Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Tesis sobre Europa

Pedro Montes

Europa es un problema

Los cambios geopolíticos y económicos que están teniendo lugar han cogido a la Unión Europea en unas pésimas condiciones para adaptarse y reaccionar. El centro de gravedad de la economía mundial se está desplazando y Europa ha generado una crisis propia derivada del proyecto mal concebido de la unión monetaria, sin perjuicio de que se desatara y haya sido agravada por la crisis financiera internacional, surgida en septiembre de 2008 con la quiebra de Lehman Brothers.

La integración europea ha pasado por vicisitudes de todo tipo, por encrucijadas diversas, pero ahora, lo que se puede entender por la crisis del euro, coloca esta vez a Europa en una insólita situación: la crisis del euro puede sacudir y romper la unidad monetaria y representar un retroceso incontrolable del proyecto de la construcción europea.

Como se dijo en su día con toda justificación, la moneda única vio la luz por decisiones políticas, pues las condiciones económicas distaban de crear el contexto propicio para imponer una moneda única en un conjunto de países tan desiguales. En ese afán político primó que el euro constituía la clave de bóveda de una concepción del futuro europeo fundamentado en la ideología del neoliberalismo.

Vincular a los países con una moneda común sin avanzar en cierto grado de armonización fiscal y sin disponer de un presupuesto común relevante -el presupuesto de la UE representa sólo el 1,2% del PIB de la unión- entre economías tan diferentes como pueden ser la alemana o la griega, e incluso la española, era poner las bases para que con el transcurso del tiempo las diferencias entre ellas se agudizarán hasta hacerse insostenibles. En los mercados, las economías fuertes barrerían a las débiles y, sin un presupuesto redistributivo, las primeras, con muchos mas recursos, reforzarían su posición en detrimento de la segundas, como ha ocurrido.

La aparición del euro implicó dos hechos fundamentales en la historia económica de cada país. El primero es que desapareció el tipo de cambio como un instrumento esencial en manos de los gobiernos para mantener el equilibrio de sus economías en el marco internacional y, en el tiempo, un grado suficiente de competitividad. Los países más fuertes económicamente tenían una moneda que se revalorizaba tendencialmente mientras que los países más débiles veían la suya depreciarse, pero con ese juego se mantenía un cierto equilibrio en los intercambios económicos entre los países.

La trayectoria de las distintas monedas europeas en los 30 años que precedieron a la implantación del euro, una vez que en 1971 estalló el sistema del patrón dólar con tipos de cambio fijos pero ajustables, no deja duda de lo forzado que fue crear el euro con respecto a la trayectoria histórica de cada una de las divisas europeas integradas en él. Del mismo modo, ahora se ve claro que una vez implantado el euro, prematuramente, lo que correspondía hacer para avanzar en la unidad europea era impulsar la integración económica, social y política y no extender geográficamente al Este el mercado y la moneda únicos, involucrando a países con diferencias cualitativas con los países iniciales de la zona euro. Era preciso avanzar en la calidad de la integración y se optó por la cantidad, con lo que se agravaron carencias iniciales y se acentuaron las tensiones económico-financieras en la zona.

La segunda novedad que implicaba el euro era que la política monetaria quedaba en manos del BCE, con el objetivo prioritario de mantener la inflación por debajo del 2% anual, cuyas decisiones debían aplicarse en economías muy asimétricas con una evolución coyuntural dispersa. Representaba este hecho una importante cesión de soberanía a instituciones europeas que tampoco la tenían plena, generándose un híbrido poco operativo sobre todo en momentos de crisis. Sumada esta cesión, por un lado, a la otras muchos resortes perdidos con él neoliberalismo y el proyecto del mercado único, y, por otro, a las renuncias que se asumen con los rescates, se ha planteado con toda lógica la cuestión política esencial del valor de la soberanía de los pueblos frente a los poderes económicos.

En estos momentos, además, si se dispusiera de una política monetaria propia para suministrar liquidez, la crisis tendría mucha menos intensidad y sería menos agudo el declive productivo. Está ocurriendo en varios países, que ni los Estados encuentran la liquidez necesaria y que empresas y negocios viables y rentables desaparecen por la simple imposibilidad de financiarse.

