Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Sobre instrucción, educación y asuntos afines

Salvador López Arnal

En el momento que redacto esta nota, han aparecido en la prensa escrita artículos de Fernando Savater (“¿Ciudadanos o feligreses?”, El País, 5/VII//2007), Rafael Sánchez Ferlosio (“Educar e instruir”, El País, 29/07/2007), Xavier Pericay (“Educación, instrucción y ciudadanía”, ABC, 15/08/2007) y, de nuevo, de Fernando Savater (“Instruir educando”, El País, 23/08/2007), una nota de Carlos Fernández Liria –“Ferlosio y la ciudadanía”, El País, 1/08/2007-, así como sendas cartas de Pericay y Savater (El País, 25/08/2007 y 28/08/2007 respectivamente), en torno a las nociones de instruir, educar y, como tema de fondo, la asignatura de la enseñanza secundaria obligatoria española “Educación para la ciudadanía”, y el mismo concepto de ciudadanía. Ignoro si hay más intervenciones hasta la fecha. Sospecho que alguna puede publicarse estos próximos días.

Sobre las que acabo de señalar, desearía realizar algunas precisiones.

0. La contraposición entre educar e instruir normalmente apunta a la diferencia entre transmitir información, conocimientos, destrezas, describir situaciones, explicar leyes o demostrar teoremas, que sería instruir (a veces, sinónima de enseñar) y, por el otro lado, formar al individuo, ayudar a construir su personalidad, su moral, sus valores éticos, estéticos, sus formas sociales de comportamiento, las bases de su perspectiva política (sin adoctrinamiento dogmático),… todo lo cual sería educar o formar. La contraposición se presenta a veces de forma excluyente o casi excluyente: cuando se instruye, se enseña y no se educa; si se educa, no se pretende instruir.

A propósito de esta distinción, Fernández Enguita recordaba en su bitácora un poema de T. S. Eliot (The Rock):

¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en el conocimiento? ¿Dónde está el conocimiento que hemos perdido en la información?

Joan Brossa nos regaló versos y poemas similares.

Parece razonable la distinción: una cosa es la representación simbólica de algo, los datos que tras búsqueda conocemos de esa entidad o suceso; otra distinta es la reflexión para comprenderlo y la pericia para su empleo de forma adecuada, que constituirían el conocimiento teórico y las técnicas anexas, y, finalmente, una tercera, diferente pero no opuesta a las anteriores, sería la capacidad de servirse, si fuera el caso, del conocimiento y sus productos tecnológicos, y de diversos saberes prácticos y cosmovisiones académicas o populares, para alcanzar una vida buena, lo que en términos clásicos se solía llamar sabiduría, aspiración a la que filosofía y todo filósofo que se precie sin ser mero charlatán deberían estar consagrados.

Ocioso es decirlo: información, conocimiento y sabiduría no van necesariamente juntos. Se puede estar informado de algo sin tener conocimiento de las causas que dan, o intentar dar, cuenta de ese algo, y sin que esa información, y el conocimiento si se posee, permita ir avanzando en la propia construcción de una buena forma de vivir.

La información, aunque sea parcialmente, está al alcance de muchos ciudadanos y, cada vez más, nos llega –e inunda- de todas partes[1]; el conocimiento, si se alcanza, amplia nuestros horizontes y nos ofrece oportunidades. No hay inundación, sigue estando en manos de minorías.

Ser o intentar ser sabio es otra cosa. Exige planes propios, reflexión autónoma, objetivos autotélicos, tenacidad en la persecución de nuestras  finalidades. Saber vivir. Información y conocimientos acaso sean condiciones necesarias pero, desde luego, no son suficientes para esa sabiduría sobre la vida.

1. La distinción es o puede ser útil aunque, como suele ocurrir en estos, y en otros, ámbitos teóricos, los conceptos, las categorías generadas sean algo borrosos[2].

