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Pandemia y crisis económica mundial: Niebla en el horizonte

José A. Tapia

Estimaciones preliminares de diversas fuentes indican que la contracción de muchas economías nacionales durante el año 2020 ha sido equivalente o significativamente mayor que la contracción de la Gran Recesión que comenzó en 2008. El producto interno bruto (PIB) de la economía estadounidense sufrió una contracción de 2,5% en 2009 y de 3,5% en 2020. La tasa de crecimiento del PIB de Japón, que fue -5,4% en 2009, fue -5,3% en 2020 y las tasas respectivas en 2020 fueron en Alemania -6,0%, en Francia -9,8%, en España -11,0%, en India -10,2%, en Rusia -3,1% y en Australia -6,7%. Estas cifras en los países con peso específico significativo en la economía mundial revelan una contracción económica muy profunda, en muchos casos sin precedentes desde la Gran Depresión de 1929. Solo China tuvo en 2020 un crecimiento positivo del PIB, 2,3%, una tasa de crecimiento casi minúscula en comparación con el crecimiento a tasas de dos dígitos que tuvo la economía china en los años previos a la Gran Recesión.

La pandemia de coronavirus ha empujado la economía mundial al despeñadero a partir de procesos insostenibles que ya se estaban generalizando en 2019. Nunca podremos saber si la economía mundial habría entrado en crisis en el 2020 si no hubiera comenzado la pandemia, pero las ganancias empresariales estaban cayendo y la deuda privada había alcanzado niveles récord, incluso por encima de los observados antes de 2008. Pero esta vez la deuda es principalmente deuda empresarial, no deuda familiar hipotecaria. Por supuesto que esto se refiere a las principales economías del mundo, no solo a la de este o aquel país. Hay que insistir en que, igual que en 2008, estamos ante una crisis económica mundial.

Las políticas keynesianas, es decir, las intervenciones para estimular la economía, tienen un efecto manifiesto solo cuando son masivas, por ejemplo, cuando la economía de libre mercado de EEUU fue transformada en pocos meses en una economía en gran parte planificada y dirigida por el Estado en los primeros meses de 1942. Ahí fue cuando se acabó el desempleo masivo de la década de la Gran Depresión. Porque incluso a fines de la década de 1930, después de años de políticas del New Deal, el desempleo seguía en niveles muy altos. Entre el comienzo de la Gran Depresión en 1929 y la II Guerra Mundial, la tasa de desempleo tuvo dos picos en EEUU, uno en 1933, cuando el desempleo alcanzó su máximo histórico de 24,9%, otro en la llamada recesión de Roosevelt, en 1938, cuando el desempleo llegó a 19,0%. Pero aún estaba en 9,9% en 1941, cuando la II Guerra Mundial ya llevaba dos años asolando Europa y Asia y EEUU, todavía no beligerante, había comenzado a aumentar considerablemente sus preparativos militares. Solo tras el ataque japonés a Pearl Harbor en diciembre de 1941 el gobierno estadounidense puso la mitad de la economía del país bajo su control para satisfacer las necesidades militares y la tasa de desempleo cayó dramáticamente a 4,7% en 1942.

Todo parece indicar que la depresión de la economía mundial de 2020 se confirmará como la crisis económica mundial más importante desde la II Guerra Mundial, pero por el momento es prácticamente imposible predecir en qué medida afectará esta crisis económica a cada economía nacional, cuánto se prolongará la crisis y en qué medida la probable pero no segura declinación de la pandemia por la vacunación masiva y las medidas de salud pública será capaz de estimular la actividad económica a lo largo del año 2021. La propuesta del gobierno de Joe Biden de un estímulo económico de 1,9 billones de dólares ha sido aprobada por el Congreso y el Senado de EEUU. Esto es un gasto enorme en comparación con estímulos de gasto público implementados en otras ocasiones. Está por ver si la economía estadounidense se reactivará con ese gasto, como esperan Paul Krugman y otros keynesianos como él, o entrará en una crisis inflacionaria como temen Gregory Mankiw y otros economistas, también keynesianos o neokeynesianos. La “ciencia económica” actual está muy lejos de poder dar una respuesta con cierto grado de seguridad a ese tipo de preguntas. La crisis económica asociada a la pandemia de COVID-19 tiene características únicas y si las predicciones económicas son siempre arriesgadas, en esta ocasión lo son incluso más, por la complejidad asociada a la conexión de la crisis económuica con la pandemia. Sea cual sea el efecto macroeconómico de las políticas ahora propuestas, es indudable que hay que aplaudir las medidas para proteger los ingresos bajos de los efectos del desempleo. Esas medidas darán alguna protección a los más vulnerables de la sociedad, muchos de ellos ahora sin trabajo y sin perspectivas, además de enclaustrados durante meses en viviendas hacinadas.