La crisis del euro

La crisis actual está determinada esencialmente por los efectos contundentes y desequilibradores de la moneda única en las balanzas de pagos de los países de la zona euro, unos acumulando grandes superávits, con Alemania como país dominante, y otros arrastrando déficits insoportables como Grecia, Portugal o nuestro país. Un caso extremo es el de Grecia, que desde el año 2000 al 2008 sufrió déficits de la balanza de pagos por cuenta corriente superiores al 10% del PIB, acercándose en algún momento al 15% como en el 2007. Tan dramático casi es el ejemplo de Portugal, que registró un déficit en el 2008, tras una serie continua a lo largo de la década, del 12,1% del PIB.

En nuestro país los déficits han sido menos pronunciados, pero también de una magnitud insostenible: en el 2007, el 10% del PIB, en el 2008, ya con la crisis financiera internacional declarada, del 9 %. Éstas cifras son insólitas, inmanejables y expresión de una situación explosiva. Muchos años sucesivos de déficit han arrastrado a las economías a acumular una deuda frente al exterior, hay que subrayarlo, frente al resto del mundo, inmanejable y realmente impagable. Aquí están núcleo de la crisis actual del euro.

Estos países, ajenos y dando la espalda al desequilibrio exterior, vivieron además como drogados por las facilidades de financiación que otorgaba el euro, despilfarros, corrupción y especulación desaforada incluidos, y se han endeudado creciente y rápidamente hasta límites en que ahora es imposible que puedan satisfacer sus obligaciones de pago. La deuda externa los mantiene estrangulados en unas circunstancias además en las que la desconfianza financiera se ha instalado en el mundo y los canales de financiación se hayan obstruidos.

Esa enorme deuda es un problema insostenible a corto y medio plazo. Éste es el telón de fondo de la crisis del euro y el que la convierte en insuperable: que los países más endeudados no pueden seguir financiándose sin grandes dificultades en los mercados y costosos intereses y que tampoco pueden garantizar su solvencia pues el alto endeudamiento implica compromisos de pago que no están en condiciones de cumplir.

La contrapartida de esa enorme deuda externa se distribuye entre el sector privado y el sector público de cada economía, en proporciones muy desiguales entre ellas) pero ha ocurrido además, y de ahí la alarma reinante, que la crisis financiera ha provocado una recesión profunda en algunos países -en particular en el nuestro por el estallido de la inmobiliaria- que ha repercutido gravemente en las cuentas del sector público, abriendo unos déficits públicos de una magnitud insólita, que tiene desquiciado a las instituciones europeas y los mercados internacionales.

No es para menos, pues son los propios Estados lo que pueden declararse en quiebra, si bien debe quedar claro algo que se oculta con fines de imponer la austeridad: que lo que es insostenible es la necesidad de financiarse en el exterior economías que están desahuciadas por su incapacidad de mantener el equilibrio de su cuenta exteriores con el euro, que resulta una moneda muy poderosa para su menguada capacidad competitiva de esas economías.

Se exalta ahora la magnitud de los déficits del sector público y la necesidad imperiosa de reducirlos, siendo esa magnitud la base argumental de los ajustes y recortes brutales que se acometen, cuando sólo se trata de un aspecto superficial (y sin embargo real) del problema. Se presentan como ineludibles reducciones de gastos en prestaciones esenciales de cientos de euros o unos miles de euros, por ejemplo el recorte de 10.000 millones llevado a cabo por el gobierno de Rajoy en educación y sanidad, cuando la deuda pública se eleva a 800.000 millones de euros.

La crisis de Europa combina por tanto dos elementos. Por un lado, el contrahecho proyecto de la unidad monetaria, cuya inmadurez y carencias se pusieron relativamente pronto de manifiesto, pero que fueron ocultadas por las facilidades de financiación que existieron hasta el año 2008 en que, repentinamente, se convirtieron en un grave problema, una vez que se instaló en los mercados financieros una desconfianza general, los canales se obturaron y los flujos se cortaron.

Por otro, las consecuencias negativas de un largo período dominado por la ceguera e irracionalidad de gobernantes y expertos, que no se enteraron de que la bomba de la crisis estaba cebada. Afrontar la crisis ahora no es corregir los defectos e insuficiencias de la Europa de Maastricht, sino hacer frente a los profundos desequilibrios económico-financieros que se han generado.

