Un punto de encuentro para las alternativas sociales

La multitud contra el imperio Sección 3 del capítulo 4 del libro Imperio

Michael Hardt, Toni Negri

Traducción Eduardo Sadier

De la edición de Harvard Universsity Press, Cambridge, Massachussets, 2000

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Las grandes masas necesitan de una religión material de los sentidos [eine sinnliche Religion]. No sólo las grandes masas sino también los filósofos la necesitan. Monoteísmo de la razón y el corazón, politeísmo de la imaginación y el arte, esto es lo que necesitamos…Debemos tener una nueva mitología, pero esta mitología deberá estar al servicio de las ideas. Deberá ser una mitología de la razón. Das älteste Systemprogramm des deutschen idealismus, Por Hegel, Hölderlin o Schelling No nos falta comunicación, al contrario, tenemos demasiada. Nos falta creación. Nos falta resistencia al presente. Gilles Deleuze y Félix Guattari

El poder imperial ya no puede resolver el conflicto de las fuerzas sociales mediante esquemas que desplacen los términos del conflicto. Los conflictos sociales que constituyen la política se confrontan entre ellos directamente, sin ningún tipo de mediación. Esta es la novedad esencial de la situación imperial. El Imperio crea un potencial para la revolución mucho mayor que el de los regímenes modernos de poder, porque nos presenta, a lo largo de la máquina de comando, frente a una alternativa: el conjunto de todos los explotados y subyugados, una multitud directamente opuesta al Imperio, sin mediación entre ellos. En este punto, entonces, como dice San Agustín, nuestra tarea es discutir, con lo mejor de nuestros poderes, “el ascenso, el desarrollo y el fin destinado de las dos ciudades…que hallamos…entretejidas…y mezcladas entre sí”. 1 Ahora, tras habernos ocupado extensamente del Imperio, debemos abocarnos directamente a la multitud y su poder político potencial. Las Dos Ciudades Debemos investigar específicamente cómo puede la multitud volverse un sujeto político en el contexto del Imperio. Podemos reconocer ciertamente la existencia de la multitud desde la perspectiva de la constitución del Imperio, pero desde esa perspectiva la multitud puede aparecer como generada y sostenida por el comando imperial. En el nuevo Imperio posmoderno no hay un Emperador Caracalla que le garantice la ciudadanía a todos los sujetos formando así la multitud como un sujeto político. La formación de la multitud de productores explotados y subyugados puede verse más claramente en la historia de las revoluciones del siglo veinte. Entre las revoluciones comunistas de 1917 y 1949, las grandes luchas antifascistas de los ´30 y los ´40, y las numerosas luchas de liberación de los ´60 hasta las de 1989, nacieron las condiciones para la ciudadanía de la multitud, se extendieron y consolidaron. Lejos de haber sido derrotadas, cada revolución del siglo veinte impulsó hacia delante y transformó los términos del conflicto de clases, instalando las condiciones de una nueva subjetividad política, una multitud insurgente contra el poder imperial. El ritmo que han establecido los movimientos revolucionarios es el golpe del nuevo aetas, una nueva madurez y metamorfosis de los tiempos. La constitución del Imperio no es la causa sino la consecuencia del ascenso de estos nuevos poderes. No debe sorprender, entonces, que al Imperio, pese a sus esfuerzos, le resulte imposible construír un sistema de derecho adecuado a la nueva realidad de la globalización de las relaciones económicas y sociales. Esta imposibilidad (que sirvió de punto de partida para nuestro argumento en la Sección 1.1) no se debe a la amplia extensión del campo de la regulación; tampoco es el resultado simple del dificultoso pasaje desde el viejo sistema de ley pública internacional hacia el nuevo sistema imperial. Esta imposibilidad se explica, en realidad, por la naturaleza revolucionaria de la multitud, cuyas luchas han producido el Imperio como una inversión de su propia imagen, y que ahora representa en este nuevo escenario una fuerza incontenible y un exceso de valor con respecto a toda forma de derecho y ley. Para confirmar esta hipótesis es suficiente con mirar al desarrollo contemporáneo de la multitud y explayarse en la vitalidad de sus expresiones actuales. Cuando la multitud trabaja produce autónomamente y reproduce la totalidad del mundo de la vida. Producir y reproducir autónomamente significa construir una nueva realidad ontológica. Efectivamente: trabajando, la multitud se produce a sí misma como singularidad. Una singularidad que establece un nuevo lugar en el no-lugar del Imperio, una singularidad que es una realidad producida por la cooperación, representada por la comunidad lingüística y desarrollada por los movimientos de hibridización. La multitud afirma su singularidad invirtiendo la ilusión ideológica de que todos los humanos en las superficies globales del mercado mundial son intercambiables. Poniendo sobre sus pies a la ideología del mercado, la multitud promueve mediante su trabajo las singularizaciones biopolíticas de grupos y conjuntos de humanidad, en todos y cada nodo de intercambio global. Las luchas de clase y los procesos revolucionarios del pasado socavaron los poderes políticos de pueblos y naciones. El preámbulo revolucionario que se escribió durante los siglos diecinueve y veinte ha preparado la nueva configuración subjetiva del trabajo que llega para ser realizada hoy. La cooperación y la comunicación entre todas las esferas de la producción biopolítica definen una nueva singularidad productiva. La multitud no se forma simplemente arrojando y mezclando indiferentemente naciones y pueblos; es el poder singular de una nueva ciudad. En este punto puede objetarse, con buenas razones, que todo esto no alcanza aún para establecer a la multitud como un sujeto político propiamente dicho, ni mucho menos como un sujeto con el potencial de controlar su propio destino. Esta objeción, sin embargo, no representa un obstáculo insuperable, pues el pasado revolucionario y las capacidades productivas cooperativas contemporáneas, mediante las cuales se transcriben y reformulan continuamente las características antropológicas de la multitud, no pueden revelar un telos, una afirmación material de la liberación. En el mundo antiguo Plotino enfrentó algo similar a esta situación: “Volemos entonces a la amada Madre Patria”: este es el mejor consejo…La Madre Patria para nosotros es Allí de donde venimos, y Allí está el Padre. ¿Cuál será entonces nuestro rumbo, cuál el modo de volar? Esta no es jornada para nuestros pies; los pies sólo nos llevan de tierra en tierra; tampoco necesitas de un carro o nave para llevarte; todo este orden de cosas debes dejarlas a un lado y negarte a verlas: debes cerrar los ojos y llamar a otro tipo de visión que deberá despertarse dentro tuyo, una visión, el inicio de todo, que pocos tendrán.2 Es así cómo los antiguos místicos expresaban el nuevo telos. La multitud actual, sin embargo, reside en las superficies imperiales donde no hay Dios Padre ni trascendencia. En lugar de ello está nuestro trabajo inmanente. La teleología de la multitud es teúrgica: consiste en la posibilidad de dirigir las tecnologías y la producción hacia su propio júbilo y el incremento de su poder. La multitud no tiene motivos para buscar fuera de su propia historia y de su propio poder productivo actual los medios necesarios para alcanzar su constitución como sujeto político. Así comienza a formarse una mitología material de la razón, y está construida en los lenguajes, tecnologías y todos los medios que constituyen el mundo de la vida. Es una religión material de los sentidos que separan a la multitud de todo residuo de poder soberano y de todo “largo brazo” del Imperio. La mitología de la razón es la articulación simbólica e imaginativa que permite a la ontología de la multitud expresarse a sí misma como actividad y conciencia. La mitología de los lenguajes de la multitud interpreta el telos de una ciudad terrenal, llevada por el poder de su propio destino a no pertenecer ni estar sujeta a una ciudad de Dios, que ha perdido todo honor y legitimidad. A las mediaciones metafísicas y trascendentes, a la violencia y corrupción, se le opone, entonces, la constitución absoluta del trabajo y la cooperación, la ciudad terrenal de la multitud. Infinitos Caminos (El derecho a la Ciudadanía Global) La constitución de la multitud aparece primeramente como un movimiento espacial que constituye a la multitud en un espacio sin límites. La movilidad de las mercancías, y por lo tanto de esa mercancía especial que es la fuerza de trabajo, ha sido presentada por el capitalismo desde sus comienzos como la condición fundamental de la acumulación. La clase de movimientos de individuos, grupos y poblaciones que hallamos hoy en el Imperio, sin embargo, no pueden ser subyugados totalmente a las leyes de la acumulación capitalista-a cada momento sobrepasan y rompen los límites de la medida. Los movimientos de la multitud diseñan nuevos espacios, y sus jornadas establecen nuevas residencias. Es el movimiento autónomo el que define el espacio propio de la multitud. Cada vez menos podrán los pasaportes y documentos legales regular nuestros movimientos a través de las fronteras. Una nueva geografía es establecida por la multitud mientras los flujos productivos de los cuerpos definen nuevos ríos y puertos. Las ciudades de la Tierra se transformarán en grandes depósitos de humanidad cooperadora y locomotoras de la circulación, residencias temporales y redes de distribución masiva de la viviente humanidad. Mediante la circulación la multitud se reapropia de espacio, constituyéndose a sí misma como sujeto activo. Cuando miramos más de cerca cómo opera este proceso constitutivo de la subjetividad, podemos ver que los nuevos espacios son descritos por topologías inusuales, por rizomas subterráneos e incontenibles-por mitologías geográficas que marcan los nuevos caminos del destino. Con frecuencia estos movimientos cuestan terribles sufrimientos, pero hay en ellos un deseo de liberación que no se sacia excepto por la reapropiación de nuevos espacios, alrededor de los cuales se construyen nuevas libertades. En todo lugar donde estos movimientos llegan, y a lo largo de todos sus caminos, determinan nuevas formas de vida y cooperación-en todo lugar en el que crean esa riqueza que el capitalismo parasitario posmoderno no sabría de que otro modo succionar de la sangre del proletariado, porque la actual creciente producción tiene lugar en el movimiento y la cooperación, en el éxodo y la comunidad. ¿Sería posible imaginar a la agricultura y las industrias de servicios de Estados Unidos sin el trabajo inmigrante mexicano, o al petróleo árabe sin palestinos y paquistaníes? Más aún, ¿dónde estarían los grandes sectores innovadores de la producción inmaterial, desde el diseño a la moda, y desde la electrónica a la ciencia en Europa, Estados Unidos y Asia, sin el “trabajo ilegal” de las grandes masas, movilizadas hacia los radiantes horizontes de la riqueza y la libertad capitalista? Las migraciones masivas se han vuelto necesarias para la producción. Cada camino está forjado, mapeado y transitado. Pareciera que cuanto más intensamente es transitado y cuanto más sufrimiento se deposita en él, más se vuelve productivo cada camino. Estos caminos son los que sacan a la “ciudad terrenal” de la nube y confusión que el Imperio vuelca sobre ella. Este es el modo en que la multitud gana poder para afirmar su autonomía, desplazándose y expresándose a través de un aparato de extensa reapropiación territorial transversal. Reconocer la autonomía potencial de la multitud móvil, sin embargo, sólo señala hacia la cuestión real. Lo que necesitamos comprender es cómo la multitud es reorganizada y redefinida como un poder político positivo. Hasta este momento hemos podido describir la existencia potencial de este poder político en términos meramente formales. Sería un error detenernos aquí, sin avanzar en investigar las formas maduras de la conciencia y organización política de la multitud, sin reconocer cuan poderosa ya es en estos movimientos territoriales de la fuerza de trabajo del Imperio. ¿Cómo podremos reconocer (y revelar) una tendencia política constituyente dentro y más allá de la espontaneidad de los movimientos de la multitud? Esta cuestión puede ser abordada inicialmente desde el otro lado, considerando las políticas del Imperio que reprimen dichos movimientos. El Imperio no sabe realmente cómo controlar estos caminos, y sólo puede intentar criminalizar a aquellos que los transitan, aún cuando los movimientos sean requeridos por la propia producción capitalista. Las líneas de migración que corren desde Sur a Norte América son obstinadamente denominadas por los nuevos zares de la droga “la ruta de la cocaína”; o mejor aún, las articulaciones del éxodo desde el Norte de África y el África Sub-Sahariana son tratadas por los líderes europeos como “vías del terrorismo”; o mejor aún, las poblaciones forzadas a huír a través del Océano Índico son reducidas a la esclavitud en la “Arabia félix”; y la lista continúa. Y continúan los flujos de población. El Imperio debe restringir y aislar los movimientos espaciales de la multitud a fin de impedir que ganen legitimidad política. Es extremadamente importante desde este punto de vista que el Imperio utilice sus poderes para manejar y orquestar las variadas fuerzas del nacionalismo y el fundamentalismo (ver Secciones 2.2 y 2.4). Y no es menos importante que el Imperio despliegue sus poderes militares y políticos para volver al orden a los rebeldes e indomables. 3 Sin embargo, estas prácticas imperiales, por sí mismas aún no inciden sobre la tensión política que corre a través de los movimientos espontáneos de la multitud. Todas estas acciones represivas permanecen esencialmente externas a la multitud y sus movimientos. El Imperio sólo puede aislar, dividir y segregar. El capital imperial ataca, de hecho, a los movimientos de la multitud con una determinación incansable: patrulla los mares y las fronteras; dentro de cada país divide y segrega; y en el mundo del trabajo refuerza los clivajes y divisiones de raza, género, lenguaje, cultura y demás. Incluso entonces, sin embargo, debe ser cuidadoso para no restringir demasiado la productividad de la multitud, pues el Imperio también depende de este poder. Se deberá permitir que los movimientos de la multitud se expandan cada vez más por la escena mundial, y los intentos de reprimir a la multitud son realmente paradójicas manifestaciones invertidas de su fuerza. Esto nos devuelve a nuestra tarea fundamental: ¿cómo pueden volverse políticas las acciones de la multitud? ¿Cómo puede la multitud organizar y concentrar sus energías contra la represión y las incesantes segmentaciones territoriales del Imperio? La única respuesta que podemos dar a estas preguntas es que la acción de la multitud se torna política principalmente cuando comienza a confrontar, directamente y con una conciencia adecuada, a las acciones represivas centrales del Imperio. Es cuestión de reconocer y entrar en lucha con las iniciativas imperiales, no permitiéndoles reestablecer continuamente el orden; es cuestión de cruzar y romper los límites y segmentaciones que se le imponen a la nueva fuerza laboral colectiva; es cuestión de unificar estas experiencias de resistencia y esgrimirlas contra los nervios centrales del comando imperial. Esta tarea de la multitud, aunque está clara en el ámbito conceptual, es aún muy abstracta. ¿Qué prácticas concretas y específicas animarán este proyecto político? No podemos decirlo en este momento. Lo que sí podemos ver, sin embargo, es un primer elemento de un programa político para la multitud global, una primera demanda política: ciudadanía global. Durante las demostraciones de 1996 a favor de los sans papier, los extranjeros indocumentados residentes en Francia, las pancartas demandaban “Papiers pour tous!” Papeles de residencia para todos significa en primer lugar que todos deben tener plenos derechos de ciudadanía en el país en el que viven y trabajan. Esta no es una demanda política utópica o irreal. La demanda es, simplemente, que el status jurídico de la población se reforme de acuerdo con las transformaciones económicas reales de los últimos años. El propio capital ha demandado la creciente movilidad de la fuerza de trabajo y las