Supongamos una clase de matemáticas de 3º de ESO. La profesora de la asignatura da cuenta de la definición y existencia de las ecuaciones de segundo grado, explica la noción de discriminante, indica la imposibilidad razonada de calcular raíces de números negativos en el ámbito de los reales, al mismo tiempo que muestra el algoritmo de resolución de estas ecuaciones, ejemplificando su uso.

Hasta aquí parece que nos movemos en el estricto ámbito de la información. La profesora intentará dar un paso más y trasmitirá los fundamentos del método de resolución, demostrará el algoritmo que acaba de mostrar y ejemplificar con los tres casos usuales. Sigue instruyendo, informando, enseñando.

Suena el timbre. Ha finalizado la hora de matemáticas. ¿No ha habido hasta entonces nada que tenga que ver con la educación, con valores, con la construcción de la personalidad del alumno? No es obvia ni inmediata la respuesta negativa. La profesora habrá llegado o no puntual a clase, habrá hecho o no disgresiones sobre la nacionalización de las fuentes energéticas bolivianas y su coste en euros y en pesos bolivianos, se habrá preparado o no didácticamente la clase impartida, habrá hecho o no referencias al escaso papel otorgado a las mujeres en la historia de las matemáticas y habrá sugerido cuestiones sobre ello. Igualmente, habrá tratado al alumnado de forma más o menos cordial[3], irá vestida de forma que quede o no patente su situación de clase, el timbre del centro puede haber interrumpido su exposición porque ha habido un atentado y el consejo escolar acordó parar siempre las clases en esos casos, salir al patio y dar muestra pública de condena. Igualmente, el ejemplo escogido por la profesora para resolver con una ecuación cuadrática deja o no mucho que desear e introduce presuposiciones inadmisibles sobre géneros y grupos sociales. Finalmente, la profesora habrá respondido de forma más o menos amable, e informativa, a un alumno que no quiera hablarle en catalán o en gallego por ejemplo, y quizá no haya querido seguir las bromas de una alumna sobre el “rollazo plasta” que representan para ella las mates y las asignaturas afines.

¿Todo esto no va junto, en el mismo paquete, que la información dada sobre la resolución de las ecuaciones?¿Lleva todo ello también incorporada la etiqueta “instrucción”? ¿O simplemente son accesorios, sin importancia alguna, en la transmisión de lo esencial, los decisivos conocimientos matemáticos que todo alumno debe poseer?

Los ejemplos pueden ser más compactos, menos separables analíticamente. En una entrevista de septiembre de 1999 sobre “Filosofía, lenguaje y sociedad”, realizada en el Institute of International Studies de la Universidad de Berkeley[4], se le preguntó a John Searle sobre lo que deseaba transmitir a sus alumnos universitarios de doctorado, sobre qué esperaba haber incorporado a su haber tras el paso por su curso. Un conjunto de cosas, respondió. Objetivo inmediato: como era una curso de filosofía del lenguaje, los alumnos deberían haber entendido cómo funciona el lenguaje humano, debían conocer las teorías predominantes. Searle admitió que él no se abstenía de decirles cuáles de ellas eran correctas, y cuáles no, y que tampoco disimulaba sus propias opiniones, sus posiciones en este ámbito filosófico. Al final del curso, proseguía, los alumnos debían haber adquirido cierta práctica en la lectura y estudio de artículos de interés sobre la materia, al mismo tiempo que deberían saber cómo consultar las principales revistas de filosofía del lenguaje o de la mente, intentando estar al día de los principales trabajos publicados sobre su materia de estudio.

¿Nada más? Sí, hay algo más, y, según el propio Searle, lo más importante que trata de transmitir a sus estudiantes, mucho más importante que lo que un profesor puede decirles explícitamente. Ese “algo más”, ese “mucho más importante”, tiene que ver con formas de pensar y con formas de sensibilizarse con los problemas filosóficos. Con sus propias palabras: “Se trata de mostrar en qué consiste adentrarse en el mundo de la investigación, en qué consiste formular ideas y en cómo estas son cuestionadas por lo demás, en que consiste, en suma, lidiar con los conflictos que todo esto genera “.

