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Ethos y filosofía

Cristina García

Reseña de Hegel y la catástrofe alemana (Domenico Losurdo, Salamanca: Escolar y Mayo, 2012, 192 páginas, traducción al castellano de Alejandro García Mayo)

Domenico Losurdo (Italia, 1941-2018). Historiador y filósofo, militante comunista y director de la Sociedad internacional Hegel-Marx por el pensamiento dialéctico. Como pensador, su ámbito de estudios se centra en el idealismo clásico alemán (Kant, Hegel) y el marxismo (Marx, Gramsci, Lukács…), aunque sus intereses y producciones llegan hasta Nietzsche, Heidegger, Stalin, la historia de Alemania o el Risorgimento italiano. Algunas de sus obras traducidas al castellano son Contrahistoria del liberalismo (2007), Antonio Gramsci. Del liberalismo al comunismo crítico (2015), El marxismo occidental. Cómo nació, cómo murió, y cómo puede resucitar (2019).

«Explicar el presente conduce a allanar el pasado», declara Losurdo. El ambicioso propósito de Hegel y la catástrofe alemana consiste en reconstruir las complejas y tornadizas relaciones entre historia, política, filosofía e ideología que agitaron Alemania (y Europa) durante los siglos XIX y XX.

Con el fin de definirse, todos los grandes pensadores y políticos han utilizado el nombre de Hegel como centro de brújula: ya fuese para proclamarse más o menos estatistas, germanófilos, individualistas, afrancesados, comprometidos, racionales, materialistas, místicos, modernos o antiguos… la lista es tan larga y demagógica como se desee, y la única conclusión certera es que Hegel no puede ignorarse ni borrarse de nuestros mapas. Teniendo en cuenta este hecho, Losurdo (riguroso conocedor de la filosofía hegeliana) desbroza y alumbra las tinieblas del pasado, operación que permite comprender mejor el presente y el mundo moderno.

El mapa de las controversias

Hegel murió en 1831, en una ciudad de Berlín habitada por el cólera y por las luchas a favor de la unificación alemana. Muy pronto, tras la revolución frustrada de 1848, el filósofo Rudolf Haym (miembro del primer parlamento alemán, el de Frankfurt), al preguntarse por qué Alemania no lograba sus objetivos nacionales, culpó a Hegel y a una gran cantidad de ciudadanos de lastrar una ideología francófila –desconocemos a quién hubiese dado su apoyo Hegel en 1848, aunque durante los últimos años de su vida había protegido a miembros de la Burschenschaft. Posteriormente, otros pensadores como Franz Rosenzweig (en Hegel y el Estado, obra finalizada en 1912 pero no publicada hasta 1920) acusaron a Hegel de haber ofrecido su filosofía a los pensadores nacionalistas alemanes, contribuyendo así al ascenso de Bismarck. Más tarde, tras la Segunda Guerra Mundial, no faltaron los que, como el psicólogo John Dewey (en German philosophy and politics, edición modificada de 1942), establecieron una relación directa entre la racionalidad hegeliana y la Volksinstinkt nazi. El conjunto de las calificaciones hacia Hegel supone, para decirlo con Aristóteles, un nudo demasiado complejo y contradictorio.

Para aflojar los cabos de esta complejísima atadura está la honesta investigación de Losurdo –aunque también existen otras obras de interés, como La restauración. La escuela hegeliana y sus adversarios de Félix Duque o la biografía de Hegel escrita por Jacques D’Hondt, reeditada recientemente por la editorial Tusquets. Su hipótesis es la siguiente: tras un estudio pormenorizado de la vida y la obra del propio Hegel (tan rica y compleja que no podría resumirse aquí), la síntesis final apunta hacia una especie de construcción de puentes. Puentes entre Francia y Alemania, entre la Revolución Francesa y la Revolución Luterana o la filosofía clásica alemana, entre los valores de la polis ateniense y los modernos estados nacientes… El valor de Hegel reside, precisamente, en tratar de comprender el viaje de la humanidad, y en valorar cada uno de los momentos que nos han hecho más conscientes de nuestra propia libertad. El resto son apropiaciones superficiales o hueramente interesadas.

