjunto de su nación; por ello el de La Comuna había sido un verdadero gobierno nacional, y no los gobiernos burgueses de Napoleón III o de Thiers. Viene a cuento, avanzando en el tiempo, recordar un conocido comentario de Gramsci: Aunque tengamos que hacer un salto adelante en el tiempo, es oportuno citar aquí a Gramsci, empeñado en diversas ocasiones en diferenciar entre internacionalismo y cosmopolitismo y que en una reflexión clásica, a finales de los años veinte del siglo XX, en uno de sus textos escritos en la cárcel, restableció cuál había de ser la lectura de aquella sentencia de Marx: «El punto que me parece necesario desarrollar es el siguiente: cómo según la filosofía de la praxis (en su manifestación política), tanto en la formulación de su fundador como especialmente en las precisiones aportada por su teórico más reciente, la situación internacional debe ser considerada en su aspecto nacional. (…) Es cierto que el desarrollo se cumple en la dirección del internacionalismo, pero el punto de partida es “nacional” y es de aquí que es preciso partir. Pero la perspectiva es internacional y no puede menos que ser así. Es preciso por ello estudiar con exactitud la combinación de fuerzas nacionales que la clase internacional deberá dirigir y desarrollar según las perspectivas y directivas internacionales (…) El concepto de hegemonía es aquel donde se anudan las exigencias de carácter nacional (…) Una clase de carácter internacional, en la medida en que guía a capas sociales estrictamente nacionales (intelectuales) y con frecuencia más que nacionales, particularistas y municipalistas (los campesinos) debe en cierto sentido “nacionalizarse»»ii Era esa, la lucha social, la clave fundamental de su actitud ante los movimientos nacionales de su época. Por ello rechazó a los nacionalismos checo y croata de su tiempo, de 1848, por su subordinación al Imperio Zarista y al paneslavismo por su condición disfrazada de hegemonismo panruso. Por eso cambió de posición frente a la cuestión de Irlanda, pasando de defender su permanencia en el Reino Unido a apoyar al movimiento feniano y su objetivo de independencia. Al margen de la relación de Engels con el movimiento feniano, lo hizo en respuesta a la reacción xenófoba que entre las clases populares, y los trabajadores, produjo la llegada masiva de inmigrantes irlandeses a Inglaterra en la década de 1850; integró el apoyo a la independencia de Irlanda como condición para el desarrollo del movimiento obrero revolucionario en la propia Inglaterra. Y no hay que dejar de señalar que, aún así, Marx defendió el mantenimiento de la unión entre Irlanda y Gran Bretaña mediante un vínculo federal; no tenía una posición de principio en contra del federalismo, aunque lo rechazase para el caso alemán porque en la situación de la época el federalismo beneficiaba a las monarquías y aristocracias reinantes. Siempre estuvo a favor de los movimientos revolucionarios, tuvieran la forma que tuviesen, y en contra de todo tipo de opresión cultural, sin que de ello implicara una reivindicación de independencia, ni de autodeterminación, como en el caso de los rumanos; para él la nación no debía confundirse con la lengua, sus determinantes principales eran la constitución política de la sociedad, su estructura de clases y su economía. Esas son las claves principales del pensamiento y el comportamiento de Marx y Engels ante la cuestión nacional y no tiene sentido entrar en más detalles, que no tuvieron incidencia en la socialdemocracia ni en el comunismo.
De Kautsky a Bauer, pasando por la cuestión polaca
Lamentablemente lo que mayor incidencia tuvo, hasta comienzos del siglo XX, fue la interpretación sesgada y recortada del párrafo de El Manifiesto Comunista, produciendo un internacionalismo vacuo; que por su inoperancia no pudo sino facilitar que lo que predominara en la socialdemocracia, en sus principales partidos (alemán, francés, británico) y en la toma de decisiones de la Segunda Internacional, fuese la reducción de Lasalle de la nación al estado, la asunción de los intereses del estado como si fueran de la nación: y, en el extremo, del discurso de defensa de la máxima negación del internacionalismo, el imperialismo, a cambio del magro plato de lentejas de las «ventajas materiales» de las clases trabajadoras de las metrópolis (Legien en Alemania; los fabianos en el Reino Unido) o so capa de la misión civilizadora de Europa (Vandervelde en Bélgica, buena parte del socialismo francés, Bonomi en Italia).
El auge de los movimientos nacionalitarios y del nacionalismo de estado en el seno de la socialdemocracia, que estaba en su primer estadio de construcción mediante la constitución de partidos obreros nacionales, llevó a Kautsky a escribir lo que fue el primer ensayo para definir la nación, con consecuencias prácticas importantes, en el campo del marxismo: «La nacionalidad moderna» (Die Neue Zeit, 1887). Kaustky lo hizo presentándola en primer lugar como un hecho histórico, no como «algo dado por naturaleza» y como un producto de tres factores principales: la existencia de un enemigo exterior, la necesidad de dominar «las fuerzas de la naturaleza» que no podían conseguir las comunidades aisladas y «el más importante» el intercambio y la producción de mercaderías; los tres, advertía, «son el desarrollo del modo de producción». El relato histórico de ese proceso partía del origen de la agricultura y culminaba en el capitalismo, con un discurso economicista en el transcurso del cual situaba el surgimiento de la «nacionalidad moderna» en la Edad Media, particularmente en el desarrollo de las ciudades; pero era un inicio débil, dominado todavía por el particularismo y el provincialismo por un lado y por otro por el cosmopolitismo religioso, especialmente de la iglesia católica. La plenitud de la nación moderna no se habría alcanzado hasta el triunfo del capitalismo, identificado en el texto de Kautski con el comercio. Éste era lo que había hecho imprescindible la forma social de la nación, «la forma clásica del estado moderno es el estado nacional».
Con ese relato economicista Kautsky establecía una doble identificación, la de «la nacionalidad del pueblo como una consecuencia del desarrollo económico» y la correlación inevitable entre nación y estado (para él en nación y nacionalidad eran nombres de la misma cosa). Fue consciente, no obstante, de que además de explicar su origen tenía que dar algún carácter sustantivo que identificara a la nación y aunque aludió implícitamente a diversos factores sólo se refirió a dos, el geográfico desde la perspectiva de la comunicación y la defensa y sobre todo la lengua, «el factor más importante y que influye de manera decisiva en la conformación de las naciones, aquel que representa el medio absolutamente necesario para que se establezcan las relaciones». Kautsky consideró la diversidad lingüística como «uno de los mayores obstáculos para las relaciones sociales y la producción social». El factor geográfico le llevó a la defensa del mayor tamaño de las naciones como premisa para su mayor capacidad para imponerse en el mercado mundial. Las naciones pequeñas no tenían más opción que expandir su estado a costa de sus vecinos o incorporarse a un vecino más poderoso; por lo que rechazaba «la promoción de la nacionalidad checa» y no le auguraba más futuro que aceptar su subordinación a la nación alemana, incluida –y en primer término– la subordinación lingüística. De su economicismo mercantilista concluyó que el incremento del comercio internacional generaba la necesidad de una lengua universal: esta no podía inventarse artificialmente, y sería «más probablemente» una de las principales lenguas ya existentes que se convertiría, con el tiempo, en lengua universal, no por razones lingüísticas sino económicas. Su nacionalismo lingüístico se transmutaba en monolingüismo internacional; al paso del fin de las fronteras nacionales como consecuencia inevitable del desarrollo económico. Entretanto, los intereses de clase de la burguesía la llevaban a defender las barreras nacionales y a impulsar el odio nacional, comportamientos ambos que entraban en contradicción con el desarrollo económico. Éste último pasaba a ser defendido con todas sus consecuencias únicamente por el proletariado; que, a la vez, había de asumir la unión e independencia de la nación contra «los elementos reaccionarios particularizantes» –es decir, los de sus burguesías–, pero también frente «a las posibles agresiones externas». Kautsky concluía que los intereses del proletariado, que se constituía «cada vez más» en el núcleo de la nación, coincidían también de manera «cada vez mayor» con los intereses de ésta. Apuntaba y defendía una identidad nacional hegemonizada por las clases trabajadoras; aunque su nacionalismo lingüístico, la insistencia en el desarrollismo económico y la defensa de la nación ante una agresión exterior, nombrada sin mayor aclaración o matiz, introducían fisuras en las consecuencias prácticas que podían derivarse de su pensamiento.
La cuestión nacional no fue objeto de nuevas reflexiones en el seno de la socialdemocracia hasta que se planteó en el Congreso de 1896 de la Segunda Internacional, que tuvo lugar en Londres, dos mociones contradictorias de la delegación de los polacos del Imperio Zarista. El Partido Socialista Polaco se había divido en 1893 cuando el sector contrario a la restauración de un estado independiente que integrara los territorios anexionados a los tres Imperios, mayoritaria, abandonó la organización la organización y se constituyó en Partido Socialdemócrata del Reino de Poloniaiii; a Londres acudió en representación del PSP un joven Pilsudsky, entre otros, y Rosa Luxemburgo por el PSRP. El PSP propuso que el congreso aprobase que «la independencia de Polonia es una exigencia política imperativa tanto para el proletariado polaco como para el movimiento obrero en general»; el PSRP se opuso, argumentado que el objetivo del proletariado polaco no era ninguna restauración del estado desmembrado sino la lucha conjunta con el resto de las clases trabajadoras de cada una de los estados en que se hallaba repartido. Kautsky intervino sosteniendo que la Segunda Internacional no podía incluir en su programa la independencia de Polonia, pero los socialistas polacos tenían todo el derecho a defender esa reivindicación. En la intervención de Kautsky había dos aspectos, la búsqueda de una posición ampliamente mayoritaria si no de consenso por parte del congreso, que evitara cualquier ruptura, y la concepción de que la Segunda Internacional sólo podía pronunciarse sobre las cuestiones internacionales y no podía adoptar resoluciones que comprometieran la orientación táctica de un partido concreto. El resultado es que se desechó la propuesta del PSP, así como acordar lo contrario, y sin entrar en el problema se aprobó una moción en favor «del pleno derecho de todas las naciones a su autodeterminación y expresa su simpatía hacia los obreros de todos los países que actualmente sufren el yugo de un despotismo militar, nacional o de otro género; el Congreso exhorta a los obreros con conciencia de clase de todo el mundo a luchar unidos contra el capital internacional y alcanzar los objetivos de la socialdemocracia internacional». Nadie pudo sentirse ni vencedor, ni vencido, aunque el Congreso de Londres legitimó en el discurso socialdemócrata la reivindicación del derecho de autodeterminación.
La cuestión polaca agitó el debate sobre nación y nacionalidad en la cúspide de la Segunda Internacional, pero lo que iba a extenderlo y a proporcionarle una nueva perspectiva fue la realidad nacional del Imperio Austro-Húngaro, constituido en 1867 como monarquía dual que gobernaba un entramado de nacionalidades. La complejidad de ese entramado, en el que los grupos nacionales se repartían en el territorio del estado y al propio tiempo coincidían en partes concretas de ellos (el ejemplo más conocido es la presencia de checos y alemanes en Bohemia o la multinacionalidad de Viena) se reflejó en la denominación coloquial –no formal– que se dio a las dos partes de la monarquía dual neutra nacionalmente, a pesar de la mayoría alemana en una y magiar en otra: Cisleitania para la parte del Imperio Austríaco estricto y Transleitania para el Reino de Hungría, tomando como divisoria la frontera marcada por el río Leita entre ambas. La dualidad del estado se reflejó en la constitución de dos partidos socialdemócratas, independientes entre, con representación separada en la Segunda Internacional, aunque se reunían ocasionalmente en una Conferencia del Imperio. Su respuesta a la cuestión nacional fue radicalmente distinta. El partido húngaro, con una mayoría de afiliación magiar, adoptó una posición unitaria absoluta, considerando que las diferencias y opresiones nacionales se resolverían en el socialismo y defendió la independencia de una República Húngara que integraba sin distinciones políticas todos los territorio de la Transleitania. Por el contrario, el Partido Obrero Socialdemócrata de Austria, con una presencia importante de eslavos –checos, eslovacos, polacos, rutenos– intentó dar una respuesta a esa diversidad nacional, tanto en el seno del partido como en su proyecto de república democrática austríaca, cuya permanencia como estado común de las nacionalidades del imperio defendían más allá del fin deseado de la monarquía habsburguesa. Las presiones de los checos llevó en 1897, diez años después de la primera fundación del partido, a reconstituirse como una federación de seis partidos de la Cisleitania: alemán, checo, polaco, de los eslavos del sur, ruteno e italiano; con el compromiso de reunirse en congreso anual común y mantener en el parlamento un solo grupo socialdemócrata.
La diversidad nacional se trasladó en los siguiente dos años al debate sobre la organización territorial del estado, que habría de discutirse en el congreso anual del partido de 1899, en Brünn (Brno). En esa circunstancia Karl Renner publicó Estado y nación, el mismo 1899, continuado en 1902 con El combate de las nacionalidades austríacas por el Estado, en el hizo una interpretación nacional nueva del hecho nacional, con consecuencias singulares para el proyecto de organización territorial. Una teorización compleja que invirtió abruptamente la base habitual de la identidad nacional que se sustentaba en la existencia de una comunidad de lengua identificada con un territorio pasándolo a atribuir al individuo. Partió de la consideración exclusiva del derecho individual y de la identidad nacional como un sentimiento de «comunidad espiritual y de cultura». La pertenencia a la nación «es jurídicamente una característica estatutaria del individuo, como el catolicismo, la mayoría, la paternidad». Renner rechazaba que la cuestión nacional tuviera que ser una cuestión de poder, la relación entre Estado y nación o entre nación y nación, cuyo objetico es, «en primer lugar, la supremacía pasiva del poder». Para el proletariado «la cuestión nacional deja de ser una cuestión de poder para convertirse en una cuestión de cultura». Y por si su argumentación podía ser sofisticada, que lo era, añadió algunos claros ejemplos de esa identidad individual que era la única detentadora de derecho: los obreros checos que han tenido que emigrar a diferentes territorios del imperio «tienen derecho a fundar asociaciones culturales checas y a poder exigir por parte de su propia nación una protección jurídica gratuita, de la misma manera que el oficial alemán de un cuartel en un pueblo cualquiera –uso el ejemplo de Galitzia, el territorio más remoto– también tiene derecho a pedir a su nación “a la que paga sus impuestos” que ponga a su disposición escuelas en alemán para sus hijos». La nación no era un colectivo hecho de territorio y lengua –como había defendido Kautsky– sino una suma de sentimientos de pertenencia a una comunidad «espiritual y cultural». El Estado había de conciliar las diferencias nacionales mediante la combinación de un doble eje: territorial correspondiendo a mayorías identitarias en un espacio concreto y comunitario, correspondiente a las identidades nacionales existentes tanto en los territorios como en el conjunto del estado.
El congreso de Brünn, en septiembre, rechazó la moción de autonomía cultural nacional propuesta por los delegados sud-eslavos, tampoco tomó en consideración las aspiraciones a la independencia de rutenos y polacos y aprobó, en cambio, una propuesta de federación territorial: «1. Austria se ha de reorganizar en un Estado que represente la federación democrática de las nacionalidades; 2. En lugar de los territorios históricos de la corona, se han de constituir unas corporaciones autónomas delimitadas nacionalmente, en cada una de las cuales la legislación y la administración estarán en manos de una Cámara nacional elegido por sufragio universal, directo y secreto; 3. Las regiones autónomas de una sola y misma nación formas una unión nacional única que resuelve todos sus asuntos nacionales de una forma perfectamente autónoma; IV. Los derechos de las minorías son garantizados por una ley especial promulgada por el Parlamento del Imperio; V, Los privilegios nacionales de toda clase han de ser suprimidos. Por tanto, a reconocer la existencia de una lengua de Estado. Al Parlamento del Imperio le corresponderá decidir en qué medida es necesaria una lengua de comunicación».
