Soberanía del Estado-nación Apartado 2 del capítulo 2, “Pasajes de Soberanía” del libro Imperio
Michael Hardt, Toni Negri
Traducción Eduardo Sadier
De la edición de Harvard Universsity Press, Cambridge, Massachussets, 2000
¡Extranjeros, por favor no nos dejen solos con los franceses!
Graffiti en París, 1995
Creímos que estábamos muriendo por la patria. Pero pronto comprendimos que lo hacíamos por las bóvedas bancarias.
Anatole France
A medida que la modernidad europea fue tomando forma, se construyeron máquinas de poder para responder a sus crisis, en continua búsqueda de un excedente que pudiera resolver o al menos contener la crisis. En la sección previa hemos trazado el camino de una respuesta a la crisis, que condujo al desarrollo del moderno Estado soberano. El segundo enfoque se centra en el concepto de nación, un desarrollo que presupone el primer paso, y edifica sobre él a fin de construir un mecanismo más perfecto para reestablecer el orden y el comando.
El nacimiento de la Nación
En Europa el concepto de nación se desarrolló sobre el terreno del Estado patrimonial y absolutista. El Estado patrimonial fue definido como la propiedad del monarca. Con una variedad de formas análogas en diferentes países de Europa, el Estado patrimonial y absolutista fue la forma política requerida para gobernar las relaciones sociales feudales y las relaciones de producción. 1 La propiedad feudal debía ser delegada y su utilización asignada de acuerdo con los grados de división social del poder, del mismo modo que los niveles de administración deberían ser delegados en los siglos subsiguientes. La propiedad feudal era parte del cuerpo del monarca, del mismo modo que, si desviamos nuestra vista hacia el dominio metafísico, el cuerpo monárquico soberano era parte del cuerpo de Dios. 2
En el siglo dieciséis, en medio de la Reforma y la violenta batalla entre las fuerzas de la modernidad, la monarquía patrimonial era todavía presentada como la garantía de la paz y la vida social. Aún estaba garantizado el control sobre el desarrollo social de modo tal que se podía absorber dicho proceso dentro de su máquina de dominación. “Cujus regio, ejus religio”- o, realmente, la religión debía subordinarse al control territorial de la soberanía. No había nada de diplomacia en este adagio; por el contrario, se confiaba por completo al poder de la soberanía patrimonial el manejo del pasaje al nuevo orden. Incluso la religión era propiedad del soberano. En el siglo diecisiete, la reacción absolutista a las fuerzas revolucionarias de la modernidad celebró al Estado monárquico patrimonial y lo ejerció como un arma para sus propios fines. En ese punto, sin embargo, la celebración del Estado patrimonial no podía ser paradójica ni ambigua, pues las bases feudales de su poder languidecían. Los procesos de la primitiva acumulación de capital impusieron nuevas condiciones sobre todas las estructuras de poder. 3 Antes de la era de las tres grandes revoluciones burguesas (la inglesa, la americana y la francesa), no había ninguna alternativa política que pudiera oponerse exitosamente a este modelo. El modelo absolutista y patrimonial sobrevivió en este período sólo con el apoyo de un compromiso específico de las fuerzas políticas, y su sustancia se fue erosionando desde el interior debido principalmente a la emergencia de nuevas fuerzas productivas. Sin embargo, el modelo sobrevivió, y, lo que es más importante, se transformó por medio del desarrollo de algunas características fundamentales que serían legadas a los siglos siguientes.
La transformación del modelo absolutista y patrimonial consistió en un proceso gradual que reemplazó la fundación teleológica del patrimonio territorial con una nueva fundación, igualmente trascendente. 4 La identidad espiritual de la nación antes que el cuerpo divino del rey, colocaron ahora al territorio y la población como una abstracción ideal. O, mejor aún, el territorio físico y la población fueron concebidos como la extensión de la esencia trascendente de la nación. De este modo, el concepto moderno de nación heredó el cuerpo patrimonial del Estado monárquico, reinventándolo en una nueva forma. Esta nueva totalidad del poder fue estructurada en parte por nuevos procesos productivos capitalistas, y también por viejas redes de administración absolutista. Esta difícil relación estructural fue estabilizada por la identidad nacional: una identidad integradora, cultural, fundada sobre una continuidad biológica de relaciones de sangre, una continuidad espacial del territorio y una comunidad lingüística.
