USA: el espejo de Baltimore
Higinio Polo
Baltimore es esa ciudad a la que el presidente Trump, en uno de sus frecuentes exabruptos racistas, calificó de «desastre asqueroso infestado de ratas». Prisionera de la violencia policial, de la pérdida de industrias, llena de edificios destruidos por la pobreza, agobiada por el abandono escolar, por el miedo, la corrupción, la tristeza y las drogas, Baltimore se desangra, aunque los ricos se resguardan en sus barrios exclusivos. Es una de las ciudades más violentas de Estados Unidos, donde es raro el día en que alguien no muere a balazos en las calles, porque junto a la fortuna de quienes viven confortablemente en los círculos de la prosperidad americana, en muchas ciudades sigue creciendo el cáncer de la desigualdad, la pobreza y la marginación, como en Baltimore, esa urbe portuaria a apenas sesenta kilómetros de Washington.
La creciente inestabilidad política, la persistente violencia, la crisis económica y los estragos de la pandemia, junto al fortalecimiento de la extrema derecha, que llegó a asaltar el Capitolio, dibujan el nuevo rostro de Estados Unidos. Y la tensión aumenta. En 2020, los estadounidenses compraron veintitrés millones de armas, y murieron por disparos más de 41.000 personas: cada día, 110 ciudadanos cayeron a balazos, regando con su sangre el asfalto. Solo en enero de 2021, se vendieron más de dos millones de armas de fuego en el país.
Denunciando anticipadamente un fraude, Trump había anunciado que no aceptaría la victoria de Biden y del Partido Demócrata, pero meses antes Clinton y Pelosy habían afirmado lo mismo con relación a Trump. En esa disparatada presidencia, la prensa (el New York Times llegó a publicar un artículo anónimo de un responsable del gobierno Trump; después se supo que era Miles Taylor, jefe de gabinete del Departamento de Seguridad Nacional), los servicios secretos y buena parte de la estructura ministerial se opusieron a Trump, sugiriendo incluso su connivencia con Moscú, una completa invención porque su gobierno siguió aplicando sanciones a Rusia, oponiéndose al Nord Strem 2 y la relación entre los dos países cayó al punto más bajo tras la guerra fría, según Lavrov. La manoseada injerencia rusa, nunca demostrada y que ahora vuelve a utilizar Biden, se reveló un intento de desgaste y un recurrente recurso para la presión diplomática y política. Pero esa división en Estados Unidos ha golpeado a todos los sectores del país, inaugurando una inquietud interna que se añade a la preocupación por los cambios en el mundo.
Biden debe hacer frente a esa situación, pero las características del Partido Demócrata no son las adecuadas para un desafío de tanta envergadura: es un partido que ha pasado de un discreto progresismo representando a los trabajadores, de los años de Roosevelt, a configurarse como una organización conservadora que se presenta centrista y que representa la otra cara del poder, junto al partido republicano, aunque la mayor parte de la estructura gubernamental es abiertamente partidaria de los demócratas. El partido demócrata se proclama defensor de la inexistente “clase media” que sigue tiñendo el imaginario colectivo, mientras trabaja para la plutocracia. Frente a él, y alrededor del partido republicano, se agrupa el creciente movimiento que desconfía del poder central de Washington y de los sectores más pobres de la sociedad estadounidense, identificados como los negros y, también, los hispanos, que conjuga el viejo odio racial contra los descendientes de los esclavos con la xenofobia hacia los nuevos inmigrantes: la cuarta parte de los ciudadanos de origen asiático ha padecido acoso racial. Ese movimiento, que ha pasado por el Tea Party y ahora se expresa en el QAnon y el trumpismo, es la nueva extrema derecha que reacciona contra el poder de la plutocracia y, al mismo tiempo, defiende el capitalismo (el viejo tópico del “modo de vida americano”) que identifica con la libertad personal y con la promesa de la prosperidad y la riqueza, envuelta en el ajado patriotismo de la grandeza estadounidense. Que una buena parte de los trabajadores blancos apoyase a un demagogo y embustero Trump constata la extrema confusión de la sociedad norteamericana, del resentimiento de los blancos pobres y del temor a verse condenados a los ghettos de la negritud, de la pérdida de esperanza en el futuro que el asalto al Capitolio elevó a una insurrección de opereta. Esa arremetida mostró el sueño americano convertido en la caricatura de un chamán con rostro de bisonte.