El debate no se apagó, como lo demuestra que Renner publicara nuevos escritos y se reactivó con fuerza tras el estallido de la revolución rusa de 1905-1906 la concesión por el zar de una Duma, que prometía había de ser elegida por sufragio universal; la socialdemocracia reclamó para el Imperio Austro-Húngaro el mismo trato y con la acción combinada de la movilización obrera y las negociaciones de Víctor Adler con el gobierno imperial, consiguió la instauración en 1907 del sufragio masculino universal, a partir de los 24 años, en la Cisleitania. De manera oportuna ante las expectativas de las elecciones de mayo de 1907, Otto Bauer publicó La cuestión nacional y la socialdemocracia, que recogía lo fundamental de su tesis de doctorado presentada el año anterior. Bauer retomaba la propuesta de Renner y le daba un concepto por el que sería más popularmente conocida, a la par que hacía aparecer a Bauer –inexactamente– como su formulador: el de la autonomía cultural personal; en ejercicio de esa autonomía los individuos habían de organizarse por comunidad nacional en cada länder para tener su representación política en todas las instituciones, gozar de sus propias instituciones jurídicas y tener su propio sistema educativo. Si en este aspecto Bauer no innovó, si lo hizo, en cambio, formulando una teoría general de la nación, que contradecía abiertamente a Kautski y corregía el individualismo jurídico de Renner mediante la centralidad del concepto de comunidad, al que daba de manera reconocida la acepción de Kant: «interacción recíproca profunda». La nación era para Bauer un hecho histórico, producto y también productor de la historia, sistémico y estable, que tenía su origen en la comunidad de naturaleza, de origen, y se construía definitivamente como comunidad de carácter en el transcurso de su «destino», su historia. La definición «completa» de la nación era para él «el conjunto de hombres unidos por la comunidad de destino en una comunidad de carácter»; la historia común era la «causa activa», la cultura común su «medio de acción» y la lengua común –un instrumento necesario pero no suficiente– el mediador, producto y productor de la cultura común.
La nación era un hecho histórico, pero al propio tiempo estable y cambiante. Bauer distinguió «tres tipos de comunidad de cultura nacionales», en realidad tres momentos históricos. El primero, el que encarnaba la era del comunismo primitivo, era el de una nación vinculada «tanto por la comunidad de sangre como por la cultura común de los antepasados», que se había desintegrado al pasar a la vida sedentaria y al desarrollo de la propiedad privada. El segundo era el de la sociedad basada en la diferenciación de clases, en el que la antigua nación se escindía entre la comunidad de cultura de las clases dominantes y el resto de la nación, la unidad de la cultura era la de las clases dominantes que se situaban por encima de las masas «aprovechándose de su trabajo». En una segunda etapa histórica de ese segundo tipo, «el desarrollo de la producción social en forma capitalista» daba lugar a la progresiva ampliación de la comunidad de cultura, en la que la educación nacional iba incorporando progresivamente a «las clases trabajadoras y explotadas», aún estando en «el último lugar» a la unidad nacional. El capitalismo –y menos el comercio internacional– no era el constructor definitivo de la nación, como había sostenido Kautski; por el contrario la sociedad de clases lo que había producido era la apropiación de la identidad nacional por parte de las clases dominantes, llevado a su máximo estadio en el capitalismo y, al propio tiempo, al declive de esa apropiación por la progresiva plena incorporación de las clases trabajadoras a la comunidad de cultura. A partir de esa interpretación, Bauer iluminaba la famosa frase de El Manifiesto: Marx y Engels no habían pretendido que las clases trabajadoras fueran apátridas, sino que la burguesía se había apropiado de la nación, le había dado una identidad de nación burguesa. Las clases trabajadoras no eran los sujetos de ningún internacionalismo vacuo. Todo lo contrario, de tal manera que cuando triunfase el socialismo, cuando «la sociedad descarga a la producción social de su envoltura capitalista» se produciría según Bauer, el tercer momento el del «renacimiento de la nación en su unidad, como comunidad de la educación, del trabajo y de la cultura». La nación no estaba destinada a la extinción, con el fin del capitalismo y, añadía Bauer, la igualdad de las naciones, la nivelación de los contenidos materiales no supondrá naciones absolutamente iguales y, en definitiva el fin de las naciones en aras de una supuesta nación mundial. El internacionalismo, en la era del capitalismo como en la del socialismo no era la negación de la nación, sin diferenciación nacional el internacionalismo sería un sinsentido; era su reconocimiento pleno como unidad de iguales, de cultura compartida y el fin de la enajenación de la nación por las clases dominantes.
Ese era el núcleo fundamental del pensamiento de Bauer, al que añadía reflexiones de desarrollo o complementarias, algunas de las cuales vale la pena recordar. Para empezar, que si la nación era un producto histórico, si el carácter nacional era «la condensación de un proceso histórico» no era inmutable; «la historia de la nación nunca está determinada», era «el producto nunca terminado de un proceso constantemente en curso». La relación entre individuo y nación era compleja y ésta no era «un número de individuos unidos entre sí de una manera extrínseca cualquiera, sino que existe más bien en cada individuo como elemento de su propia individualidad, como su nacionalidad»; el «carácter nacional» no era el carácter de una serie de individuos, sino un «producto social» por la interacción mutua de los compatriotas. En esa interacción introducía en más de una ocasión el factor de la voluntad, su determinación heterogénea formaba parte del carácter nacional; la voluntad se expresa en el conocimiento como «atención que selecciona determinados hechos concretos de la masa de fenómenos existentes, para percibirlos por separado», por ello un alemán y un inglés que hicieran un mismo viaje volverían a su país con conocimientos «de carácter muy distinto». El factor de la voluntad, de la selección y la decisión está implícito en una consideración, nunca recordada, de Bauer que sin duda tiene que ver con la realidad multinacional de Austria-Hungría: las naciones no se confunden entre sí, pero en cambio «muchos individuos» que viven en región de frontera hablan la lengua de dos naciones y se convierten en miembros de dos naciones. Bauer reconocía que ese «mestizo cultural» era «poco amado» e incluso en períodos de auge de la movilización nacional incluso ser considerado como traidores; lo reconocía pero no solo lo rechazaba sino que afirmaba que «esas personas que reciben la influencia de dos o más naciones, suelen ser superiores a las demás» –lo está considerando en el plano cultural desde luego- y puso un ejemplo que no podía dejar de impactar a sus lectores: «en un hombre como Marx se ha unido la historia de cuatro naciones –judía, alemana, francesa e inglesa– y esto ha permitido que su obra se integrara en la historia de todas las grandes naciones de nuestra época». Es un paso aislado en su exposición, que no desarrolla, pero que manifiesta que su adhesión al sistema de cuerpos nacionales autónomos no territoriales sino personales no era absolutamente rígida; de hecho, en el prólogo a la reedición de su libro en 1924 reconoció que desde 1909 empezó a dudar de que la autonomía nacional cultural pudiera resolver el problema de la multinacionalidad en el imperio austríaco.
La propuesta de Lenin del reconocimiento de la autodeterminación
El proyecto mixto del federalismo territorial y el comunitarismo nacional autónomo no pudo ponerse a prueba nunca, la Gran Guerra y la disolución del Imperio Austro-Húngaro acabaron con todas sus posibilidades. Resultó superado por una heterogénea y frecuentemente deformada aplicación del principio de autodeterminación en términos de constitución de nuevos estados nacionales. Ni Renner ni Bauer negaron el derecho de autodeterminación pero siempre concibieron su aplicación en términos federales y no independentistas; los hechos desbordaron su artefacto intelectual federal-autónomo. No obstante, la publicación del texto de Bauer, potenciado por el notable avance parlamentario de Partido Obrero Socialdemócrata en las elecciones de 1907 y 1911 (pasaron de la decena de diputados a 87) tuvo una proyección importante en el Imperio del Zar, interviniendo en el debate interno del Partido Obrero Socialdemócrata Ruso, en el que la cuestión nacional había estado presente desde su fundación, aunque de manera atenuada hasta 1912.
La diversidad nacional del Imperio zarista tuvo su primera repercusión, en la historia de la socialdemocracia con la constitución de un partido de la minoría judía sobre la base de considerar que ésta era una minoría nacional, el Bund, en 1897; en el proceso de constitución de formaciones socialistas locales y antes incluso de la constitución formal del Partido Obrero Socialdemócrata Ruso en el congreso de 1903. El Bund estaba influenciado por las posiciones de Renner y por la consideración de que una organización única de todo el Imperio ruso no defendería adecuadamente a la población judía; Martinov mismo había sostenido esa posición, hasta su encuentro con Lenin. Poco después, en el proceso de elaboración del que había de ser el primer programa del POSDR, Lenin introdujo en los inicios de sus aportaciones a la cuestión de las minorías; lo hizo en el artículo «Nuestro programa», enviado a los redactores de Rabochaza Gazeta, antes de octubre de 1899 –pero no publicado hasta 1925– de una manera todavía imprecisa, señalando que, ante el objetivo inmediato del derrocamiento de la autocracia, la socialdemocracia se había de poner a la cabeza de las reclamaciones de los finlandeses, los polacos, los hebreos y «otras sectas religiosas» (sic). Sin tener que hacer ningún recordatorio histórico, los polacos estaban en el foco de la socialdemocracia desde el Congreso de Londres de 1896; en cuanto a Finlandia, quedó colocada en primer plano por el Manifiesto de 1899 del zar Nicolás II en el que proclamaba que las leyes del Imperio habían de prevalecer sobre las del Gran Ducado finlandés, lo que anulaba su parlamento, rompiendo el compromiso del establecido en la conquista rusa de 1809. Los finlandeses protestaron y presentaron su propio manifiesto, que Lenin apoyó («La protesta del pueblo finlandés», noviembre 1901); aunque sin moverse de la reclamación de que fuese restablecido el compromiso de 1809, con lo cual auguraba que Finlandia «se sentirá tranquila y feliz con la unión».
Esas primeras aproximaciones, vinculadas a casos concretos, en los que ya apuntó que su propia opción era la del rechazo de la opresión autocrática –todavía no formulada en términos de opresión nacional– y su deseo de una unión aceptada por el respeto a las comunidades y sus instituciones, dieron paso a una formulación general en el Proyecto de programa para el POSDR que Lenin presentó en 1902, en los trabajos de preparación del Segundo Congreso del partido (en realidad el constituyente); el punto séptimo de la línea política reclamó el reconocimiento del derecho de autodeterminación de todas las naciones que forman el Estado, sin más especificación. La inclusión de ese reconocimiento no fue ninguna originalidad, correspondía al acuerdo de Londres de la Segunda Internacional, y era también invocado en la socialdemocracia austriaca, aunque dándole un desenlace federalista. Lo que resultó original por parte de Lenin fue la argumentación de la defensa de ese reconocimiento y la concreción que añadió a su ejercicio años más tarde, hasta los tiempos de la revolución de octubre. Esa argumentación y ese desarrollo respondieron a cuatro claves fundamentales, que Lenin mantuvo de manera invariable: la determinación del momento revolucionario y, en él, el papel de la organización política del proletariado y la insurrección popular; la necesidad ineludible de una política de alianzas sociales, sin la cual el movimiento revolucionario no podría imponerse, en particular, en el Imperio Ruso, con el campesinado y con las nacionalidades sometidas; la afirmación que en el capitalismo, sea cual fuese su estado de desarrollo, las clases trabajadoras de un estado constituían una sola clase, una sola parte de la «clase internacional», ya fuera ese estado mononacional o multinacional; esa clase única había de tener una «unidad de voluntad» y organizarse, por lo tanto, en un solo partido, organizado sobre los principios del centralismo democrático, que proyectaba también al futuro estado revolucionario.
Hasta 1905 su atención principal se centró en la construcción, orgánica y política, del partido. Eso se reflejó también en las atenciones concretas que dedicó a la cuestión nacional, que lo fueron motivadas por cuestiones organizativas, que nunca trató de manera administrativa y que desde luego incluyó también reflexión política. Ante la celebración del congreso del POSDR, en julio de 1903, se presentaron dos propuestas de federalización, en el ámbito organizativo y político: el Bund pidió su ingreso en el POSDR como organización autónoma y la Unión Socialdemócrata Armenia reclamó la postulación de una República federativa. En ambas había la doble sombra de la federalización del partido y de estado aprobado por los austríacos. Ante el Bund no hubo mayor discusión, en el congreso las dos grandes corrientes de la socialdemocracia rusa rechazaron su pretensión y el Bund no se incorporó entonces al POSDR. Mayor discusión se produjo ante la federalización y la autonomía territorial, aceptada por la minoría (menchevique) y rechazada por la mayoría (blochevique) liderada por Lenin que opuso a la federalización la autodeterminación, como un dique lógico a una propuesta política que amenazaba fragmentar la «unidad de voluntad» del partido. En su crítica a la propuesta de los armenios («Sobre el Manifiesto de la Unión de Socialdemócratas Armenios», febrero 1903) Lenin formuló por primera vez por escrito su singular defensa del reconocimiento: «La exigencia de que se reconozca el derecho de cada nacionalidad a la autodeterminación sólo significa que nosotros, el partido del proletariado, debemos estar siempre e incondicionalmente en contra de todo intento de influir, desde fuera, mediante la violencia o la injusticia en la autodeterminación de las naciones. A la vez que cumplimos siempre y en todas parte con este deber negativo (luchar y protestar contra la violencia) nos preocupamos por la autodeterminación no de los pueblos y las naciones, sino del proletariado dentro de cada nacionalidad». Deber negativo, rechazo de la imposición –ya se verá más adelante como ese giro negativo se sofistica cuando Lenin sostenga que en el fondo lo que no pueden hacer los socialdemócratas es negar el reconocimiento del derecho– y afirmación del conflicto de clase con esa formulación incipiente de la tesis de la autodeterminación proletaria. Y Lenin aclara, a renglón seguido, que el proletariado no tiene como «deber permanente y programático» la autonomía nacional (considerada exclusivamente como territorial) –sinónimo en el debate ruso de la federalización– aunque excepcionalmente pueda ser considerada; no por la razón de la nacionalidad, ya que la descarta para los armenios, sino por otras tan remotas para él que ni siquiera avanza ninguna hipótesis del caso.
Quince días antes del inicio del congreso Lenin en el artículo «El problema nacional en nuestro programa», publicado en Iskra, amplió aquella argumentación; ahora en respuesta al Partido Socialista Polaco que acusó a la socialdemocracia rusa, de hecho a Lenin, de «nebuloso» en su reconocimiento de la autodeterminación. Reiteró el rechazo al sometimiento desde fuera, por violencia o injusticia, así como que la tarea positiva (propositiva) y fundamental era «cooperar a la autodeterminación del proletariado de cada nación, y no a la de pueblos y naciones como tales». Pero añadió que «el reconocimiento incondicional de la lucha por la libre determinación en modo algunos nos obliga a apoyar cualquier demanda de autodeterminación nacional»; el objetivo era «lograr la unión más estrecha entre los proletarios de todas las naciones, y tan solo en casos aislados y a título de excepción podemos presentar ya apoyar con energía reivindicaciones tendentes a constituir un nuevo Estado de clase o a sustituir la plena unidad política del Estado por una unidad federativa más débil». Ahora ya no se trataba solo del «deber negativo» del reconocimiento de principio de un derecho, sino del rechazo a apoyar «reivindicaciones tendentes a», es decir políticas efectivas hacia la independencia o el federalismo. No había que apoyar «cualquier demanda de autodeterminación de cualquier nación» y había de supeditarse la reivindicación de esa autodeterminación nacional a los intereses de la lucha de clases del proletariado; la reivindicación de la independencia nacional solo podía aceptarse bajo esa condición prevalente. Y contraatacaba: «El PSP considera que el problema nacional se reduce a la siguiente contraposición: “nosotros” (los polacos) y “ellos” (los alemanes, rusos, etc). Pero los socialdemócratas destacan en primer plano esta otra contraposición: “nosotros” los proletarios, y “ellos” la burguesía».
Durante la revolución de 1905-1906 la cuestión no estuvo en el primer plano de los bolcheviques. A pesar de que, como consecuencia de ella, Finlandia recuperó su parlamento e incluso consiguió una nueva ley electoral que estableció el sufragio universal, sin restricciones es decir también femenino, con el que la socialdemocracia finlandesa, con un 37% de los votos, se convirtió en el primer partido de la cámara. El interés de Lenin durante ese período se centró en la propuesta insurreccional y la alianza contra el campesinado para darle a la revolución una solución democrática. No obstante, después de la revolución se produjo un despertar del «nacionalismo de las naciones oprimidas» que se manifestó en el grupo «federalista-autonomista» de la Primera Duma en 1906, el ascenso del movimiento ucraniano y el ascenso el movimiento musulmán. Contra la revolución y contra ese despertar la autocracia reaccionó relanzando el nacionalismo paneslavo más ultramontano, representado en la multiplicación de las «Centurias negras»; e institucionalmente en la nueva suspensión del parlamento finlandés en 1910. El propio zar encendió la mecha del nacionalismo de la periferia del Imperio con esa política. Ese despertar no fue un hecho aislado, en el tránsito de una década a otra se reactivó el nacionalismo en Europa en dos sentidos: en el sustentó la dinámica que llevó a la Gran Guerra de 1914, con la de los Balcanes como prólogo; y en el de las nacionalidades sin estado. Este último dio lugar a al nacimiento de un movimiento propio promovido por el lituano Juozas Parsaitis (Jean Gabrys) con el apoyo del historiador francés Charles Seignobos; Gabrys organizó una Conferencia de las Nacionalidades en París, en 1912, de la surgieron comités del movimiento en Armenia, Lituania, Estonia, Polonia, Croacia, Bohemia e incluso un comité cooperador en EEUU presidido por Dale Carnegie, directamente relacionado con Woodrow Wilson. La emergencia de la reivindicación política de las nacionalidades sin estado influyó también en la socialdemocracia de los Imperios multinacionales, como el Zarista y el Austro-Húngaro. En 1910 la socialdemocracia checa llevó al congreso de la Segunda Internacional la cuestión de su constitución independiente y la de los sindicatos de esa nacionalidad, que no fue aceptada. Dos años más tarde, en enero de 1912 interfirió e la reactivación del POSDR impulsada por Lenin y, sobre todo, en el combate político entre los bolcheviques y sus rivales mencheviques y social-revolucionarios.