continuas migraciones a través de las fronteras nacionales. La producción capitalista en las regiones más dominantes (en Europa, Estados Unidos y Japón, y también en Singapur, Arabia Saudita, y todas partes) es altamente dependiente del influjo de trabajadores desde las regiones subordinadas del mundo. Por lo tanto, la demanda política es que el hecho existente de la producción capitalista sea reconocido jurídicamente y que a todos los trabajadores se les otorguen plenos derechos de ciudadanía. Esta demanda política insiste en la posmodernidad sobre el fundamental principio constitucional moderno que une el derecho con el trabajo, recompensando por ello con la ciudadanía al trabajador que crea capital. Esta demanda puede ser configurada también de un modo más general y radical con respecto a las condiciones posmodernas del Imperio. Si en un primer momento la multitud demanda que cada Estado reconozca jurídicamente a las migraciones necesarias para el capital, en un segundo momento debe demandar control sobre los propios movimientos. La multitud debe poder decidir si, cuándo y dónde se mueve. También debe tener el derecho de quedarse inmóvil y disfrutar de un lugar en vez de ser forzada a moverse continuamente. El derecho general a controlar su propio movimiento es la demanda final por la ciudadanía global. Esta demanda es radical en tanto que desafía al aparato fundamental del control imperial sobre la producción y la vida de la multitud. La ciudadanía global es el poder de la multitud para reapropiarse del control sobre el espacio, y con ello diseñar la nueva cartografía. Tiempo y Cuerpo (El derecho a un Salario Social) Además de las dimensiones espaciales que hemos considerado, múltiples elementos emergen de los infinitos caminos de la multitud móvil. En particular, la multitud se apodera el tiempo y construye nuevas temporalidades, que podemos reconocer observando las transformaciones del trabajo. La comprensión de esta construcción de nuevas temporalidades nos ayudará, asimismo, a ver cómo la multitud posee el potencial de tornar su acción coherente como una tendencia política real. Las nuevas temporalidades de producción biopolítica no pueden ser entendidas en los marcos de las concepciones tradicionales del tiempo. Aristóteles definía al tiempo por la medida del movimiento entre un antes y un después. Esta definición de Aristóteles poseyó el enorme mérito de separar la definición de tiempo de la experiencia individual y del espiritualismo. El tiempo es una experiencia colectiva que se incorpora y vive en los movimientos de la multitud. Aristóteles, sin embargo, procedió a reducir este tiempo colectivo determinado por la experiencia de la multitud a un patrón de medida trascendente. A lo largo de la metafísica Occidental, desde Aristóteles hasta Kant y Heidegger, el tiempo ha sido ubicado continuamente en esta morada trascendente. En la modernidad, la realidad no era concebible sino como medida, y la medida a su vez, no era concebible sino como un (real o formal) a priori que acorralaba al ser dentro de un orden trascendente. Sólo en la posmodernidad ha habido una ruptura real con esta tradición-ruptura no con el primer elemento de la definición Aristotélica del tiempo en cuanto constitución colectiva, sino con la segunda configuración trascendente. En la posmodernidad, en realidad, el tiempo ya no está determinado por ninguna medida trascendente, por ningún a priori: el tiempo pertenece directamente a la existencia. Es aquí donde se quiebra la tradición Aristotélica de la medida. De hecho, desde nuestra perspectiva, el trascendentalismo de la temporalidad es destruido más decisivamente por la circunstancia que es ahora imposible medir el trabajo, ya sea por convención o por cálculo. El tiempo regresa enteramente bajo la existencia colectiva, y por ello reside dentro de la cooperación de la multitud. Mediante la cooperación, la existencia colectiva y las redes comunicativas que se forman y reforman dentro de la multitud, el tiempo es reapropiado en el plano de la inmanencia. No se le otorga un a priori, sino que lleva la marca de la acción colectiva. La nueva fenomenología del trabajo de la multitud revela al trabajo como la actividad creativa fundamental que, mediante la cooperación va más allá de todo obstáculo impuesto sobre ella, y re-crea constantemente al mundo. Por ello, el tiempo puede ser definido como la inconmen-surabilidad del movimiento entre un antes y un después, un proceso inmanente de constitución. 4 Los procesos de constitución ontológica se despliegan durante los movimientos colectivos de cooperación, a través de las nuevas tramas tejidas por la producción de subjetividad. Es en este sitio de constitución ontológica donde el nuevo proletariado aparece como un poder constituyente. Este en un nuevo proletariado y no una nueva clase trabajadora industrial. Esta distinción es fundamental. Como hemos explicado antes, “proletariado” es el concepto general que define a todos aquellos cuyo trabajo es explotado por el capital, toda la multitud cooperativa (Sección 1.3). La clase trabajadora industrial representa sólo un momento parcial en la historia del proletariado y sus revoluciones, en el período en que el capital era capaz de reducir el valor a la medida. En aquel período parecía como que sólo el trabajo de los trabajadores asalariados era productivo, y por lo tanto todos lo demás segmentos del trabajo aparecían como meramente reproductivos e incluso improductivos. Sin embargo, en el contexto biopolítico del Imperio, la producción de capital converge cada vez más con la producción y reproducción de la misma vida social; y por ello es cada vez más difícil mantener las distinciones entre trabajo productivo, reproductivo e improductivo. El trabajo-material o inmaterial, intelectual o corporal-produce y reproduce la vida social, y en ese proceso es explotado por el capital. Este amplio panorama de producción biopolítica nos permite reconocer la generalidad total del concepto de proletariado. La indistinción progresiva entre producción y reproducción en el contexto biopolítico también subraya nuevamente la inconmensurabilidad del tiempo y el valor. A medida que el trabajo se mueve hacia fuera de las paredes de las fábricas, es cada vez más difícil mantener la ficción de cualquier medida de la jornada laboral, y mediante ello separar al tiempo de producción del tiempo de reproducción, o al tiempo de trabajo del tiempo de ocio. No hay relojes para fichar la hora en el terreno de la producción biopolítica; el proletariado produce en toda su generalidad en todas partes durante todo el día. Esta generalidad de la producción biopolítica deja en evidencia una segunda demanda política de la multitud: un salario social y un ingreso garantizado para todos. El salario social se opone, primeramente, al salario familiar, esa arma fundamental de la división sexual del trabajo por la cual el salario pagado por el trabajo productivo del trabajador varón es concebido también como pago por el trabajo reproductivo no asalariado de la mujer del trabajador y sus dependientes en el hogar. Este salario familiar mantiene el control familiar firmemente en las manos del varón ganador de salario y perpetúa un falso concepto sobre cual trabajo es productivo y cual no lo es. A medida que la distinción entre trabajo productivo y reproductivo se desvanece, así también se desvanece la legitimación del salario familiar. El salario social se extiende mucho más allá de la familia, hacia toda la multitud, incluso a aquellos que están desempleados, porque toda la multitud produce, y su producción es necesaria desde la perspectiva del capital social total. En el pasaje a la posmodernidad y la producción biopolítica, la fuerza de trabajo se ha vuelto crecientemente colectiva y social. Ya no es posible sostener el viejo slogan “a igual trabajo igual paga” cuando el trabajo deja de ser individualizado y medible. La demanda de un salario se extiende a toda la población que demanda que toda actividad necesaria para la producción de capital sea reconocida con igual compensación, de tal modo que un salario social sea un ingreso garantizado. Una vez que la ciudadanía se extienda para todos, podremos llamar a este ingreso garantizado un ingreso ciudadano, debido a cada uno en tanto miembro de la sociedad. Telos (El Derecho a la Reapropiación) Desde que en la esfera imperial de biopoder producción y vida tienden a coincidir, la lucha de clases posee el potencial de erupcionar en todos los campos de la vida. El problema que debemos confrontar ahora es cómo pueden emerger instancias concretas de lucha de clases, y, más aún, cómo pueden conformar un programa de lucha coherente, un poder constituyente adecuado para la destrucción del enemigo y la construcción de una nueva sociedad. La pregunta es, realmente, cómo el cuerpo de la multitud puede configurarse a sí mismo como un telos. El primer aspecto del telos de la multitud tiene que ver con los sentidos del lenguaje y la comunicación. Si la comunicación se ha vuelto crecientemente el tejido de la producción, y si la cooperación lingüística se ha vuelto crecientemente la estructura de la corporalidad productiva, entonces el control sobre el sentido y significado lingüístico y las redes de comunicación se vuelve una cuestión central para la lucha política. Jürgen Habermas parece haber entendido este hecho, pero él garantizó las funciones liberadas del lenguaje y la comunicación sólo para individuos y segmentos aislados de la sociedad. 5 El pasaje a la posmodernidad y el Imperio prohíbe toda compar-timentalización del mundo de la vida, y presenta inmediatamente a la comunicación, la producción y la vida como un complejo todo, un lugar abierto de conflicto. Los teóricos y practicantes de la ciencia han ocupado largamente estos sitios de controversia, pero hoy toda la fuerza de trabajo (sea inmaterial o material, intelectual o manual) está ocupada en luchas sobre los sentidos del lenguaje y en contra de la colonización de la socialidad comunicativa por el capital. Todos los elementos de corrupción y explotación nos son impuestos por los regímenes lingüísticos y comunicativos de producción: destruirlos en palabras es tan urgente como hacerlo en hechos. Esto no es realmente cuestión de ideología crítica, si por ideología aún entendemos un reino superestructural de ideas y lenguaje, externo a la producción. En realidad: en la ideología del régimen imperial, la crítica se vuelve tanto crítica de la economía política como de la experiencia vivida. ¿Cómo pueden ser orientados diferentemente el sentido y el significado, u organizados en aparatos comunicativos alternativos, coherentes? ¿Cómo podemos descubrir y dirigir las líneas preformativas de conjuntos lingüísticos y redes comunicativas que crean el tejido de la vida y la producción? El conocimiento deberá volverse acción lingüística y la filosofía una verdadera reapropiación del conocimiento. 6 En otras palabras, el conocimiento y la comunicación deberán constituir la vida mediante la lucha. Un primer aspecto del telos aparece cuando, mediante la lucha de la multitud, se desarrollan los aparatos que unen la comunicación con los modos de vida. A cada lenguaje y red comunicativa le corresponde un sistema de máquinas, y la cuestión de las máquinas y su uso nos permite reconocer un segundo aspecto del telos de la multitud, que se integra al primero y lo continúa. Sabemos bien que las máquinas y las tecnologías no son entidades neutras e independientes. Son herramientas biopolíticas desplegadas en regímenes específicos de producción, que facilitan ciertas prácticas y prohíben otras. Los procesos de construcción del nuevo proletariado que hemos venido siguiendo traspasan un umbral fundamental cuando la multitud se reconoce a sí misma como maquínica, cuando concibe la posibilidad de un nuevo uso de las máquinas y la tecnología en el cual el proletariado no esté subsumido como “capital variable”, como una parte interna de la producción de capital, sino que sea un agente autónomo de producción. En el pasaje de la lucha sobre el sentido del lenguaje a la construcción de un nuevo sistema de máquinas, el telos gana mayor consistencia. Este segundo aspecto del telos sirve para que aquello que se construyó en el lenguaje se vuelva una durable progresión corporal de deseo en libertad. La hibridización del humano y la máquina ya no es un proceso que tiene lugar en los márgenes de la sociedad; en realidad es un episodio fundamental en el centro de la constitución de la multitud y su poder. Como deben movilizarse enormes medios colectivos para esta mutación, el telos debe ser configurado como telos colectivo. Debe volverse real como sitio de encuentro entre sujetos y mecanismo de constitución de la multitud. 7 Este es el tercer aspecto de la serie de pasajes mediante los cuales se forma la teleología material del nuevo proletariado. Aquí, la conciencia y la voluntad, el lenguaje y la máquina, son llamadas a sostener la construcción colectiva de la historia. La demostración de este porvenir no puede consistir en nada más que la experiencia y experimentación de la multitud. Por lo tanto, el poder de la dialéctica, que imagina a lo colectivo formado mediante la mediación antes que por constitución, ha sido definitivamente disuelto. La construcción de la historia es, en este sentido, la construcción de la vida de la multitud. El cuarto aspecto tiene que ver con la biopolítica. La subjetividad del trabajo viviente revela, simple y directamente en la lucha sobre los sentidos del lenguaje y la tecnología, que cuando hablamos de medios colectivos de constitución de un nuevo mundo, hablamos de la conexión entre el poder de la vida y su organización política. Aquí lo político, lo social, lo económico y lo vital moran juntos. Están totalmente interrelacionados y son completamente intercambiables. Las prácticas de la multitud invisten este horizonte unitario y complejo-que es al mismo tiempo ontológico e histórico. Es aquí donde la trama biopolítica se abre al poder constituyente, constitutivo. El quinto y último aspecto, entonces, trata directamente con el poder constituyente de la multitud-es decir, con el producto de la imaginación creativa de la multitud que configura su propia constitución. Este poder constituyente posibilita la continua apertura a un proceso de transformaciones radicales y progresivas. Vuelve concebibles a la igualdad y la solidaridad, esas frágiles demandas que fueron fundamentales pero permanecieron abstractas durante toda la historia de las constituciones modernas. No debe sorprendernos que la multitud posmoderna derive de la Constitución norteamericana, que le posibilitó ser, por encima y en contra de todas las otras constituciones, una constitución imperial: su noción de una ilimitada frontera de libertad y su definición de una espacialidad y temporalidad abiertas, célebres en un poder constituyente. Este nuevo rango de posibilidades no garantiza en modo alguno lo que habrá de llegar. Y sin embargo, pese a esas reservas, hay algo real que presagia un próximo futuro: el telos que podemos sentir latiendo, la multitud que construímos dentro del deseo. Ahora podemos formular una tercera demanda política de la multitud: el derecho a la reapropiación. El derecho a la reapropiación es, primeramente, el derecho a la reapropiación de los medios de producción. Los socialistas y comunistas han demandado largamente que el proletariado tenga libre acceso y control sobre las máquinas y materiales que utilizan para producir. En el contexto de la producción inmaterial y biopolítica, sin embargo, esta demanda tradicional toma un nuevo aspecto. La multitud no sólo usa máquinas para producir, sino que también se vuelve crecientemente maquínica, en tanto los medios de producción están cada vez más integrados en las mentes y cuerpos de la multitud. En este contexto, la reapropiación significa tener libre acceso y control sobre el conocimiento, la información, la comunicación y los afectos-puesto que estos son algunos de los medios primarios de producción biopolítica. Pero que estas máquinas productivas hayan sido integradas dentro de la multitud no significa que la multitud tenga control sobre ellas. Por el contrario, hace más viciosa e injuriosa su alineación. El derecho a la reapropiación es, realmente, el derecho de la multitud al auto-control y la auto-producción autónoma. Posse El telos de la