Es obvio que, aunque este proceso preservó la materialidad de la relación con el soberano, muchos elementos cambiaron. Y más importante: a medida que el horizonte patrimonial fue transformado en el horizonte nacional, el orden feudal del sujeto (subjectus) se sometió al orden disciplinario del ciudadano (cives). El desplazamiento de la población desde sujetos hacia ciudadanos fue un índice del desplazamiento de un papel pasivo a otro activo. La nación es presentada siempre como una fuerza activa, como una forma generadora de relaciones sociales y políticas. Como señalaron Benedict Anderson y otros, la nación es experimentada a menudo como un imaginario colectivo (o al menos funciona como si lo fuera), una creación activa de la comunidad de ciudadanos. 5
En este punto podemos ver tanto la proximidad como la diferencia específica entre los conceptos de Estado patrimonial y Estado nacional. El último reproduce fielmente la identidad totalizante del primero entre territorio y población, pero la nación y el Estado nacional proponen nuevos medios para superar la precariedad de la soberanía moderna. Estos conceptos reifican la soberanía del modo más rígido; transforman en un objeto a la relación de soberanía (a menudo naturalizándola) y esto elimina todo residuo de antagonismo social. La Nación es una especie de cortocircuito que intenta liberar al concepto de soberanía y modernidad del antagonismo y la crisis que los define. La soberanía nacional suspende los orígenes conflictivos de la modernidad (cuando ya no están definitivamente destruidos), y cierra los caminos alternativos dentro de la modernidad, que rehusaron concederle sus poderes a la autoridad estatal. 6
La transformación del concepto de la soberanía moderna en el de la soberanía nacional requirió también ciertas condiciones materiales nuevas. Más aún, requirió que se estableciera un nuevo equilibrio entre los procesos de acumulación capitalista y las estructuras del poder. La victoria política de la burguesía, como mostraron muy bien las revoluciones inglesa y francesa, corresponde al perfeccionamiento del concepto de soberanía moderna hacia aquel de la soberanía nacional. Por detrás de la dimensión ideal del concepto de nación estaban las figuras de clase que ya dominaban el proceso de acumulación. La “Nación”, por lo tanto, era al mismo tiempo la hipóstasis de la “voluntad general” de Rousseau, y lo que la ideología de la fabricación concebía como “comunidad de necesidades” (es decir, la regulación capitalista del mercado), que en la prolongada etapa de la acumulación primitiva en Europa era más o menos liberal y siempre burguesa.
Cuando en los siglos diecinueve y veinte el concepto de nación fue adoptado en contextos ideológicos muy diferentes y condujo a movilizaciones populares en regiones y países dentro y fuera de Europa, que no habían experimentado ni la revolución liberal ni el mismo nivel de acumulación primitiva, fue, igualmente, presentado siempre como un concepto de modernización capitalista, que pretendía reunir las demandas inter-clasistas de unidad política y la necesidad de desarrollo económico. En otras palabras, la nación se instituyó como el único vehículo activo que podría transportar a la modernidad y el desarrollo. Rosa Luxemburgo argumentó vehementemente (e inútilmente) contra el nacionalismo en los debates internos de la Tercera Internacional, en los años previos a la Primera Guerra Mundial. Luxemburgo se opuso a una política de “auto-determinación nacional” para Polonia como un elemento de la plataforma revolucionaria, pero su acusación contra el nacionalismo era mucho más general. 7 Su crítica de la nación no era meramente una crítica de la modernización como tal, aunque sin duda ella visualizaba las ambigüedades involucradas en el desarrollo capitalista; y ella no estaba principalmente interesada en las divisiones que los nacionalismos crearían inevitablemente en la clase trabajadora europea, aunque su propia travesía nómada por Europa central y oriental la había vuelto extremadamente sensible a esto. El argumento más poderoso de Luxemburgo fue, en realidad, que nación significa dictadura, y eso es profundamente incompatible con cualquier intento de organización democrática. Luxemburgo reconoció que la soberanía nacional y las mitologías nacionales usurpaban eficazmente el terreno de las organizaciones democráticas, renovando los poderes de la soberanía territorial y modernizando su proyecto mediante la movilización de una comunidad activa.
El proceso de construir la nación, que renovó el concepto de soberanía y le dio una nueva definición, se volvió rápidamente en todo y cada contexto histórico, una pesadilla ideológica. La crisis de la modernidad, que es la co-presencia contradictoria de la multitud y un poder que quiere reducirla al gobierno de uno – es decir, la co-presencia de un nuevo equipo productivo de subjetividades libres y un poder disciplinario que quiere explotarlo – no se pacifica o resuelve finalmente por el concepto de nación, más que lo que lo hizo por el concepto de soberanía o Estado. La nación sólo puede enmascarar ideológicamente la crisis, desplazarla, y diferir su poder.
La Nación y la Crisis de la Modernidad
La obra de Jean Bodin está a la cabeza del pensamiento europeo que estudió el concepto de soberanía nacional. Su obra maestra, Les six livres de la République, publicado por primera vez en 1576, en medio de la crisis del Renacimiento, trató como problema fundamental a las guerras civiles y religiosas de Francia y Europa. Bodin encaró las crisis políticas, los conflictos y las guerras, pero estos elementos de ruptura no lo condujeron a sostener ninguna alternativa idílica, ni siquiera en simples términos idílicos o utópicos. Por esto la obra de Bodin es, no solamente, una contribución fundamental a la moderna definición de soberanía, sino también una anticipación efectiva al desarrollo subsiguiente de la soberanía en términos nacionales. Al adoptar una perspectiva realista, él se anticipó a la propia crítica de la soberanía de la modernidad.