Todas estas cosas, en opinión de uno de los más importantes filósofos del lenguajes vivos[5], son tan importantes como los contenidos (instrucción) impartidos en el curso. ¿Y un profesor debe estar pendiente de ese algo más en todo instante? En absoluto. El buen maestro no acude a clase pensando “qué ejemplo va a dar a sus estudiantes”. Hace su trabajo, sabedor que “ese más” es también parte su trabajo. “Pero al final del semestre, o – lo que es todavía más importante- diez años más tarde, cuando encuentras a tus ex alumnos y observas que obtuvieron de tus clases algo más que los contenidos del curso, te das cuenta de que el trabajo que hiciste fue valioso”.

¿Qué es eso que permite creer y decir y a Searle que su trabajo fue valioso? ¿La instrucción en teorías argumentativas? ¿La instrucción sobre la profundidad de determinados asuntos filosóficos? ¿La información, no siempre explicitada, sobre las características del trabajo intelectual versus trabajo manual realmente existente? ¿La instrucción en aceptar críticas y en modificar posiciones que permitan construir nuevas conjeturas? ¿No hay nada aquí, lo más importante en opinión por lo demás discutible de Searle, que tiene que ver con valores, concepciones propias, actitudes, formas de vivir el conocimiento, sensibilidad hacia temas teóricos, goce en el estudio, en el trabajo investigador? Y todo esto, ¿no tiene que ver con la educación, incluso con el saber vivir del que hablábamos antes?

2. El debate sobre educar e instruir en nuestro país no es nuevo desde luego. El mismísimo Giner de los Ríos escribió sobre esta distinción hace muchas décadas.

Como recordaba Pericay en su artículo de agosto de 2007, un ensayo sobre la temática del propio Sánchez Ferlosio había aparecido en el “ABC Cultural” de 17 de julio de 2000. “Borriquitos con chándal”[6] era su título. No estoy convencido que el título fuera el más idóneo, no logro que se evapore el olor de cierto tufo aristocrático.

Admitámoslo: ni es nuevo ni el debate parece alejarnos del pantanoso territorio de las falacias. Un ejemplo. En el artículo citado, Pericay criticaba que lo que llama “la pedagogía moderna”, que, en su opinión, se empeña en demostrar “que la función de ese espacio público llamado escuela o instituto no es la de enseñar, sino la de educar”. Más matizadamente, quienes así peroran desde sus cátedras, prosigue Pericay, “no niegan que la instrucción sea necesaria; sólo rechazan su prevalencia”. Al rechazar esa prevalencia en aras de una presunta educación integral del alumno, favorecen lo que denomina, siguiendo a Sánchez Ferlosio, “la privatización de la enseñanza”. ¿Por qué? Porque si no es el alumno quien debe esforzarse en alcanzar unos conocimientos, sino que, por el contrario, esos conocimientos son los que deben serle acercados, “sin que quepa exigir esfuerzo alguno por su parte, más allá del que resulta de la asunción o aceptación de una determinada moral… está claro que los centros de enseñanza renuncian ipso facto a la condición de espacio público y se convierten en una mera prolongación del ámbito privado, familiar”.

No está claro que los centros de enseñanza hayan renunciado a su condición de espacio público, cuanto menos por el motivo alegado, y desde luego no lo está que se hayan convertido “en meras prolongaciones del ámbito familiar”, pero en cambio sí que está meridianamente claro que argumentar así, como hace Pericay precipitadamente, no es argumentar sino crear confusión y corroborar falsariamente lo que previamente ya se ha conjeturado.

¿En qué centro de enseñanza español, más, menos o nulamente convencido de las bondades de la LOGSE o de las nuevas reformas, público, concertado o privado en estado puro, existen profesores, directores o jefes de estudio que defiendan la idea de que no cabe exigir esfuerzo alguno por parte del alumnado, más allá de su aceptación de una supuesta moral de escuela? ¿Qué práctica educativa podría citarse que hiciera buena esa inferencia o esa información escasamente contrastada de Pericay? ¿Quién ha dicho, escrito o practicado alguna vez que el alumno no debe esforzarse en lo más mínimo en alcanzar determinados conocimientos? ¿Desde qué cátedra universitaria de pedagogía, de psicopedagogía, o desde qué facultad de las autodenominadas “Ciencias de la educación”, se han lanzado afirmaciones tan disparatadas?