Como no podía ser de un modo, las tensiones y conflictos dentro de UE se han agudizado con la crisis del euro. La UE la integran países con fuerza muy distinta, intereses confrontados, situaciones políticas diversas, cuyos gobiernos tienen que atender a opiniones públicas complejas, que reclaman derechos y ventajas que se oponen a sacrificios en un juego en el que, después de todo, hay beneficiados y perjudicados. Alemania es indiscutiblemente el país de más peso dentro de la Unión por ser la economía más grande, registrar superávit comerciales muy significativos y ser un importante acreedor mundial.

Nada de lo que vaya a suceder en Europa será ajeno a las decisiones de Alemania, que tiene, por lo demás, un abanico estratégico más amplio que el resto de los países.

La elección de Hollande ha suscitado la expectativa de cierta confrontación con la concepción muy ortodoxa de la canciller Merkel sobre cómo afrontar la crisis y como impulsar la integración europea. Hay que tener en cuenta sin embargo que el presidente francés no tiene un plan detallado de cómo abordar el tema de Europa sino unas líneas generales muy moderadas, que no modificarán el fondo de la cuestión.

Cabe añadir que no es esperable una confrontación abierta entre Alemania y Francia y que, en última instancia, siempre prevalecerá la posición alemana por la diferente fuerza de los dos países. Jacques Sapir ha llegado a decir recientemente que cuando España e Italia se vieran afectadas, momentos que sitúa cuando los tipos de interés al que toman prestado pasen del 6% (España ya lo ha hecho) habrá llegado el momento de cuestionar a Francia. “Todos saben, aunque ahora no se diga, que si España e Italia se vieron forzadas a salir de la zona euro Francia tampoco podía permanecer en ella”.

Palabras estas, si reconocemos autoridad a Sapir, que ponen de manifiesto la gravedad de la crisis europea y los riesgos de la quiebra del euro. Si ello ocurriera, sería un gran fracaso de la burguesía “europea”, que lleva apostando por este proyecto de Europa más de 30 años, lo cual plantearía problemas imponderables de una entidad política histórica.

Y en efecto, la complejidad es incuestionable. Los dos problemas que tienen que resolverse, el modelo de Maastricht y las consecuencias que ha traído, con algunos países intervenidos o rescatados, que para el caso es lo mismo, requieren de tiempo, acuerdos, pactos y voluntades muy intrincados. El exceso de ruido, la avalancha incontenible de propuestas, sugerencias, opiniones, controversias y discrepancias revelan esa complejidad y también las contradicciones -léase intereses- que existen. Solventar las necesidades perentorias de liquidez de algunos países no elimina la cuestión de fondo de que hay economías quebradas, sin solución en la zona euro.

Por otra parte, acometer una reforma profunda de Europa sería una tarea de muchos años. Hay reglas, compromisos, pactos y casi una constitución. De modo que no todo es posible y menos de modo inmediato, además de que algunos cambios que se reclaman contradicen la esencia del proyecto de Maastricht, que es una unión monetaria sin fiscalidad común.

Esta es una carencia fundamental pero superarla exigiría mucho tiempo y algo que se suele pasar por alto cuando precipitadamente se buscan soluciones del tipo eurobonos o un BCE prestamista de última instancia: el muy diferente grado de presión fiscal que existen entre los países de la zona euro, con algunos de ellos, como es el caso de nuestro país, cuyos ingresos públicos con respecto al PIB son e 11 puntos inferiores a la media de la zona euro.

Partiendo pues de la gravedad y la complejidad de la crisis en Europa, S 21 debe trabajar por tomar una posición realista en el sentido fundamental de defender los derechos de los trabajadores y todas las capas sociales desfavorecidas que sufren los estragos del desastre europeo. Cabe no perder de vista que con el euro, con apenas 13 años de vigencia, se han destruido las bases de la construcción europea, se ha creado una crisis económica y social desoladora en el conjunto de la zona y se ha a arrastrado ya a algunos países al abismo.