La soberanía, sostuvo Bodin, no puede ser producto de la unidad del Príncipe con la multitud, lo público y lo privado, ni tampoco es un problema que pueda resolverse ateniéndose a un marco contractualista o de derecho natural. En realidad, el origen del poder político y la definición de soberanía consisten en la victoria de un lado sobre el otro, una victoria que vuelve a uno soberano, y al otro, sujeto. La fuerza y la violencia crean la soberanía. Las determinaciones físicas del poder imponen la plenitudo potestatis (la plenitud del poder). Esta es la plenitud y unidad del poder, pues “la unión de los miembros [de la república] depende de la unidad bajo un único gobernante, de quien depende la efectividad de todo el resto. Un príncipe soberano es por lo tanto indispensable, pues es su poder el que conforma a todos lo miembros de la república”.8
Tras descartar el marco del derecho natural y las perspectivas trascendentales que siempre, de algún modo, son invocadas, Bodin nos presenta a una figura del soberano, e incluso el Estado, que realistamente y, por ello, históricamente, construye su propio origen y estructura. El Estado moderno surgió de esta transformación, y sólo allí pudo continuar su desarrollo. Esta es la bisagra teórica que conecta a la teoría de la soberanía moderna con la experiencia de la soberanía territorial, perfeccionándola. Tomando la ley Romana y diseñando desde sus capacidades para articular las fuentes del derecho y ordenar las formas de propiedad, la doctrina de Bodin se convirtió en la teoría de un cuerpo político unido articulado como administración, que aparece para superar las crisis de la modernidad. El desplazamiento del centro de consideración teórica desde la cuestión de la legitimación hacia la de la vida del estado y su soberanía como un cuerpo unido constituyó un avance importante. Cuando Bodin habló de “el derecho político de la soberanía”, anticipó la sobredeterminación nacional (y corpórea) de la soberanía, abriendo de este modo un camino directo y original que se continuaría en los siglos siguientes.9
Después de Bodin, en los siglos diecisiete y dieciocho se desarrollaron simultáneamente en Europa dos escuelas de pensamiento que también acordaban al tema de la soberanía un papel central, y anticipaban efectivamente el concepto de soberanía nacional: la tradición del derecho natural y la tradición realista (o historicista) de la teoría del Estado. 10 Ambas escuelas mediaron la concepción trascendental de la soberanía con una metodología realista que comprendió los términos del conflicto material; ambos juntaron la construcción del Estado soberano con la constitución de la comunidad sociopolítica que luego se llamaría nación. Como Bodin, estas dos escuelas confrontaron continuamente la crisis de la concepción teórica de la soberanía, que era reabierta continuamente por las fuerzas antagónicas de la modernidad, con la construcción jurídica y administrativa de la figura del Estado.
En la escuela del derecho natural, desde Grotius a Althusius y desde Tomasius a Puffendorf, las figuras trascendentales de la soberanía fueron bajadas a tierra y apoyadas en la realidad de los procesos administrativos e institucionales. La soberanía fue distribuida poniendo en marcha un sistema de contratos múltiples diseñado para intervenir en cada nodo de la estructura administrativa del poder. Este proceso no se orientó hacia la cima del Estado y el simple título de la soberanía; por el contrario, el problema de la legitimación comenzó a analizarse desde el punto de vista de una máquina administrativa que funcionaba mediante las articulaciones del ejercicio del poder. El círculo de la soberanía y la obediencia se cerró sobre sí mismo, duplicándose a sí mismo, multiplicándose y extendiéndose por toda la realidad social. La soberanía comenzó a ser estudiada menos desde la perspectiva de los antagonistas involucrados en la crisis de la modernidad y más como un proceso administrativo que articulaba estos antagonismos y perseguía una unidad en la dialéctica del poder, abstrayéndola y reificándola mediante la dinámica histórica. Un importante segmento de la escuela del derecho natural desarrolló así la idea de distribuir y articular la soberanía trascendente mediante las formas reales de administración. 11
La síntesis implícita en la escuela del derecho natural, sin embargo, devino explícita en el contexto del historicismo. Ciertamente, sería incorrecto atribuir al historicismo del Iluminismo la tesis que en realidad sería desarrollada luego, por las escuelas reaccionarias en el período posterior a la Revolución Francesa – la tesis, decimos, que unificó la teoría de la soberanía con la teoría de la nación, sembrándolas a ambas en una tierra histórica común. Y, sin embargo, ya en este período temprano hallamos las semillas de ese desarrollo ulterior. Mientras un segmento importante de la escuela del derecho natural desarrolló la idea de articular la soberanía trascendente mediante las formas reales de la administración, los pensadores historicistas del Iluminismo intentaron concebir la subjetividad del proceso histórico, hallando con ello un terreno efectivo para el título y el ejercicio de la soberanía. 12 En la obra de Giambattista Vico, por ejemplo, ese terrible meteoro que atravesó la era del Iluminismo, las determinaciones de la la concepción jurídica de la soberanía, estuvieron todas basadas en la fuerza del desarrollo histórico. Las figuras trascendentes de la soberanía fueron traducidas a índices de un proceso providencial, que era al mismo tiempo humano y divino. Esta construcción de la soberanía (o, realmente, reificación de la soberanía) en la historia fue muy poderosa. En este terreno histórico, que obligó a cada construcción ideológica a confrontar con la realidad, la crisis genética de la modernidad no se cerró nunca –y no había ninguna necesidad que se cerrara, porque la misma crisis producía nuevas figuras que espoleaban el desarrollo histórico y político, todo bajo el mando del soberano trascendente. ¡Qué ingeniosa inversión de la problemática! Los elementos de la crisis, una crisis continua e irresuelta, eran ahora considerados elementos activos del progreso. En efecto, podemos reconocer en Vico al embrión de la apología de la “efectividad” de Hegel, haciendo que el mundo presente ordene el telos de la historia. 13
Lo que en Vico eran sugerencias e insinuaciones, sin embargo, emergió como una declaración abierta y radical en el Iluminismo alemán tardío. En la escuela de Hannover primero y luego en la obra de J. G. Herder, la teoría moderna de la soberanía apuntó exclusivamente hacia el análisis de lo que se concibió como una continuidad social y cultural: la continuidad histórica real del territorio, la población y la nación. El argumento de Vico que decía que la historia ideal se localiza en la historia de todas las naciones se volvió más radical en Herder, quien sostuvo que toda perfección humana es, en cierta forma, nacional. 14 La identidad es concebida, de este modo, no como resolución de diferencias sociales e históricas sino como producto de una unidad primordial. La nación es una figura completa de soberanía previa al desarrollo histórico; o mejor aún, no hay desarrollo histórico que no esté ya prefigurado en el origen. En otras palabras, la nación sostiene al concepto de soberanía afirmando que lo precede. 15 Es la máquina material la que se moviliza a través de la historia, el “genio” que trabaja la historia. La nación se transforma finalmente en la condición de la posibilidad de toda acción humana y de la misma vida social.