El congreso de reunificación del POSDR de 1907, en Londres, recuperó el programa del partido aprobado en 1903, con la postulación del reconocimiento del derecho de autodeterminación de las naciones. No obstante, en los años siguientes ese principio y la reflexión sobre el no estuvo presente de manera destacada, al menos en los escritos de Lenin. Cuando éste reaccionó a la suspensión del parlamento finlandés, lo hizo en línea con lo que manifestó en 1901 («La gran campaña contra Finlandia», abril 1910); no hizo de ello una causa general sino particular y recordó que había sido la revolución rusa de 1905-1906 la que había permitido a Finlandia la recuperación de la Dieta: «Sólo cuando la clase obrera de Rusia se levantó como una gigantesca mole y sacudió a la autocracia rusa, Finlandia pudo respirar libremente. Y sólo en unión con la lucha revolucionaria de las masas en Rusia, puede hoy el obrero finés buscar el camino para salvarse de “cortadores de cabezas” centurionegristas». En la sexta conferencia del POSDR –celebrada en Praga en enero de 1912 por iniciativa de lo bolcheviques para recuperar la organización del partido, dispersa desde hacía tras años– Lenin denunció la alianza entre la autocracia, la «aristocracia centurionegrista» y la burguesía industrial «que trata hoy de satisfacer sus intereses rapaces mediante una grosera política “nacionalista” orientada contra las regiones más cultas (Finlandia, Polonia, Territorio del Noroeste)»; pero tampoco dedujo todavía propuestas generales. La Conferencia ratificó la participación en las elecciones a la IV Duma, bajo un triple lema «república democrática», «jornada de ocho horas» y «confiscación de todas las tierras de los terratenientes»; ni en la resolución sobre la participación electoral, ni en la Plataforma electoral del POSDR, de marzo de 1912, hubo ninguna alusión a la cuestión de las nacionalidades y únicamente en el primero de esos documentos se reiteró que «sólo con los esfuerzos conjuntos de los obreros de los obreros de Rusia y de Finlandia se podrá derrocar al zarismo y conquistar la libertad para los pueblos ruso y finlandés».
De repente la cuestión de la autodeterminación irrumpió de nuevo en la segunda mitad de 1912, en el contexto de la confrontación entre el POSDR reorganizado y liderado por los bolcheviques desde enero y las corrientes que no habían querido participar en la conferencia de enero, el grueso de los mencheviques y el grupo de Trotsky. Estos últimos se reunieron en su propia conferencia, en Viena, en agosto, con la asistencia también del Bund, del Partido Socialista Polaco, y de grupos socialdemócratas «nacionales» letones, lituanos y caucasianos. La Conferencia de Viena no produjo resultados prácticos, pero alimentó el escenario de una federalización del partido, asumiendo las tesis de la autonomía nacional-cultural de los austromarxistas; que, por otra parte, también prosperaban en el campo de los Socialistas Revolucionarios. De hecho, el POSDR reunificado en 1910 había funcionado como una semifederación con el Bund, los letones y los polacos que tenían su propia representación en el seno del Comité Central; algo que Lenin había estigmatizado como la «federación del peor tipo». La conferencia de enero de 1912 se había pronunciado por la «unión completa» y Lenin se apoyó en la acusación de Plejanov a la Conferencia de Viena de haber «adaptado el socialismo al nacionalismo» – en realidad esa interpretación era sobre Bauer era de Kautsky- para emprender una campaña contra la «unión completa» de todos los socialdemócratas del Imperio Ruso en un solo partido y contra la teoría de la autonomía nacional y cultural («Los problemas espinosos de nuestro partido», diciembre 1912, publicado en agosto de 1913; «Los separatistas en Rusia y los separatistas en Austria», escrito en abril de 1913 y publicado en mayo). Hasta la primavera de 1913 toda la carga del debate estuvo en el problema del modelo del partido y en la denuncia de la autonomía nacional y cultural, que Lenin redujo a la cuestión educativa. En mayo de 1913 Lenin publicó un nuevo artículo «La clase obrera y la cuestión nacional» en el que su denuncia del nacionalismo se hizo doble: contra el «nacionalismo ultarreaccionario» del zarismo y contra el «nacionalismo burgués» de otras naciones (polaca, hebrea, ucraniana, georgiana, etc.) que «levanta la cabeza (…) pretendiendo desviar a la clase obrera de sus grandes tareas universales con la lucha nacional o con la lucha por la cultura nacional», para insistir en contra de ellos en «la plena unidad de todos los obreros de todas las naciones en las organizaciones obreras de cualquier índole: culturales, sindicales, políticas, etc.».
El detalle sobre la cuestión educativa, que no acostumbra a recordarse, rechazaba de plano la separación de las escuelas por nacionalidades: «Defendemos la plena democracia, la plena libertad e igualdad de los idiomas, pero no apoyamos en lo más mínimo la proposición de “transferir los asuntos educacionales a las naciones” o de “separación de las escuelas por nacionalidad” (…) Nuestro objetivo no es “separar” las naciones, sino asegurarles, por medio de una completa democracia, una igualdad y una coexistencia tan pacífica (relativamente) como en Suiza» («Una vez más obre la separación de las escuelas por nacionalidades», diciembre 1913). Lenin rechazó el principio, hizo lo que él habría llamado la afirmación negativa; sin embargo, apenas desarrolló la afirmación propositiva. Sobre ésta última dio diversas pistas: el rechazo a la propuesta liberal de un «idioma oficial» que era el ruso, la variante gran-rusa en la práctica, en la escuela y en la tramitación de todos os asuntos oficiales; la defensa de la enseñanza del ruso en todo el territorio del estado pero no mediante la coerción («¿Es necesario un idioma oficial obligatorio?», enero, 1914); Lenin confiaba además en que no habría problemas para la más amplia circulación del ruso y sus variantes, sin necesidad de imposición oficial, por cuanto el 66% hablaba algún tipo de ruso (43% gran ruso; 17 pequeño ruso; 6 % bielorruso) y con el polaco las lenguas eslavas suponían el 72% («Tesis para la disertación sobre el problema nacional», enero 1914, publicado en 1937). Y finalmente elaboró un proyecto de ley sobre igualdad de las naciones y sobre los derechos de las minorías nacionales (mayo, 1914) en el que se proponía la reorganización de las divisiones administrativas de acuerdo con dos criterios, las condiciones económicas y la composición nacional de la población; las zonas que tuvieran «condiciones especiales», entre ellas la de la composición nacional tendrían derecho a formar regiones autónomas con Dietas propias, cuyos límites y jurisdicciones determinaría el Parlamento central; se rechazaba cualquier privilegio nacional o «de cualquier idioma»; las Dietas autonómicas establecerían cuál era su lengua oficial, si bien «todas las minorías nacionales tienen derecho a exigir la protección incondicional de su lengua»; se preveían zonas de «población múltiple», aquellas en las que la minoría alcanzase como mínimo el 5%, y que en ellas se invirtiera «en las necesidades culturales y educacionales» no menos de la parte proporcional que significaba su porcentaje de población. De todo ello, que obviamente necesitaba un mayor desarrollo, se pueden sacar dos conclusiones: la preocupación fundamental de Lenin era la igualdad, el rechazo a la opresión de las minorías, siempre defendiendo la unión que solo la clase internacional, el proletariado, podría proporcionar; el rechazo a la autonomía era a la versión extraterritorial propuesta por Renner y Bauer, pero era una opción territorial en un estado en el que las instituciones centrales tenían la primera palabra sobre sus límites y capacidades jurisdiccionales.
Polémicas con Renner, Bauer y Rosa Luxemburgo. Lenin desarrolla su propuesta.
El proyecto de ley de mayo de 1914 suponía ya la prolongación –que no la sustitución– de la cuestión nacional del ámbito del modelo del partido al del modelo del estado, a su plena traducción política. Ésta fue abordada por la reunión del Comité Central ampliado de finales de septiemre y comienzos de octubre de 1913 (se la identificó «del verano» por razones de seguridad). Su resolución establecía que el POSDR debía «apoyar» el derecho de autodeterminación «de las naciones oprimidas por el estado zarista», por que así lo requerían «los principios fundamentales de la democracia internacional», «la inaudita opresión nacional de la mayoría de habitantes de Rusia por la monarquía zarista» y «la lucha por la libertad de los propios habitantes gran rusos pues les será imposible crear un Estado democrático si no se desarraigan el nacionalismo gran ruso centurionegrista». La resolución aclaraba que el derecho de autodeterminación era «el derecho a separarse y formar Estados independientes»; es decir reducía el derecho a un resultado concreto, la independencia, excluyendo la opción del federalismo que se rechazaba por completo en el contexto de su discrepancia con los austríacos y con el resto de formaciones socialistas rusas. Para Lenin la forma deseable del Estado era la del centralismo democrático, que no excluía la autonomía administrativa, de ninguna manera en principio una forma federal; o unión, o separación. Ahora bien, la resolución del Comité Central añadía acto seguido que «el derecho de las naciones a la autodeterminación no debe ser confundido bajo ninguna circunstancia con la conveniencia de que se separe determinada nación. El Partido Socialdemócrata debe decidir esta última cuestión, en cada caso articular de modo absolutamente independiente, de acuerdo con los intereses del desarrollo social en su conjunto y con los intereses de la lucha de clase del proletariado por el socialismo». En un artículo de presentación de los acuerdos del Comité Central en este punto («El programa nacional del POSDR», diciembre de 1913) Lenin precisaba todavía más el sentido de esa última condición : «el reconocimiento de ese derecho no excluye ni la propaganda ni la agitación contra la separación, ni la denuncia del nacionalismo burgués».
A caballo entre la conferencia de Viena, de agosto de 1912, de los socialdemócratas opuestos a los bolcheviques y la reunión del Comité Central del otoño de 1913, Lenin encargó a Stalin –recién elegido miembro del Comité Central en enero de 1912– un trabajo de crítica a las posiciones de Renner y Bauer, sobre las que se apoyaban mencheviques y social-revolucionarios. Y escribió él mismo dos artículos que son fundamentales para la comprensión de su pensamiento: «Notas críticas sobre el problema nacional», escrito en octubre de 1913 y publicado en diciembre y «El derecho de las naciones a la autodeterminación», escrito en febrero de 1914 y publicado en mayo de 1914iv.
El primero estaba dedicado a refutar a Renner y Bauer y más concretamente la tesis de la autonomía nacional cultural extraterritorial, cuestiones antes apuntadas, aunque ahora añadió precisiones y proposiciones importantes. Desarrolló la crítica al concepto de cultura nacional, abstracto, partiendo de la consideración de que si en cada nación moderna había dos naciones –lo que de hecho también reconocía Bauer– en cada cultura nacional había también dos culturas nacionales; por un lado «aunque no estén desarrollados, elementos de cultura democrática y socialista» y, por otro, una cultura burguesa no «en simple forma de “elementos”, sino como cultura dominante», de ahí que la «cultura nacional» fuera en general «la de los terratenientes, de los curas y de la burguesía»; Lenin percibió de manera explícita el factor clerical en la formación de esa cultura dominante. Frente a la cultura nacional concreta, que era la dominante, propuso una «cultura internacional de la democracia y del movimiento obrero mundial», en la que no cabría ningún privilegio para ninguna nación o ningún idioma. Y salió al paso, acto seguido, de cualquier interpretación igualmente abstracta o cosmopolita de esa cultura internacional: «la cultura nacional no carece de nación (…) al lanzar la consigna de la “cultura internacional de la democracia y del movimiento obrero mundial” tomamos de cada cultura nacional sólo sus elementos democráticos y socialistas y los tomamos única y exclusivamente como contrapeso a la cultura burguesa y al nacionalismo burgués de cada nación»; más adelante añadió «todo intento de oponer en las cuestiones relativas al proletariado una cultura nacional en bloque a otra cultura nacional supuestamente indivisa, etc., es nacionalismo burgués contra el que se debe llevar a cabo una lucha implacable».
En esos momentos, Lenin fue muy duro con Bauer, y en el artículo de febrero de 1914 se alineó por completo con el desprecio de Kautski contra la multinacionalidad. No siempre con acierto, su empeño en aniquilar intelectualmente al adversario le llevó a contradecirse sosteniendo –contra lo que afirmó él mismo en aquel mismo artículo– que los húngaros y los checos no tienden a separarse de Austria, sino a mantener la integridad de Austria. Recriminó a Bauer haber caído en el nacionalismo burgués; más adelante rectificó de manera indirecta esa acusación, centró su discrepancia con Bauer en su «manía» (el entrecomillado es de Lenin) de la autonomía cultura nacional, para añadir que «razona con sumo acierto sobre una serie de problemas muy importantes (…) señala con mucha justeza que la ideología nacionalista encubre una política imperialista» («Balance de una discusión sobre el derecho de las naciones a la autodeterminación», escrito en julio y publicado en octubre de 1916). Pienso que la noción internacionalista de Lenin, reflejada en esa concepción de la cultura internacional, no era tan antagónica con el internacionalismo de Bauer que llegaba a su apogeo con las naciones democráticas y socialistas.
Al hilo de la crítica a la autonomía extraterritorial planteó el modelo de estado, partiendo de la ortodoxia kautskiana: «los marxistas, como es natural, están en contra de la federación y la descentralización por el simple motivo que el capitalismo exige para su desarrollo Estados que sean lo más extensos y centralizados posibles». A salvo de la cuestión del derecho a la autodeterminación –que Lenin anuncia que desarrollará en un próximo artículo– «en tanto y por cuanto diferentes naciones siguen constituyendo un solo Estado, los marxistas no propugnarán en ningún caso el principio federal ni la descentralización. El Estado centralizado grande supone un progreso histórico inmenso que va del fraccionamiento medieval a la futura unidad socialista de todo el mundo, y no hay ni puede haber camino hacia el socialismo que el que pasa por tal Estado (indisolublemente ligado con el capitalismo)». Esa argumentación, pegada al economicismo, la matizó empero añadiendo que por centralismo se entendía exclusivamente el «centralismo democrático», que «no solo no descarta la administración autónoma local ni la autonomía de las regiones, las cuales se distinguen por tener condiciones económicas y de vida especiales, una composición nacional peculiar de la población, etc., sino que, por el contrario, exige imperiosamente lo uno y lo otro”. El principio del centralismo había de ser «puesto en práctica de un modo democrático y no burocrático»; la ingerencia burocrática era contraproducente con «el desarrollo económico y político» e incluso con el «centralismo en las cuestiones serias, grandes y fundamentales». La crítica a la autonomía nacional de Renner y Bauer era a su extraterritorialidad, no a la autonomía planteada en términos territoriales; su hostilidad al concepto de Renner y Bauer era absoluta, no su crítica relativa al programa de Brünn del Partido Socialdemócrata de Austria, sobre el que se limitó a decir que «nosotros» no habríamos ido tan lejos. La fórmula de Brünn al tener como base única la nacionalidad tendía a la federación política, rechazada por Lenin; por más que éste aceptaba que la organización territorial tanto del Imperio Austriaco como del Ruso era arcaica, burocrática, debida a razones fiscales y clericales y había de ser sustituida. La solución que concibió en 1913 fue por un lado vincular la autonomía en relación principalmente a tres tipos de razones, «las condiciones económicas de vida», «la composición nacional de la población», y «la propia población» en relaciones a las ciudades principales que a la vez eran un factor económico «importantísimo» y tenían una composición nacional «de la máxima heterogeneidad»; admitir por otro dos tipos diferentes de autonomía territorial, la «administrativa» y la «regional» étnica; y finalmente atribuir a las instituciones centrales su delimitación geográfica y jurídica. Ese fue el criterio con el que elaboró el proyecto de ley de mayo de 1914 antes señalado.