La alternativa de S 21

Como no podía ser de otra forma, con estos antecedentes y las tensiones continuas que suscitan, han surgido debates sobre cómo afrontar la izquierda la crisis existente. Lo primero que destaca es la falta de comprensión de la naturaleza y la gravedad de la crisis en muchos sectores, organización y movimientos, o por decirlo de otra forma, el arraigo de la idea de que la Europa de Maastricht es sostenible. Se indican soluciones del tipo de la necesidad de que se emitan eurobonos, se culpabiliza a Alemania, se propone cambiar el estatus del BCE, se sugieren avances en la fiscalidad común, etc. Y, en casi todos los casos, se apoya el “rescate” de los países con problemas: Grecia, después Portugal y luego…, como si correspondiera a la izquierda salvar al monstruo construido, cuyas consecuencias tan dramáticamente están sufriendo los trabajadores, amplias capas sociales y los sectores ciudadanos más desfavorecidos.

Un debate más profundo atrapa a la izquierda cuando se aborda lo que proponer como proyecto de construcción europea a partir de la crisis actual. Tiene bastante respaldo la tesis que aunque la Europa de Maastricht no es defendible, hay que impedir por todos los medios un fracaso porque desarbolaría la idea de Europa. Desde lo ya edificado, hay que imponer un avance que nos conduzca a una Europa con los valores históricos de la izquierda a través de reformas profundas de carácter socialdemócrata.

A esta posición cabe oponerle una objeción de principio: considerar justo lo contrario: que Europa no es reformable. Todos los cambios que se proponen dejan intactos los problemas genéticos de la Europa construida hasta ahora y no representan más que retoques de maquillaje de un proyecto elaborado y culminado bajo el dogmatismo neoliberal.

Con una agravante adicional, los retoques no son posibles en la situación de profunda crisis que corroe a Europa como se ha tratado de exponer y con las disensiones propias de una comunidad contrahecha y compuesta por países con problemas singulares: 27, si nos referimos a la UE, o los 17 que integran la zona del euro. Resulta comprensible que se tenga horror a la situación que puede sobrevenir si se rompe la unión monetaria como esta configurada en la actualidad, ya sea por una ruptura traumática o por la salida de algunos de los países periféricos.

Pero, desde el punto de vista político de la izquierda, no cabe rehuir el envite y proponer salidas inviables. Nadie rechazaría un conjunto de reformas que hicieran de la Europa del euro un ámbito, económicamente, más articulado, gobernable y equilibrado, socialmente, más armonioso e igualitario y, objetivamente, menos agresivo. Pero es preciso reconocer que no hay condiciones para ello.

Cabe añadir que la izquierda no tiene un proyecto acabado alternativo ni siquiera unas propuestas parciales compartidas. En los países más fuertes no se han tomado en serio las dificultades de los países económicamente más atrasados. Y la izquierda tendría que ser las fuerzas progresistas de 27 ó 17 países. En ellos, por otro lado, la relación de fuerzas y la lucha de clases presentan tal variedad de situaciones que pensar en soluciones globales, de conjunto para Europa, significa despreciar las condiciones objetivas sobre las que basar propuestas posibles.

Es tal la complejidad del mapa político europeo, que pensar en un proyecto reformista es una quimera, más si se toman en cuenta los enormes problemas que la crisis ya ha generado. Postular la reforma de la Europa de Maastricht puede resultar propagandísticamente una forma de “salvar la cara”, pero implica evadir los deberes políticos que la izquierda tiene que asumir ante la tenebrosa situación económica y financiera existente, la desolación social que ha atrapado a una parte importante de la población europea, y la necesidad de abrir un resquicio a la esperanza.

Si se descarta pues la vía de la reforma, las opciones de izquierda ante la crisis quedan muy limitadas. Aún a riesgo de simplificar en exceso no pueden trazarse más que dos alternativas. La primera, aceptar como marco inexorable el actual determinado por la moneda única con sus carencias, desigualdades y asimetrías profundas. Por supuesto, confrontando con todas las políticas reaccionarias que impone la competitividad como base de las relaciones económicas y los ajustes y recortes que acompañan los “rescates”. Pero tomando conciencia de la contradicción que existe entre esa posición defensiva y la fuerza objetiva que tienen los poderes económicos y la burguesía para imponer sus criterios.