El Pueblo de la Nación
Entre el final del siglo dieciocho y el comienzo del diecinueve, finalmente emergió acabadamente el concepto de soberanía nacional en el pensamiento europeo. En la base de esta figura definitiva del concepto había un trauma –la Revolución Francesa– y la resolución de ese trauma –la celebración y apropiación reaccionaria del concepto de nación. Los elementos fundamentales de esta reconfiguración desplazada del concepto de nación que lo transformaron en una verdadera arma política pueden hallarse en forma sumaria en la obra de Emmanuel-Joseph Sieyés. En su magnífico y difamatorio tratado ¿Qué es el Tercer Estado? enlazó el concepto de nación con el de Tercer Estado, es decir, la burguesía. Sieyés intentó conducir el concepto de soberanía hacia atrás, a sus orígenes humanistas y redescubrir sus posibilidades revolucionarias. Y lo que es más importante para nuestros propósitos, el intenso compromiso de Sieyés con la actividad revolucionaria le permitió interpretar el concepto de nación como un concepto político constructivo, un mecanismo constitucional. Pero gradualmente fue siendo evidente, en especial en la última obra de Sieyés, en los trabajos de sus seguidores y, por sobre todo, de sus detractores, que, aunque la nación se formaba mediante la política, era finalmente una construcción espiritual y con ello el concepto de nación fue separado de la revolución, consignada a todos los Termidores. La nación se convirtió explícitamente en el concepto que resumía la solución de la hegemonía burguesa al problema de la soberanía. 16
En esos puntos en que el concepto de nación se ha presentado como popular y revolucionario, como lo fue incluso durante la Revolución Francesa, uno puede suponer que la nación ha roto con el concepto moderno de soberanía y su aparato de sojuzgamiento y dominación y está dedicada a una noción democrática de comunidad. El nexo entre el concepto de nación y el concepto de pueblo fue en verdad una innovación poderosa y constituyó el eje de la sensibilidad jacobina y la de otros grupos revolucionarios. Lo que apareció como revolucionario y liberador en esta noción de soberanía nacional y popular, sin embargo, no es en verdad nada más que otra vuelta de tuerca, una extensión adicional del sojuzgamiento y la dominación que el concepto moderno de soberanía ha llevado consigo desde el comienzo. El precario poder de la soberanía como solución para la crisis de la modernidad fue primero una referencia de apoyo para la nación y luego, cuando también la nación se reveló como una solución precaria, fue extendido hacia el pueblo. En otras palabras, del mismo modo que el concepto de nación completa la noción de soberanía proclamando que la precede, así también el concepto de pueblo completa al de nación mediante otra fingida regresión lógica. Cada retroceso lógico funciona para solidificar el poder de la soberanía, mistificando sus bases, es decir, disminuyendo la naturalidad del concepto. La identidad de la nación y más aún la identidad del pueblo debe aparecer natural y originaria.
Nosotros, en contraste, debemos desnaturalizar estos conceptos y preguntar qué es una nación y cómo está hecha, pero también qué es un pueblo y cómo está hecho. Aunque “el pueblo” es instituido como la base originaria de la nación, la concepción moderna del pueblo es, de hecho, un producto del Estado-nación y sobrevive sólo dentro de su contexto ideológico específico. Muchos análisis contemporáneos sobre naciones y nacionalismos, desde una amplia variedad de perspectivas, se equivocan precisamente porque confían sin cuestionamientos en la naturalidad del concepto y la identidad del pueblo. Debemos observar que el concepto de pueblo es muy diferente del de la multitud. 17 Ya en el siglo diecisiete Hobbes fue muy cuidadoso al establecer esta diferencia y su importancia para la construcción del orden soberano: “Es un gran obstáculo para el gobierno civil, especialmente el monárquico, que los hombres no distingan bien a los pueblos de la multitud. El pueblo es uno, poseyendo una voluntad y a quien se le puede atribuir una acción; nada de esto puede decirse propiamente de la multitud. El pueblo gobierna en todos los gobiernos. Porque aún en las monarquías el pueblo comanda; para las voluntades del pueblo por la voluntad de un hombre… (aunque parezca una paradoja) el rey es el pueblo”. 18 La multitud es una multiplicidad, un plano de singularidades, un juego abierto de relaciones, que no es homogéneo o idéntico a sí mismo y sostiene una relación indistinta, inclusiva, con aquellos que están fuera de ella. El pueblo, en contraste, tiende a homogeneizarse e identificarse internamente mientras sostiene sus diferencias con aquello que permanece fuera de él, excluyéndolo. Mientras la multitud es una relación constituyente inconclusa, el pueblo es una síntesis constituida que ya está preparada para la soberanía. El pueblo provee una única voluntad y acción, que es independiente y está a menudo en conflicto con las diversas voluntades y acciones de la multitud. Cada nación debe transformar a la multitud en pueblo.