Sin embargo, como expone Duque, los jóvenes hegelianos olvidaron, tras el fracaso de la revolución de 1848, la función que Hegel había otorgado a la filosofía (nada más y nada menos que la de aferrar su propio momento histórico). El mismo Rosenkranz, uno de los discípulos hegelianos más queridos, declaraba: «El desplome de la Revolución arrojó sobre la filosofía la apariencia de una impotencia absoluta […] Este giro fue acogido con avidez y gozo por la reacción política y eclesiástica. No oculta su satisfacción por la suerte adversa de la filosofía; la mira con desprecio y le promete a la juventud un futuro mejor cuanto más se aparte de los ideales carentes de contenido de la filosofía y se entregue a un sano realismo, situando en el centro al positivismo».

Una teoría de la guerra

Durante la primera mitad del siglo XX, y sobre todo durante la Primera Guerra Mundial, los fragmentos de Hegel que abordan la cuestión de los conflictos bélicos (presentes en la Fenomenología del espíritu, la Enciclopedia de las ciencias filosóficas, la Filosofía del derecho…) fueron agitados como banderas. Según el filósofo, y lejos de las fantasías de la paz perpetua, la guerra despertaba valerosas pasiones en los ciudadanos y permitía «mantener la autosuficiencia del estado frente a otros estados».

A pesar de ello, y lejos del entusiasta belicismo del pasado siglo, las nociones sobre la guerra de Hegel no son más que conciencia de historicidad: el espíritu humano no es un ente estático, sino que genera y resuelve conflictos; por ello, tan utópico sería creer en una paz perpetua como en una guerra armada permanente. «Hegel no osa imaginarse una realidad histórica sin violentos estremecimientos (guerras y revoluciones). Y esas sacudidas, que comportan una extraordinaria tensión de las fuerzas y las energías, provocan la aceleración del desarrollo histórico», escribe Losurdo.

Además, y a diferencia de Kant, Hegel posee una teoría ética de la guerra. Mientras que, según Losurdo, Kant creía que las guerras eran causa exclusiva de la voluntad irracional de monarcas absolutos y que estas, en consecuencia, se terminarían con ellos, Hegel creía que una empresa tan vasta como un conflicto bélico debía de contar con la colaboración activa y convencida de los pueblos. En cierto modo, el siglo XX dio la razón a Hegel y a su pathos del ciudadano: «Se cree que los monarcas y sus gabinetes están sometidos en mayor medida a las pasiones: puede ser, pero también ocurre que naciones enteras pueden entusiasmarse o verse arrastradas por la pasión. En muchas ocasiones ha sido la nación entera la que ha impelido a la guerra, en cierto modo obligando a los ministros a declararla…». En fragmentos como este puede apreciarse la raigambre clásica del pensador alemán –tan armónica con el Discurso fúnebre de Pericles–, y a la vez su precisa inserción en el mundo de la modernidad (Revolución Francesa).

Sin embargo y a pesar de abordar la cuestión sin tapujos, Hegel se mantuvo contrario a la romántica exaltación bélica de su tiempo. Su voz resuena en las palabras del hegeliano Benedetto Croce tras el fin de la Primera Guerra Mundial: más que la celebración de águilas imperiales, fidelidad al “pájaro de Minerva” –el único que nos guarda del «asombro animal ante los hechos».

Las comunidades naturales

Tanto en la Enciclopedia de las ciencias filosóficas como en los Principios de la filosofía del derecho, Hegel se manifiesta abiertamente a favor del abandono de toda categoría social pensada como natural. Considero este aspecto y sus consecuencias históricas de profunda importancia, por lo que a este asunto se le dedicará un espacio más extenso.

En la filosofía de Hegel no hay cabida para naturalezas humanas fijas ni predestinaciones históricas. Por ello, puede ser considerado, precisamente, el pensador de la libertad. En repetidas ocasiones, Hegel aclara que los reinos de la naturaleza son los reinos de la desigualdad y la animalidad, no compatibles con las normas éticas y la noción de justicia o el estado de derecho, es decir, con todo aquello que nos permite desarrollar mundos de vida. Si bien fue popular su oposición al Derecho Natural del filósofo Von Haller, Hegel también sostuvo que los Derechos Naturales promovidos por la Revolución Francesa eran, por fin y precisamente, una magnífica secularización y democratización de valores antiguamente considerados divinos y naturales.