multitud debe vivir y organizar su espacio político contra el Imperio, aún dentro de la “madurez de los tiempos” y las condiciones ontológicas que presenta el Imperio. Hemos visto cómo la multitud se mueve por infinitos caminos y toma formas corporales mediante la reapropiación del tiempo e hibridizando nuevos sistemas maquínicos. También hemos visto cómo se materializa el poder de la multitud dentro del vacío que necesariamente queda en el corazón del Imperio. Ahora es cuestión de instalar dentro de estas dimensiones el problema del volverse-sujeto de la multitud. En otras palabras, las condiciones virtuales deben ahora volverse reales en una figura concreta. En contra de la ciudad divina, la ciudad terrenal debe demostrar su poder como aparato de la mitología de la razón que organiza la realidad biopolítica de la multitud. El nombre que queremos utilizar para referirnos a la multitud en su autonomía política y su actividad productiva es el término latino posse-poder como verbo, como actividad. En el humanismo Renacentista la tríada esse-nosse-posse (ser-conocer-teniendo poder) representó el corazón metafísico de aquel paradigma filosófico constitutivo que fue entrar en la crisis a medida que la modernidad tomaba forma progresivamente. La filosofía europea moderna, en sus orígenes y en sus componentes creativos que no estaban subyugados al trascendentalismo, tendió continuamente a instalar la posse en el centro de la dinámica ontológica: posse es la máquina que enlaza juntos al conocimiento y el ser en un proceso constitutivo expansivo. Cuando el Renacimiento maduró y alcanzó el punto de conflicto con las fuerzas de la contrarrevolución, la posse humanística se transformó en fuerza y símbolo de resistencia, en la noción de inventio o experimentación de Bacon, la concepción de amor de Campanella, y la potentia utilizada por Spinoza. Posse es lo que pueden hacer un cuerpo y una mente. Precisamente porque continuó viviendo en resistencia, el término metafísico se volvió un término político. Posse se refiere al poder de la multitud y su telos, un poder incorporado de conocimiento y ser, siempre abierto a lo posible. Los grupos norteamericanos contempo-ráneos de rap han redescubierto el término “posse” como sustantivo para marcar la fuerza que define musical y literariamente al grupo, la diferencia singular de la multitud posmoderna. Por supuesto, la referencia más próxima para los raperos probablemente sea la posse comitatus del saber del Salvaje Oeste, el rudo grupo de hombres armados que estaban siempre listos para ser autorizados por el sheriff a cazar a los fuera de la ley. Esta fantasía americana de vigilantes y forajidos, sin embargo, no nos interesa demasiado. Es más interesante trazar hacia atrás una etimología más profunda y oculta del término. Nos parece que, tal vez, un extraño destino ha renovado la noción Renacentista y, con una pizca de locura, hecho merecedor nuevamente a este término de su alta tradición política. Desde esta perspectiva queremos hablar de posse y no de “res-publica”, porque lo público y la actividad de las singularidades que lo componen van más allá de todo objeto (res) y son constitucionalmente incapaces de ser acorralados allí. Por el contrario, las singularidades son productoras. Como la “posse” del Renacimiento, que estaba atravesada por el conocimiento y residía en la raíz metafísica del ser, ellas también estarán en el origen de la nueva realidad política que la multitud está definiendo en el vacío de la ontología imperial. Posse es la perspectiva que mejor nos permite entender a la multitud como subjetividad singular: posse constituye su modo de producción y su ser. Como en todos los procesos innovadores, el modo de producción que emerge es instalado contra las condiciones de las cuales debe liberarse. El modo de producción de la multitud es instalado contra la explotación en nombre del trabajo, contra la propiedad en nombre de la cooperación, y contra la corrupción en nombre de la libertad. Auto-valoriza los cuerpos en el trabajo, se reapropia de la inteligencia productiva mediante la cooperación, y transforma la existencia en libertad. La historia de la composición de clase y la historia de la militancia trabajadora demuestran la matriz de estas siempre nuevas, y aún así determinadas, reconfiguraciones de auto-valorización, cooperación y auto-organización política, como proyecto social efectivo. La primera etapa de una militancia obrera capitalista propiamente dicha, es decir, la fase de producción industrial que precedió el pleno despliegue de los regímenes Fordista y Taylorista, estuvo definida por la figura del trabajador profesional, el trabajador altamente calificado, organizado jerárquicamente en la producción industrial. La militancia implicaba principalmente transformar el poder específico de valorización del propio trabajo obrero y la cooperación productiva en un arma a ser utilizada en un proyecto de reapropiación, un proyecto en el cual la figura singular del poder productivo del trabajador fuera exaltada. Una república de consejos obreros era su slogan; un soviet de productores su telos; y la autonomía en la articulación de la modernización, su programa. El nacimiento de los sindicatos modernos y la construcción del partido de vanguardia corresponden, ambos, a este período de luchas obreras, y lo determinaron efectivamente. La segunda fase de militancia obrera capitalista, que corresponde al despliegue de los regímenes Fordista y Taylorista, fue definida por la figura del obrero masa. La militancia del obrero masa combinó su propia auto-valorizacion como rechazo del trabajo fabril y la extensión de su poder sobre todos los mecanismos de reproducción social. Su programa fue crear una alternativa real al sistema de poder capitalista. La organización de sindicatos de masa, la construcción del Estado de Bienestar, y el reformismo social-demócrata fueron resultados de las relaciones de fuerza definidos por el obrero masa y las sobredeterminaciones que le impuso al desarrollo capitalista. La alternativa comunista actuó en esta fase como un contrapoder dentro de los procesos del desarrollo capitalista. Hoy, en la fase de militancia obrera que corresponde a los regímenes post-Fordistas, informacionales, de producción, emerge la figura del obrero social. En la figura del obrero social son entretejidos los diversos hilos de la fuerza de trabajo inmaterial. Un poder constituyente que conecta la intelectualidad de masas y la auto-valorización en todas las arenas de la flexible y nomáde cooperación social productiva es el hecho del día. En otras palabras, el programa del obrero social es un proyecto de constitución. En la actual matriz productiva, el poder constituyente del trabajo puede expresarse como auto-valorización de lo humano (el derecho común de ciudadanía para todos en toda la esfera del mercado mundial); como cooperación (el derecho a comunicarse, construír lenguajes y controlar redes de comunicación); y como poder político, es decir, como constitución de una sociedad en la cual la base del poder esté definida por la expresión de las necesidades de todos. Esta es la organización del trabajador social y del trabajo inmaterial, una organización de poder político y productivo como unidad biopolítica manejada por la multitud, organizada por la multitud, dirigida por la multitud-la democracia absoluta en acción. La posse produce los cromosomas de su futura organización. Los cuerpos están en la primera línea en esta batalla, cuerpos que consolidan de modo irreversible los resultados de luchas pasadas e incorporan un poder que se ha ganado ontológicamente. La explotación no sólo debe ser negada desde la perspectiva de la práctica sino también anulada en sus premisas, en sus bases, arrancada de la génesis de la realidad. La explotación debe ser excluida de los cuerpos de la fuerza de trabajo inmaterial del mismo modo que de los conocimientos sociales y los afectos de reproducción (generación, amor, la continuidad de afinidades y relaciones comunitarias, etc.) que juntan al valor con el afecto en un mismo poder. La constitución de nuevos cuerpos, por fuera de la explotación, es una base fundamental del nuevo modelo de producción. El modo de producción de la multitud se reapropia de la riqueza del capital y también construye una nueva riqueza, articulada con los poderes de la ciencia y el conocimiento social mediante la cooperación. La cooperación anula el título de propiedad. En la modernidad, la propiedad privada fue legitimada a menudo por el trabajo, pero esta ecuación, si alguna vez tuvo algún sentido, hoy tiende a ser completamente destruida. Hoy, en la era de la hegemonía del trabajo cooperativo e inmaterial, la propiedad privada de los medios de producción es sólo una obsolescencia pútrida y tiránica. Las herramientas de producción tienden a ser recompuestas en la subjetividad colectiva y el afecto y la inteligencia colectiva de los trabajadores; los emprendimientos empresariales tienden a organizarse por la cooperación de sujetos en el intelecto general. La organización de la multitud como sujeto político, como posse, comienza así a aparecer en la escena mundial. La multitud es auto-organización biopolítica. Ciertamente, debe haber un momento en el que la reapropiación y auto-organización alcancen un umbral y configuren un evento real. Esto es cuando la política es verdaderamente afirmada-cuando la génesis se completa y la auto-valorización, la convergencia cooperativa de los sujetos y la administración proletaria de la producción se vuelvan un poder constituyente. Este es el punto cuando la república moderna deja de existir y emerge la posse posmoderna. Este es el momento fundacional de una fuerte ciudad terrenal, distinta de toda ciudad divina. La capacidad para construir espacios, temporalidades, migraciones y nuevos cuerpos, afirma su hegemonía mediante las acciones de la multitud contra el Imperio. La corrupción imperial ya está socavada por la productividad de los cuerpos, la cooperación y los diseños de productividad de la multitud. El único evento que aún aguardamos es la construcción, o mejor dicho, la insurgencia de una poderosa organización. La cadena genética se ha formado y establecido en la ontología, el andamiaje es continuamente construido y renovado por la nueva productividad cooperativa, y por ello aguardamos sólo la maduración del desarrollo político de la posse. No tenemos ningún modelo para ofrecer para este evento. Sólo la multitud, mediante su experimentación práctica, ofrecerá los modelos y determinará cuándo y cómo lo posible se volverá real. Militante En la era posmoderna, a medida que la figura del pueblo se disuelve, es el militante quien mejor expresa la vida de la multitud: el agente de la producción biopolítica y la resistencia contra el Imperio. Cuando hablamos del militante, no pensamos en algo parecido al triste, ascético agente de la Tercera Internacional cuya alma estaba profundamente permeada por la razón de Estado soviética, de igual modo que la voluntad del Papa estaba embebida en los corazones de los caballeros de la Sociedad de Jesús. No estamos pensando en nada como eso ni en nadie que actúe sobre la base del deber y la disciplina, que pretenda que sus acciones se deduzcan de un plan ideal. Por el contrario, nos referimos a alguien más parecido a los combatientes comunistas y libertadores de las revoluciones del siglo veinte, los intelectuales que fueron perseguidos y exiliados en el transcurso de las luchas antifascistas, los republicanos de la Guerra Civil española y los movimientos de resistencia europeos, y los guerreros de la libertad de todas las guerras anticoloniales y anti-imperialistas. Un ejemplo prototípico de esta figura revolucionaria es el agitador militante de los Trabajadores Industriales del Mundo. El Wobbly construyó asociaciones entre la gente trabajadora de abajo, mediante continua agitación, y al organizarlos posibilitó el desarrollo del pensamiento utópico y el conocimiento revolucionario. El militante fue el actor fundamental de la “larga marcha” de la emancipación del trabajo desde el siglo diecinueve hasta el veinte, la singularidad creativa de aquel movimiento colectivo gigantesco que fue la lucha de la clase trabajadora. En todo este largo período, la actividad del militante consistió, primero, en prácticas de resistencia en la fábrica y la sociedad contra la explotación capitalista. Consistió también, mediante y más allá de la resistencia, en la construcción colectiva y el ejercicio de un contrapoder capaz de destruir el poder del capitalismo, y oponerse a él con un programa alternativo de gobierno. En oposición al cinismo de la burguesía, a la alienación monetaria, a la expropiación de la vida, a la explotación del trabajo, a la colonización de los afectos, el militante organizó la lucha. La insurrección fue el orgulloso emblema del militante. Este militante fue repetidamente martirizado en la trágica historia de las luchas comunistas. A veces, aunque no a menudo, la estructura normal del Estado de derecho fue suficiente para las tareas represivas requeridas para destruir al contrapoder. Sin embargo, cuando no fueron suficientes, se invitó a los fascistas y los guardianes blancos del terror de Estado, o a las mafias negras al servicio de los capitalismos “democráticos”, a prestar su ayuda para reforzar las estructuras represivas legales. Hoy, tras tantas victorias capitalistas, luego que las esperanzas socialistas se han marchitado en la desilusión, y luego de que la violencia capitalista contra el trabajo se ha solidificado bajo el nombre del ultraliberalismo, ¿porqué aún emergen instancias de militancia, porqué se han profundizado las resistencias y porqué reemerge continuamente la lucha, con nuevo vigor? Debemos decir que esta nueva militancia no repite, simplemente, las fórmulas organizativas de la antigua clase trabajadora revolucionaria. Hoy el militante no puede ni siquiera pretender ser un representante, ni aún de las necesidades humanas fundamentales de los explotados. El militante político revolucionario actual, por el contrario, debe redescubrir la que ha sido siempre su propia forma: no la actividad representativa sino la constituyente. Hoy la militancia es una actividad innovadora, constructiva y positiva. Esta es la forma en la que nosotros y todos aquellos que se rebelan contra el mando del capital hoy nos reconocemos como militantes. Los militantes resisten el comando imperial de un modo creativo. En otras palabras, la resistencia está unida inmediatamente con una inversión constitutiva en la esfera biopolítica y con la formación de aparatos cooperativos de producción y comunidad. Aquí está la fuerte novedad de la militancia actual: repite las virtudes de la acción insurreccional de doscientos años de experiencia subversiva, pero al mismo tiempo está unido a un nuevo mundo, un mundo que no tiene exterior. Sólo conoce un interior, una participación vital e ineludible en el conjunto de estructuras sociales, sin posibilidad de trascenderlas. Este interior es la cooperación productiva de la intelectualidad de masas y las redes afectivas, la productividad de la biopolítica posmoderna. Esta militancia transforma la resistencia en contrapoder y cambia la rebelión en un proyecto de amor. Hay una antigua leyenda que puede servir para ilustrar la vida futura de la militancia comunista: la de San Francisco de Asís. Consideremos su obra. Para denunciar la pobreza de la multitud adoptó esa condición común y descubrió allí el poder ontológico de una nueva sociedad. El militante comunista hace lo mismo, identificando en la condición común de la multitud su enorme riqueza. Francisco, oponiéndose al naciente capitalismo, rechazó toda disciplina instrumental, y en oposición a la mortificación de la carne (en la pobreza y el orden constituido) sostuvo una vida gozosa, incluyendo a todos los seres y a la naturaleza, los animales, la hermana luna, el hermano sol, las aves del campo, los pobres y explotados humanos, juntos contra la voluntad del poder y la corrupción. Una vez más, en la posmodernidad nos hallamos en la situación de Francisco, levantando contra la miseria del poder la alegría de ser. Esta es una revolución que ningún poder logrará controlar-porque biopoder y comunismo, cooperación y revolución, permanecen juntos, en amor, simplicidad, y también inocencia. Esta es la irreprimible alegría y gozo de ser comunistas.