Dos tipos fundamentales de operaciones contribuyeron a la construcción del concepto moderno de pueblo en relación con el de la nación en Europa, durante los siglos dieciocho y diecinueve. La más importante de estas fue el conjunto de mecanismos de racismo colonial que construyó la identidad de los pueblos europeos en un juego dialéctico de oposiciones con sus Otros nativos. Los conceptos de nación, pueblo y raza nunca están muy separados. 19 La construcción de una diferencia racial absoluta es el terreno esencial para la concepción de una identidad nacional homogénea. Con las presiones de la inmigración y el multiculturalismo creando conflictos en Europa, están apareciendo hoy numerosos y excelentes trabajos para demostrar que, pese a la persistente nostalgia de algunos, las sociedades y pueblos europeos nunca fueron realmente puras y uniformes. 20 La identidad del pueblo fue construida sobre un plano imaginario que ocultó y/o eliminó las diferencias y esto corresponde en el plano práctico a subordinación racial y purificación social.
La segunda operación fundamental en la construcción del pueblo, facilitada por la primera, es el eclipse de las diferencias internas mediante la representación de toda la población por un grupo, raza o clase hegemónica. El grupo representativo es el agente activo que se alza detrás de la efectividad del concepto de nación. En el curso de la misma Revolución Francesa, entre el Termidor y el período Napoleónico, el concepto de nación reveló su contenido fundamental y sirvió de antídoto contra el concepto y las fuerzas de la revolución. Incluso en los trabajos tempranos de Sieyés podemos ver claramente cómo sirve la nación para aplacar la crisis y cómo la soberanía sería reapropiada mediante la representación de la burguesía. Sieyés sostuvo que una nación sólo podía tener un interés general: sería imposible establecer el orden si la nación admitiera múltiples intereses diferentes. El orden social presupone necesariamente la unidad de los fines y la concertación de los medios. 21 El concepto de nación en estos primeros años de la Revolución Francesa fue la primer hipótesis de la construcción de la hegemonía popular y el primer manifiesto consciente de una clase social pero, también, la declaración final de una transformación secular completamente lograda, una coronación, un sello final. Nunca fue tan reaccionario del concepto de nación como cuando se presentó a sí mismo como revolucionario. 22 Paradójicamente, ésta no podía sino ser una revolución completada, un fin de la historia. El pasaje de la actividad revolucionaria a la construcción espiritual de la nación y el pueblo es inevitable y está implícito en el mismo concepto. 23
La soberanía nacional y la soberanía popular fueron, por lo tanto, productos de una construcción espiritual, es decir, la construcción de una identidad. Cuando Edmund Burke se opuso a Sieyés, su postura fue mucho menos diferente que lo que el clima polémico tórrido de la época podría hacernos suponer. Aún para Burke, de hecho, la soberanía nacional era el producto de una construcción espiritual de identidad. Este hecho puede reconocerse aún más claramente en la obra de aquellos que levantaron el estandarte del proyecto contrarrevolucionario en el continente europeo. Las concepciones continentales de esta construcción espiritual revivieron tanto las tradiciones de la nación históricas como las voluntaristas y agregaron a la concepción del desarrollo histórico una síntesis trascendental en la soberanía nacional. Esta síntesis ya está alcanzada en la identidad de la nación y el pueblo. Johann Gottlieb Fichte, por ejemplo, proclama en términos más o menos mitológicos que la patria y el pueblo son representación y medida de eternidad terrena; son lo que aquí en la tierra puede ser inmortal. 24 La contrarrevolución Romántica fue en realidad más realista que la revolución Iluminista. Enmarcó y fijó lo que ya se había logrado, celebrándolo a la luz eterna de la hegemonía. El Tercer Estado es poder; la nación es su representación totalizante; el pueblo es su cimiento sólido y natural; y la soberanía nacional es la cima de la historia. De este modo cada alternativa histórica a la hegemonía burguesa fue superada definitivamente mediante la propia historia revolucionaria burguesa. 25
Esta formulación burguesa del concepto de soberanía nacional superó largamente a todas las formulaciones previas de la moderna soberanía. Consolidó una imagen particular y hegemónica de la soberanía moderna, la imagen de la victoria de la burguesía, que es luego historicizada y universalizada. La particularidad nacional es una potente universalidad. Todos los hilos de un largo desarrollo se tejieron juntos aquí. En la identidad, es decir, la esencia espiritual del pueblo y la nación, hay un territorio impregnado de sentidos culturales, una historia compartida y una comunidad lingüística: pero por sobre todo es la consolidación de una victoria de clase, un mercado estable, el potencial para la expansión económica y nuevos espacios donde invertir y civilizar. En suma, la construcción de la identidad nacional garantiza una legitimación reforzada continuamente, y el derecho y poder de una unidad sacrosanta e irreprimible. Este es un cambio decisivo en el concepto de soberanía. Asociado con los conceptos de nación y pueblo, el moderno concepto de soberanía desplaza su epicentro desde la mediación de conflictos y crisis hacia la experiencia unitaria de un sujeto–nación y su imaginada comunidad.
Nacionalismo subalterno
Hemos estado enfocando nuestra atención sobre este punto acerca del desarrollo del concepto de nación en Europa mientras Europa estaba en proceso de alcanzar la dominación mundial. Por fuera de Europa, sin embargo, el concepto de nación ha funcionado con frecuencia muy diferentemente. En algunos aspectos, de hecho, uno puede inclusive decir que la función del concepto de nación se invierte cuando es desplegada entre grupos dominados en lugar de entre grupos dominantes. Para decirlo abiertamente, parece que mientras el concepto de nación promueve la restauración y la estasis en manos de los dominantes, es un arma para el cambio y la revolución en manos de los subordinados.