Tras un año de pandemia de COVID-19 sabemos que la infección afecta más a los varones que a las mujeres y, a diferencia de la pandemia de 1918 que concentró sus víctimas entre los adultos jóvenes sanos, la presente pandemia es más grave y más letal cuanto mayor es la edad del paciente y cuando tiene enfermedades crónicas previas. Pero esas enfermedades tienen un gradiente social, son más frecuentes a medida que se baja en la escala de status socioeconómico indicado por ejemplo por el nivel de ingreso, el nivel educativo o la calificación profesional. En los niveles bajos de ingreso son más frecuentes el tabaquismo y las enfermedades respiratorias crónicas, a menudo consecuencia de exposiciones profesionales; también son más comunes el alcoholismo, la obesidad, la hipertensión arterial, la diabetes. Estas enfermedades crónicas hacen que la infección por COVID-19 sea más grave y más letal. Es de esperar entonces que el COVID-19 afecte menos a quienes tienen mejores empleos o mayor nivel de renta que, además, viven menos hacinados y tienen en general menos enfermedades crónicas. Ese grupo de menor ingreso es también el que más a menudo tiene empleos (en el sector servicios, en la construcción o en la industria) que no permiten el teletrabajo y exigen tratar con personas y, por lo tanto, tener más exposición potencial al contagio. En países como EEUU donde no hay un sistema nacional de salud y la sanidad es básicamente privada, la atención médica es tanto peor para quienes están más abajo en la escala social, los trabajadores de la economía informal, los emigrantes indocumentados. La mortalidad de la pandemia está siendo considerablemente mayor entre los afroamericanos, los latinos y la población amerindia. Muy probablemente y con diferencias no demasiado grandes de unos países a otros, la tasa de letalidad, es decir, la proporción de los que mueren entre quienes enferman, será tanto mayor cuanto menor sea el nivel de ingreso de los pacientes. Como era de prever, esta pandemia está afectando menos a quienes están más arriba en la escala social y de esa manera contribuirá a mantener y aumentar las desigualdades de salud. Las vacunas se están distribuyendo en el mundo básicamente en función de la capacidad de pago de los países y dentro de cada país la vacunación a menudo se hace según criterios en los que el favoritismo y las conexiones priman sobre los criterios epidemiológicos que buscan minimizar las muertes por el virus. Una incógnita es en qué medida el rechazo a las vacunas por desinformación y temor a estar siendo objetos de experimentación por parte del gobierno puedan ser suficientes para comprometer la eficacia de la vacunación, que solo generará inmunidad de grupo suficiente para estrangular la pandemia si llega a una proporción suficientemente alta de la población. Lamentablemente, tanto los temores frente a las vacunas como el escepticismo de grandes sectores de la población a la necesidad de hacer frente al cambio climático han demostrado en los últimos años que la opinión pública actual se alimenta de fuentes a menudo muy contaminadas por una especie de superstición moderna en la que no hay ya brujas ni maleficios, pero sí grupos conspirativos que inventan datos, promueven teorías o manipulan elecciones. Las decenas de millones de votantes de Donald Trump son el ejemplo más obvio de esa superstición moderna que, por supuesto, con otras formas políticas y culturales, existe en mayor o menor medida en todos los países.

Las estadísticas económicas del año 2020 que se van conociendo no permiten todavía un diagnóstico claro de la evolución de variables económicas clave, como por ejemplo las ganancias empresariales. Pero todo parece indicar que las ganancias monumentales de algunas empresas como Amazon o Apple no compensan de ninguna manera las pérdidas también monumentales de otras muchas empresas que muy probablemente son la mayoría. El 28 de febrero The New York Times informaba sobre el balance de resultados de Berkshire Hathaway, el conglomerado empresarial dirigido por Warren Buffett cuyo valor estimado es de alrededor de medio billón de dólares (téngase en cuenta que lo que en inglés se denomina one trillion es un billón en español). Uno de los aspectos más característicos de lo que hizo Berkshire Hathaway en 2020 es la adquisición de cantidades masivas de sus propias acciones cotizadas en bolsa. Esto que es a corto plazo una manera de aumentar el valor de la empresa, revela por otra parte que son escasas las oportunidades de adquisición de otras empresas rentables o de inversión directa en actividades productivas con buenas perspectivas de ganancia.