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Soberanía del Estado-nación Apartado 2 del capítulo 2, “Pasajes de Soberanía” del libro Imperio

Michael Hardt, Toni Negri

Traducción Eduardo Sadier

De la edición de Harvard Universsity Press, Cambridge, Massachussets, 2000

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¡Extranjeros, por favor no nos dejen solos con los franceses! Graffiti en París, 1995 Creímos que estábamos muriendo por la patria. Pero pronto comprendimos que lo hacíamos por las bóvedas bancarias. Anatole France

A medida que la modernidad europea fue tomando forma, se construyeron máquinas de poder para responder a sus crisis, en continua búsqueda de un excedente que pudiera resolver o al menos contener la crisis. En la sección previa hemos trazado el camino de una respuesta a la crisis, que condujo al desarrollo del moderno Estado soberano. El segundo enfoque se centra en el concepto de nación, un desarrollo que presupone el primer paso, y edifica sobre él a fin de construir un mecanismo más perfecto para reestablecer el orden y el comando. El nacimiento de la Nación En Europa el concepto de nación se desarrolló sobre el terreno del Estado patrimonial y absolutista. El Estado patrimonial fue definido como la propiedad del monarca. Con una variedad de formas análogas en diferentes países de Europa, el Estado patrimonial y absolutista fue la forma política requerida para gobernar las relaciones sociales feudales y las relaciones de producción. 1 La propiedad feudal debía ser delegada y su utilización asignada de acuerdo con los grados de división social del poder, del mismo modo que los niveles de administración deberían ser delegados en los siglos subsiguientes. La propiedad feudal era parte del cuerpo del monarca, del mismo modo que, si desviamos nuestra vista hacia el dominio metafísico, el cuerpo monárquico soberano era parte del cuerpo de Dios. 2 En el siglo dieciséis, en medio de la Reforma y la violenta batalla entre las fuerzas de la modernidad, la monarquía patrimonial era todavía presentada como la garantía de la paz y la vida social. Aún estaba garantizado el control sobre el desarrollo social de modo tal que se podía absorber dicho proceso dentro de su máquina de dominación. “Cujus regio, ejus religio”- o, realmente, la religión debía subordinarse al control territorial de la soberanía. No había nada de diplomacia en este adagio; por el contrario, se confiaba por completo al poder de la soberanía patrimonial el manejo del pasaje al nuevo orden. Incluso la religión era propiedad del soberano. En el siglo diecisiete, la reacción absolutista a las fuerzas revolucionarias de la modernidad celebró al Estado monárquico patrimonial y lo ejerció como un arma para sus propios fines. En ese punto, sin embargo, la celebración del Estado patrimonial no podía ser paradójica ni ambigua, pues las bases feudales de su poder languidecían. Los procesos de la primitiva acumulación de capital impusieron nuevas condiciones sobre todas las estructuras de poder. 3 Antes de la era de las tres grandes revoluciones burguesas (la inglesa, la americana y la francesa), no había ninguna alternativa política que pudiera oponerse exitosamente a este modelo. El modelo absolutista y patrimonial sobrevivió en este período sólo con el apoyo de un compromiso específico de las fuerzas políticas, y su sustancia se fue erosionando desde el interior debido principalmente a la emergencia de nuevas fuerzas productivas. Sin embargo, el modelo sobrevivió, y, lo que es más importante, se transformó por medio del desarrollo de algunas características fundamentales que serían legadas a los siglos siguientes. La transformación del modelo absolutista y patrimonial consistió en un proceso gradual que reemplazó la fundación teleológica del patrimonio territorial con una nueva fundación, igualmente trascendente. 4 La identidad espiritual de la nación antes que el cuerpo divino del rey, colocaron ahora al territorio y la población como una abstracción ideal. O, mejor aún, el territorio físico y la población fueron concebidos como la extensión de la esencia trascendente de la nación. De este modo, el concepto moderno de nación heredó el cuerpo patrimonial del Estado monárquico, reinventándolo en una nueva forma. Esta nueva totalidad del poder fue estructurada en parte por nuevos procesos productivos capitalistas, y también por viejas redes de administración absolutista. Esta difícil relación estructural fue estabilizada por la identidad nacional: una identidad integradora, cultural, fundada sobre una continuidad biológica de relaciones de sangre, una continuidad espacial del territorio y una comunidad lingüística. Es obvio que, aunque este proceso preservó la materialidad de la relación con el soberano, muchos elementos cambiaron. Y más importante: a medida que el horizonte patrimonial fue transformado en el horizonte nacional, el orden feudal del sujeto (subjectus) se sometió al orden disciplinario del ciudadano (cives). El desplazamiento de la población desde sujetos hacia ciudadanos fue un índice del desplazamiento de un papel pasivo a otro activo. La nación es presentada siempre como una fuerza activa, como una forma generadora de relaciones sociales y políticas. Como señalaron Benedict Anderson y otros, la nación es experimentada a menudo como un imaginario colectivo (o al menos funciona como si lo fuera), una creación activa de la comunidad de ciudadanos. 5 En este punto podemos ver tanto la proximidad como la diferencia específica entre los conceptos de Estado patrimonial y Estado nacional. El último reproduce fielmente la identidad totalizante del primero entre territorio y población, pero la nación y el Estado nacional proponen nuevos medios para superar la precariedad de la soberanía moderna. Estos conceptos reifican la soberanía del modo más rígido; transforman en un objeto a la relación de soberanía (a menudo naturalizándola) y esto elimina todo residuo de antagonismo social. La Nación es una especie de cortocircuito que intenta liberar al concepto de soberanía y modernidad del antagonismo y la crisis que los define. La soberanía nacional suspende los orígenes conflictivos de la modernidad (cuando ya no están definitivamente destruidos), y cierra los caminos alternativos dentro de la modernidad, que rehusaron concederle sus poderes a la autoridad estatal. 6 La transformación del concepto de la soberanía moderna en el de la soberanía nacional requirió también ciertas condiciones materiales nuevas. Más aún, requirió que se estableciera un nuevo equilibrio entre los procesos de acumulación capitalista y las estructuras del poder. La victoria política de la burguesía, como mostraron muy bien las revoluciones inglesa y francesa, corresponde al perfeccionamiento del concepto de soberanía moderna hacia aquel de la soberanía nacional. Por detrás de la dimensión ideal del concepto de nación estaban las figuras de clase que ya dominaban el proceso de acumulación. La “Nación”, por lo tanto, era al mismo tiempo la hipóstasis de la “voluntad general” de Rousseau, y lo que la ideología de la fabricación concebía como “comunidad de necesidades” (es decir, la regulación capitalista del mercado), que en la prolongada etapa de la acumulación primitiva en Europa era más o menos liberal y siempre burguesa. Cuando en los siglos diecinueve y veinte el concepto de nación fue adoptado en contextos ideológicos muy diferentes y condujo a movilizaciones populares en regiones y países dentro y fuera de Europa, que no habían experimentado ni la revolución liberal ni el mismo nivel de acumulación primitiva, fue, igualmente, presentado siempre como un concepto de modernización capitalista, que pretendía reunir las demandas inter-clasistas de unidad política y la necesidad de desarrollo económico. En otras palabras, la nación se instituyó como el único vehículo activo que podría transportar a la modernidad y el desarrollo. Rosa Luxemburgo argumentó vehementemente (e inútilmente) contra el nacionalismo en los debates internos de la Tercera Internacional, en los años previos a la Primera Guerra Mundial. Luxemburgo se opuso a una política de “auto-determinación nacional” para Polonia como un elemento de la plataforma revolucionaria, pero su acusación contra el nacionalismo era mucho más general. 7 Su crítica de la nación no era meramente una crítica de la modernización como tal, aunque sin duda ella visualizaba las ambigüedades involucradas en el desarrollo capitalista; y ella no estaba principalmente interesada en las divisiones que los nacionalismos crearían inevitablemente en la clase trabajadora europea, aunque su propia travesía nómada por Europa central y oriental la había vuelto extremadamente sensible a esto. El argumento más poderoso de Luxemburgo fue, en realidad, que nación significa dictadura, y eso es profundamente incompatible con cualquier intento de organización democrática. Luxemburgo reconoció que la soberanía nacional y las mitologías nacionales usurpaban eficazmente el terreno de las organizaciones democráticas, renovando los poderes de la soberanía territorial y modernizando su proyecto mediante la movilización de una comunidad activa. El proceso de construir la nación, que renovó el concepto de soberanía y le dio una nueva definición, se volvió rápidamente en todo y cada contexto histórico, una pesadilla ideológica. La crisis de la modernidad, que es la co-presencia contradictoria de la multitud y un poder que quiere reducirla al gobierno de uno – es decir, la co-presencia de un nuevo equipo productivo de subjetividades libres y un poder disciplinario que quiere explotarlo – no se pacifica o resuelve finalmente por el concepto de nación, más que lo que lo hizo por el concepto de soberanía o Estado. La nación sólo puede enmascarar ideológicamente la crisis, desplazarla, y diferir su poder. La Nación y la Crisis de la Modernidad