La naturaleza progresista del nacionalismo subalterno queda definida por dos funciones primarias, cada una de las cuales es altamente ambigua. Más importante: la nación aparece como progresista en tanto sirve como línea de defensa contra la dominación de naciones más poderosas y fuerzas externas económicas, políticas e ideológicas. El derecho a la auto-determinación de las naciones subalternas es, en verdad, un derecho a la secesión del control de las potencias dominantes. 26 De este modo las luchas anticoloniales utilizaron el concepto de nación como un arma para derrotar y expulsar al ocupante enemigo y del mismo modo las políticas antiimperialistas erigieron muros nacionales para obstruir las fuerzas abrumadoras del capital foráneo. El concepto de nación también sirvió como arma ideológica para detener el discurso dominante que consideraba a los pueblos y culturas dominadas como inferiores; el reclamo de la nacionalidad afirmó la dignidad del pueblo y legitimó la demanda de independencia e igualdad. En todos estos casos, la nación es progresista estrictamente en tanto línea fortificada de defensa contra fuerzas externas más poderosas. Pero en tanto estos muros aparecen como progresistas en su función protectora contra la dominación exterior, pueden, sin embargo, jugar con facilidad un papel inverso respecto del interior que protegen. El lado oscuro de la estructura que resiste a los poderes exteriores consiste en ser, ella misma, un poder dominante que ejerce una opresión interna igual y opuesta, reprimiendo las diferencias y oposiciones interiores en nombre de la identidad nacional, la unidad y la seguridad. Protección y opresión difícilmente puedan separarse. Esta estrategia de “protección nacional” es una espada de doble filo que en ocasiones parece necesaria pese a su destructividad.
En segundo lugar la nación aparece como progresista en tanto instituye la comunalidad de una comunidad potencial. Parte de los efectos “modernizantes” de la nación en los países subordinados ha sido la unificación de diversos pueblos, derribando barreras religiosas, étnicas, culturales y lingüísticas. La unificación de países como Indonesia, China y Brasil, por ejemplo, es un proceso continuo que involucra superar innumerables barreras de esa clase –y en muchos casos esta unificación nacional fue preparada por el poder colonial europeo. También en el caso de diásporas poblacionales la nación suele ser el único concepto posible bajo el cual imaginar la comunidad del grupo subalterno –como, por ejemplo, el Aztlán es imaginado como la patria geográfica de “La Raza”, la nación Latina espiritual en América del Norte. Puede ser cierto, como dice Benedict Anderson, que una nación deba entenderse como una comunidad imaginada –pero debemos reconocer que esto se invierte de modo que ¡la nación se vuelve el único modo de imaginar la comunidad! Cada imaginación de una comunidad se sobrecodifica como una nación y de este modo nuestra concepción de comunidad se empobrece severamente. Del mismo modo que en el contexto de los países dominantes, aquí también la multiplicidad y singularidad de la multitud son negadas en la camisa de fuerza de la identidad y homogeneidad del pueblo. Nuevamente el poder unificador de la nación subalterna es una espada de doble filo, al tiempo progresista y reaccionario.
Estos dos aspectos simultáneamente progresistas y regresivos del nacionalismo subalterno se presentan con toda su ambigüedad en la tradición del nacionalismo negro de los Estados Unidos. Aunque desposeído como lo está de cualquier definición territorial (y esto lo vuelve indudablemente distinto de la mayoría de los otros nacionalismos subalternos), presenta también las dos funciones progresivas fundamentales –esforzándose por presentarse a sí mismo en una posición análoga a las naciones verdaderas, definidas territorialmente. A principios de 1960, por ejemplo, tras el enorme ímpetu creado por la Conferencia de Bandung y las luchas de liberación nacional Africanas y Latino-americanas, Malcolm X intentó reorientar el foco de las demandas de los Afroamericanos desde los “derechos civiles” hacia los “derechos humanos” y esto desvió retóricamente el foro de apelación desde el Congreso de los Estados Unidos a la Asamblea General de la ONU. 27 Como muchos otros líderes Afroamericanos desde Marcus Garvey, Malcolm X reconoció claramente el poder de la postura de hablar de una nación y un pueblo. El concepto de nación configura aquí una posición defensiva de separación del poder “externo” hegemónico y al mismo tiempo representa el poder autónomo de la comunidad unificada, el poder del pueblo.
Más importante que cualquiera de esas propuestas teóricas y retóricas son las prácticas actuales del nacionalismo negro, esto es, la amplia variedad de actividades y fenómenos concebidos por los propios actores como expresiones de nacionalismo negro: equipos educativos comunitarios, desfiles por comedores escolares, escuelas separadas y proyectos sobre desarrollo económico comunitario y auto-suficiencia. Como sostuvo Wahneema Lubiano: “El nacionalismo negro es significativo por la ubicuidad de su presencia en la vida de los negros Americanos”. 28 En todas esta diversas actividades y campos de vida, el nacionalismo negro invoca precisamente a los circuitos de auto-valorización que constituyen a la comunidad y permite su relativa auto-determinación y auto-constitución. Pese al extenso rango de fenómenos llamados nacionalismo negro, pues, podemos reconocer aún en él las dos funciones progresistas fundamentales del nacionalismo subalterno: la defensa y la unificación de la comunidad. Con la expresión “nacionalismo negro” podemos nombrar cualquier expresión de la separación y poder autónomo del pueblo Afroamericano.