Ya en vida de Hegel y en los círculos de la resistencia anti-napoleónica y teutómana, comenzó a cobrar fuerza la ruptura entre eticidad y naturaleza de las comunidades nacionales, ruptura que será un hilo conductor hasta la Segunda Guerra Mundial.

Desde nuestro presente, cabe preguntarse: ¿Qué es la eticidad? En la Enciclopedia, Hegel la define como el fruto de la libertad subjetiva y de la voluntad racional de una comunidad, que se da a sí misma reconocimiento y estructuras de autogobierno. La eticidad son seres humanos en su hacer común, no la inmediatez natural y excluyente que proporciona una ascendencia genealógica.

Sin embargo, en la tradición romántica y teutómana mencionada anteriormente, «el todo del que forma parte el individuo no es el Estado, sino el Volk, una comunidad étnica, más bien que política, y al mismo tiempo espiritual, una comunidad místicamente transfigurada, que encarna valores permanentes y peculiares de la alemanidad.» Estas nociones comunitarias resultaban opuestas a las concepciones de Hegel, y ya en su tiempo las denunció «como una enfermedad que priva al pueblo alemán de su concreción política.» A su vez, Rosenkranz (judío en un clima fuertemente antisemita) sostuvo polémicas al respecto con Haym y Dilthey en 1875, concluyendo que la noción de eticidad estaba siendo liquidada a favor de la alemanidad.

Por lo que respecta al siglo XX, tampoco las celebraciones de la comunidad tuvieron demasiado que ver con la eticidad hegeliana –Hitler se dio cuenta perfectamente de que el filósofo alemán, a pesar de su sangre y de su tierra, no era uno de los suyos. Esa es la catástrofe alemana. «Lo völkisch es antitético de la estatalidad hegeliana: por una parte, el apego ingenuo e irreflexivo al suelo y a las tradiciones patrias, y una comunidad que es orgánica en el sentido de natural, basada en el Blut und Boden; por otra parte, una constitución racional consciente. Haym ha señalado que el correlato del pathos hegeliano del Estado es el pathos de la razón; la celebración de lo völkisch va de la mano, en cambio, de la acentuación del sentimiento y de la creencia ingenua e inmediata. En el pathos hegeliano del Estado y de la razón la categoría central es la de universalidad: la comunidad del concepto funda la comunidad política, y no en vano, para Hegel, contraponer el sentimiento frente a la razón significa no permitir que subsista ninguna comunidad objetiva entre los hombres, es decir, imposibilitar que se despliegue la comunidad; la categoría central en la exaltación de lo völkisch es la de la peculiaridad, a la que se subordina la de comunidad, y nos la vemos con una comunidad peculiar, con ideas y tradiciones peculiares con respecto a las cuales la intervención de las categorías universales de la razón se siente como un grave elemento perturbador y contaminante […] El pathos hegeliano del Estado y de la comunidad política recordaba a la antigüedad clásica y no a las primitivas “comunidades populares” germánicas, y recordaba, a través de la polis, al jacobinismo y al socialismo…»

La ideología racista no acepta la noción universal de humanidad, ni tampoco el concepto de eticidad. Cuando el pueblo es un órgano natural e irracional, tal y como advertía Hegel, la justicia se convierte simplemente en el dominio de los más fuertes (Natürlische Aristokratie) y en el exterminio de los más débiles o adversarios. Como anécdota, apropiada para aquellos pensadores que todavía califican a Hegel de precursor del nazismo, vale decir que este fue un fiero crítico del darwinismo social, hecho manifiesto en las páginas de la Fenomenología en las que carga contra la frenología y sus derivados.

Este rechazo hacia la noción hegeliana de eticidad, según Losurdo, puede entenderse como un rechazo hacia la auto-organización de las comunidades y, en definitiva, hacia los ideales de amplios sectores populares de la Revolución Francesa y de sus continuadores revolucionarios e igualitaristas.

 

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