Los “rescates”, como en otros tiempos se impusieron los planes de ajuste estructural del FMI, van acompañados de políticas de austeridad y de apropiación muy duras y reaccionarias, sin que, dada la trampa en que están atrapados los países altamente endeudados, puedan resolver sus compromisos, por lo que se entra en períodos prolongados e indefinidos de depresión económica y degradación social. Grecia fue una avanzadilla del desastre, pero ya son otros países, incluido el nuestro desde mayo de 2010, los que conocen como se cae en el abismo sin freno y sin topes.

No hay duda que todo ello repugna a la izquierda, pero objetivamente es lo que con toda crudeza hay que aceptar si no se abandona el pavor de romper con la Europa del euro. En ella no hay la menor posibilidad de lograr los objetivos tácticos y parciales de la izquierda, ni mucho menos alcanzar un mínimo control social de las fuerzas productivas, de imponer un relevante grado de planificación económica y por supuesto de avanzar hacia socialismo.

Tiene que haber una segunda posición. Si se comprende y admite que la unión monetaria es un proyecto contrahecho desde el punto de vista económico y perverso desde el punto de vista social, que todavía no ha dado de sí toda su capacidad destructiva, corresponde a la izquierda tratar de impedir que siga arrastrando a los pueblos europeos al abismo. Por otra parte, ante la imposibilidad de dar respuestas que impliquen al conjunto de los países, en cada uno de ellos se debe intentar, dependiendo de las circunstancias y la relación de fuerzas, y contando con la solidaridad que puedan prestarle otros pueblos, escapar del dogal impuesto por el euro y de todas las renuncias de soberanía que su construcción exigió. Entre ellas, claro está, la recuperación una moneda, y algo crucial en estos momentos, una política monetaria propias, para acabar con la siniestra interpretación de que son necesarios sacrificios interminables, algo que repugna al materialismo.

Existiendo tantos recursos materiales y humanos disponibles, se precisa estimular la demanda por medio del gasto público en inversiones y política de redistribución y lubricar el aparato productivo con crédito para ponerlo en funcionamiento: crear demanda surgida de las necesidades sociales por un lado, y estimular la producción y la actividad para satisfacerlas, por otro. Incapaz la izquierda ahora de imponer una concepción distinta de la construcción europea a la del neoliberalismo imperante, la tarea es romper la cadena que maniata a los pueblos europeos por sus eslabones más de débiles.

Este objetivo estratégico no oculta las muchas dificultades que pueden surgir, el periodo complicado que se abre, extraordinariamente complejo si se quiere, pero al final se verá un panorama que nada tienen que ver con la sombría y sin esperanza perspectiva actual de muchas sociedades europeas. Tampoco elimina ese objetivo la necesidad de fortalecer a la izquierda y estimular la lucha de clases, que recuperará así su verdadero sentido histórico, pues ahora todas las reivindicaciones chocan con el muro de las restricciones presupuestarias y todas las conquistas tienen una contrapartida amarga por la pérdida de competitividad que implican. En todo caso no se deben acallar las reivindicaciones. Hay márgenes muy amplios para acometer reformas significativas de gran incidencia social. Por ejemplo, el objetivo de llevar a cabo una reforma fiscal progresista, de combatir el fraude fiscal, de defender los servicios públicos, de impedir que se degrade la protección a los parados, etc. etc. Todo lo que está a la orden del día en las reivindicaciones de los ciudadanos. Por supuesto los debates sobre la construcción europea y más allá de ello, sobre el destino de globalización capitalista, no están agotados y exigen nuevos esfuerzos de clarificación y homogeneización entre la izquierda.

Romper con el euro implica necesariamente plantearse la cuestión del inmenso volumen de deuda externa que tienen acumulado los países periféricos y que desde ahora se sabe que es imposible de pagar. Es por tanto toda Europa la que se ve afectada, pues los países acreedores, particularmente Alemania, no son ajenos al tema. Una burbuja de deuda envuelve a Europa y si hemos de interpretar la historia estás acaban por estallar.