En el caso del nacionalismo negro también, sin embargo, los elementos progresistas están inevitablemente acompañados por sus sombras reaccionarias. Las fuerzas represivas de la nación y el pueblo debilitan la auto-valorización de la comunidad y destruyen su multiplicidad. Cuando el nacionalismo negro coloca como su cimiento a la uniformidad y homogeneidad del pueblo Afroamericano (eclipsando, por ejemplo, a las diferencias de clase) o cuando designa a un segmento de la comunidad (tal como los hombres Afroamericanos) como representantes de facto del total, la ambigüedad profunda de las funciones progresistas del nacionalismo subalterno emergen más claramente que nunca. 29 Son precisamente aquellas fuerzas que representan un papel defensivo con respecto al exterior –favoreciendo el poder, la autonomía y la unidad de la comunidad– las mismas que representan un papel opresivo internamente, negando la multiplicidad de la propia comunidad.
Debemos, sin embargo, enfatizar que estas funciones progresistas ambiguas del concepto de nación existen primariamente cuando la nación no está aún unida efectivamente a la soberanía, es decir, cuando la nación imaginada [aún] no existe, cuando todavía es un sueño. Tan pronto la nación comienza a conformarse como un Estado soberano, sus funciones progresistas se desvanecen. Jean Genet estaba encantado con el deseo revolucionario de las Panteras Negras y los Palestinos, pero reconoció que cuando se transformaran en naciones soberanas se terminarían sus cualidades revolucionarias. “El día que los palestinos se institucionalicen”, sostuvo, “ ya no estaré a su lado. El día que los Palestinos sean una nación como cualquier otra, ya no estaré allí”. 30 Con la “liberación” nacional y la construcción el Estado-nación, todas las funciones opresivas de la moderna soberanía afloran con toda su fuerza.
Totalitarismo del Estado-nación
Cuando el Estado-nación funciona como una institución de la soberanía, ¿se dirige finalmente a resolver la crisis de la modernidad? ¿El concepto de pueblo y su desplazamiento biopolítico de la soberanía logran desplazar los términos y el terreno de la síntesis entre poder constituyente y poder constituido y entre la dinámica de las fuerzas productivas y las relaciones de producción, de modo tal que nos traslade más allá de la crisis? Un vasto panorama de autores, poetas y políticos (a menudo provenientes de movimientos progresistas, socialistas y anti-imperialistas) han creído esto. La conversión de la Izquierda Jacobina del siglo diecinueve en la Izquierda Nacional, la adopción más o menos intensa de programas nacionales en la Segunda y Tercera Internacional y las formas nacionalistas de las luchas de liberación en el mundo colonial y poscolonial, hasta las formas actuales de resistencia de las naciones a los procesos de globalización y las catástrofes que provocan: todo esto parece apoyar la opinión de que el Estado-nación proporciona una nueva dinámica más allá del desastre histórico y conceptual el Estado soberano moderno. 31
Tenemos otra perspectiva de la función de la nación, sin embargo, y desde nuestra visión la crisis de la modernidad permanece absolutamente abierta bajo el mando de la nación y el pueblo. Cuando desarrollamos nuestra genealogía del concepto de soberanía en Europa durante los siglos diecinueve y veinte, resulta evidente que la forma-Estado de la modernidad cae primero dentro de la forma-Estado-nación, y luego la forma-Estado-nación desciende a una serie de barbarismos totales. Cuando la lucha de clases reabre la mistificada síntesis de la modernidad en las primeras décadas del siglo veinte, demostrando otra vez la poderosa antitesis entre el Estado y la multitud, y entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción, esa antítesis condujo directamente a la guerra civil europea–guerra civil que fue encubierta bajo la forma de conflictos entre Estados-nación soberanos. 32 En la Segunda Guerra Mundial la Alemania Nazi junto con los diversos fascismos europeos se alzaron contra la Rusia socialista. Las naciones fueron presentadas como mistificaciones de los sujetos de clase en conflicto, o vallados entre ellos. Si la Alemania Nazi es el tipo ideal de transformación de la soberanía moderna en soberanía nacional y de su articulación bajo la forma capitalista, entonces la Rusia Stalinista es el tipo ideal de la transformación de los intereses populares y la lógica cruel que provino de ello en un proyecto de modernización nacional, movilizando para sus propios propósitos a las fuerzas productivas que buscaban la liberación del capitalismo.
Podemos analizar aquí la apoteosis nacional-socialista del concepto moderno de soberanía y su transformación en la soberanía nacional: nada podría demostrar más claramente la coherencia de este pasaje que la transferencia de poder desde la monarquía Prusiana hacia el régimen de Hitler, bajo los auspicios de la burguesía alemana. Este pasaje es bien conocido, como lo son la explosiva violencia de esta transferencia de poder, la obediencia ejemplar del pueblo alemán, su valor cívico y militar en el servicio a la nación, y las consecuencias secundarias que podríamos llamar, de modo abreviado, Auschwitz (como símbolo del holocausto judío) y Buchenwald (como símbolo del exterminio de comunistas, homosexuales, gitanos y otros). Dejemos este relato para otros escolares y desgracia de la historia.