La obra de Jean Bodin está a la cabeza del pensamiento europeo que estudió el concepto de soberanía nacional. Su obra maestra, Les six livres de la République, publicado por primera vez en 1576, en medio de la crisis del Renacimiento, trató como problema fundamental a las guerras civiles y religiosas de Francia y Europa. Bodin encaró las crisis políticas, los conflictos y las guerras, pero estos elementos de ruptura no lo condujeron a sostener ninguna alternativa idílica, ni siquiera en simples términos idílicos o utópicos. Por esto la obra de Bodin es, no solamente, una contribución fundamental a la moderna definición de soberanía, sino también una anticipación efectiva al desarrollo subsiguiente de la soberanía en términos nacionales. Al adoptar una perspectiva realista, él se anticipó a la propia crítica de la soberanía de la modernidad. La soberanía, sostuvo Bodin, no puede ser producto de la unidad del Príncipe con la multitud, lo público y lo privado, ni tampoco es un problema que pueda resolverse ateniéndose a un marco contractualista o de derecho natural. En realidad, el origen del poder político y la definición de soberanía consisten en la victoria de un lado sobre el otro, una victoria que vuelve a uno soberano, y al otro, sujeto. La fuerza y la violencia crean la soberanía. Las determinaciones físicas del poder imponen la plenitudo potestatis (la plenitud del poder). Esta es la plenitud y unidad del poder, pues “la unión de los miembros [de la república] depende de la unidad bajo un único gobernante, de quien depende la efectividad de todo el resto. Un príncipe soberano es por lo tanto indispensable, pues es su poder el que conforma a todos lo miembros de la república”.8 Tras descartar el marco del derecho natural y las perspectivas trascendentales que siempre, de algún modo, son invocadas, Bodin nos presenta a una figura del soberano, e incluso el Estado, que realistamente y, por ello, históricamente, construye su propio origen y estructura. El Estado moderno surgió de esta transformación, y sólo allí pudo continuar su desarrollo. Esta es la bisagra teórica que conecta a la teoría de la soberanía moderna con la experiencia de la soberanía territorial, perfeccionándola. Tomando la ley Romana y diseñando desde sus capacidades para articular las fuentes del derecho y ordenar las formas de propiedad, la doctrina de Bodin se convirtió en la teoría de un cuerpo político unido articulado como administración, que aparece para superar las crisis de la modernidad. El desplazamiento del centro de consideración teórica desde la cuestión de la legitimación hacia la de la vida del estado y su soberanía como un cuerpo unido constituyó un avance importante. Cuando Bodin habló de “el derecho político de la soberanía”, anticipó la sobredeterminación nacional (y corpórea) de la soberanía, abriendo de este modo un camino directo y original que se continuaría en los siglos siguientes.9 Después de Bodin, en los siglos diecisiete y dieciocho se desarrollaron simultáneamente en Europa dos escuelas de pensamiento que también acordaban al tema de la soberanía un papel central, y anticipaban efectivamente el concepto de soberanía nacional: la tradición del derecho natural y la tradición realista (o historicista) de la teoría del Estado. 10 Ambas escuelas mediaron la concepción trascendental de la soberanía con una metodología realista que comprendió los términos del conflicto material; ambos juntaron la construcción del Estado soberano con la constitución de la comunidad sociopolítica que luego se llamaría nación. Como Bodin, estas dos escuelas confrontaron continuamente la crisis de la concepción teórica de la soberanía, que era reabierta continuamente por las fuerzas antagónicas de la modernidad, con la construcción jurídica y administrativa de la figura del Estado. En la escuela del derecho natural, desde Grotius a Althusius y desde Tomasius a Puffendorf, las figuras trascendentales de la soberanía fueron bajadas a tierra y apoyadas en la realidad de los procesos administrativos e institucionales. La soberanía fue distribuida poniendo en marcha un sistema de contratos múltiples diseñado para intervenir en cada nodo de la estructura administrativa del poder. Este proceso no se orientó hacia la cima del Estado y el simple título de la soberanía; por el contrario, el problema de la legitimación comenzó a analizarse desde el punto de vista de una máquina administrativa que funcionaba mediante las articulaciones del ejercicio del poder. El círculo de la soberanía y la obediencia se cerró sobre sí mismo, duplicándose a sí mismo, multiplicándose y extendiéndose por toda la realidad social. La soberanía comenzó a ser estudiada menos desde la perspectiva de los antagonistas involucrados en la crisis de la modernidad y más como un proceso administrativo que articulaba estos antagonismos y perseguía una unidad en la dialéctica del poder, abstrayéndola y reificándola mediante la dinámica histórica. Un importante segmento de la escuela del derecho natural desarrolló así la idea de distribuir y articular la soberanía trascendente mediante las formas reales de administración. 11 La síntesis implícita en la escuela del derecho natural, sin embargo, devino explícita en el contexto del historicismo. Ciertamente, sería incorrecto atribuir al historicismo del Iluminismo la tesis que en realidad sería desarrollada luego, por las escuelas reaccionarias en el período posterior a la Revolución Francesa – la tesis, decimos, que unificó la teoría de la soberanía con la teoría de la nación, sembrándolas a ambas en una tierra histórica común. Y, sin embargo, ya en este período temprano hallamos las semillas de ese desarrollo ulterior. Mientras un segmento importante de la escuela del derecho natural desarrolló la idea de articular la soberanía trascendente mediante las formas reales de la administración, los pensadores historicistas del Iluminismo intentaron concebir la subjetividad del proceso histórico, hallando con ello un terreno efectivo para el título y el ejercicio de la soberanía. 12 En la obra de Giambattista Vico, por ejemplo, ese terrible meteoro que atravesó la era del Iluminismo, las determinaciones de la la concepción jurídica de la soberanía, estuvieron todas basadas en la fuerza del desarrollo histórico. Las figuras trascendentes de la soberanía fueron traducidas a índices de un proceso providencial, que era al mismo tiempo humano y divino. Esta construcción de la soberanía (o, realmente, reificación de la soberanía) en la historia fue muy poderosa. En este terreno histórico, que obligó a cada construcción ideológica a confrontar con la realidad, la crisis genética de la modernidad no se cerró nunca –y no había ninguna necesidad que se cerrara, porque la misma crisis producía nuevas figuras que espoleaban el desarrollo histórico y político, todo bajo el mando del soberano trascendente. ¡Qué ingeniosa inversión de la problemática! Los elementos de la crisis, una crisis continua e irresuelta, eran ahora considerados elementos activos del progreso. En efecto, podemos reconocer en Vico al embrión de la apología de la “efectividad” de Hegel, haciendo que el mundo presente ordene el telos de la historia. 13 Lo que en Vico eran sugerencias e insinuaciones, sin embargo, emergió como una declaración abierta y radical en el Iluminismo alemán tardío. En la escuela de Hannover primero y luego en la obra de J. G. Herder, la teoría moderna de la soberanía apuntó exclusivamente hacia el análisis de lo que se concibió como una continuidad social y cultural: la continuidad histórica real del territorio, la población y la nación. El argumento de Vico que decía que la historia ideal se localiza en la historia de todas las naciones se volvió más radical en Herder, quien sostuvo que toda perfección humana es, en cierta forma, nacional. 14 La identidad es concebida, de este modo, no como resolución de diferencias sociales e históricas sino como producto de una unidad primordial. La nación es una figura completa de soberanía previa al desarrollo histórico; o mejor aún, no hay desarrollo histórico que no esté ya prefigurado en el origen. En otras palabras, la nación sostiene al concepto de soberanía afirmando que lo precede. 15 Es la máquina material la que se moviliza a través de la historia, el “genio” que trabaja la historia. La nación se transforma finalmente en la condición de la posibilidad de toda acción humana y de la misma vida social. El Pueblo de la Nación Entre el final del siglo dieciocho y el comienzo del diecinueve, finalmente emergió acabadamente el concepto de soberanía nacional en el pensamiento europeo. En la base de esta figura definitiva del concepto había un trauma –la Revolución Francesa– y la resolución de ese trauma –la celebración y apropiación reaccionaria del concepto de nación. Los elementos fundamentales de esta reconfiguración desplazada del concepto de nación que lo transformaron en una verdadera arma política pueden hallarse en forma sumaria en la obra de Emmanuel-Joseph Sieyés. En su magnífico y difamatorio tratado ¿Qué es el Tercer Estado? enlazó el concepto de nación con el de Tercer Estado, es decir, la burguesía. Sieyés intentó conducir el concepto de soberanía hacia atrás, a sus orígenes humanistas y redescubrir sus posibilidades revolucionarias. Y lo que es más importante para nuestros propósitos, el intenso compromiso de Sieyés con la actividad revolucionaria le permitió interpretar el concepto de nación como un concepto político constructivo, un mecanismo constitucional. Pero gradualmente fue siendo evidente, en especial en la última obra de Sieyés, en los trabajos de sus seguidores y, por sobre todo, de sus detractores, que, aunque la nación se formaba mediante la política, era finalmente una construcción espiritual y con ello el concepto de nación fue separado de la revolución, consignada a todos los Termidores. La nación se convirtió explícitamente en el concepto que resumía la solución de la hegemonía burguesa al problema de la soberanía. 16 En esos puntos en que el concepto de nación se ha presentado como popular y revolucionario, como lo fue incluso durante la Revolución Francesa, uno puede suponer que la nación ha roto con el concepto moderno de soberanía y su aparato de sojuzgamiento y dominación y está dedicada a una noción democrática de comunidad. El nexo entre el concepto de nación y el concepto de pueblo fue en verdad una innovación poderosa y constituyó el eje de la sensibilidad jacobina y la de otros grupos revolucionarios. Lo que apareció como revolucionario y liberador en esta noción de soberanía nacional y popular, sin embargo, no es en verdad nada más que otra vuelta de tuerca, una extensión adicional del sojuzgamiento y la dominación que el concepto moderno de soberanía ha llevado consigo desde el comienzo. El precario poder de la soberanía como solución para la crisis de la modernidad fue primero una referencia de apoyo para la nación y luego, cuando también la nación se reveló como una solución precaria, fue extendido hacia el pueblo. En otras palabras, del mismo modo que el concepto de nación completa la noción de soberanía proclamando que la precede, así también el concepto de pueblo completa al de nación mediante otra fingida regresión lógica. Cada retroceso lógico funciona para solidificar el poder de la soberanía, mistificando sus bases, es decir, disminuyendo la naturalidad del concepto. La identidad de la nación y más aún la identidad del pueblo debe aparecer natural y originaria. Nosotros, en contraste, debemos desnaturalizar estos conceptos y preguntar qué es una nación y cómo está hecha, pero también qué es un pueblo y cómo está hecho. Aunque “el pueblo” es instituido como la base originaria de la nación, la concepción moderna del pueblo es, de hecho, un producto del Estado-nación y sobrevive sólo dentro de su contexto ideológico específico. Muchos análisis contemporáneos sobre naciones y nacionalismos, desde una amplia variedad de perspectivas, se equivocan precisamente porque confían sin cuestionamientos en la naturalidad del concepto y la identidad del pueblo. Debemos observar que el concepto de pueblo es muy diferente del de la multitud. 