Lenin dejó para el segundo artículo la refutación de las posiciones de Rosa Luxemburgo, que en 1908 había publicado un artículo, «El Estado-nación y el proletariado» en Przeglad Sozialdemokratyczny, órgano del Partido Socialdemócrata del Reino de Polonia y Lituaniav, y el libro La cuestión nacional y la autonomíavi. Las posiciones de Rosa Luxemburgo tenían poca difusión entre los mencheviques y los socialistas revolucionarios, pero en contrapartida tenían una cierta influencia entre importantes cuadros bolcheviques de origen polaco y lituano e incluso ucraniano (en el que había un segmento de población polaca). El PSRPL había mantenido una relación fluctuante con el POSDR, participando en el congreso de 1903, aunque no se llegó a integrar en él; si lo hizo en el congreso de reunificación de mencheviques y bolcheviques de 1906 y Rosa Luxemburgo misma participó en el congreso de Londres de 1907, en el que los bolcheviques con el apoyo de polacos y lituanos recuperaron la mayoría. No obstante el apoyo a Lenin frente a los mencheviques distaba de ser un acuerdo general y Rosa Luxemburgo regresó a Alemania en 1908 vinculándose definitivamente al SPD. El PSRPL se desvinculó del POSDR cuando éste entró en crisis por la represión zarista y la reanudación del enfrentamiento entre mencheviques y bolcheviques y ya no participó en la reactivación del POSDR por parte de Lenin en 1912; sin embargo, algunos de sus miembros sí siguieron vinculados a los bolcheviques, como Djerzinski, miembro del Comité Central y en prisión desde 1912 o Pianitski, que sí participó en la conferencia de Praga de 1912 convocada por Lenin.
En su concepción de la nación política del «estado-nación» que marcaba su interpretación de la cuestión nacional («El Estado-nación y el proletariado») Rosa Luxemburgo se situó de manera explícita en línea de continuidad con Kautski, incluido su economicismo, que acentuaba reduciendo la «idea nacional» burguesa a la identificación entre patria y mercado. Para ella la historia de Alemania era la historia de la Unión Aduanera y Friedrich List, con su teoría de la «economía nacional» era «el verdadero mesías de la unidad nacional» y no Fichte y el movimiento «nacional» del que fue «heraldo», que «no era más que una reacción medieval contra las semillas de la Revolución». La preocupación principal de Rosa Luxemburgo era denunciar el carácter de clase burgués del estado-nación, de las naciones políticas constituidas desde 1789, y la vocación ineluctable de convertirse en estados agresores de otros estados-nación y opresores de las nacionalidades. Hasta aquí el discurso de Rosa Luxemburgo podría haber sido aceptado por Lenin, el conflicto entre ambos se producía en la consideración de las «nacionalidades» y la propuesta que la socialdemocracia había de ofrecer a éstas frente a la opresión del estado-nación, de la nación tout court. Rosa Luxemburgo reconoció que en su interpretación de la cuestión nacional no estaba refiriéndose a «la nacionalidad en el sentido de grupo etnográfico o cultural específico», que tenían un pasado más remoto «puesto que las particularidades nacionales existen desde hace siglos»; sin embargo ni desarrollaba la relación entre nacionalidad y estado-nación ni apenas se planteaba la opresión de las nacionalidades, se limitaba a casi una obviedad programática en la socialdemocracia sobre derechos civiles: «Es esencial que la clase obrera de cada nacionalidad disponga de los mismos derechos civiles dentro del Estado. La discriminación política de una nacionalidad es la mejor herramienta en manos de una burguesía ansiosa de enmascarar los conflictos de clase y engañar a su proletariado».
Antes de entrar en la cuestión polaca, Rosa Luxemburgo acababa con una reflexión que partiendo del antagonismo de clases reducía la cuestión de las nacionalidades a una cuestión cultural. El proletariado no compartía la «misión histórica» de la burguesía que era la «creación de un Estado “nacional” moderno»; su misión histórica era la «abolición del Estado en cuanto se trata de una forma política del capitalismo». En consecuencia, la clase obrera no podía asumir el nacionalismo político, aunque «se adhiere al contenido cultural y democrático del nacionalismo, lo que significa que los obreros tiene interés en que se instauren sistemas políticos capaces de garantizar el libre desarrollo de la cultura y la democracia en la vida nacional por medios defensivos y no de conquista, en términos de solidaridad entre las diversas nacionalidades que son históricamente parte del mismo Estado burgués. Igualdad ante la ley para las nacionalidades y organizaciones políticas, asegurar un desarrollo cultural nacional, éstas son ls formas generales del proletariado, un programa que se deriva de forma natural de su posición de clase, en contraste con el nacionalismo de la burguesía». En el contexto de esa más que sumaria concepción del estado –que habría hecho temblar a Marx y Engels– Rosa Luxemburgo despojaba la reivindicación de las nacionalidades, que obviamente era –aunque no lo reconociera– la de las naciones dominadas u oprimidas de connotación política y la reducía a una igualdad de derechos culturales.
El artículo de Przeglad Sozialdemokratyczny seguramente no habría suscitado la crítica de Lenin, reacio a entrar en el debate de lo que era o no nación y centrado en las consecuencias políticas que para la lucha revolucionaria tenía el conflicto nacional. Habría discrepado del reduccionismo cultural, y de esa adhesión de la clase obrera al «contenido cultural y democrático del nacionalismo»; pero en la medida en que en Rosa Luxemburgo no estaba desarrollado, a diferencia de lo que ocurría por parte de Renner y Bauer, tampoco habría sido el objetivo principal de la crítica de Lenin al «culturalismo». A lo que reaccionó fue a la crítica de Rosa Luxemburgo al programa del POSDR sobre el reconocimiento del derecho de autodeterminación, que desplegó en el primer capítulo de La cuestión nacional y la autonomía. Estaba claro que el objetivo de Rosa Luxemburgo era Lenin y el programa del POSDR de 1908 y así lo manifestó en las primeras páginas del capítulo; sin embargo no está nada claro que Rosa Luxemburgo hubiese comprendido a Lenin y lo que sostenía el programa del POSDR.
Para empezar, Rosa Luxemburgo pretendió negar legitimidad a la adopción por parte del POSDR del principio del reconocimiento del derecho de autodeterminación, rechazando que pudiera apoyarse en el acuerdo del Congreso de la Segunda Internacional de 1896, como así lo había argumentado Lenin desde comienzos de siglo. Rosa Luxemburgo escribió : «El POSDR propone una solución general de la cuestión nacional en todas sus manifestaciones, solución que se expresa en el punto 9 de su programa. En él se propugna una república democrática cuya instauración garantizaría, entre otras cosas, ‘el derecho a la autodeterminación a todas las nacionalidades que formen parte del estado’ (…) es evidente que los autores del programa creyeron insuficientes la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, los derechos lingüísticos y la autonomía local para solucionar el problema nacional, ya que juzgaron añadir un párrafo especial que garantizara a cada nacionalidad el derecho de autodeterminación». Rosa Luxemburgo se quejaba, además de que esa fórmula, que consideraba «metafísica», «aparezca desvinculada del socialismo o de la política de la clase obrera». Y argumentó que el acuerdo de Londres lo que hacia era «todo lo contrario» de sustentar el punto 9 del programa con el argumento de que aquel acuerdo (ver más arriba) tenía el objetivo y el contenido contrario que pretendía Lenin y el POSDR. Según ella, al no limitarse a la cuestión polaca y generalizar el problema la Segunda Internacional transfirió la cuestión del ámbito nacional al ámbito internacional, por un lado; y por otro «la resolución expresa su simpatía hacia el proletariado de todas las nacionalidades oprimidas y el reconocimiento de su derecho a la autodeterminación», refiriéndose ese «su» al proletariado y no a las nacionalidades. La segunda parte del acuerdo llamando a los trabajadores de las naciones oprimidas a la lucha internacional contra el capitalismo y organizarse en la socialdemocracia internacional ratificaría, siempre según Rosa Luxemburgo, que lo que se está haciendo no es una propuesta de tipo nacional, sino internacionalista. «Se trata de una manera inequívoca de destacar que el principio formulado en la primera parte –el derecho de las naciones a la autodeterminación– solo puede llevarse a cabo de una manera: realizando primero los principios el socialismo internacional y alcanzando sus últimos objetivos». Me parece evidente que no es Lenin y el PSODR el que malentendió el acuerdo de 1896, sino que es Rosa Luxemburgo quien lo retuerce para convertirlo no en una moción sobre la cuestión nacional sino en el rechazo de ésta en nombre de un internacionalismo que, a diferencia del de Bauer y el de Lenin está vacío de identidad nacional. No se da cuenta de la incongruencia que resulta sostener que la autodeterminación soló podrá llevarse a cabo cuando ya no es preciso, puesto que ya se ha establecido el triunfo pleno y en sus últimos objetivos del socialismo, es decir cuándo ya ha desaparecido con esos «últimos objetivos» el Estado.
Rosa Luxemburgo no estuvo fina en su crítica, ya desde los modos de la crítica, llena de deformaciones de las posiciones que no comparte y de olvido de los términos concretos en los que Lenin, y por tanto el POSDR, desarrolla ese punto 9 de programa. El párrafo citado al principio convierte un punto de una frase sintética (punto 9: Derecho de autodeterminación para todas las naciones incluidas en el territorio del estado) en una «solución general de la cuestión nacional en todas sus manifestaciones», lo que obviamente es una distorsión; ese punto 9 se refiere a uno de los principios que habrá de incluir la Constitución de la República Democrática. Rosa Luxemburgo no entiende, o no acepta, el objetivo transitorio planteado por el programa del derrocamiento del zarismo y su sustitución por una república democrática; en el mejor de los casos, a partir de su discrepancia de fondo sobre el carácter de ese objetivo transitorio desacredita un punto concreto en la realización de tal objetivo. No es muy leal como método de crítica entre partidos y compañeros que han compartido organización y actuaciones y siguen compartiendo voluntad revolucionaria. Y tampoco es leal que afirne que el POSDR desvincula la fórmula del socialismo o de la política obrera; ella no estará de acuerdo, pero la fórmula, es decir la República democrática, está expresamente vinculada a la concepción de la lucha por el socialismo y a la política obrera en el Imperio Zarista. Rosa Luxemburgo sólo tiene en cuenta una frase, a la que atribuye supuestos y derivadas por su cuenta, y prescinde del contexto de la frase y, sobre todo, de lo escrito por Lenin ya en 1903, que mantuvo siempre hasta el final de su vida: «A la vez que cumplimos siempre y en todas parte con este deber negativo (luchar y protestar contra la violencia) nos preocupamos por la autodeterminación no de los pueblos y las naciones, sino del proletariado dentro de cada nacionalidad». La falta de consideración, o la deficiencia grave en la interpretación y el conocimientos de los textos de Lenin y el POSDR ruso sube un escalón de hostilidad, y de inexactitud, cuando al hilo de negar que la política del POSDR ofrezca ninguna orientación práctica concluya la consigna del derecho a la autodeterminación «Solo ofrece una ilimitada autorización a todas las ‘naciones’ interesadas para que resuelvan sus problemas nacionales como más les plazca». No solo invitaba Lenin a que las naciones se comportaran como más les placiera sino que, también ya en 1903 había advertido: «el reconocimiento incondicional de la lucha por la libre determinación en modo algunos nos obliga a apoyar cualquier demanda de autodeterminación nacional» (…) «tan solo en casos aislados y a título de excepción podemos presentar ya apoyar con energía reivindicaciones tendentes a constituir un nuevo Estado de clase o a sustituir la plena unidad política del Estado por una unidad federativa más débil».
La «solución» que Rosa Luxemburgo a la cuestión nacional es una «no solución». Considera que la autodeterminación para todos los grupos étnicos o nacionalidades es una utopía, como consecuencia del «desarrollo histórico de las sociedades contemporáneas»; y recurre a Kautski que «formula la tendencia histórica a suprimir completamente todas las distinciones nacionales en el seno del sistema socialista y a fusionar toda la humanidad civilizada en una sola nacionalidad» (lo que por cierto invalida su propia pretensión de que la autodeterminación solo es posible en el triunfo de los objetivos finales). Rosa Luxemburgo se acoge al tópico de la «impotencia política» de todas las pequeñas naciones ante el «desarrollo de los poderes mundiales»; obviando que una Polonia o una Ucrania independiente no serían, precisamente, «pequeñas naciones», no más «pequeñas» que muchos de los estados del momento. La autodeterminación no llevaría a otra cosa que volver a los pequeños estados medievales, «muy anteriores» a los siglo XVI y XVI.
Rosa Luxemburgo, reforzó su adhesión a esos tópicos sobre la regresión hisórica citando al Marx menos acertado –más desacertado, para ser exactos– que en un artículo de juventud en la Nueva Gaceta Renana, llevado de su hostilidad ante el comportamiento de checos y eslavos del sur en 1848, calificó a las nacionalidades sin estado de «restos de naciones pisoteadas, implacablemente, por la historia», «sobras nacionales [que] se convertirán y seguirán siendo, hasta su exterminio o desnacionalización final, partidarios fanáticos de la contrarrevolución, dado que su entera existencia es, en general, una gran protesta contra la revolución histórica»; y puso como ejemplo los escoceses que habían apoyado a los Estuardo, los bretones que lo habían hecho a la monarquía borbónica o los vascos a Don Carlos. El comportamiento crítico de Rosa Luxemburgo se mostró de nuevo deficiente en este caso –como no dejaría de reprocharle Lenin– escondiendo, porque no podía no conocerlo, la posición posterior de Marx y Engel sobre la cuestión irlandesa o sobre la cuestión polaca.
Lenin, en su artículo de 1914, en el que estuvo particularmente duro con Rosa Luxemburgo, recuperó y desarrolló lo que ya había empezado a formular en 1903, con el énfasis añadido de la identificación entre derecho a la autodeterminación y derecho a la separación. Situó el reconocimiento del derecho en la historia concreta de cada país, rechazando que fuese un derecho universal, atemporal y ahistórico –argumento principal de los nacionalismos– y rechazando, también, la sustitución que en su opinión hacía Rosa Luxemburgo del problema de la autodeterminación política por el de la autodeterminación e independencia económica. El criterio histórico –referido a la historia reciente– le servía para diferenciar entre el Imperio Austriaco y el Ruso. Para el primero que consideraba la revolución democrática burguesa se había consumado entre 1848 y 1867 (el momento de instauración de la monarquía dual) y no había ya condiciones internas, del desarrollo del capitalismo en Austria, que diese lugar «a saltos, uno de cuyos efectos concomitantes puede ser la formación de Estados nacionales independientes» ; su análisis del momento –que subvaloraba en este paso del artículo el nacionalismo checo y el nacionalismo magiar– le llevaba a considerar que en vez de esos saltos lo que se estaba produciendo era una evolución del «Estado bicéntrico» al «tricéntrico» (alemanes, húngaros y eslavos). Por el contrario, el Imperio del Zar, con un centro nacional único, el ruso y una periferia ocupada por poblaciones «alógenas», en la que «el desarrollo del capitalismo y el nivel general de cultura son con frecuencia más altos» producía un choque abierto entre el nacionalismo gran ruso, exacerbado desde 1906, y los movimientos nacionales emergentes en aquella periferia. Era esta situación particular la que suponía la urgencia del problema de la autodeterminación. No hace falta entrar en el detalle del análisis de cada Imperio y de la comparación, lo importante de ella era que Lenin nunca dio puntada política sin hilo histórico, incluido el de lo que ahora llamamos la historia del presente.
La primera razón del reconocimiento del derecho de autodeterminación seguía siendo, como planteó desde un principio, una razón democrática; de defensa de la igualdad y de rechazo de la opresión, de la imposición por la fuerza de unas naciones o su manifestaciones, el idioma entre ellas, sobre otras. E insistiendo en la pista del «deber negativo» de 1903 reiteró que «el proletariado se limita a la reivindicación negativa, por así decir, de reconocer el derecho a la autodeterminación sin garantizar nada a ninguna nación ni comprometerse a dar nada a expensas de otra nación». El meollo de ese deber/reivindicación negativa está la consideración de que la socialdemocracia no podía dejar de reconocer, so pena de traicionar su discurso de igualdad. Pero la acción de la socialdemocracia se detenía en ese reconocimiento. De entrada no era un reconocimiento incondicional; estaba subordinado a la lucha de clases, al reconocimiento y la práctica puesta en la unión de los proletarios de todas las naciones. «En el problema de la autodeterminación de las naciones, lo mismo que en cualquier otro, nos interesa, ante todo y sobre todo, la autodeterminación del proletariado en el seno de las naciones». La autodeterminación del proletariado era un objetivo completo, propositivo, el de las naciones nos. Tras identificar autodeterminación y separación, Lenin rechazó como línea general el apoyo a la separación e invocó su analogía con la defensa del divorcio. Solo aceptó considerar la separación «cuando la opresión nacional y los roces nacionales hagan la vida en común absolutamente insoportable, frenando las relaciones económicas de todo género». Excepto esos casos extremos que consideraba por hipótesis, la posición de los socialistas había de ser el rechazo de la separación.