Por otra parte, ¿dónde está la gravedad de que los conocimientos sean acercados al alumno? ¿Es esto un disparate teórico, una finalidad absurda acaso? ¿Cómo conseguirlo si no cuando se tiene dificultades en determinadas materias? ¿Abandonando el estudiante a su suerte? Un ejemplo personal. Cuando estudié con Jesús Mosterín, o Daniel Quesada, no puede precisar ahora, filosofía de la lógica, filosofías de las lógicas más bien, me topé con uno de los teoremas de incompletitud de Kurt Gödel. No pude con el artículo original del lógico que admiraba a Kafka y era amigo de Einstein, no conseguí pasar de la tercera página. El mismo Mosterín –o Quesada, insisto-, que por cierto había traducido el artículo al castellano por aquellas fechas, me recomendó que leyera el conocido libro de divulgación de Nagel y Newman sobre el teorema de Gödel, que se había publicado en Tecnos recientemente[7].

Me propusieron, pues, una forma de acercar el conocimiento a una mente lógica, la mía, que no era capaz de escalar el Aneto desde la reclusa. Menos el Teide. La faltaban fuerzas, no tenía energía suficiente. Necesitaba entrenamiento. Después, con él en la mochila, sería o no capaz de alcanzar la altura deseada. ¿Dónde estuvo el error de mis maestros? ¿Dónde radica el disparate instructivo que cometieron? ¿Hicieron mal en “acercarme el conocimiento”? ¿Dónde está el problema entonces en que el profesorado de secundaria acerque, en los casos que así lo estime, determinados conocimientos al alumnado que presenta dificultades en esa y, no en cambio, en otras materias, o en todas las materias?

Todo esto, sin duda, son lugares comunes, transitados mil veces, pero acaso sea necesario repetirlos.

3. La nota de Carlos Fernández Liria –“Ferlosio y la ciudadanía”- es prueba de generosidad intelectual. A Sánchez Ferlosio le parece que la concepción de la ciudadanía defendida por Fernández Liria, y los otros coautores de  Educación para la ciudadanía, es una “idea aceptable”, eso sí, “torpe y morosamente expuesta”. Fernández Liria admite que su concepción del ciudadano como hombre vaciado de toda singularidad es deudora, sobre todo, de las reflexiones del propio Ferlosio. Señala: “Debe ser cierto que nos hemos expresado “torpemente”, porque lo que intentábamos lograr con nuestro libro era precisamente eso que él nos reprocha haber perdido la oportunidad de hacer: explicar la trascendencia insólita de plantar el germen de lo impersonal en el suelo de la vida política. Respecto del necesario compromiso de la enseñanza pública con el carácter impersonal del saber científico, lo mejor será declarar (para evitar nuevas torpezas) que lo que queremos defender es exactamente lo que dice Ferlosio. No en vano, los tres autores del libro hemos sido muy activos en la oposición de izquierdas a esta asignatura que, aunque no ha salido mucho en los periódicos, también ha existido”.

Añade Fernández Liria con pase crítico, que Sánchez Ferlosio no siempre se toma suficientemente en serio la estafa que representa el contenido de la idea de ciudadanía con el que se está pretendiendo “educar” a los alumnos y que pierde ocasiones para denunciar lo que en su libro llaman la “ilusión de la ciudadanía”, un espejismo, en su opinión compartible, “con el que aquello que sólo podría juzgarse el “nuevo racismo de nuestro tiempo” se viste con los ropajes del Estado de derecho”.