17 Ya en el siglo diecisiete Hobbes fue muy cuidadoso al establecer esta diferencia y su importancia para la construcción del orden soberano: “Es un gran obstáculo para el gobierno civil, especialmente el monárquico, que los hombres no distingan bien a los pueblos de la multitud. El pueblo es uno, poseyendo una voluntad y a quien se le puede atribuir una acción; nada de esto puede decirse propiamente de la multitud. El pueblo gobierna en todos los gobiernos. Porque aún en las monarquías el pueblo comanda; para las voluntades del pueblo por la voluntad de un hombre… (aunque parezca una paradoja) el rey es el pueblo”. 18 La multitud es una multiplicidad, un plano de singularidades, un juego abierto de relaciones, que no es homogéneo o idéntico a sí mismo y sostiene una relación indistinta, inclusiva, con aquellos que están fuera de ella. El pueblo, en contraste, tiende a homogeneizarse e identificarse internamente mientras sostiene sus diferencias con aquello que permanece fuera de él, excluyéndolo. Mientras la multitud es una relación constituyente inconclusa, el pueblo es una síntesis constituida que ya está preparada para la soberanía. El pueblo provee una única voluntad y acción, que es independiente y está a menudo en conflicto con las diversas voluntades y acciones de la multitud. Cada nación debe transformar a la multitud en pueblo. Dos tipos fundamentales de operaciones contribuyeron a la construcción del concepto moderno de pueblo en relación con el de la nación en Europa, durante los siglos dieciocho y diecinueve. La más importante de estas fue el conjunto de mecanismos de racismo colonial que construyó la identidad de los pueblos europeos en un juego dialéctico de oposiciones con sus Otros nativos. Los conceptos de nación, pueblo y raza nunca están muy separados. 19 La construcción de una diferencia racial absoluta es el terreno esencial para la concepción de una identidad nacional homogénea. Con las presiones de la inmigración y el multiculturalismo creando conflictos en Europa, están apareciendo hoy numerosos y excelentes trabajos para demostrar que, pese a la persistente nostalgia de algunos, las sociedades y pueblos europeos nunca fueron realmente puras y uniformes. 20 La identidad del pueblo fue construida sobre un plano imaginario que ocultó y/o eliminó las diferencias y esto corresponde en el plano práctico a subordinación racial y purificación social. La segunda operación fundamental en la construcción del pueblo, facilitada por la primera, es el eclipse de las diferencias internas mediante la representación de toda la población por un grupo, raza o clase hegemónica. El grupo representativo es el agente activo que se alza detrás de la efectividad del concepto de nación. En el curso de la misma Revolución Francesa, entre el Termidor y el período Napoleónico, el concepto de nación reveló su contenido fundamental y sirvió de antídoto contra el concepto y las fuerzas de la revolución. Incluso en los trabajos tempranos de Sieyés podemos ver claramente cómo sirve la nación para aplacar la crisis y cómo la soberanía sería reapropiada mediante la representación de la burguesía. Sieyés sostuvo que una nación sólo podía tener un interés general: sería imposible establecer el orden si la nación admitiera múltiples intereses diferentes. El orden social presupone necesariamente la unidad de los fines y la concertación de los medios. 21 El concepto de nación en estos primeros años de la Revolución Francesa fue la primer hipótesis de la construcción de la hegemonía popular y el primer manifiesto consciente de una clase social pero, también, la declaración final de una transformación secular completamente lograda, una coronación, un sello final. Nunca fue tan reaccionario del concepto de nación como cuando se presentó a sí mismo como revolucionario. 22 Paradójicamente, ésta no podía sino ser una revolución completada, un fin de la historia. El pasaje de la actividad revolucionaria a la construcción espiritual de la nación y el pueblo es inevitable y está implícito en el mismo concepto. 23 La soberanía nacional y la soberanía popular fueron, por lo tanto, productos de una construcción espiritual, es decir, la construcción de una identidad. Cuando Edmund Burke se opuso a Sieyés, su postura fue mucho menos diferente que lo que el clima polémico tórrido de la época podría hacernos suponer. Aún para Burke, de hecho, la soberanía nacional era el producto de una construcción espiritual de identidad. Este hecho puede reconocerse aún más claramente en la obra de aquellos que levantaron el estandarte del proyecto contrarrevolucionario en el continente europeo. Las concepciones continentales de esta construcción espiritual revivieron tanto las tradiciones de la nación históricas como las voluntaristas y agregaron a la concepción del desarrollo histórico una síntesis trascendental en la soberanía nacional. Esta síntesis ya está alcanzada en la identidad de la nación y el pueblo. Johann Gottlieb Fichte, por ejemplo, proclama en términos más o menos mitológicos que la patria y el pueblo son representación y medida de eternidad terrena; son lo que aquí en la tierra puede ser inmortal. 24 La contrarrevolución Romántica fue en realidad más realista que la revolución Iluminista. Enmarcó y fijó lo que ya se había logrado, celebrándolo a la luz eterna de la hegemonía. El Tercer Estado es poder; la nación es su representación totalizante; el pueblo es su cimiento sólido y natural; y la soberanía nacional es la cima de la historia. De este modo cada alternativa histórica a la hegemonía burguesa fue superada definitivamente mediante la propia historia revolucionaria burguesa. 25 Esta formulación burguesa del concepto de soberanía nacional superó largamente a todas las formulaciones previas de la moderna soberanía. Consolidó una imagen particular y hegemónica de la soberanía moderna, la imagen de la victoria de la burguesía, que es luego historicizada y universalizada. La particularidad nacional es una potente universalidad. Todos los hilos de un largo desarrollo se tejieron juntos aquí. En la identidad, es decir, la esencia espiritual del pueblo y la nación, hay un territorio impregnado de sentidos culturales, una historia compartida y una comunidad lingüística: pero por sobre todo es la consolidación de una victoria de clase, un mercado estable, el potencial para la expansión económica y nuevos espacios donde invertir y civilizar. En suma, la construcción de la identidad nacional garantiza una legitimación reforzada continuamente, y el derecho y poder de una unidad sacrosanta e irreprimible. Este es un cambio decisivo en el concepto de soberanía. Asociado con los conceptos de nación y pueblo, el moderno concepto de soberanía desplaza su epicentro desde la mediación de conflictos y crisis hacia la experiencia unitaria de un sujeto–nación y su imaginada comunidad. Nacionalismo subalterno Hemos estado enfocando nuestra atención sobre este punto acerca del desarrollo del concepto de nación en Europa mientras Europa estaba en proceso de alcanzar la dominación mundial. Por fuera de Europa, sin embargo, el concepto de nación ha funcionado con frecuencia muy diferentemente. En algunos aspectos, de hecho, uno puede inclusive decir que la función del concepto de nación se invierte cuando es desplegada entre grupos dominados en lugar de entre grupos dominantes. Para decirlo abiertamente, parece que mientras el concepto de nación promueve la restauración y la estasis en manos de los dominantes, es un arma para el cambio y la revolución en manos de los subordinados. La naturaleza progresista del nacionalismo subalterno queda definida por dos funciones primarias, cada una de las cuales es altamente ambigua. Más importante: la nación aparece como progresista en tanto sirve como línea de defensa contra la dominación de naciones más poderosas y fuerzas externas económicas, políticas e ideológicas. El derecho a la auto-determinación de las naciones subalternas es, en verdad, un derecho a la secesión del control de las potencias dominantes. 26 De este modo las luchas anticoloniales utilizaron el concepto de nación como un arma para derrotar y expulsar al ocupante enemigo y del mismo modo las políticas antiimperialistas erigieron muros nacionales para obstruir las fuerzas abrumadoras del capital foráneo. El concepto de nación también sirvió como arma ideológica para detener el discurso dominante que consideraba a los pueblos y culturas dominadas como inferiores; el reclamo de la nacionalidad afirmó la dignidad del pueblo y legitimó la demanda de independencia e igualdad. En todos estos casos, la nación es progresista estrictamente en tanto línea fortificada de defensa contra fuerzas externas más poderosas. Pero en tanto estos muros aparecen como progresistas en su función protectora contra la dominación exterior, pueden, sin embargo, jugar con facilidad un papel inverso respecto del interior que protegen. El lado oscuro de la estructura que resiste a los poderes exteriores consiste en ser, ella misma, un poder dominante que ejerce una opresión interna igual y opuesta, reprimiendo las diferencias y oposiciones interiores en nombre de la identidad nacional, la unidad y la seguridad. Protección y opresión difícilmente puedan separarse. Esta estrategia de “protección nacional” es una espada de doble filo que en ocasiones parece necesaria pese a su destructividad. En segundo lugar la nación aparece como progresista en tanto instituye la comunalidad de una comunidad potencial. Parte de los efectos “modernizantes” de la nación en los países subordinados ha sido la unificación de diversos pueblos, derribando barreras religiosas, étnicas, culturales y lingüísticas. La unificación de países como Indonesia, China y Brasil, por ejemplo, es un proceso continuo que involucra superar innumerables barreras de esa clase –y en muchos casos esta unificación nacional fue preparada por el poder colonial europeo. También en el caso de diásporas poblacionales la nación suele ser el único concepto posible bajo el cual imaginar la comunidad del grupo subalterno –como, por ejemplo, el Aztlán es imaginado como la patria geográfica de “La Raza”, la nación Latina espiritual en América del Norte. Puede ser cierto, como dice Benedict Anderson, que una nación deba entenderse como una comunidad imaginada –pero debemos reconocer que esto se invierte de modo que ¡la nación se vuelve el único modo de imaginar la comunidad! Cada imaginación de una comunidad se sobrecodifica como una nación y de este modo nuestra concepción de comunidad se empobrece severamente. Del mismo modo que en el contexto de los países dominantes, aquí también la multiplicidad y singularidad de la multitud son negadas en la camisa de fuerza de la identidad y homogeneidad del pueblo. Nuevamente el poder unificador de la nación subalterna es una espada de doble filo, al tiempo progresista y reaccionario. Estos dos aspectos simultáneamente progresistas y regresivos del nacionalismo subalterno se presentan con toda su ambigüedad en la tradición del nacionalismo negro de los Estados Unidos. Aunque desposeído como lo está de cualquier definición territorial (y esto lo vuelve indudablemente distinto de la mayoría de los otros nacionalismos subalternos), presenta también las dos funciones progresivas fundamentales –esforzándose por presentarse a sí mismo en una posición análoga a las naciones verdaderas, definidas territorialmente. A principios de 1960, por ejemplo, tras el enorme ímpetu creado por la Conferencia de Bandung y las luchas de liberación nacional Africanas y Latino-americanas, Malcolm X intentó reorientar el foco de las demandas de los Afroamericanos desde los “derechos civiles” hacia los “derechos humanos” y esto desvió retóricamente el foro de apelación desde el Congreso de los Estados Unidos a la Asamblea General de la ONU. 27 Como muchos otros líderes Afroamericanos desde Marcus Garvey, Malcolm X reconoció claramente el poder de la postura de hablar de una nación y un pueblo. El concepto de nación configura aquí una posición defensiva de separación del poder “externo” hegemónico y al mismo tiempo representa el poder autónomo de la comunidad unificada, el poder del pueblo. Más importante que cualquiera de esas propuestas teóricas y retóricas son las prácticas actuales del nacionalismo negro, esto es, la amplia variedad de actividades y fenómenos concebidos por los propios actores como expresiones de nacionalismo negro: equipos educativos comunitarios, desfiles por comedores escolares, escuelas separadas y proyectos sobre desarrollo económico comunitario y auto-suficiencia. Como sostuvo Wahneema Lubiano: “El nacionalismo negro es significativo por la ubicuidad de su presencia en la vida de los negros Americanos”. 