Sus rechazos al nacionalismo, al gran ruso y también al de los movimientos nacionales emergentes, son constantes. Una muestra clara: «sería apartarse de las tareas de la política proletaria y someter a los obreros a la política de la burguesía, tanto el que los socialdemócratas se pusieran a negar el derecho de autodeterminación, es decir el derecho de las naciones oprimidas a separarse, como el que se pudieran a apoyar todas las reivindicaciones nacionales de la burguesía de las naciones oprimidas». Antes había propugnado: «Lucha contra los privilegios y violencias de la nación opresora y ninguna tolerancia con el afán de privilegios de la nación oprimida». La lucha contra los privilegios, los que se tengan o losque se pretendan, han de ser un factor común de los trabajadores de todas las clases de naciones. En «La revolución socialista y el derecho de las naciones a la autodeterminación», escrito en enero-febrero de 1916, señala ese deber complementario: «el proletariado de las naciones opresoras (…) no puede menos de luchar contra la retención violenta de las naciones oprimidas dentro de las fronteras de un Estado concreto, y esto significa luchar por el derecho de autodeterminación» y a renglón seguido añade «por otra parte, los socialistas de las naciones oprimidas deben defender y aplicar especialmente la unidad total y absoluta, incluyendo la unidad orgánica, entre los obreros de la nación oprimida y los de la nación opresora».
No hace falta ampliar la carga de la prueba. Creo que hay bastante con lo expuesto para entender la posición de Lenin sobre la cuestión nacional, la autodeterminación nacional, la autodeterminación proletaria, la separación y el federalismo, la unidad de clase y la unidad orgánica, de estado y de partido ¿Cuál era la traducción práctica de todo ello? En primer término impedir que las clases trabajadoras caigan en ningún tipo de justificación de la opresión y la desigualdad ni en ningún tipo de solución nacionalista a esa opresión y desigualdad. Mantener unos principios cuya defensa constante –«la tarea de agitación y propaganda cotidiana»– sea un factor de pedagogía imprescindible: «en la práctica, precisamente esta propaganda, y solo ella, asegura una educación de las masas verdaderamente democrática y verdaderamente socialista. Sólo una propaganda tal garantiza también las mayores probabilidades de paz nacional en Rusia, si sigue siendo un estado de composición nacional heterogénea, y la división más pacífica (e inocua para la lucha de clase proletaria) en diversos Estados nacionales, si se plantea el problema de semejante división» («El derecho de las naciones a la autodeterminación»). Mantener la unidad del partido y de las organizaciones de clase, por encima de su composición nacional. Y dejar en sus manos, las del partido, la decisión concreta sobre el momento y la forma del apoyo al ejercicio efectivo del derecho de autodeterminación.
Stalin entra en escena
En el inicio de este período de incorporación del reconocimiento del derecho de autodeterminación al programa del POSDR y de su clarificación por parte de Lenin, éste encargó en diciembre de 1912 a Stalin que se trasladara a Viena y estudiara a fondo los textos y posiciones de los marxistas austriacos para hacer una amplia refutación. Resultado de ello fue una serie de artículos publicados en la revista mensual bolchevique Prosveschenie (La Luz) en sus números de marzo, abril y mayo de 1913; y en forma de folleto en San Petersburgo en 1914 bajo el título de La cuestión nacional y el marxismo, que fue inmediatamente proscrito por el zarismo. No fue publicado de nuevo hasta 1920, cuando a instancias del propio Stalin lo hizo en Comisariado del Pueblo de las Nacionalidades; y más adelante, en 1934, Stalin lo incluyó en su folleto El marxismo y la cuestión nacional y colonial. No tuvo impacto particular en aquel período y su difusión no empezó hasta la publicación de 1920, de manera incipiente, y sobre todo a partir de 1934. La doctrina del marxismo-leninismo-estalinismo le atribuyó un lugar en el pensamiento y la práctica del marxismo político que no ostentó hasta el triunfo político de Stalin. El encargo de Lenin a Stalin fue refutar la tesis de la autonomía nacional cultural, sin embargo no se ajustó a ese encargo y se enredó en competir con Kautsky y sobre todo con Bauer en la definición de nación.
Las críticas y la disquisición histórica de Stalin sobre lo que era o no nación no pasaron a la historia. Sobre las primeras, lo fueron las que Lenin desplegó a lo largo de 1913. Lo que pasó a la historia fue la definición que acuñó Stalin, sumándose a la larga lista de los que emprendieron la subjetiva e infructuosa tarea de convertir el hecho de la nación en algo intemporal y universal: «Nación es una comunidad humana estable, históricamente formada y surgida sobre la base del idioma, de territorio, de vida económica y de psicología, manifestada ésta en la comunidad de cultura». Y Stalin aclaró que esa enumeración de factores no era una suma descriptiva, sino que pretendía ser una definición cerrada: «ninguno de los rasgos indicados, tomados aisladamente es suficiente para definir la nación. Más aún: basta con que falte aunque sólo sea uno de esos rasgos, para que la nación deje de serlo».
Esa definición no jugó ningún papel en la socialdemocracia ni en el movimiento comunista hasta finales de los años veinte. Por más que Deutscher escribiera que a Lenin le había entusiasmado el trabajo de Stalin, no parece que eso fuera así. Deutscher no da más razones sobre ese entusiasmo que la carta que Lenin escribe a Gorki, que se ha responsabilizado de Prosveschenie, en la que le comunica que un «portentoso» (o «maravilloso», según las traducciones) georgiano «se ha puesto a escribir un extenso artículo para el que ha reunido todos los materiales austríacos y otros». Es un tremendo error de Deutscher. La carta es de la segunda mitad de febrero y el texto, que fueron finalmente tres artículos, no se empezó a publicar hasta marzo y por entregas. Desde mediados de febrero Stalin ha regresado a Rusia y el tenor de la carta de Lenin más bien indica que éste no había conocido todavía, antes de la partida de Stalin, el contenido del texto. La versión de Carrère d’Encause es más verosímil: a Lenin no le acabó de agradar el trabajo de Stalin. Discrepaba de esa caracterización de «comunidad estable» y no transitoria. Rechazó el concepto de «comunidad de carácter» y la forma de considerar la «cultura nacional», claramente diferente a la forma en que él, Lenin, lo hacía. No podía aceptar esa interpretación de la autodeterminación, en la que Stalin se enredaba en todo aquello en lo que Lenin evitaba enredarse: «El derecho de autodeterminación significa que la nación puede organizarse conforme a sus deseos. Tiene derecho a organizar su vida según los principios de su autonomía. Tiene derecho a entrar en relaciones federativas con otras naciones. Tiene derecho a separarse por completo». Lenin se empeñaba en que el derecho de autodeterminación era derecho a la separación y no otra cosa, en contra de lo que consideraban los austríacos, que incluían la autonomía y la federación; y Stalin aceptaba estas últimas opciones como formas del ejercicio del derecho de autodeterminación. Con el tiempo Lenin tuvo que ir modulando su rotunda y exclusiva equivalencia y, sobre todo, la organización territorial del estado soviético, pilotada por Stalin desde el Comisariado del Pueblo para las Naciones, se atendría a la contemplación de las tres soluciones; pero en aquel momento el planteamiento abierto de Stalin no podía satisfacer a un Lenin, centrado en la polémica política con mencheviques, socialistas revolucionarios, socialistas polacos y bolcheviques contrarios a la autodeterminación como Radek y un joven Bujarin. Finalmente Stalin estaba aceptando el concepto supraclasista de Bauer de la comunidad de carácter aunque fuese reformulado –y a peor– en la fórmula de la «comunidad de psicología» que se manifestaba en la «comunidad de cultura».
No es difícil comprobar en las obras de Lenin que no dio ninguna proyección posterior a los artículos de Stalin. Lenin lo alabó antes de que se publicaran, más que probablemente inducido por la mezcla de carisma personal y contundencia en el combate a los rivales –los mencheviques y Trotsky en ese momento– que caracterizaban a Stalin (con el tiempo la contundencia derivó a la brutalidad). No lo citó luego en sus intervenciones posteriores a la publicación de éste; ni siquiera en apuntes internos como las «Tesis para la disertación sobre el problema nacional» escritas en esquema en enero de 1914 para ser utilizadas en sus conferencias de Paris y Lieja, que no fueron publicadas hasta 1937. Unos apuntes en los que sí citó a Pannekoek, cuyo folleto Lucha de clases y nación (1912) alabó; en él, entre otras cosas, sostenía como Lenin que «entre los trabajadores y la burguesía no puede existir una comunidad de cultura más que superficialmente, en apariencia y de modo esporádico». Dejemos el texto de Pannekoek, que tiene su interés, para otra ocasión y volvamos a Stalin y Lenin, referentes principales en el transcurso del siglo XX sobre el marxismo y la cuestión nacional. Lenin no polemizó públicamente con él, por prudencia para no abrir un frente interno más o por no querer dar a Stalin más espacio para defender su escrito. Por otra parte, Stalin fue detenido por la policía zarista a finales de febrero y deportado a Siberia, hasta que recuperó la libertad tras la revolución de febrero de 1917.
Guerra y revolución. Nuevas perspectivas y nuevos retos.
El estallido de la Gran Guerra dio nuevas perspectivas a la cuestión nacional: el enfrentamiento de los nacionalismos de las potencias, que arrastraron a gran parte de la socialdemocracia; la consideración de la cuestión de las anexiones territoriales como consecuencia del desenlace del conflicto (Alsacia y Lorena; los territorios reclamados al Imperio Austro-Húngaro por el irredentismo italiano; la cuestión de Polonia…); la consolidación de la emergencia de los movimientos nacionales anticoloniales, anunciada por la revolución china de 1911 y proseguida ahora con las movilizaciones en la India, el levantamiento árabe en el Próximo Oriente; también las manipulaciones de las reivindicaciones delas nacionalidades por las potencias beligerantes para erosionar a través de ella a sus enemigas.
Lenin recogió esas nuevas perspectivas principalmente en dos sentidos: la generalización del conflicto sobre la cuestión nacional, lo que le llevó a establecer una tipología sobre la autodeterminación en un clásico esquema trinitario: países capitalistas avanzados, Este de Europa y países semicoloniales y coloniales; y la ampliación de la cuestión nacional a la colonial. En contrapartida no prestó atención a algo que habría de interferir de manera sustantiva –y negativa– en el paso de la propaganda a la acción de poder tras la revolución de octubre («La revolución socialista y el derecho de las naciones a la autodeterminación», enero-febrero 1916). La tipología, algo mecánica, no mejoraba la distinción de las dos etapas de la cuestión nacional que había hecho en los escritos de 1913, con la divisoria de la revolución democrático-burguesa; además dejaba en la inconcreción, con una vaga alusión a la relación entre Irlanda e Inglaterra en el siglo XIX, el conflicto que planteaba la opresión de naciones «dentro del país». En cuanto al binomio, que se consolidará tras la revolución de 1917 con el común denominador de la autodeterminación, introdujo un añadido trascendental: en el mundo colonial los socialistas debían apoyar «con la mayor decisión a los elementos más revolucionarios de los movimientos democráticos burgueses de liberación nacional»; en este caso del reconocimiento de la autodeterminación se pasaba a la defensa activa de la lucha por la independencia. Sea como sea, no hay que perder de vista la premisa mayor: las tipologías sirven para separar casos y deslindar tácticas diferentes; ese apoyo a los movimientos de liberación nacional no era contemplado más que en el último tipo, ni en el de los países capitalistas avanzados, ni en el de Austria, los Balcanes y Rusia. Por lo demás el texto de 1916 no modificaba las líneas generales del pensamiento de Lenin: el derecho de autodeterminación era «exclusivamente» el derecho a la independencia; el reconocimiento de ese derecho era solo eso, como denuncia de la opresión nacional, y no la defensa de la separación y «el fraccionamiento y formación de Estados pequeños»; era indudable «las ventajas de los Estados grandes». Los socialistas tenían un doble cometido, paralelo, los de las «naciones opresoras» denunciar esa opresión y luchar contra la «retención violenta» de las naciones oprimidas, y los de las «naciones oprimidas» «defender y aplicar especialmente la unidad total y absoluta incluyendo la unidad orgánica, entre los obreros de la nación oprimida y los de la nación opresora». En su último escrito importante antes del año de la revolución, «Balance de una discusión sobre el derecho de las naciones a la autodeterminación», de julio de 1916 –en el que dedicó una parte especial a la cuestión de las anexiones, como otra forma de «retención violenta»– formuló esta doble obligación de una manera sintética y rotunda: que «los socialdemócratas de las naciones opresoras insistan en la “libertad de separación” y los socialdemócratas de las naciones oprimidas en la “libertad de unión”».
Acaso pensando en como había de formularse de manera más concreta esa unión, Lenin había dado en el escrito de enero un paso adelante en su rígida vinculación entre autodeterminación e independencia. Un paso que no podía sino tener consecuencias propositivas, en contraste con la argumentación del «deber negativo», al sostener ahora que si bien «el reconocimiento de la autodeterminación no equivale al reconocimiento de la federación como principio», se podía empero «preferir la federación a la desigualdad nacional, viendo en aquella el único camino capaz de conducir al pleno centralismo democrático». Lenin abría así una puerta práctica no solo de propaganda sino también de acción, antes de que tras octubre de 1917 se viera obligado a entrar por ella.
Hélène Carrère d’Encause escribió, con acierto en mi criterio, que con la revolución de 1917 los bolcheviques se vieron obligados a vivir el problema nacional y no a pensarlo solamente. Para empezar, la revolución de febrero de 1917 significó casi de inmediato la restauración del autogobierno finlandés, y en la formación de una Rada (parlamento) central ucraniano, dominado por los movimientos nacionalistas, que proclamó en junio la República autónoma –no independiente– ucrania. Por su parte la Polonia rusa había sido ocupada por las tropas alemanas y constituida en «Reino de Polonia» bajo la tutela de los Imperios Centrales; el Imperio ruso perdió el dominio polaco, que no pudieron recuperar los gobiernos provisionales ruso y que no quiso recuperar el gobierno soviético, que reconoció la independencia de la Polonia tutelada en el tratado de Brest-Litovsk de marzo de 1918. De las tres joyas de la corona de uniones voluntarias que Lenin había pensado como materialización de su planteamiento integrador del conflicto nacional, perdió pronto una, la polaca, la que había estado más presente de las tres en la vida de la socialdemocracia rusa. Quedaban todavía Finlandia y Ucrania, cuya situación estaba por definir; a las que se sumaban la agitación de las regiones bálticas –Lituania y Letonia sobre todo– del Caúcaso y en el extremo de las poblaciones musulmanas entre el Caspio y la China, no siempre con un carácter nacional.
Lenin incluyó en sus tesis de abril su planteamiento de la autodeterminación, que fue asumida por los bolcheviques en su trazo general, no sin importantes resistencias. En la inmediata Conferencia del POSDR-bolchevique en Petrogrado Stalin actuó por primera vez como ponente de la cuestión nacional, poniendo de manifiesto que asumía la línea general de Lenin; frente a una dura oposición liderada por Piatakov –contrario desde el primer momento como Radek y Rosa Luxemburgo al reconocimiento del derecho de autodeterminación– que se impuso en la discusión de comisión y obligó a intervenir a Lenin en el pleno. Su intervención salvó la situación y se aprobó por 56 votos a favor, 16 en contra y 8 abstenciones, una moción en cuatro puntos que establecía el reconocimiento del derecho de autodeterminación como derecho a la separación, la defensa de la autonomía regional para los territorios que no optaran a ella, leyes garantizando la igualdad de las minorías, y la unidad orgánica del partido en cualquier caso. El acuerdo configuró la correlación entre las posiciones, pero no cerró el debate. En ese contexto el recién incorporado Trotsky –sobre cuyas posiciones equívocas al respecto se había quejado Lenin entre 1912 y 1914– se pronunció a favor de la posición de Lenin y Stalin, con algún resabio: «El derecho a la autodeterminación nacional no puede ser excluido del programa proletario de paz; pero tampoco puede pretender atribuirse una importancia absoluta. Al contrario, para nosotros está limitado por las tendencias convergentes profundamente progresivas del desarrollo histórico (…) el proletariado no debe permitir que el “principio nacional” se convierta en un obstáculo a la tendencia irresistible y profundamente progresiva de la vida económica moderna en dirección a una organización planificada en nuestro continente, y, más adelante, en todo el planeta». No era lo mismo que sostenía Lenin; tenía un claro acento economicista y una concepción cosmopolita del internacionalismo.