Algunas de las consideraciones centrales de Rafael Sánchez Ferlosio (RSF) sobre estas temáticas fueron expuestas en su artículo de finales de julio “Educar e instruir”. En opinión del autor de Sobre la guerra, la afirmación más gratuita de la savaterina defensa de la educación está la página 47 de El valor de educar, en la cita siguiente: “Esta contraposición educación versus instrucción resulta hoy ya notablemente obsoleta y engañosa”. Señala RSF, irónicamente sin duda, que si se pone a imaginar una instrucción que sea al mismo tiempo educativa se le ocurren curiosas fórmulas: a la demanda de una “zoología educativa” se ajustaría una clasificación que partiera de una división del reino animal entre “animales dañinos” y “animales benéficos”, o, si se prefiere, entre “animales comestibles” y “animales incomestibles”.

Nadie ha demandado nunca, que yo sepa, una zoología educativa, aunque sin duda se imparte zoología transmitiendo determinados valores, incluso anexionando reflexiones teológicas. Baste pensar en el argumento del diseño inteligente, tan en voga actualmente. RSF afirma que los conocimientos que proporciona la instrucción, “exentos de toda clase de orientaciones prácticas y juicios de valor, aparte de ser, precisamente, el resultado de unas ciencias que durante siglos se han esforzado por purificarse de toda la morralla de fines e intereses que las condicionaba”, pueden ni deben, de ninguna manera, dejarse dirigir por ninguna finalidad educativa. No es el momento de entrar en las dependencias actuales de la investigación desinteresada con centros de poder y finalidades tecnológicas e industriales. Dejemos el tema y pasemos por alto su valoración de la historia de la ciencia de estos últimos siglos, donde RSF parece emitir más su pensamiento desiderativo que proposiciones descriptivas.

Dejo aparte también la consideración de RSF sobre el trato de usted y el círculo, aparentemente insalvable, con el que cierra su artículo: “Cuántas veces, frente a ciertos, no deseados, fenómenos sociales, como este de la actual manera de relacionarse y divertirse los muchachos, se oye decir: “Esto se arreglaría con un buen sistema educativo”; los que así se pronuncian no se dan cuenta de que aquello que querrían arreglar con la Educación -la oficial, se sobrentiende- forma precisamente parte de las condiciones de posibilidad indispensables para que esa educación que echan de menos pueda impartirse”.

RSF echa de menos que los autores del texto comentado se hayan dejado escapar una ocasión para “señalar y encarecer la radical impersonalidad de los conocimientos” y, por ello, “la impersonalidad del lugar público en el que se imparten, la impersonalidad de la que deben sentirse revestidos los alumnos y de la relación del profesor respecto de ellos”. La aplicación de este “principio de impersonalidad” alteraría notablemente la actual configuración actual de la enseñanza, en el aspecto de instrucción. ¿Por qué? Porque empezaría poniendo en entredicho el “tratamiento personalizado” con que “algunos colegios caros encarecen sus ventajas”. ¿Y por qué no es aceptable un tratamiento personalizado? Porque, en plena conformidad con el libro comentado, RSF cree que, evidentemente, no es el teorema de Pitágoras el que debe adaptarse a las condiciones personales del alumno, sino éste el que debe adaptarse a la esencial impersonalidad de ese teorema”.

El asunto es tan obvio que parece imposible la confusión: nadie sostiene que haya una presentación personalizada del teorema de Pitágoras en cualquiera de sus múltiples demostraciones. Es obvio que el estudiante debe intentar entender los pasos de la demostración y sus consecuencias. Pero es obvio también que la tarea del profesor es hacer entender la validez de la prueba y que no todos los alumnos captan de la misma forma y en el mismo tiempo los pasos de la demostración. No parece un tratamiento personalizado, en el sentido que parece criticar RSF, que el profesor, en su exposición o exposiciones, tenga en cuenta las características de cada grupo de alumnos, sus destrezas matemáticas, sus dificultades para comprender tal o cual punto, su capacidad de concentración en asuntos abstractos. ¿Dónde reside el problema? ¿Dónde erramos, dónde cometemos algún disparate? ¿Qué problema hay en personalizar de este forma la enseñanza?