Ahora se hacen esfuerzos ingentes por impedir que el problema resulte inmanejable con los rescates financieros. Con ellos se trata de evitar quiebras en cadena (el caso de los 100,000 millones para la banca española lo tenemos cerca), pero también son una vía para transferir los riesgos de las posiciones acreedoras de las empresas privadas a las entidades públicas. Con los fondos a los países rescatados se atienden los compromisos privados y se asumen deudas con las instituciones públicas, en una operación gigantesca de socialización de pérdidas.

El tema de la deuda abre una gran e inabarcable casuística, pero los criterios que puedan fijarse para clasificar la deuda no deberían empantanarse en reconocer a una deuda como legítima y a otra parte como “odiosa”, según proponen algunos sectores de la izquierda. Ello sin perjuicio de que en algunos países cabe la distinción -Irlanda- porque los fondos obtenidos del reciente crecimiento desmesurado de la deuda pública ha ido destinado a sanear a los bancos, y sin perjuicio también de lo que pueda suceder en el futuro en unos momentos en los que la recapitalización del sistema financiero europeo está sobre el tapete, urge y tendrá que ser masiva.

Una propuesta tan contracorriente como la de abandonar el euro y recuperar la moneda propia exigen por parte de S 21 y de la izquierda un debate táctico de común presentarla para ganar una importante base social y convencer a renuentes dirigentes. Las propias circunstancias en que se produzca el hecho, desde la petición propia hasta la expulsión, pasando por una implosión del euro, introducen matices importantes en la forma de presentar el objetivo.

Ahora bien, no cabe desechar de antemano que una reivindicación directa y clara no sea la mejor fórmula política, pues ejemplos como el de Francia sugieren que ha madurado el tema en la sociedad y que existen amplios sectores sociales que rechazan abiertamente ya la férula de la unión monetaria. Lo que antes era un tema intratable, ahora se ha convertido, en muy poco tiempo, en algo que se discute a nivel de calle y en las cerradas instancias de los poderes económicos.

En otro sentido, añadir que hay debates de sumo interés en la izquierda, como el de la “desmundialización”, la vuelta al reforzamiento de los Estados y la recuperación de los instrumentos de soberanía, y hasta el proteccionismo, que son parte de nuestras inquietudes como asociación político cultural. La crisis europea debe ser un acicate para debatir y tomar posiciones sobre cómo afrontar y combatir desde la izquierda la degeneración en que la globalización capitalista ha sumergido a la humanidad.

Anexo

Para reforzar los argumentos del texto y la defensa de la propuesta de ruptura con la unidad monetaria, añado un reciente artículo escrito a raíz de la petición por el gobierno español del rescate del sistema financiero.

Rendición incondicional

La carta que el ministro Guindos envió el 25 junio pasado al presidente del eurogrupo, solicitando el rescate del sistema financiero español, ha cambiado radicalmente el marco de los debates que mantenía la izquierda sobre las relaciones con Europa. En los últimos tiempos, con la crisis desatada, esos debates se han centrado sobre la conveniencia de mantenerse en la unión monetaria o la necesidad de abandonar el euro, así como en proponer alternativas, tanto para progresar en la construcción de Europa corrigiendo las manifiestas carencias de lo avanzado hasta aquí como para afrontar los problemas particulares de la economía española. Pero todo esto se ha modificado con la mencionada carta.

Hasta ahora, todo el proceso de integración europeo ha supuesto una cesión de soberanía de los países a las instituciones de la UE, cada uno de ellos hasta donde le pareció adecuado. Y así, si 27 países son los que conforma la UE, sólo 17 pertenecen la unión monetaria y comparten el euro como moneda común. En ese marco han tenido lugar importantes controversias en la izquierda, por más que sobre el papel todo parecía sencillo: el euro constituía la clave de bóveda de la construcción neoliberal Europa, algo que con buen sentido la izquierda debía combatir, pues suponía entregarle a la burguesía el mejor contexto y todos los recursos para librar con éxito la lucha de clases, por decirlo sencilla y escuetamente. Los resultados están a la vista y, si no fuera por la confusión dominante, habría poco que discutir en la izquierda.

La lista de las renuncias por parte de los Estados resulta muy larga. Desde que se abandonó la política arancelaria para integrarse en el Mercado Común, pasando por renunciar a una moneda y una política monetaria propias para formar parte de la unidad monetaria, hasta el reciente Pacto de Estabilidad para el control de las finanzas publicas, que ha exigido modificar, y degradar sus contenidos sociales, de nuestra Constitución. No obstante, hay que admitir que se trataba de cesiones de soberanía hechas desde la propia soberanía de cada Estado.

