Germán Rodríguez, Rodolfo Martín Villa, Sogecable y fiestas de cumpleaños
Salvador López Arnal
A Germán Rodríguez, in memoriam
Lo recordaba ayer Javier Ortiz –Público, 7 de julio de 2008- y, en otras ocasiones, oportunamente (J. L. Borges, “La memoria no acuña su moneda”), otros colaboradores de rebelión han hablado de ello: el joven Germán Rodríguez caía asesinado el 8 de julio de 1978 en la plaza de toros de Pamplona. Hace de ello 30 años.
Al finalizar la tradicional corrida sanferminera, tras haberse desplegado una pancarta en los tendidos de la plaza, amparándose en esa excusa (“politizan la fiesta”, dijeron), una compañía de policías “antidisturbios” (id est, una compañía de la policía fascista) entró en el ruedo pamplonés. A sangre y fuego, cargando contra los ciudadanos que se disponían a salir del tendido, disparando a discreción y arrollando a cualquiera que se les pusiese por delante.
Cuentan las crónicas fiables, que los asistentes se refugiaron de nuevo en las gradas y desde allí se defendieron como pudieron lanzando botellas y almohadillas hasta que las “Fuerzas de Seguridad del Estado” tuvieron que retirarse. Para entonces, Germán Rodríguez yacía con un balazo en la cabeza. Era militante de la LKI, la Liga Comunista Revolucionaria, un grupo de la izquierda comunista de orientación trotskista cuyos postulados defienden ahora admirablemente compañeros vinculados a Espacio Alternativo y a la Fundación Andreu Nin.
Los enfrentamientos con las fuerzas policiales prosiguieron fuera de la plaza. Alrededor de cien ciudadanos fueron heridos, diez de ellos de bala. Los sanfermines se suspendieron.
Nunca se ha sabido quién dio la orden de entrar en la plaza a balazo sucio ni, desde luego, qué policía mató a Germán Rodríguez. Se inició, dicen, una investigación. Nunca dio resultados. La oscuridad y el olvido fueron sus normas. Nadie fue castigado ni destituido, ni los mandos policiales ni el gobernador civil de la provincia.
El asesinato del joven revolucionario Germán Rodríguez sigue siendo todavía un crimen impune que no es considerado, como parece preceptivo, un acto de terrorismo de Estado. No hay en este caso ninguna víctima del terrorismo.
El ministro del interior, el entonces dirigente político de la UCD, antiguo gobernador civil franquista de amplio, temible y viejo curriculum, era entonces el señor Martín Villa, el mismo ciudadano que años después dirigió una corporación eléctrica multinacional que entró igualmente a balazo limpio en territorios chilenos, el mismo que actualmente ostenta, con exquisitos modales, la presidencia de Sogecable.
Sogecable es parte del holding de PRISA, la editora de El País, una publicación que ha formado culturalmente, o cuanto menos ha influido ideológica y políticamente durante más de veinte años -su desprestigio actual es un dato sociológico sin duda relevante- a las élites de este país.
El señor Martín Villa, el presidente de Sogecable, ex ministro del interior, el gobernador civil franquista y ex presidente de una corporación eléctrica, jamás pidió disculpas por lo sucedido. Ni pensó en ello seguramente. Entraron, dispararon, asesinaron. Sin perdón, sin piedad, a sangre fría.
Este señor presidente se asoma de cuando a una tertulia de la cadena SER -ya definitivamente encadenada a los amos del medio- en la que suele intervenir el señor Santiago Carrillo, ex secretario general del PCE. Lo hace para felicitarle y para mostrarle su amistad. No sólo eso. Cuando cumplió su nonagésimo aniversario fue él, según dicen, el señor ex ministro en tiempos del asesinato de Germán Rodríguez, quien organizó una fiesta de homenaje y cumpleaños.
Esta sinrazón política, este disparate cultural, esta abyección inimaginable, este entreguismo sin límite ni mesura, suele ser visto, leído y voceado como un ejemplo positivo de conciliación política. La cara amable y modélica de la transición política monárquica. Llamar bondad a la rendición, al ocultamiento, a la mentira, al haber ejercido mando en plaza sin temblor en las manos ni en el alma, a eso se le llama veracidad y avance social.
Mientras no consigamos que la crónica histórica que la ciudadanía haga suya descalifique por razones y sentimientos de peso y justicia esos comportamientos truculentos, estos asesinatos impunes, esas conversiones sin conversión, esos respetados presidentes que jamás han renunciado a su oscurísimo pasado, esas entregas políticas suicidas en aras a la denominada razón de Estado, vendidas y presentadas –con las lágrimas de rigor- como ejemplo de patriotismo y generosidad, mientras no consigamos, digo, que la ignominia sea considera ignominia, todo seguirá estando perdido.
Todo está por hacer y, desde luego, todo es posible.