En casi todos los países una proporción importante de la población obtiene hoy sus ingresos de los contratos “en negro”, del autoempleo y de toda la economía informal que en el segundo y tercer trimestre de 2020 se desmoronó como un castillo de naipes por las medidas de aislamiento y distanciamiento físico para frenar la pandemia. Durante 2020 se perdieron cientos de millones de empleos formales e informales en todo el mundo. Con algunas excepciones y diferencias menores, desde las últimas décadas del siglo pasado tanto en las economías avanzadas como en los países de la periferia las fuerzas políticas han ido modificando las regulaciones de los mercados laborales, en general hacia condiciones de empleo más desreguladas y precarias. En nuestro sistema de libre empresa la mayoría de los empleos dependen no de la necesidad social sino de la capacidad de aquellos que poseen activos para obtener ganancias y es por ello que las protecciones sociales a menudo se eliminan (porque crean “rigideces del mercado de trabajo”) cuando interfieren en la capacidad del dinero para producir más dinero, es decir, en la acumulación del capital. Esa es la tendencia general bajo el capitalismo. Cuando los mercados laborales son más formales y están más regulados, hay alguna protección temporal contra el desempleo inmediato. Después del primer trimestre de 2020 en los países donde aún hay instituciones del estado de bienestar muchos millones cayeron en las filas de los protegidos por el seguro de desempleo, que en otros muchos países, sobre todo de la periferia, es escaso o inexistente. Todo indica que una fracción importante de la población mundial ha vivido o malvivido durante 2020 de ingresos proporcionados por el Estado, que por otra parte ha sido privado también por la crisis de gran parte de su recaudación tributaria. Las deudas públicas están aumentando en todos los países hasta niveles impensables hace pocos años. Hasta donde podrá estirarse la cuerda es difícil de saber. Paul Krugman ha escrito a menudo en los últimos meses sobre la necesidad de no asustarse de una deuda pública equivalente a 100% del PIB o incluso bastante mayor. Por otra parte, los economistas asustados por el nivel de esa deuda por ahora no proclaman sus miedos con demasiada fuerza.

La pandemia que se inició a finales de 2019 y se generalizó en los primeros meses de 2020 ha causado hasta mediados de marzo de 2021 más de dos millones y medio de muertes, de las que unas 600.000 han sido en EEUU. Es muy dudoso si las perspectivas prometedoras que abre la disponibilidad de vacunas en cuanto a erradicación de la epidemia se confirmarán o no. La pandemia ha demostrado la incapacidad de los gobiernos para coordinar una respuesta de salud pública que ha de ser necesariamente mundial, porque la pandemia seguirá mientras existan reservorios de población en los que no haya inmunidad de grupo. Por otra parte, una incógnita añadida es la aparición de cepas víricas de mayor contagiosidad y para las cuales no hay seguridad de que sean válidas las vacunas actuales. Los casi 8.000 millones que formamos la población mundial nos enfrentamos a tiempos difíciles. El sistema económico y político mundial basado en la producción con fines de lucro y los estados nacionales gobernados por élites más o menos reaccionarias pero siempre defensoras de su poder y del status quo ha demostrado de sobra su incapacidad para lidiar con los problemas del siglo XXI. ¿Evolucionará nuestro planeta Tierra hacia desastres sociales, epidemiológicos y ecológicos cada vez peores, o quizá hacia una III Guerra Mundial que ponga punto final a la presente civilización? ¿Será la humanidad capaz de organizarse de una manera más acorde con sus intereses generales? Lamentablemente, los años recientes parecen demostrar también una enorme inercia y una gran incapacidad humana para frenar los procesos descontrolados que, bajo el control de las élites económicas y políticas, valga la redundancia, nos llevan hacia el abismo. De todas formas, si algo está claro en el marasmo actual es la necesidad de apoyar a quienes abren alguna perspectiva de futuro, ya sean los manifestantes prodemocracia de Myanmar o de Hong Kong o los granjeros hindúes que luchan por su supervivencia frente a los grandes intereses comerciales, o quienes protestan contra el racismo, la represión, la corrupción y los abusos gubernamentales o policiales en Rusia, en Nigeria, en Paraguay, en EEUU o en cualquier país del mundo.

 

José A. Tapia es profesor de ciencias políticas de la Universidad Drexel, en Filadelfia, EEUU.

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