Qué quieren quienes protestan en Génova
Michael Hardt
New York Times, 20 de julio de 2001
http://www.nytimes.com/2001/07/20/opinion/20HARDT.html
Génova, esa ciudad renacentista conocida tanto por su apertura como por su sofisticada sabiduría política, está en crisis este próximo fin de semana. Debería haber abierto sus puertas de par en par a la celebración de esta cumbre de los líderes más poderosos del mundo. En lugar de eso, Génova se ha visto transformada en una fortaleza medieval de barricadas y controles de alta tecnología. La ideología dominante sobre la forma de globalización actual afirma que no hay alternativa.
Lo que resulta extraño es que esta idea impone restricciones a quienes se quiere controlar, tanto como a quienes ejercen el control.
Los líderes del G8 no tienen otra opción que intentar poner en escena un espectáculo político sofisticado. Intentan mostrarse como personas caritativas con fines transparentes. Prometen ayudar a los pobres del mundo y doblan la rodilla ante el Papa Juan Pablo II y sus intereses. Pero lo que de verdad figura en su agenda es renegociar las relaciones entre los poderosos, sobre cuestiones tales como la construcción de sistemas de defensa antimisiles.
Los líderes, sin embargo, parecen de alguna indiferentes a las transformaciones que ocurren a su alrededor, como si siguieran directrices sobre cómo actuar de acuerdo con un guión establecido. Podemos ya imaginarnos la foto final, aunque aún no haya sido tomada: el Presidente George Bush como un rey inverosímil, reforzado por monarcas menores. Pero esta no es una imagen del futuro, pues se asemeja más bien a una foto de archivo, anterior a 1914, de potentados de la realeza.
Quienes se manifiestan contra la cumbre en Génova, sin embargo, no se distraen con estos rancios símbolos de poder. Saben que se está formando un sistema global, fundamentalmente nuevo, que no puede ser comprendido ya en términos de imperialismo británico, francés, ruso o estadounidense.
Las numerosas protestas que han conducido hasta Génova se han basado en el reconocimiento de que ningún poder nacional controla el actual orden global. En consecuencia, quienes protestan se dirigen a organizaciones internacionales y supranacionales, tales como el G8, la Organización Mundial de Comercio, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. Tales movimientos no son antiamericanos, como a veces parece, sino que se dirigen a otro tipo de estructuras de poder de mayor envergadura.
Mientras son los poderes supranacionales y no los nacionales quienes dirigen la actual globalización, tenemos que reconocer que este nuevo orden no tiene mecanismos institucionales democráticos de representación, como tienen los Estados-nación: no tienen elecciones, ni foros públicos para el debate.
Quienes mandan se muestran sordos y ciegos frente a quienes son dominados. Las gentes que protestan toman la calle porque esta es la
forma de expresión que tienen a su alcance. No son ellos quienes han creado la actual falta de canales y mecanismos sociales para la protesta.
No es adecuado calificar de «antiglobalización» a quienes protestan en Génova (o Gotemburgo, Quebec, Praga o Seattle). El debate sobre la globalización seguirá siendo irremisiblemente confuso si no insistimos en centrar adecuadamente el término globalización. Quienes protestan, en efecto, se unen contra la actual forma de globalización capitalista, pero la mayoría no están contra las corrientes ni las fuerzas globalizadoras en sí mismas; no son aislacionistas, ni separatistas, ni siquiera nacionalistas.
Quienes protestan se han convertido por sí mismos en movimientos globales y uno de sus objetivos más claros es la democratización de los procesos globalizadores. No debería ser llamado movimiento antiglobalización. Es un movimiento en pro de la globalización, un movimiento por una globalización alternativa, que busca eliminar desigualdades entre ricos y pobres, entre poderosos y desposeídos, expandir las posibilidades de autodeterminación.
Si hay algo que deberíamos entender de la multitud de voces en Génova este fin de semana, es que un futuro diferente y mejor es posible. Si aceptamos sin más el tremendo poder de las fuerzas internacionales y supranacionales que sostienen la actual forma de globalización, entonces la conclusión es que toda resistencia es futil. Pero quienes toman las calles hoy están lo suficientemente locos como para creer que las alternativas son posibles: creen que, en política, «inevitable» no debería ser nunca la última palabra. Una nueva especie de activistas políticos ha nacido con un espíritu reminiscente del paradójico idealismo de los 60: el curso realista de la acción hoy es exigir lo que parece imposible, es decir, algo nuevo.
Los movimientos de protesta son parte integral de la sociedad democrática y, aunque sólo sea por esta razón, debemos dar las gracias a quienes tomarán las calles de Génova, estemos de acuerdo o no. Los movimientos de protesta, sin embargo, no proveen señales prácticas de cómo resolver los problemas, no deberíamos esperar eso de ellos. Más bien buscan transformar la agenda pública creando nuevos deseos políticos de un futuro mejor.
Podemos ver las semillas de ese futuro en el mar de rostros que se alarga de las calles de Seattle a las de Génova. Una de las características más reseñables de estos movimientos es su diversidad: sindicalistas junto a ecologistas junto a sacerdotes y comunistas.
Empezamos a ver emerger una multitud que no se define por una sola identidad, podemos descubrir un sentido de comunidad en el seno de esta multiplicidad.
Son estos movimientos los que enlazarán este fin de semana a Génova con la apertura (hacia nuevas formas de intercambio y nuevas ideas) de su pasado renacentista.
Michael Hardt y Toni Negri, autores de «Empire».
Traduce y difunde: Brumaria
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