En cualquier caso, la aplicación del programa bolchevique sobre la cuestión nacional a partir de la toma del poder en octubre no estuvo condicionando por las discrepancias y matices, sino por la interferencia de dos factores externos, sobre la voluntad de ofrecer la libre separación para conseguir la libre unión: la intervención de las potencias en el territorio del Imperio y sobre todo la guerra civil. El primer factor puso límites que no se pudieron salvar a la voluntad bolchevique en los territorios bálticos y obligó a correcciones aparentemente abruptas en Oriente; el segundo obligó a combinar el respeto a las identidades nacionales diversas, en particular en el mundo campesino, con la resolución de los conflictos de poder que la guerra fue planteando. Esa aplicación, en segundo lugar, tuvo una vertiente doctrinal, que obligó a Lenin a intervenir directamente –en particular en 1919 y 1922– y otra práctica en la que la iniciativa principal corrió a cargo de quien desde el primer momento asumió en el gobierno soviético la responsabilidad del Comisariado del Pueblo para los Asuntos de las Nacionalidades (Narkomnats): Stalin. La resolución práctica de los conflictos quedó inicialmente en manos de Stalin, lo que no quiere decir que se desarrollara ninguna fisura «pragmática» entre ambos; es más, como sostiene E. H. Carr, Stalin fue en el seno del Narkomnats el principal defensor de la línea general de Lenin. No hubo antagonismos importantes entre ellos hasta 1922, y sí los hubo entre ambos y Bujarin y Piatakov; objetivamente Lenin había empezado a convergir con Stalin en 1916 cuando inició su giro hacia el federalismo como opción transitoria. El enfrentamiento de 1922, a cuenta de la organización territorial definitiva del estado soviético tras la victoria en la guerra civil, no fue de principios, sino de método y concreciones y estuvo condicionado por los inicios de la confrontación en la dirección comunista en trance de relevo por el declive de la salud de Lenin.
La primera aplicación sustantiva fue la Declaración de derechos de los pueblo de Rusia, de noviembre de 1917 emitida por el Sovnarkom, con las firmas de Lenin y Stalin. Su desarrollo tuvo inmediatamente su primer contratiempo en Finlandia y Ucrania ya en diciembre de 1917. En Finlandia la revolución rusa ha impulsado una creciente confrontación –de calle y parlamentaria– entre la socialdemocracia y los partidos nacionalistas, socialmente contrarrevolucionarios, que evoluciona en contra de la primera después de que en las elecciones parlamentarias de finlandesas de octubre de 1917 se impusieran los conservadores, que pasaron a dominar el gobierno todavía regional. La hostilidad de éste hacia los bolcheviques se puso de manifiesto con su pasividad ante la petición de ayuda del Sovnarkom entre octubre y noviembre cuando los bolcheviques se encontraban casi aislados en Petrogrado y haciendo frente a una amenaza convergente de sindicatos mencheviques y tropas que pretendían reponer a Kerenski en el poder. Pero también se produjo en aquella ocasión una discrepancia con la socialdemocracia finlandesa que se negó a tomar el poder, como urgió el Sovnarkom. Stalin, como Comisario del Narkomnats, se presentó ante el congreso del partido finlandés, en noviembre, instándoles a su segunda revolución y ofreciéndoles apoyo para ello, que habida cuenta de las tropas rusas controladas por los bolcheviques existentes en el territorio no era solo retórica; ofreciendo el compromiso de respetar la «plena libertad de estructurar su vida al pueblo finlandés», en la perspectiva de la «unión voluntaria y honrada del pueblo finlandés con el pueblo ruso» (Pravda, 16 de noviembre). Los socialdemócratas finlandeses lo rechazaron y se limitaron entonces a mantener una oposición institucional al gobierno dominado por los conservadores, que fue el que finalmente –ante la consolidación de la revolución de octubre– proclamó la independencia y pidió su reconocimiento al Sovnarkom el 6 de diciembre. El Sovnarkom tardó más tiempo del esperable, ante la perspectiva de estar reconociendo, en contra de lo que se venía considerando hasta entonces, un poder burgués y no un poder obrero. Lo hizo finalmente el 18 de diciembre; y, no sin una dura oposición, que tachaba tal reconocimiento de aberración, lo ratificó el Comité Ejecutivo Central Soviético (VTsIK) el 22 de diciembre ante el que Lenin aclaró que el Sovnarkom lo había hecho «contrariamente a su deseo» («Sobre la independencia de Finlandia», Pravda, 23 de diciembre) y Stalin defendió que no podían no hacerlo. Las dudas en el seno del gobierno y del partido bolchevique y la confrontación social en Finlandia se sumaron para desembocar en una insurrección obrera en Helsinki, impulsada por la izquierda de la socialdemocracia, que proclamó el 15 de enero una República soviética de Finlandia. La continuación fue una cruenta guerra civil en la que el gobierno nacional reclamó y obtuvo el apoyo del Imperio Alemán y el gobierno soviético el de su homólogo ruso. El Sovnarkom reconoció al gobierno soviético finlandés el 1 de marzo, aunque el tratado de Brest-Litovsk con Alemania, el 3 de marzo dejó en suspenso de hecho ese reconocimiento y las tropas rusas (soviéticas) que apenas pesaron en la guerra se retiraron de Finlandia. La guerra civil acabó en mayo con la victoria del «gobierno nacional». Alemania ratificó la independencia de Finlandia, y tras el final de la guerra lo hicieron las potencias vencedoras. El estado soviético acabó finalmente firmando con la República de Finlandia un tratado de restablecimiento de relaciones plenas en octubre de 1920.
El episodio finlandés puso de manifiesto la fuerza del nacionalismo contrarrevolucionario en el territorio del caído Imperio Ruso, y la disposición de apoyarle por parte de las potencias. Habida cuenta de la importancia que hasta entonces había tenido el movimiento obrero finlandés y su partido socialdemócrata, que resultaron casi destruidos en la guerra civil y la represión posterior, resultó una decepción mayúscula para los bolcheviques, en particular para las expectativas de Lenin de la realización combinada de la libre separación y la libre unión. Sólo el hecho de que, aparte de su posición geoestratégica, Finlandia no poseía recursos indispensables para la economía soviética pudo amortigar el revés sufrido. Aunque no fue el único. En Ucrania, la revolución de febrero había comportado la constitución en marzo de una asamblea-gobierno regional, la Rada, integrada por intelectuales nacionalistas, mayoritariamente federalistas –era la tradición histórica del nacionalismo ucraniano del XIX–, socialistas revolucionarios, socialdemócratas y otros grupos minoritarios. En junio de 1917 autoproclamó una República Ucraniana Autónoma, manteniendo la unión con Rusia, y formó un gobierno provisional presidido por el intelectual nacionalista Vinichenko, del que formaba parte Simon Petliura que asumió la responsabilidad militar; ambos habían promovido un Partido obrero socialdemócrata ucraniano en Kiev, sin proyección entre las clases trabajadoras del Norte (Jarkov) y del Este de origen mayoritariamente gran ruso, ni entre el campesinado en el que la influencia principal eran los Socialistas Revolucionarios, que arrasaron en la región en las elecciones a la Asamblea Constituyente.
El nacionalismo ucraniano seguía siendo, como en el XIX, un movimiento fundamentalmente intelectual, de base social en el sector de las profesiones liberales, débil más allá de Kiev y más orientado a reconfigurar sus relaciones con Rusia que a romper con ella; la mayor parte de la población era campesina, «pequeños rusos» defensora de su lengua y sus tradiciones pero no hostiles a los gran rusos, sino a los polacos, nacionalidad a la que pertenecían los grandes propietarios de la tierra. En 1917 la vertebración política de la sociedad ucraniana estaba lejos de la finlandesa, las relaciones entre los diferentes segmentos sociales populares no eran fluidas (mayoría bolchevique entre el proletariado del Norte; social-revolucionaria entre el campesinado). De manera que no parecía haber peligro de ruptura inmediata, y el federalismo y el autonomismo aparecía como la solución de compromiso más viable; aparentemente, todavía más que en Finlandia, la expectativa de la «unión libre» era completamente factible. Tras la revolución de octubre la Rada proclamó una República del Pueblo Ucraniano que se mantuvo unida a la República Rusa. Sin embargo, no era el único poder existente, tanto en Kiev como en Jarkov, y otros centros de Ucrania se habían constituido soviets, dirigidos por los bolcheviques, que exigían ser reconocidos por el gobierno de la Rada y que éste facilitara la reunión de un congreso de todos los soviets de Ucrania. Inesperadamente las relaciones entre el poder nacional de la República del Pueblo y el poder soviético –en Rusia y en Ucrania– entraron en barrena cuando el gobierno de Vinichenko y Petliura no solo se negó a hacer frente común con el del Sovnarkom ante los primeros ejército blancos de Kornilov y el cosaco Kaledín, que se habían organizado en la región del Don, sino que ante el ultimátum que le dio el 16 de diciembre el Sovnarkom de que en 48 facilitaran el paso de tropas soviéticas en dirección al Don, el gobierno de Vinichenko y Petliura recabó la ayuda del gobierno francés. Eso significó la ruptura. El soviet de Kiev se trasladó a Jarkov, organizó allí un Primer congreso ucraniano de soviets que eligió su propio Comité Ejecutivo Central, como poder social y territorial enfrentado al de la República del Pueblo; éste replicó proclamando, ahora sí, la República independiente de Ucrania, el 22 de enero de 1918, y consiguiendo el reconocimiento del Imperio Alemán que se adelantó a cualquier injerencia francesa. Se inició una prolongada etapa de guerra civil en Ucrania, cruzada con la intervención primero de Alemania, hasta el fin de la Gran Guerra, y acto seguido de Francia, y diversos levantamientos campesinos, el más importante de ellos el liderado por Makhno. La diferencia principal con respecto a Finlandia fue la extrema fragmentación de los bandos contendientes y la descomposición del sector nacionalista; cuando acabó la Gran Guerra, la alianza entre Vinichenko y Petliura se rompió por el empeño de este último de declarar la guerra al Estado soviético, en enero de 1919; lo que facilitó la entrada del Ejército Rojo, que tomó Jarkov y Kiev, tras de lo cual se proclamó el 10 de marzo la República Soviética de Ucrania. La guerra prosiguió, con constantes cambios de mano en Kiev a lo largo de 1919. Hasta que Petliura, ante su inferioridad militar frente al Ejército Rojo a pesar de su alianza con el Ejército Blanco de Denikin, cometió el error de recabar el apoyo de Pilsudski, quien de inmediato invadió Ucrania en abril de 1920 iniciando la guerra soviético-polaca. Error de Petliura, porque esa intervención polaca fue rechazada por el campesinado y la mayor parte del nacionalismo ucraniano urbano y Pilsudski se comportó no como un aliado de este último, sino como un invasor durante su ocupación de Kiev entre el 6 de mayo y el 12 de junio; error también de Pilsudski, que había alargado excesivamente su aventura militar y se vió obligado a retroceder constantemente a partir del abandono de Kiev ante la ofensiva del Ejército Rojo que el 13 de agosto llegó se situó al alcance de 30 kilómetros de Varsovia. Los restos del ejército de Petliura, que abandonó Ucrania en octubre de 1920, se rindieron en noviembre de aquel año. La República Soviética de Ucrania había triunfado definitivamente y tras la derrota de Makhno en agosto de 1921 controló por completo todo el territorio. En diciembre de 1920 firmó un acuerdo bilateral con la República Socialista Federativa Soviética de Rusia; para entonces la doctrina bolchevique sobre la autodeterminación había experimentado una evolución, aunque ésta no fuera incongruente con lo que Lenin había empezado a prever en 1916.
Entre diciembre de 1917 y enero de 1918 el sobresalto entre los bolcheviques por la acumulación del episodio finlandés y el ucraniano fue mayúsculo. El de Ucrania tenía una carga mayor, por la inexistencia hasta entonces de un nacionalismo abiertamente independentista, y sobre todo porque a diferencia de lo que ocurría con Finlandia, el estado soviético no podía permitirse perder los recursos agrícolas y minerales de Ucrania. En ese contexto se celebró el Tercer Congreso panruso de soviets, entre el 23 y el 31 de enero de 1918, en el que se acordó constituir la RSFSR y las bases de su Constitución. El concepto y la institución de la federación fue adoptado como la expresión de la autodeterminación de todos los pueblos del territorio central del estado soviético, donde se situaba la gran mayoría de los gran rusos pero también diversas minoría ni gran rusas, ni siquiera eslavas invitadas a participar en la RSFSR como entidades autónomas de manera voluntaria, aunque no en todos los casos fue exactamente así. Al propio tiempo, el congreso se convirtió en el escenario de las críticas a la política leniniana de la autodeterminación, por parte de Martov y de Bujarin. Stalin, ponente ante el congreso sobre la cuestión nacional, la defendió aunque introdujo un matiz; lo que estaba sucediendo con los gobiernos burgueses que se constituían en la periferia era una ofensiva contra el poder obrero disfrazada de nacionalismo, por lo cual había que invertir los términos e «interpretar el principio de autodeterminación como un derecho, no de la burguesía sino de las masas obreras de la nación determinada». Aunque Carr lo presenta prácticamente como cosecha propia de Stalin, éste no hacía otra cosa que aplicar a la situación adversa que se estaba viviendo ante los movimientos nacionales lo que ya Lenin afirmara en más de una ocasión y de manera específica en el escrito de 1914 antes citado: «En el problema de la autodeterminación de las naciones, lo mismo que en cualquier otro, nos interesa, ante todo y sobre todo, la autodeterminación del proletariado en el seno de las naciones». La evocación de la autodeterminación obrera legitimaba el apoyo a la los soviets de Finlandia y Ucrania contra sus gobiernos nacionales, y más adelante a los de Letonia, Lituania y las regiones del Caúcaso; en todos esos escenarios, los «gobiernos nacionales» se habían apoyado o dejado instrumentalizar primero por los Imperios Centrales y luego por Francia y el Reino Unido, para hacer frente a los soviets locales y al estado soviético.
Stalin sacó la lección principal de esa situación en «La revolución de octubre y la cuestión nacional» (noviembre 1918) escrito justo en vísperas de que estallara la revolución en Alemania; en cuyas primeras líneas advertía: «el contenido de la cuestión nacional y del movimiento nacional en las regiones de la periferia [del caído Imperio Ruso] cambia rápidamente y a la vista de todos con arreglo a la marcha y el resultado de la revolución». La Revolución de Octubre, «una verdadera revolución socialista», se había iniciado en el centro del Imperio, pero tras vencer en él se había extendido a las regiones de la periferia «Pero aquí chocó con un dique: los «consejos nacionales» y los gobiernos «regionales» que no querían «ni oír hablar de revolución socialista», declararon la guerra «al gobierno socialista del centro», atrayendo además a «todos los contrarrevolucionarios arrojados de Rusia». Chocó con ese dique, pero no retrocedió, los «obreros y campesinos nacionales» –se refiere a las nacionalidades de esa periferia– aliados y organizados en los soviets, que ya se habían constituido antes de la Revolución de Octubre, reaccionaron contra esa contrarrevolución en Finlandia, Ucrania, el Don, el Kubán, Siberia, Turkestán, el Caúcaso…» En todas partes los «gobiernos nacionales» reclamaron la ayuda de los gobiernos occidentales –»los imperialistas de Occidente»– para luchar contra los obreros y los campesinos. «Así empezó la etapa de la injerencia y de la ocupación extranjera en las regiones periféricas, etapa que desenmascara una vez más el carácter contrarrevolucionario de los gobiernos «nacionales» y regionales”». Se había puesto en evidencia que la liberación de las naciones oprimidas era “inconcebible” sin romper con el imperialismo. La conclusión era que “la misma marcha de la revolución se encargó de desenmascarar y descartar la vieja interpretación burguesa del principio de la autodeterminación, con su consigna de “Todo el Poder a la burguesía nacional”. Y la interpretación socialista del principio de autodeterminación, con su consigna de “Todos el Poder a las masas trabajadoras de las nacionalidades oprimidas” obtuvo todos los derechos y todas las posibilidades para ser aplicadas»vii.