28 En todas esta diversas actividades y campos de vida, el nacionalismo negro invoca precisamente a los circuitos de auto-valorización que constituyen a la comunidad y permite su relativa auto-determinación y auto-constitución. Pese al extenso rango de fenómenos llamados nacionalismo negro, pues, podemos reconocer aún en él las dos funciones progresistas fundamentales del nacionalismo subalterno: la defensa y la unificación de la comunidad. Con la expresión “nacionalismo negro” podemos nombrar cualquier expresión de la separación y poder autónomo del pueblo Afroamericano. En el caso del nacionalismo negro también, sin embargo, los elementos progresistas están inevitablemente acompañados por sus sombras reaccionarias. Las fuerzas represivas de la nación y el pueblo debilitan la auto-valorización de la comunidad y destruyen su multiplicidad. Cuando el nacionalismo negro coloca como su cimiento a la uniformidad y homogeneidad del pueblo Afroamericano (eclipsando, por ejemplo, a las diferencias de clase) o cuando designa a un segmento de la comunidad (tal como los hombres Afroamericanos) como representantes de facto del total, la ambigüedad profunda de las funciones progresistas del nacionalismo subalterno emergen más claramente que nunca. 29 Son precisamente aquellas fuerzas que representan un papel defensivo con respecto al exterior –favoreciendo el poder, la autonomía y la unidad de la comunidad– las mismas que representan un papel opresivo internamente, negando la multiplicidad de la propia comunidad. Debemos, sin embargo, enfatizar que estas funciones progresistas ambiguas del concepto de nación existen primariamente cuando la nación no está aún unida efectivamente a la soberanía, es decir, cuando la nación imaginada [aún] no existe, cuando todavía es un sueño. Tan pronto la nación comienza a conformarse como un Estado soberano, sus funciones progresistas se desvanecen. Jean Genet estaba encantado con el deseo revolucionario de las Panteras Negras y los Palestinos, pero reconoció que cuando se transformaran en naciones soberanas se terminarían sus cualidades revolucionarias. “El día que los palestinos se institucionalicen”, sostuvo, “ ya no estaré a su lado. El día que los Palestinos sean una nación como cualquier otra, ya no estaré allí”. 30 Con la “liberación” nacional y la construcción el Estado-nación, todas las funciones opresivas de la moderna soberanía afloran con toda su fuerza. Totalitarismo del Estado-nación Cuando el Estado-nación funciona como una institución de la soberanía, ¿se dirige finalmente a resolver la crisis de la modernidad? ¿El concepto de pueblo y su desplazamiento biopolítico de la soberanía logran desplazar los términos y el terreno de la síntesis entre poder constituyente y poder constituido y entre la dinámica de las fuerzas productivas y las relaciones de producción, de modo tal que nos traslade más allá de la crisis? Un vasto panorama de autores, poetas y políticos (a menudo provenientes de movimientos progresistas, socialistas y anti-imperialistas) han creído esto. La conversión de la Izquierda Jacobina del siglo diecinueve en la Izquierda Nacional, la adopción más o menos intensa de programas nacionales en la Segunda y Tercera Internacional y las formas nacionalistas de las luchas de liberación en el mundo colonial y poscolonial, hasta las formas actuales de resistencia de las naciones a los procesos de globalización y las catástrofes que provocan: todo esto parece apoyar la opinión de que el Estado-nación proporciona una nueva dinámica más allá del desastre histórico y conceptual el Estado soberano moderno. 31 Tenemos otra perspectiva de la función de la nación, sin embargo, y desde nuestra visión la crisis de la modernidad permanece absolutamente abierta bajo el mando de la nación y el pueblo. Cuando desarrollamos nuestra genealogía del concepto de soberanía en Europa durante los siglos diecinueve y veinte, resulta evidente que la forma-Estado de la modernidad cae primero dentro de la forma-Estado-nación, y luego la forma-Estado-nación desciende a una serie de barbarismos totales. Cuando la lucha de clases reabre la mistificada síntesis de la modernidad en las primeras décadas del siglo veinte, demostrando otra vez la poderosa antitesis entre el Estado y la multitud, y entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción, esa antítesis condujo directamente a la guerra civil europea–guerra civil que fue encubierta bajo la forma de conflictos entre Estados-nación soberanos. 32 En la Segunda Guerra Mundial la Alemania Nazi junto con los diversos fascismos europeos se alzaron contra la Rusia socialista. Las naciones fueron presentadas como mistificaciones de los sujetos de clase en conflicto, o vallados entre ellos. Si la Alemania Nazi es el tipo ideal de transformación de la soberanía moderna en soberanía nacional y de su articulación bajo la forma capitalista, entonces la Rusia Stalinista es el tipo ideal de la transformación de los intereses populares y la lógica cruel que provino de ello en un proyecto de modernización nacional, movilizando para sus propios propósitos a las fuerzas productivas que buscaban la liberación del capitalismo. Podemos analizar aquí la apoteosis nacional-socialista del concepto moderno de soberanía y su transformación en la soberanía nacional: nada podría demostrar más claramente la coherencia de este pasaje que la transferencia de poder desde la monarquía Prusiana hacia el régimen de Hitler, bajo los auspicios de la burguesía alemana. Este pasaje es bien conocido, como lo son la explosiva violencia de esta transferencia de poder, la obediencia ejemplar del pueblo alemán, su valor cívico y militar en el servicio a la nación, y las consecuencias secundarias que podríamos llamar, de modo abreviado, Auschwitz (como símbolo del holocausto judío) y Buchenwald (como símbolo del exterminio de comunistas, homosexuales, gitanos y otros). Dejemos este relato para otros escolares y desgracia de la historia. Nos interesa más ahora el otro lado de la cuestión nacional en Europa durante este período. En otras palabras, ¿Qué sucedió realmente cuando el nacionalismo y el socialismo fueron de la mano en Europa? A fin de responder a esta pregunta debemos rever algunos momentos centrales de la historia del socialismo europeo. Particularmente debemos recordar que no mucho después de su aparición, entre mediados y fines del siglo diecinueve, la Internacional socialista se encontró con fuertes movimientos nacionalistas, y tras este enfrentamiento la pasión internacionalista original se evaporó rápidamente. Las políticas de los movimientos de trabajadores europeos más fuertes, en Alemania, Austria, Francia y, en especial, Inglaterra, alzaron de inmediato las banderas del interés nacional. El reformismo socialdemócrata se invistió totalmente de este compromiso concebido en el nombre de la nación–un compromiso entre intereses de clase, es decir, entre el proletariado y ciertos estratos de la estructura burguesa hegemónica en cada país. Y ni mencionemos la innoble historia de traiciones de algunos segmentos del movimiento de trabajadores europeos apoyando los emprendimientos imperialistas de los Estados-nación de Europa, ni la locura imperdonable que unió a los diversos reformismo europeos en la aceptación de conducir a las masas a la muerte en la Primera Guerra Mundial. Los reformismos socialdemócratas tienen teorías adecuadas para estas posturas. Diversos profesores socialdemócratas austriacos las inventaron, contemporáneos del Conde Leinsdorf de Musil. En la idílica atmósfera alpina de Kakania, en el gentil clima intelectual de aquel “retorno a Kant”, profesores como Otto Bauer insistieron sobre la necesidad de considerar a la nacionalidad como el elemento fundamental de la modernización. 33 De hecho, ellos creían que del enfrentamiento entre la nacionalidad (definida como comunidad de carácter) y el desarrollo capitalista (entendido como sociedad) emergería una dialéctica que en su despliegue favorecería eventualmente al proletariado y su progresiva hegemonía en la sociedad. Este programa ignoraba el hecho que el concepto de Estado-nación no es divisible sino orgánico, no trascendental pero trascendente, e incluso en su trascendencia está construido para oponerse a cada tendencia por parte del proletariado para reapropiarse de espacios sociales y riqueza social. ¿Qué puede entonces significar la modernización si está atada fundamentalmente a la reforma del sistema capitalista y hostil a la apertura de cualquier proceso revolucionario? Estos autores celebraron a la nación sin querer pagar el precio de esta celebración. O, mejor aún, la celebraron mientras mistificaban el poder destructivo del concepto de nación. Dada esta perspectiva, el apoyo a los proyectos imperialistas y la guerra ínter imperialista fueron posiciones lógicas e inevitables para el reformismo socialdemócrata. También el bolcheviquismo entró en el terreno de la mitología nacionalista, en especial mediante el festejado panfleto prerrevolucionario de Stalin sobre el marxismo y la cuestión nacional. 34 De acuerdo con Stalin, las naciones son inmediatamente revolucionarias, y revolución significa modernización: el nacionalismo es una etapa ineludible del desarrollo. En la interpretación de Stalin, sin embargo, como el nacionalismo se vuelve socialismo, el socialismo se vuelve Rusia, e Iván el Terrible debe yacer en la tumba junto a Lenin. La Internacional Comunista se transformó en una asamblea de las “quintas columnas” de los intereses nacionales rusos. La noción de revolución comunista–el espectro deterritorializador que recorrió Europa y el mundo, y que desde la Comuna de París hasta 1917 en San Petersburgo y hasta la Larga Marcha de Mao pretendió agrupar a desertores, partisanos internacionalistas, obreros huelguistas e intelectuales cosmopolitas–se transformó finalmente en un régimen reterritorializante de soberanía nacional. Es una trágica ironía que el socialismo nacionalista en Europa viniera a tomar la forma del nacional-socialismo. Y esto no se debe a que “los extremos se unen”, como gustan pensar algunos liberales, sino a que la máquina abstracta de la soberanía nacional está en el corazón de ambos. Cuando en medio de la Guerra Fría se introdujo el concepto de totalitarismo en la ciencia política, sólo tocó elementos extrínsecos de la cuestión. En sus formas más coherentes el concepto de totalitarismo fue usado para denunciar la destrucción de la esfera pública democrática, la continuación de las ideologías Jacobinas, las formas extremas de nacionalismo racista, y la negación de las fuerzas del mercado. Sin embargo, el concepto de totalitarismo debería profundizar mucho más en los fenómenos reales y dar al mismo tiempo una mejor explicación de ellos. De hecho, el totalitarismo no sólo consiste en totalizar los efectos de la vida social y subordinarlos a una norma disciplinaria total, sino también en la negación de la misma vida social, la erosión de sus cimientos, y la extirpación teórica y práctica de la misma posibilidad de existencia de la multitud. Lo totalitario es la fundación orgánica y la fuente unificada de la sociedad y el estado. La comunidad no es una creación colectiva dinámica sino un mito primordial fundacional. Una noción originaria del pueblo instituye una identidad que homogeneiza y purifica la imagen de la población mientras bloquea las interacciones constructivas de las diferencias existentes al interior de la multitud. Sieyés vio el embrión del totalitarismo ya en las concepciones del siglo dieciocho de la soberanía nacional y popular, concepciones que preservaban efectivamente el poder de la monarquía, transfiriéndolo a la soberanía nacional. Él vislumbró el futuro de lo que podría denominarse democracia totalitaria. 35 Durante el debate sobre la Constitución del Año III de la Revolución Francesa, Sieyés denunció los “males planes para una re–total [ré–total] en lugar de una re–pública [ré–publique], que serán fatales para la libertad y ruinosos para los ámbitos público y privado”. 36 El concepto de nación y las prácticas de nacionalismo son colocados en el camino, desde un principio, no para la república sino la la “re-total”, la cosa total, es decir, la codificación totalitaria de la vida social.