En otro plano, el militar por ejemplo, sería como autorizar bases extranjeras en el territorio nacional a través de negociaciones y acuerdos entre dos estados soberanos, sin perjuicio de las diferencias de poder entre ellos.

Pero desde el momento en que nuestro país ha solicitado ser rescatado por la UE, significa que renuncia a su soberanía y se somete a los dictados de las instituciones europeas. Por eso la discusión, y el desenlace que ha tenido, sobre si la UE ofertaba ayuda o era el gobierno español el que debía pasar por el trance humillante de pedir el rescate. Decía Guindos en su carta: “Tengo el honor de dirigirme a Usted, en nombre del Gobierno de España, para solicitar formalmente asistencia financiera para la recapitalización de las entidades financieras españolas que así lo requieran”. Desde ese momento, nuestro país está sometido, rescatado, intervenido, tutelado, cautivo…. Cualquier palabra de este tenor es útil para dejar clara la situación, y hay que no dejarse arrastrar, como pretende el gobierno, a discusiones semánticas que sólo tienen como objetivo confundir a la ciudadanía y ocultar la gravedad de lo ocurrido.

Cuando en los momentos de alta tensión, como en mayo de 2010 o agosto de 2011, el presidente Rodríguez Zapatero hablaba de estar al borde del abismo, se refería a los riesgos de tener que ser rescatados. El gobierno del PSOE, frente al cúmulo de desastres de su gestión oponía el triunfo de haber evitado el rescate del país. Y lo que más temía el nuevo gobierno del PP era tener que ser rescatado, y de ahí la voluntad de impedirlo, aplicando una política de extrema crudeza adelantándose incluso a los deseos de los poderes económicos europeos, y de intentar manipular a la opinión pública convirtiendo un rotundo fracaso en una exitosa misión.

Con la crisis que ha desencadenado el euro en algunos países y los rescates que se han puesto en marcha, Grecia, Irlanda, Portugal y España, incapaces de hacer frente a su endeudamiento exterior, ya no se puede hablar de cesiones de soberanía sino de la pérdida de ella.

Nuestro país no es soberano, y lo de que el poder descansa en el pueblo soberano ha dejado de ser verdad, si alguna vez lo fue. Por volver al ejemplo militar, se podría decir sencillamente que nuestro país se ha rendido de modo incondicional y esta ocupado por fuerzas extranjeras (financieras pero extranjeras). El comisario europeo Almunia ha cerrado toda tentación de disimular o maquillar el carácter de las condiciones que impondrá la UE a cambio de muchas decenas de miles de millones de euros: “las sugerencias de la UE son obligaciones que habrá de cumplir nuestro país”. La próxima subida del IVA está ya dictada desde la comisión europea. Todo muy claro y, por lo demás, obvio.

La nueva situación obliga a cambiar la naturaleza del debate en la izquierda sobre las relaciones con Europa. Ya no cabe, como se ha hecho hasta ahora con bastante ingenuidad, apostar por seguir en el euro y al mismo tiempo pretender el rechazo de las medidas regresivas de todo orden impuestas por el gobierno, porque este es ya una marioneta, actúa ahora sólo como delegado de las instancias europeas, como simple ejecutor de lo que se disponga en Bruselas o Berlín. Ahora las opciones son distintas: someterse resignadamente a lo que dispongan los poderes económicos europeos o declararse en rebeldía, rechazar los falsos rescates, no aceptar la intervención y romper con la unión monetaria cualesquiera que sean las consecuencias.

Se acabó una etapa para la izquierda. Se acabó huir de la realidad y proponer salidas progresistas a la crisis mientras el país se hunde con los ajustes y los recortes económicos. Se acabó poder mirar por otro lado mientras se demuelen los derechos sociales y la barbarie se implanta como la normalidad. Se acabó denunciar sin ir al fondo de las causas la ruina a la que se arrastra al país y el sufrimiento sin esperanza al que se somete a nuestra sociedad.

Fuente: http://socialismo21.net/

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