Stalin había partido de la posición de Lenin, pero había empezado a desarrollar la cuestión –imprevisible hasta entonces– de cómo evolucionaría la cuestión nacional en el proceso de la revolución social. Por otro lado, las formulaciones de Stalin, o más bien la realidad de la reacción contrarrevolucionaria de los gobiernos nacionales, alentó a quienes en el partido bolchevique se venían oponiendo a la posición de Lenin –que era la programática del partido– Radek, Piatakov, Bujarin. Piatakov llegó a promover una organización comunista independiente de Ucrania que, tras el tratado de Brest-Litovsk, pretendía combatir al propio tiempo a los independentistas ucranianos y a los alemanes; lo que obligó una intervención de la dirección bolchevique, que se concretó en octubre de 1918 con la incorporación de Stalin al Comité Central del Partido Comunista de Ucrania, con la responsabilidad específica de las relaciones entre éste y el Partido Comunista Ruso. Ese empotramiento de miembros del grupo dirigente central en las direcciones de las nacionalidades configuraba la relación subordinada que se establecía entre ellas; algo que también se estableció en la práctica en el Narkomnats, que integraba una «galaxia de comisariados nacionales o secciones» (E.H.Carr) con un responsable al frente de cada una de ellas, «bolcheviques seguros» cuya preocupación principal era la aplicación de la línea general del partido en sus territorios.
Las turbulencias generadas por la paz con Alemania, por la incertidumbre sobre el atasco de la revolución en Alemania –que los bolcheviques habían creído que se impulsaría por emulación con la rusa– y finalmente el intento de golpe de los socialistas revolucionarios en julio y el atentado contra Lenin, que desencadenó de manera definitiva la guerra civil, fueron el difícil escenario de la complicada, y no estaba del todo claro si contradictoria o no, aplicación del programa nacional. La evolución de la guerra civil entre el verano de 1918 y el de 1920 obligó a decisiones de fuerza sobre la marcha que modificaron –negativamente– el programa, la línea política y de comportamiento y las perspectivas bolcheviques; su peor manifestación fue el «comunismo de guerra». No obstante, en el campo de la política nacional, Lenin consiguió que se mantuviesen en el programa y la línea los principios fundamentales de su posición, frente a las críticas internas; favorecido por el hecho de que la revolución alemana y las movilizaciones revolucionarias en los territorios del destruido Imperio Austro-Húngaro y los estados independientes de los Balcanes, ampliaron de nuevo la perspectiva del conflicto de las nacionalidades más allá de la situación concreta y particular de las periferias del estado soviético. En el VIII Congreso del partido, en marzo de 1919, Bujarin intentó convertir la exclusiva «autodeterminación para las clases trabajadoras» en consigna general y Piatakov insistió en que la «famosa autodeterminación no vale un comino», recuperando tesis economicistas ahora con el pretexto de la construcción de un solo Consejo Supremo de Economía Nacional en el estado soviético. Lenin pudo imponerse, contratando contra la elevación de la «autodeterminación de las clases trabajadoras» a consigna general, por cuanto solo podía plantearse donde ya se había planteado la escisión entre proletariado y burguesía y asumiendo las consecuencias de la Revolución de Octubre en dos sentidos, el interior del estado y en la perspectiva general que planteaba la expectativa de la revolución mundial. A instancias suyas el congreso aprobó una nueva resolución, en la que por cierto se soslayaba el término «derecho de autodeterminación» pero no las razones por las que Lenin lo había considerado siempre. Tras afirmar de entrada la lucha revolucionaria conjunta de los «proletarios y semiproletarios» de las diversas nacionalidades contra «los terratenientes y la burguesía», la resolución insistió en que la superación de las desconfianzas entre las masas trabajadoras de los países oprimidos y las de las de los estados que oprimen esos países «es necesario abolir todos los privilegios que gozan los grupos nacionales cualesquiera que sean, establecer la completa igualdad de derecho para todas las nacionalidades y reconocer el derecho de las colonias y las naciones soberanas a la secesión». Tras esas dos declaraciones de principio se hacían otras dos de carácter propositivo: «el partido propone como una de las formas de transición para lograr la unidad, una unión federal de estados organizadas por el modelo soviético»; «sobre la cuestión de quién ha de expresar la voluntad de secesión de la nación [Nota mía: la nación o el proletariado, autodeterminación nacional o autodeterminación proletaria], el Partido Comunista ruso adopta el punto de vista histórico de clase, tomando en consideración la etapa del desarrollo histórico de la nación dada, a saber: si se está evolucionando del medievalismo a la democracia burguesa o de ésta al Soviet o democracia proletaria».
No hubo más discusión teórica o programática. Lo que se produjo entre 1919 y 1923 fue la organización interna de la RSFSR, con la constitución de entidades autónomas internas, y a aplicación de la «forma de transición», la unión federal de estados soviéticos. Se hizo en el duro contexto de la lucha contra los ejércitos blancos y las intervenciones extranjeras y no hubo ninguna cabida real en ese período para el reconocimiento del derecho de secesión. Éste reapareció en la Constitución de la URSS de 1924: «Artículo 4. Cada una de las repúblicas federadas tiene el derecho garantizado de salir libremente de la Unión». Ahora bien, ese artículo Cuarto –como toda la constitución y las sucesivas de 1936 y 1977– ha de interpretarse bajo el foco del sistema político unipartidista, en el que todo el peso de las decisiones políticas recayó en el Partido Comunista. Entre 1918 y 1925 el Partido Comunista Ruso-bolchevique, a cuya autoridad se subordinaban –en ocasiones con conexiones formalizadas– los partidos comunistas del resto de repúblicas soviéticas: el Ucraniano, el Bielorruso, formados en 1919 para dar soporte a la proclamación de las respectivas repúblicas soviéticas, el Azerbayano, el Georgiano el Armenio, constituidos en 1920. Sverdlov, secretario general del PCR-b y mano derecha de Lenin en el partido, lo dejó claro en el congreso del PC de Ucrania de 1919: «En todas las repúblicas soviéticas que hemos creado, hemos de mantener la supremacía de nuestro partido comunista. En todas partes la dirección pertenece al Comité Central del PC ruso» (citado por Carrèrè d’Encause). Es el Comité Central del PCR-b el que decide que, a diferencia de los antes citados, el PC del Turquestán no sea más que una sub-organización regional integrada dentro del propio PCR-b. La constitución de la Internacional Comunista como partido mundial reforzó los mecanismos unitarios mediante la constitución de burós regionales, en el caso del ámbito del estado soviético el Buró del Caúcaso (Kavburo) y el Buró Turkestano (Turkburo). A partir del XIV congreso del PCR-b, en diciembre de 1924, éste dio paso al Partido Comunista de toda la Unión-bolchevique en el que se integraron todos los partidos del estado. Un recurso didáctico para entender bien ese sistema es preguntar cuántos secretarios generales del partido se recuerdan y cuántos presidentes del Soviet Supremo de la Unión. Ese sistema unipartidista, derivado del estallido de la guerra civil pero mantenido después de que ésta acabara, se estrechó todavía más a partir del congreso del PCR-b de 1921 en el que, junto con la NEP, se aprobó la prohibición de las fracciones dentro del partido. Esa prohibición bloqueó cualquier intento de plantear ya no la secesión sino la discrepancia con la forma de relación y las decisiones de la dirección central del partido. Así lo hizo en 1922 Ordjonikidzé, representante del PCR-b en el Kavburo, su hombre fuerte de hecho, que ante el rechazo de los comunistas georgianos a la disolución de su república en una Federación Transcaucásica esgrimió la norma superior de la prohibición de fracciones.
El desarrollo de la formula federal se hizo en tres escalas (Carrèrè d’Encause las nombrará «vías»). La de la constitución de entidades autónomas en el seno de la RSFSR; algunas simplemente administrativas y otras con alguna atribución de autogobierno, fundamentalmente en el ámbito cultural y educativo. En 1923 eran 17, la mayor parte correspondiente a grupos étnicos, en los que no se había desarrollado ningún movimiento nacional específico aunque tuvieran una explícita identidad comunitaria; y otras respondiendo a situaciones particulares, como la de la Carelia oriental atribuida al estado soviético por el tratado con Finlandia de 1920 o la República de Crimea. La segunda fue la firma de una serie de pactos bilaterales con la RSFSR en el centro y como interlocutor de todos ellos, iniciado en el fin de la guerra civil; con la República de Azerbaián, en noviembre de 1920, con Ucrania en diciembre de 1920, con Bielorrusia en enero de 1921, y Armenia en septiembre de 1921. Aparentemente eran la manifestación del principio de la unión libre, aunque el contenido de los pactos fueron muy desiguales asegurando un espacio económico común de manera que la RSFSR se aseguraba mantener los flujos económicos interiores que ya existían en el Imperio del Zar y que eran imprescindible para la subsistencia y la reconstrucción económica del estado soviético (el grano de Ucrania, el petróleo y los minerales del Caúcaso, etc.). Esa galaxia de pactos como la califica Carrèrè d’Encause –habría que añadir de un solo sol– manifestaba su carácter unitario en el hecho de que la representación internacional quedó en manos del Comisariado para las relaciones exteriores de la RSFSR y la fuerza militar en el Ejército Rojo.
El conflicto con la República Democrática de Georgia y su desenlace con la entrada del Ejército Rojo en febrero de 1921 evidenció los límites al reconocimiento de la libertad de unión. La invasión fue demandada por los comunistas georgianos para resolver de manera radical su confrontación con los mencheviques –fundadores de la República Democrática– y aceptada por Lenin y Trotsky ante el temor a que ésta basculara hacia el campo de influencia de la naciente República turca de Mustafá Kemal y se desestabilizara de nuevo todo el Cáucaso soviético. En el fondo, no era una incongruencia absoluta con los términos en que Lenin defendía el reconocimiento del derecho de autodeterminación, al que siempre había añadido que, como expresión del interés superior de clase, correspondería al partido el momento y la forma de ese reconocimiento. En marzo se firmó el tratado turco-soviético por el que se reconocían las fronteras en el Caúcaso y en mayo de 1921 la nueva República soviética de Georgia firmó también su correspondiente pacto bilateral con la RSFSR. La tercera escala fue la que se generó tras la constitución de la República soviética de Georgia, al proponer Stalin, con el apoyo de Lenin, la fusión de ésta con Azerbayan y Armenia en una Federación transcaucásica. Se opusieron los comunistas georgianos y el contencioso que se abrió no se resolvió hasta que en 1922 se planteó pasar de la galaxia más o menos informal de los pactos bilaterales al establecimiento de un sistema territorial común. Es de sobra conocido que el impulso de la definitiva constitución territorial del estado soviético, que corrió a cargo de Stalin y en el que Lenin apenas pudo intervenir a causa del agravamiento de su enfermedad, los enfrentó finalmente en la defensa de dos modelos formales; también los enfrentó no tanto por las discrepancias políticas como por la reincidencia constante de Stalin en dar soluciones administrativas y autoritarias a los conflictos que se estaban planteando en el muy complejo mosaico nacional del Caúcaso. Stalin propuso un federalismo restrictivo, más descentralizador que distribución de competencias, expresado en la integración de todos los territorios en una RSFSR ampliada, que suscitó reticencias del Partido Comunista Ucrania y oposición por parte del Georgiano, que prolongaban su rechazo a la República Transcaucásica. Lenin, alertado por los georgianos intervino finalmente para desautorizar los que calificó de restablecimiento del espíritu gran ruso e insistir en el modelo de unión libre entre las diversas repúblicas soviéticas. Stalin cedió en su proyecto de ampliación de la RSFSR y se sometió al principio de la Unión de Repúblicas; aunque a cambio se enrocó en la propuesta de «federalización del Caúcaso». En sus cartas del 30 y 31 de diciembre de 1922, con todo ya resuelto, Lenin lamentó «las prisas y los afanes administrativos de Stalin», su brutalidad política con la que «ofendía los sentimientos de las minorías nacionales no integradas en la RSFSR» y recordaba su preocupación de siempre sobre la base imprescindible de la unidad proletaria: «Para el proletariado es no solo importante sino una necesidad esencial, gozar, en la lucha prolteria de clase, de la máxima confianza por parte de los componentes de otras nacionalidades. ¿Qué hace falta para eso? Para eso hace falta algo más que la igualdad formal. Para eso hace falta compensa de una manera o de otra, con su trato o con sus concesiones a las otras nacionalidades, la desconfianza, el recelo, las ofensas que en el pasado histórico les produjo el gobierno de la nación dominante».
La Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas fue finalmente constituida el 30 de diciembre de 1922 por la RSFRS, y las repúblicas de Bielorrusia, Ucrania y la nube República Transcaucásica. La solución a la cuestión nacional en el estado revolucionario surgido de en octubre de 1917 fue de signo federal en su formalización territorial y unitario en la configuración del poder; una combinación congruente con la aceptación a partir de 1921 de la entrada en una etapa transitoria de duración imprevisible, pero desde luego no breve, ante el reflujo del proceso revolucionario mundial. La cuestión del reconocimiento del derecho de autodeterminación, desplazada en buena parte hacia el mundo colonial, pasó a tener su espacio de subsistencia política en el seno de la Internacional Comunista.
La Internacional Comunista y la cuestión nacional y colonial. Aproximación general.
El análisis de las posiciones teóricas y tácticas y la práctica de la Internacional Comunista sobre la cuestión nacional requieren una ponencia específica. No obstante, es conveniente para cerra la exposición hecha hasta ahora hacer una aproximación sintética a las claves principales.
La percepción de la cuestión nacional en los tiempos de la Segunda Internacional fue la de las nacionalidades y los estados multinacionales. En el transcurso de la Gran Guerra y la Revolución de Octubre y constitución del Estado Soviético se añadieron la cuestión colonial y la proposición efectiva de organización de ese estado –multinacional– sobre una base federativa como fórmula de transición hasta el pleno triunfo de la revolución mundial. El nacionalismo de potencia, el chovinismo de estado que alimentó las políticas de guerra, siguió bloqueando la consideración de la identidad nacional en los estados mononacionales o de la mayorías nacionales de estados más plurales. Esas identidades nacionales siguieron siendo consideradas a través del prisma de sus estados, manteniendo la concepción kautskiana, o de su condición de mayoría «dominante» o beneficiaria de privilegios. La expectativa de la revolución mundial, en la que la lucha contra el imperialismo cobró peso tras el fin del período de movilización revolucionaria en Europa, potenció la perspectiva colonial de la cuestión nacional; al tiempo que se mantenía en una zona de sombra bajo la potente imagen del internacionalismo esas identidades nacionales de los países desarrollados, para los que el horizonte, de acuerdo con el análisis de Lenin de 1919, incorporado por la Internacional Comunista, ya no era la democracia sino el socialismo. La consideración de la revolución rusa como modelo exclusivo a seguir, consagrado de manera oficial en la segunda mitad de los años veinte pero dominante en los discursos de los dirigentes de la IC, favoreció un discurso táctico anacional y, con ello, el internacionalismo genérico que la IC por otra parte combatía en su versión socialdemócrata. Wolikov ha señalado, pienso que con acierto, esa disfunción entre la apreciación de la identidad nacional de las nacionalidades dominadas o de las colonias y el menosprecio de la identidad nacional alemana, francesa, sueca o belga, por poner algunos ejemplos. Una disfunción que generó no pocos problemas en el comunismo francés, cuando se reactivaron las rivalidades francobritánicas en los años veinte, y en el comunismo alemán tras la ocupación del Ruhr por las tropas francesas.