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Antonio Negri et le pouvoir constituant

Daniel Bensaid

La taupe est hémophile. Le moment d’apparaître est pour elle l’heure de tous les dangers. Il arrive en effet qu’une main cruelle ait glissé dans sa taupinière des lames de rasoir ou du verre pilé. Elle se vide alors de son sang, sa laborieuse vie en mort s’échappant.

Dans une note de la Fondation Saint-Simon, Philippe Raynaud range Antonio Negri et Alain Badiou sous la commune bannière de la “ passion révolutionnaire ”[1]. Sans doute cette passion est-elle partagée. Mais la question démocratique, que Badiou ignore superbement, est chez Negri au cœur du débat: “ Parler de pouvoir constituant, c’est parler de la démocratie ”, écrit-il dès les premières lignes de son livre[2]. Dans la mesure où elle déploie une temporalité spécifique, la “ liberté constituante ” excède la vérité éphémère de l’événement. Le pouvoir constituant se réalise en “ révolution permanente ” et cette permanence conceptualise l’unité contradictoire de l’événement et de l’histoire, du constituant et du constitué.

Parler de pouvoir constituant, c’est parler de révolution, et réciproquement. Il représente “ la dilatation de la capacité humaine à faire l’histoire ” au lieu de la subir. Negri en appelle à Spinoza comme le premier penseur de ce pouvoir illimité, ou plutôt de cette “ puissance ” (potentia) irréductible à l’exercice du pouvoir (potestas), fût-il éclairé. Le Dieu de Spinoza, précise Deleuze, “ ne conçoit pas des possibles dans son entendement qu’il réaliserait par sa volonté ” : “ Aussi n’a-t-il pas de pouvoir, mais seulement une puissance identique à son essence. Suivant cette puissance, Dieu est également cause de toutes choses qui suivent de son essence, et “ cause de soi-même ”, “ de son existence telle qu’elle est enveloppée par l’essence ”. Toute puissance est donc “ acte, active, et en acte ”[3].

Il en va de même du pouvoir constituant. Comme tout état de puissance, il est toujours en acte. Il ne se conçoit pas comme un possible qui s’actualise, mais, à la manière du conatus de Spinoza, comme effort et tendance de l’essence à persévérer dans l’existence et à envelopper “ une durée indéfinie ”. Sa puissance expansive est une passion joyeuse. Et cette joie entretient et augmente en retour la puissance d’agir.

La Commune de Paris, dont “ la grande mesure sociale ” fut, selon Marx, “ sa propre existence ”, en est la parfaite illustration. L’exercice de ce pouvoir illimité pousse logiquement l’élan démocratique jusqu’au dépérissement de l’Etat en tant que corps politique séparé (et réciproquement, de l’économie conçue comme seconde nature). Cette extinction d’un appareil étatique spécialisé, opposé à la société, ne saurait se confondre avec la disparition de la politique. Pour Negri, ce sont la pensée libérale et la pensée anarchiste qui représentent “ les figures les plus achevées de la rationalité instrumentale ”. Dans l’un et l’autre cas, “ le social n’a pas besoin du politique ” : “ La main invisible du marché comme la négation abstraite de l’Etat nient le pouvoir constituant. Que ces visions de la société reposent sur l’individualisme et sur la règle du profit, ou sur l’anarchie et sur la règle du collectivisme, il s’agit, dans un cas comme dans l’autre, d’isoler le social, et cette fin est le pendant nécessaire de la transcendance du politique, invoquée d’un côté et honnie de l’autre[4]. ” Chaque crise, dans la mesure où elle bouleverse le champ politique, claque donc “ comme un avis de décès des théories de la séparation ”.

A la dissociation illusoire du politique et du social, Negri oppose une dialectique de la puissance et du pouvoir, un double processus de politisation du social et de socialisation de la politique. Inaliénable, “ la liberté constituante ” manifeste la résistance de la puissance fondatrice à la rigidité pétrifiée de l’institution. La “ production du sujet constituant ” est selon lui au centre des trois Déclarations des Droits de l’Homme (de 1789, 1793, et 1795). Le sujet émergent s’y constitue dans un conflit permanent avec la propriété privée et avec la raison d’Etat qui s’efforcent de le contenir et de le refouler. La clôture nationale (la victoire de l’Etat-nation sur l’universalité proclamée), sociale (la répression du mouvement populaire), et sexuelle (la mise au pas des tricoteuses et l’exclusion des femmes) du moment révolutionnaire, scelle la défaite et condamne la conjuration permanente au repli dans les catacombes de l’histoire. Jusqu’aux nouvelles irruptions de 1830 et 1848.

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¿Imperio o imperialismo?

Juan Chingo, Gustavo Dunga

Estrategia Internacional

Una polémica con “El largo siglo XX” de Giovanni Arrighi e “Imperio” de Toni Negri y Michael Hardt

Los cambios acaecidos en el sistema capitalista mundial en los últimos treinta años, desde el fin del boom de la posguerra, han llevado a una importante discusión teórica sobre la magnitud y las características de estos y sus consecuencias sobre las perspectivas trazadas por el pensamiento marxista revolucionario. Así, para muchos teóricos contemporáneos, la globalización de la producción capitalista y el mercado mundial, traen aparejados fundamentalmente una nueva situación y un giro histórico significativo. Este es el caso por ejemplo, del teórico del autonomismo, Toni Negri, quien sostiene estas definiciones junto a Michael Hardt en su último libro “Imperio”, al que definen como el nuevo orden político de la globalización. Otros teóricos asociados a la escuela de sociología histórica del sistema mundial, por el contrario, argumentan que desde su inicio el capitalismo siempre ha funcionado como una economía mundial y en consecuencia rechazan la novedad de la globalización como una incomprensión de la historia. Uno de los mejores exponentes de esta escuela es Giovanni Arrighi, que a mediados de los noventa ha publicado el libro “El largo siglo XX” (recientemente editado en español) donde expone estas posturas. Estas teorizaciones cuestionan desde presupuestos opuestos la definición clásica del imperialismo, formulada por Lenin y sostenida por los marxistas revolucionarios a lo largo del siglo que se fue.

La importancia de este debate radica en que los cambios acontecidos obligan a una interpretación de los acontecimientos políticos, económicos y sociales, que revalide o no las categorías utilizadas por el marxismo, como punto de partida, para su interpretación. La discusión actual, recuerda, salvando las distancias, la enorme efervescencia teórica e intelectual, que se dio en el seno del movimiento socialista internacional, e incluso más allá de este, en la transición del capitalismo de libre competencia al imperialismo, entre finales del siglo XIX y principios del siglo XX. A la luz de estas nuevas querellas, vuelven a replantearse problemas fundamentales del materialismo histórico y la dialéctica, para poder comprender o interpretar los nuevos desafíos que presenta esta realidad compleja del mundo y el nuevo siglo. Este último fue el método de Lenin que retomó las categorías de la dialéctica para responder a la complejidad de problemas que presentaba la nueva fase del capitalismo, entre ellas la Gran Guerra. No era para Lenin cuestión de repetir escolásticamente las categorías del marxismo, sino de aplicarlas en forma creativa a la nueva realidad, incorporando críticamente aspectos de las elaboraciones desarrollados por sus antagonistas e interlocutores, como Kautsky o Hilferding, e incluso ideólogos liberal burgueses como Hobson, desterrando el carácter reformista que pretendían darle sus autores. Se trataba para Lenin de integrar estos avances en una totalidad que demostrara las potencialidades revolucionarias de la época que se abría.

Las dos visiones con las que polemizaremos tienen el mérito de intentar dar una visión global de la realidad contemporánea. Sin embargo, las limitaciones de su matriz teórica les impide comprender de manera certera, a pesar de los señalamientos y problemas reales sobre los que fundan en muchos casos sus elaboraciones, los cambios producidos en el orden mundial en los últimos 30 años. Por eso antes de desarrollar plenamente nuestra propia visión haremos un análisis crítico de las proposiciones sostenidas por Arrighi y Negri, los que nos permitirá profundizar y comprender mejor el método del marxismo clásico desarrollado en la nueva época por Lenin y Trotsky.

En este artículo intentaremos criticar las dos variantes señaladas anteriormente, que atacan las definiciones sobre el imperialismo, aprehendiendo el método dialéctico materialista para el análisis del sistema capitalista mundial y actualizando la noción del mismo para comprender la escena contemporánea.

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Prefacio Multitud: Vida en común

Michael Hardt, Toni Negri

La posibilidad de democracia en escala global está hoy emergiendo por primera vez. Este libro trata de esa posibilidad, de lo que denominamos el proyecto de la multitud. El proyecto de la multitud no solamente expresa el deseo de un mundo de igualdad y libertad, no sólo demanda una sociedad democrática global abierta e incluyente, sino que también provee los medios para lograrlo. Ese es el modo en que finalizará nuestro libro, pero no puede comenzar allí.

Hoy, la posibilidad de democracia está oscurecida y amenazada por el aparentemente permanente estado de conflicto en todo el mundo. Nuestro libro debe comenzar por este estado de guerra. Es verdad que la democracia ha permanecido como un proyecto incompleto durante toda la era moderna, en todas sus formas nacionales y locales, y también es cierto que los procesos de globalización de las décadas recientes han sumado nuevos desafíos, pero el principal obstáculo para la democracia es el estado de guerra global. En nuestra era de globalización armada, el sueño moderno de democracia puede parecer irremediablemente perdido. La guerra siempre ha sido incompatible con la democracia. Tradicionalmente, la democracia ha sido suspendida durante los tiempos de guerra y de temporarios emplazamientos del poder en una fuerte autoridad centralizada para confrontar la crisis. Como el actual estado de guerra es tanto a escala global como de larga duración, sin final a la vista, también la suspensión de la democracia se torna indefinida o incluso permanente. La guerra adopta un carácter generalizado, estrangulando toda la vida social e imponiendo su propio orden político. Así, la democracia parece inalcanzable, enterrada bajo las armas y los regímenes de seguridad de nuestro permanente estado de conflicto.

Sin embargo, nunca ha sido tan necesaria la democracia. Ningún otro camino nos proveerá de una salida para el miedo, la inseguridad y la dominación que invaden nuestro mundo en guerra; ningún otro camino nos conducirá a una pacífica vida en común.

Este libro es la continuación de nuestro libro Imperio, que se ocupó de la nueva forma global de soberanía. Aquel libro intentó interpretar la tendencia del orden político global durante su formación, es decir, reconocer cómo, desde una diversidad de procesos contemporáneos, está surgiendo una nueva forma de orden global, que llamamos Imperio. Nuestro punto de partida fue el reconocimiento de que el orden global contemporáneo ya no puede ser entendido adecuadamente en términos de imperialismo, tal como era practicado por los poderes modernos, basados principalmente en la soberanía del Estado-nación extendida sobre territorios extranjeros. En su lugar, una “red de poder”, una nueva forma de soberanía, está emergiendo, e incluye entre sus elementos primarios, o nodos, a los Estados-nación dominantes junto con instituciones supranacionales, las grandes corporaciones capitalistas y otros poderes. Este poder en red, afirmamos, es “imperial”, no “imperialista”. Por supuesto, no todos lo poderes dentro de la red del Imperio son iguales-al contrario, algunos Estados-nación poseen un enorme poder y otros casi ninguno, y lo mismo es cierto para las diversas corporaciones e instituciones que conforman la red-pero pese a las diferencias deben cooperar para crear y mantener el actual orden global, con todas sus divisiones internas y jerarquías.

De este modo, nuestra noción de Imperio corta en diagonal los debates sobre unilateralismo o multilateralismo o pro-Americanismo o Anti-Americanismo como las únicas alternativas políticas globales. Por una parte sostenemos que ningún Estado-nación, ni siquiera el más poderoso, ni siquiera los Estados Unidos, pueden “ir solos” y mantener el orden global sin colaborar con los otros grandes poderes en la red del Imperio. Por otra, declaramos que el orden global contemporáneo no se caracteriza y no puede ser sostenido por una participación igual de todos, ni siquiera por una elite de Estados-nación, como en el modelo de control multilateral bajo la autoridad de las Naciones Unidas. En realidad, múltiples divisiones y jerarquías, a lo largo de líneas regionales, nacionales y locales, definen nuestro actual orden global. Nuestra afirmación no se refiere simplemente a que el unilateralismo y el multilateralismo como han sido presentados no son deseables, sino que no son posibles dadas nuestras actuales condiciones, y que los intentos por ir tras ellos no podrán mantener al actual orden global. Cuando decimos que el Imperio es una tendencia, queremos decir que es la única forma de poder con posibilidad de sostener al actual orden global de un modo perdurable. Por ello, se debe responder a los proyectos globales unilaterales de Estados Unidos con la irónica amonestación del Marqués de Sade: “Américains, encore un effort si vous voulez étre imperials” (“¡Americanos, deben esforzarse más si quieren ser imperiales!”)

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