Nos interesa más ahora el otro lado de la cuestión nacional en Europa durante este período. En otras palabras, ¿Qué sucedió realmente cuando el nacionalismo y el socialismo fueron de la mano en Europa? A fin de responder a esta pregunta debemos rever algunos momentos centrales de la historia del socialismo europeo. Particularmente debemos recordar que no mucho después de su aparición, entre mediados y fines del siglo diecinueve, la Internacional socialista se encontró con fuertes movimientos nacionalistas, y tras este enfrentamiento la pasión internacionalista original se evaporó rápidamente. Las políticas de los movimientos de trabajadores europeos más fuertes, en Alemania, Austria, Francia y, en especial, Inglaterra, alzaron de inmediato las banderas del interés nacional. El reformismo socialdemócrata se invistió totalmente de este compromiso concebido en el nombre de la nación–un compromiso entre intereses de clase, es decir, entre el proletariado y ciertos estratos de la estructura burguesa hegemónica en cada país. Y ni mencionemos la innoble historia de traiciones de algunos segmentos del movimiento de trabajadores europeos apoyando los emprendimientos imperialistas de los Estados-nación de Europa, ni la locura imperdonable que unió a los diversos reformismo europeos en la aceptación de conducir a las masas a la muerte en la Primera Guerra Mundial.
Los reformismos socialdemócratas tienen teorías adecuadas para estas posturas. Diversos profesores socialdemócratas austriacos las inventaron, contemporáneos del Conde Leinsdorf de Musil. En la idílica atmósfera alpina de Kakania, en el gentil clima intelectual de aquel “retorno a Kant”, profesores como Otto Bauer insistieron sobre la necesidad de considerar a la nacionalidad como el elemento fundamental de la modernización. 33 De hecho, ellos creían que del enfrentamiento entre la nacionalidad (definida como comunidad de carácter) y el desarrollo capitalista (entendido como sociedad) emergería una dialéctica que en su despliegue favorecería eventualmente al proletariado y su progresiva hegemonía en la sociedad. Este programa ignoraba el hecho que el concepto de Estado-nación no es divisible sino orgánico, no trascendental pero trascendente, e incluso en su trascendencia está construido para oponerse a cada tendencia por parte del proletariado para reapropiarse de espacios sociales y riqueza social. ¿Qué puede entonces significar la modernización si está atada fundamentalmente a la reforma del sistema capitalista y hostil a la apertura de cualquier proceso revolucionario? Estos autores celebraron a la nación sin querer pagar el precio de esta celebración. O, mejor aún, la celebraron mientras mistificaban el poder destructivo del concepto de nación. Dada esta perspectiva, el apoyo a los proyectos imperialistas y la guerra ínter imperialista fueron posiciones lógicas e inevitables para el reformismo socialdemócrata.
También el bolcheviquismo entró en el terreno de la mitología nacionalista, en especial mediante el festejado panfleto prerrevolucionario de Stalin sobre el marxismo y la cuestión nacional. 34 De acuerdo con Stalin, las naciones son inmediatamente revolucionarias, y revolución significa modernización: el nacionalismo es una etapa ineludible del desarrollo. En la interpretación de Stalin, sin embargo, como el nacionalismo se vuelve socialismo, el socialismo se vuelve Rusia, e Iván el Terrible debe yacer en la tumba junto a Lenin. La Internacional Comunista se transformó en una asamblea de las “quintas columnas” de los intereses nacionales rusos. La noción de revolución comunista–el espectro deterritorializador que recorrió Europa y el mundo, y que desde la Comuna de París hasta 1917 en San Petersburgo y hasta la Larga Marcha de Mao pretendió agrupar a desertores, partisanos internacionalistas, obreros huelguistas e intelectuales cosmopolitas–se transformó finalmente en un régimen reterritorializante de soberanía nacional. Es una trágica ironía que el socialismo nacionalista en Europa viniera a tomar la forma del nacional-socialismo. Y esto no se debe a que “los extremos se unen”, como gustan pensar algunos liberales, sino a que la máquina abstracta de la soberanía nacional está en el corazón de ambos.
Cuando en medio de la Guerra Fría se introdujo el concepto de totalitarismo en la ciencia política, sólo tocó elementos extrínsecos de la cuestión. En sus formas más coherentes el concepto de totalitarismo fue usado para denunciar la destrucción de la esfera pública democrática, la continuación de las ideologías Jacobinas, las formas extremas de nacionalismo racista, y la negación de las fuerzas del mercado. Sin embargo, el concepto de totalitarismo debería profundizar mucho más en los fenómenos reales y dar al mismo tiempo una mejor explicación de ellos. De hecho, el totalitarismo no sólo consiste en totalizar los efectos de la vida social y subordinarlos a una norma disciplinaria total, sino también en la negación de la misma vida social, la erosión de sus cimientos, y la extirpación teórica y práctica de la misma posibilidad de existencia de la multitud. Lo totalitario es la fundación orgánica y la fuente unificada de la sociedad y el estado. La comunidad no es una creación colectiva dinámica sino un mito primordial fundacional. Una noción originaria del pueblo instituye una identidad que homogeneiza y purifica la imagen de la población mientras bloquea las interacciones constructivas de las diferencias existentes al interior de la multitud.
Sieyés vio el embrión del totalitarismo ya en las concepciones del siglo dieciocho de la soberanía nacional y popular, concepciones que preservaban efectivamente el poder de la monarquía, transfiriéndolo a la soberanía nacional. Él vislumbró el futuro de lo que podría denominarse democracia totalitaria. 35 Durante el debate sobre la Constitución del Año III de la Revolución Francesa, Sieyés denunció los “males planes para una re–total [ré–total] en lugar de una re–pública [ré–publique], que serán fatales para la libertad y ruinosos para los ámbitos público y privado”. 36 El concepto de nación y las prácticas de nacionalismo son colocados en el camino, desde un principio, no para la república sino la la “re-total”, la cosa total, es decir, la codificación totalitaria de la vida social.
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