El Primer Congreso de la Internacional Comunista, en 1919, no elaboró documentos de línea política y solo aprobó un Manifiesto, en el que apenas había un par de alusiones a la cuestión nacional: la de que el desarrollo capitalista hacía cada vez «más difícil la situación de los pequeños Estados situados en medio de las grandes potencias mundiales» y la de que «solo la revolución proletaria puede garantizar a los pequeños pueblos una existencia libre, pues ella liberará las fuerzas productivas de todos los países de las tenazas apretada por los Estados nacionales, uniendo a los pueblos en una estrecha colaboración económica, conforme a un plan económico común». Redactado por Bujarin estaba lastrado por su economicismo, sin siquiera las consideraciones políticas que Lenin había hecho en el congreso del PCR-b. Fue en el Segundo Congreso, 1920, en el que se aprobaron las «Tesis sobre el problema nacional y colonial», en donde sí se recogían los diferentes estadios de la cuestión nacional aunque habida cuenta de la división que se hacía entre «naciones dependientes, sin igualdad de derechos, y naciones opresoras, explotadoras, soberanas» lo que se seguía desarrollando era la cuestión colonial y la conminación a las clases trabajadoras y en particular a los comunistas de esas «naciones opresoras» a luchar contra «los prejuicios de egoísmo nacional, de estrechez nacional», por su «extinción» que solo podía producirse «después de la desaparición del imperialismo y el capitalismo en los países atrasados». Ahora bien, desapareció el concepto la consideración de la autodeterminación nacional, y el texto se limitó a «demostrar circunspección y atención particulares frente a las supervivencias de los sentimientos nacionales en los países y las nacionalidades que han sufrido una prolongadísima opresión» y a «hacer ciertas concesiones con el fin de apresurar la desaparición de esa desconfianza y esos prejuicios» rematando con la afirmación de que «La causa del triunfo sobre el capitalismo no puede tener su remate eficaz si el proletariado, y luego todas las masas de todos los países y naciones del mundo entero, no demuestran una aspiración voluntaria de alianza y unidad». Esas ciertas concesiones no estaban concretas en absoluto y frente a esa vaguedad lo que aparecía con contundencia era la alianza y la unidad. El discurso de la autodeterminación fue sustituido en las Tesis por el de los movimientos de liberación nacional, que podían ser apoyados por los comunistas sólo sobre la base de «la independencia del movimiento proletario incluso en sus formas más embrionarias». Eso no solo se aplicaba al mundo colonial, sino también a «lo Estados y a las naciones más atrasados donde predominan las relaciones feudales, patriarcales o patriarcal-campesinas». Tampoco para la política comunista en ellos se evocaba la autodeterminación y sí la lucha contra el clero «y demás elementos reaccionarios y medievales», contra el panislamismo y la necesidad de apoyar al movimiento campesino de los países atrasados. Las Tesis incluían el deber de todos a apoyar la revolución soviética y la defensa de que «la federación es la forma de transición hacia la unidad completa de los trabajadores de las diversas naciones». Finalmente las Tesis defendían «explicar infatigablemente y desenmascarar de continuo» el engaño imperialista que supone que «bajo el aspecto de Estados políticamente independientes, crean en realidad Estados desde todo punto de vista sojuzgados por ellos en el sentido económico, financiero y militar», y como ejemplo daba el proyecto del Estado judío en Palestina.
En los cuatro años siguientes la cuestión nacional se redujo en la práctica a la cuestión colonial, y sus derivada práctica fundamental fue la vinculación entre la lucha antiimperialista y los movimientos de liberación nacional, a los que había que apoyar con la condición de la independencia del movimiento obrero. No hubo mayores novedades a excepción de la resolución del IV Congreso, en 1922, que estableció el movimiento nacional negro como una unidad, encabezada por la población negra de Estados Unidos, haciéndose eco del movimiento panafricanista impulsado por Du Bois. La resolución postuló aplicar a la cuestión negra las «Tesis sobre la cuestión colonial» y aprobó un programa práctico centrado en la lucha por la igualdad de razas, en salarios y derechos políticos y sociales y por la incorporación de los negros a los sindicatos existentes y donde no fuera posible la formación de sindicatos negros que a través de la táctica del frente único impusieran en la práctica una movilización sindical unitaria.
De repente el Vº Congreso, en el verano de 1924, volvió a incluir en su orden del día la cuestión nacional y colonial con Manuilski y Roy como ponentes. La presentación de la cuestión nacional, estrictamente hablando, corrió a cargo de Manuilski que justificó la inclusión del punto de orden del día, después de cuatro años, ante la «exacerbación» de los conflictos de las minorías nacionales en los estados constituidos por el tratado de Versalles en Europa Central y Oriental, y por el hecho de que la constitución de la URSS mostraba «la solución» a tales conflictos. Y recriminó a «nuestros jóvenes partidos comunistas» por no haber tenido en cuenta ese conflicto y haber desatendido el «frente único revolucionario» con las nacionalidades oprimidas. En algún caso, refiriéndose en particular a Polonia, Checoslovaquia y Yugoslavia, denunció lo que para él consistía una desviación socialdemócrata de los respectivos partidos comunistas al negar la lucha contra el estado «fundado sobre la opresión nacional y creado para combatir la revolución proletaria» y pretender, por el contrario, la reforma del estado sobre la base de la autonomía para resolver el conflicto de las nuevas minorías nacionales oprimidas (alemanes de Polonia y Checoslovaquia, eslovacos, eslovenos, croatas, magiares de Rumanía). Había que ponerse al frente de la lucha revolucionaria nacional de esas nacionalidades. La consigna clave que fusionaba esa propuesta de acción y la consideración de la URSS como modelo era el reconocimiento del derecho de autodeterminación. El Vº Congreso no avanzó más allá de la consideración general de Manuilski y de una resolución particular sobre «La cuestión nacional en Europa Central y en los Balcanes», prometiendo para un posterior pleno un desarrollo más amplio; por cierto que en esa resolución se vinculaba la cuestión nacional a la cuestión campesina, identificando genéricamente a esas minorías con el campesinado.
E.H.Carr se preguntó por qué la Comisión del Congreso que debatió sobre la cuestión nacional no avanzó más; su impresión es que el objetivo principal del Comité Ejecutivo de la Internacional Comunista, que estaba ya enfrascado en las pugnas internas el PC de la URSS, había sido disciplinario; neutralizar o cortocircuitar disidencias en los partidos implicados, invocando la autoridad «leninista» del principio del reconocimiento del derecho de autodeterminación. No es una explicación desdeñable; es similar a la de Aldo Agosti cuando consideró que el giro izquierdista del CEIC encabezado por Zinoviev había estado motivado por la ocurrencia de Radek que manifestó que la IC apoyaría a Trotsky, a lo que Zinoviev había respondido atrayéndose a los grupos de izquierda de los partidos comunistas que más habían disentido del Trotsky defensor del frente único. Pero no me parece la única explicación. Hay otra casi explícita en el informe de Manuilski: la lucha para destruir los estados que el Tratado de Versalles había creado o engrandecido para constituir un «cordón sanitario» contrarrevolucionario en las fronteras del estado soviético. Eso explicaría que en 1924 no hubiera ninguna alusión a las minorías nacionales de Europa Occidental, a excepción de la irlandesa, un clásico ineludible sobre todo para poner en solfa a la dirección del Partido Comunista de la Gran Bretaña. Sea como fuere, la recuperación del discurso autodeterminista se hizo estrictamente en la recuperación de la consigna, cosificándola y descontextualizándola de todas las reflexiones con las que la rodeó Lenin y sobre todo de la evolución de su pensamiento sobre el federalismo; conviene aquí apuntar, aunque no me corresponde desarrollarlo las consideraciones de Nin sobre la pertinencia del apoyo al movimiento nacional en Cataluña y su rechazo a hacerlo en el País Vasco o a inventar en Galicia un movimiento nacional que no existía (Tesis de la Izquierda Comunista sobre la cuestión nacional, 1932). Es significativa la condena de la propuesta federal como solución transitoria para Checoslovaquia y Yugoslavia, algo que generó importantes problemas en el seno de sus movimientos comunistas. También es significativa la manera doctrinaria como se aplicó el principio autodeterminista a la cuestión negra en Estados Unidos, en los que se pasó a reivindicar una imposible autodeterminación nacional de la población negra del Sur, del «Black Belt» –asimismo identificada mayoritariamente como campesinado–, mientras se mantenía la lucha por la igualdad en el Norte de los Estados Unidos; algo que desterritorializaba el derecho de autodeterminación y que muy difícilmente podía haber suscrito Lenin.
La Internacional Comunista recuperó el discurso autodeterminista, referido fundamentalmente a Europa Central y Oriental. En el mundo colonial la consigna central era la del apoyo o encabezamiento de los movimientos de liberación nacional, la lucha antiimperialista que era por naturaleza una lucha por la independencia. El PC Francés apoyó la insurrección rifeña, pero rechazó toda consideración autodeterminista para los bretones o los alsacianos alemanes. El PC británico no consideró la autodeterminación de los galeses y los escoceses. Tampoco hubo en el comunismo belga más consideración que la de la unidad de su peculiar estado, tan artificiosos al parecer y tan perdurable. La única excepción en Europa Occidental la proporcionó Manuilski que, tras el episodio de la visita de Macià a Moscú, acompañado por Bullejos, en 1925, concluyó que la cuestión nacional podía ser un factor revolucionario en aquella España remota. Desde la dirección de la Internacional Comunista se pasó a considerar el apoyo a la independencia de Cataluña, País Vasco y Galicia, siempre en la perspectiva de la unión posterior en un estado soviético, siguiendo el modelo de la URSS; algo que le costó aceptar al Partido Comunista de España y que no hizo claramente más que entre 1932 y 1934. Las resoluciones del Secretariado de la IC de enero de 1927 y mayo de 1928 y los escritos del delegado de la Internacional «M. Garlandi» –nombre de guerra del comunista italiano Ruggero Grieco– que calificaron a España como un estado capitalista, en el que predominaba el capital financiero, con supervivencias feudales en el campo, determinantes en la medida en que la economía española era todavía mayoritariamente agraria, legitimaban la adopción de la consigna «democrático-burguesa» de la autodeterminación. El modelo de la URSS fue impuesto también de manera doctrinaria por el VIº Pleno ampliado del CEIC que adoptó la fórmula de propaganda –el término es de la resolución– de los Estados Unidos de Europa, en la medida en que se fuera produciendo el triunfo de la revolución en cada uno de los países y desde luego sobre la base de la unión voluntaria y el derecho de separación; ocioso es recordar que el partido único que garantizaba la unidad era la propia Internacional Comunista, que no era un partido federal precisamente.
Esa recuperación doctrinaria de la política de Lenin sobre las nacionalidades –parte de la dogmatización del pensamiento y la práctica revolucionaria en el catecismo del «leninismo, marxismo de nuestro tiempo» y del «marxismo-leninismo», con los añadidos luego del estalinismo, el maoísmo, etc.– generaba un importante equívoco sobre la defensa de la independencia de las minorías nacionales que Lenin siempre había considerado como una excepción –y la excepción a beneficio de no excluirla– y con muchas cautelas y reticencias. Fue paralela al período de sectarización de la línea política comunista iniciada en el Vº Congreso y acelerada a partir de la derrota de Bujarin, en 1929, cuando precisamente Manuilski tomó las riendas de la Internacional Comunista, desplegando su «talento administrativo» y haciendo gala de su falta de talento político. La realidad del triunfo del nacionalsocialismo en Alemania y el avance del fascismo y el autoritarismo fascistizante en Europa occidental, entre 1932 y 1934, puso a la dirección de la IC ante la evidencia de su fracaso; ante el que, sustancialmente desde abajo y superando las reticencias de Stalin, no sólo se recuperó la línea de frente único, sin exclusiones, sino que se adoptó una nueva política de alianzas, que trascendía al campo de las alianzas sociales ampliadas al campesinado y a las clase medias bajo la divisa –política y cultural– del antifascismo. Fue la nueva política de Frente Popular que obligó a reconsiderar la cuestión nacional no desde la perspectiva parcial, histórica y territorialmente, de las minorías nacionales; y aún menos desde la particularidad, indiscutible, de la «cárcel de pueblos» que había sido el Imperio Zarista.
Dimitrov defendió la nueva táctica de Frente Popular en el VII Congreso de la IC retomando la calificación del «nihilismo nacional» de Manuilski, pero con un sentido diferente al que éste le había dado. El nihilismo nacional que denunciaba Dimitrov era el que había despreciado la identidad nacional francesa, alemana, italiana, portuguesa, etc.. sin el reconocimiento de la cual el Frente Popular se hacía imposible. Había que vertebrar una alianza nacional popular y arrebatar al fascismo la pretensión de la defensa exclusiva de lo nacional. La Internacional Comunista dejó de atacar a Checoslovaquia y a Yugoslavia y empezó a ver las ventajas de la unidad de aquellos estados como cordón sanitario al revés, contra el fascismo alemán e italiano. En Francia el Partido Comunista descubrió la Revolución Francesa y al calor de ese descubrimiento promovió una nueva generación historiográfica sobre ella en la que pronto descolló Albert Soboul. En el PC británico se descubrió la revolución inglesa y el carácter común de los movimientos populares desarrollados desde la constitución del Reino Unido. Jean Bruhat y sobre todo Henri Lefebvre desarrollaron la tesis de la nación contra el nacionalismo. Y esa tesis se convirtió en una plena realidad en España con el triunfo del Frente Popular y sobre todo con la sublevación fascista y la guerra, calificada por los comunistas españoles como una guerra nacional contra el fascismo, algo antes de que Stalin invocara la gran guerra patria. El principio del reconocimiento del derecho autodeterminación no fue abandonado, pero fue devuelto a su complejidad y fue integrado en el programa de defensa de la unidad, materializada en la guerra contra la sublevación fascista y la dictadura franquista. El PCE, que hasta 1935 había condenado el sistema autonómico catalán –y el proyecto autonómico vasco– como manifestaciones del espíritu burgués, pasó a aceptarlo propugnando no su sustitución sino su reforma y su extensión por toda la República en un horizonte de federalización.
Vuelvo, para acabar, a la línea general de la IC. El «descubrimiento» de la nación, y del antagonismo entre ésta y el nacionalismo del siglo XX permitió –tras la lamentable suspensión de la política de Frente Popular en los dos primeros años de la Guerra mundial– a los partidos comunistas de Francia, Italia, Checoslovaquia, Polonia o Yugoslavia encabezar y liderar políticamente la resistencia antifascista durante la guerra. Y promover la formación de gobiernos democráticos y la defensa de un programa de reconstrucción popular al acabar la guerra, hasta que el golpe de la declaración de la guerra fría por parte de Estados Unidos, engrasada con el Plan Marshall, frenó el avance del comunismo en Europa Occidental. El frentepopulismo ha constituido, no obstante, el mayor éxito del movimiento comunista en Europa y la mejor respuesta a la cuestión nacional, considerada desde todas las perspectivas y no únicamente desde una de ellas, por legítima que ésta sea y por peso histórico que hubiese tenido.
Lecturas
Agosti, A. La Terza Inernazionale. Storia Documentaria . Editori Riuniti, 1974-1979
Bloom, F. El mundo de las naciones. El problema nacional en Marx. 1975
Carr, E. H. La revolución bolchevique (1917-1923), Vol. 1. La organización del poder. Alianza Editorial, 1972
Carrère d’Encause, H. Le Grand Defi. Bolcheviks et Nations. 1917-1930. Flammarion, 1987
Davis, Horace B. Nacionalismo y socialismo. Península, 1972
Deutscher, I. Stalin. Una biografía política. Edima
Internacional Comunista. Quinto Congreso. Primera parte. (Con introducción de E.H. Carr). Cuadernos de Pasado y Presente. 1975
Martín Ramos, J.L. EL Frente Popular, victoria y derrota de la democracia en España. Pasado y Presente, 2015
Marx et alii. El marxismo y la cuestión nacional. Avance 1975
Y los textos de Marx, Kautsky, Bauer, Rosa Luxemburgo, Leni y Stalin publlicados en Internet Marxist Archive
i Citado por Salomón F. Bloom, El mundo de las naciones. El problema nacional en Marx., Siglo XXI Argentina, Córdoba, 1975, pág. 36
ii Antonio Gramsci, «Internacionalismo y política nacional» en Antología. Selección, traducción y notas de Manuel Sacristán. Siglo XXI, 1970
iii Reino de Polonia era la denominación que tenía la Polonia anexionada al Imperio del Zar; esa denominación, obviamente, no significaba ninguna adhesión monárquica sino la identificación territorial concreta de aquel territorio, y de ninguna de las otras dos partes de la desmembrada Polonia.
iv Los subrayo, y no los entrecomillo, para subrayar que juntos constituyen un todo y un ensayo equiparable al de los textos principales que se acostumbran a considerar en la biblioteca del marxismo y la cuestión nacional.
v En 1900 el Partido Socialdemócrata de Lituania, dirigido por Djerzinski, se fusionó en el PSRP para constituir el PSRPL
vi El libro no se encuentra en la web del Marxist Internet Archive; ha sido publicado en castellano por El Viejo Topo, en 1998
vii E.H.Carr citó la consigna, separándola del contexto del artículo y dándole una fecha de publicación inexacta: diciembre; el error cronológico de Carr no es insignificante, porque para diciembre ya había estallado la revolución alemana.
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