El principio de impersonalidad tiene otra derivada remarcada: pondría coto a la perturbadora intromisión de los papás y las mamás en las tareas de la enseñanza. Según RSF, el “derecho”, famoso en su opinión, de “semejantes figuras de elegir para sus hijos la enseñanza que deseen lo ejercen contratando el colegio que prefieran, pero aquí debería acabarse todo”.

No creo que aquí se deba acabar todo, incluso no estoy seguro de entender bien el derecho de los padres al que hace referencia RSF y no sé si eso presupone enseñanza privada, pública, concertada, idearios religiosos, filosóficos o políticos en los centros educativos. Dejémoslo. Importa ahora tener en cuenta la razón que esgrime RSF para su defensa: “Los padres tienen con el hijo una relación privada y personal, va contra la naturaleza pública de la enseñanza el que, violando las puertas contractuales, se monten a cuchos sobre el niño, como un jinete en un caballo de carreras, y se hagan conducir por aulas y pasillos, para que lo particular no deje de controlar y sofocar un solo instante lo que sólo respira plenamente en la anónima atmósfera de los universales”.

Cualquier persona que conozca medianamente la enseñanza pública española, en los últimos cursos de la EGB y en los institutos, sabe que no hay jinetes paternos por sus pasillos. A veces, por desgracia, ni en sus salas de reunión, Sabe también que es un avance social que determinados padres y madres, o tutores, de determinados sectores sociales intervengan, con mucho esfuerzo por su parte, en los centros de enseñanza, con sus asociaciones o con su participación en los consejos escolares, ejerciendo control, mínimo por cierto, sobre el comportamiento de los funcionarios públicos de la enseñanza que no parece que deban tener el privilegio de estar dirigiendo u controlando, como gobernantes platónicos “la anónima atmósfera de los universales”.

En fin, ese tratamiento supuestamente igualitario que propone RSF tendría, si fuera el caso, consecuencias netamente desiguales entre el estudiantado. Como, de hecho, así sido durante décadas y décadas. Tratar de igual modo situaciones netamente desiguales no aproxima a ningún ideal razonable de justicia.

 

[1] Otra cosa es, obviedad sabida, la buena información, la información contrastada, aquella que está en la base del buen conocimiento y ayuda o puede aproximar a la sabiduría. Ese tipo de información, que no es sencilla de alcanzar ni es inmediata, de hecho, presupone conocimientos.

[2] Dicho sea sin ninguna arista crítica. Una respetable y, por lo que sé, cultivada tendencia de la lógica matemática contemporánea, la lógica borrosa, analiza críticamente con este enfoque las categorías y principios lógicos tradicionales.

[3] Una profesora de un instituto de secundaria de Santa Coloma de Gramenet (Barcelona) que, digámoslo así, instruía a los alumnos en asuntos lingüísticos, solía iniciar anualmente sus clases con la siguiente actuación: les miraba, suspiraba profundamente, y decía con voz castellana de señora algo desnortada: “Los mismos perros proletarios con diferentes collares”. Luego reía y preguntaba en inglés el nombre de cada uno de ellos. No estoy diciendo ni quiero decir que sea una práctica extendida; sin duda, los ejemplos opuestos son legión. Pero hay casos entre el funcionariado de enseñanza.

[4] SinPermiso, nº 2, pp. 243-269. La traducción castellana es de David Cassasas.

[5] No pretendo acercarme, ni tampoco caer, en las turbulentas aguas de la falacia de autoridad. Simplemente, es un reconocimiento del magnífico trabajo filosófico de John Searle, autor que ha sido traducido al castellano, entre otros, por otro filósofo también enorme: Miguel Candel.

[6] Reimpreso posteriormente en La hija de la guerra y la madre de la patria, Destino, Barcelona, 2002.

[7] Curiosamente, en sus clases de metodología de las ciencias sociales, Manuel. Sacristán nos lo recomendó vivamente poco tiempo después.

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