Que los dos partidos del sistema estadounidense se enfrentasen no impedía el acuerdo en los principales asuntos, la reducción de impuestos a los más ricos, la liquidación de regulaciones sociales y la limitación de los derechos de los trabajadores, además de la común defensa de la “excepcionalidad americana”, del imperialismo exterior y del periódico rearme militar para asegurar su hegemonía en el mundo. La peculiar democracia norteamericana no descansa ya en la voluntad popular sino en las decisiones de las corporaciones, en la concentración de la riqueza y el control de medios de comunicación, altavoces sociales y compañías tecnológicas de internet, y en el nutrido ejército de políticos profesionales, abogados, miembros relevantes de universidades, empresas y fundaciones, directivos de la industria armamentística que pasan al gobierno, lubricados en la corrupción y que ocupan y administran la estructura política sin atender a sus supuestos representados, con una vulgata común: la cerrada defensa del capitalismo. En la campaña electoral de 2020 que dio la victoria a Biden se gastaron más de 11.000 millones de dólares, aportados por grandes empresas y plutócratas, y los únicos que disponen de ese presupuesto millonario son republicanos y demócratas: la democracia está en manos del dinero, con la izquierda ausente. La debilidad de la izquierda es consecuencia de una sostenida represión que no se ha detenido nunca, desde las redadas de Palmer, la Ley McCarran y los años de MacCarthy hasta hoy: la policía, el FBI, ha infiltrado siempre y envenenado partidos y movimientos progresistas, recurriendo incluso al asesinato.
Pese a los graves problemas sociales, la reforma tributaria de 2017 redujo los impuestos a los más ricos. Cincuenta millones de personas viven en la pobreza. Hay en el país millones de parados, millones de personas ilegales, muchos de ellos prisioneros del peonaje explotador en el campo, la deuda de los estudiantes universitarios sigue creciendo y amenaza su futuro, y cuenta con el mayor sistema carcelario del mundo (2.300.000 reclusos, y casi cinco millones de personas más en libertad vigilada o condicional), con prisiones privadas donde, además, los presos se ven obligados a trabajar gratis y las cifras de suicidios son muy elevadas. La crisis racial y la brutalidad de la policía, la marginación de los suburbios y el recurso a la violencia explican la creciente angustia social. La adicción a las drogas ha alcanzado con un opiáceo, el fentanilo, una nueva dimensión: es barato y consigue una fuerte adicción. Según los gubernamentales Centers for Disease Control and Prevention, (CDC), en el periodo de doce meses que terminó en mayo de 2020, en Estados Unidos murieron 82.000 personas a causa de las drogas (225 personas cada día, aunque otros organismos barajan cifras muy superiores), que sumados a las muertes por armas de fuego, eleva la cifra a más de 120.000 personas muertas en ese año. Suburbios enteros de ciudades forman el círculo de la desesperación.
El Black Lives Matters es el último grito de angustia de la población negra y, en una aparente paradoja, lleva consigo la ayuda de grandes empresas multinacionales (de Amazon a la Fundación Ford y al Bank of America, del Citigroup a WalMart, Coca Cola, General Motors y Goldman Sachs, de Google a Microsoft, IBM, Verizon, McDonald’s, Netflix y Warner Brothers) en lo que sin duda es un rasgo de mercadotecnia comercial, un intento de contener las pérdidas para la economía que causa la discriminación racial y de la mujer (Mary C. Daly, presidenta del Federal Reserve Bank of San Francisco, la cuantificó en 2’6 billones de dólares en 2019) y que también persigue su integración en el sistema. El racismo ataca a todas las minorías: han aumentado las agresiones contra personas de origen asiático, e incluso legisladores como el republicano tejano Chip Roy han llegado a justificar posibles linchamientos de ciudadanos con rasgos orientales arguyendo en la propia Cámara de Representantes que: «El Partido Comunista chino, ellos son el mal».
La extrema debilidad de la izquierda dificulta la configuración de una oposición efectiva al bipartidismo de la plutocracia, y el movimiento opositor aunque en ocasiones protagoniza grandes movilizaciones se agrupa y se dispersa bajo las diversas banderas del antirracismo, el feminismo, el ecologismo o la lucha a favor de los derechos de los inmigrantes, y adolece de un programa y de un planteamiento político unificador: el movimiento obrerista estadounidense, exhausto, reprimido, sometido a dóciles sindicatos, no desempeña hoy esa función.
La inclinación aislacionista expresada por Trump y la ambición intervencionista tradicional de la política exterior norteamericana que ahora esgrime Biden (“Estados Unidos ha vuelto”) se expresan también entre la población, temerosa de que la supuesta excepcionalidad del país se haya convertido en un recuerdo del pasado. Ahora, Biden intenta un nuevo camino. Pero, pese a la leyenda construida para las elecciones, Biden no fue nunca un defensor de los derechos civiles, ni de los negros, ni mucho menos un hombre progresista, sino el presidente del comité de asuntos exteriores del Senado que votó por la guerra y la invasión a Iraq; fue el vicepresidente, con Obama, que se felicitaba por el aumento de las cifras de inmigrantes deportados. Biden es el hombre que empezó preocupado por el medio ambiente y lo olvidó enseguida; el político que en el Senado, con Carter, impulsaba recortes sociales; y que con Reagan, vigilaba los presupuestos dedicados a los más pobres y apoyaba el despido de miles de trabajadores y funcionarios. Después, apoyó la invasión de Iraq, defendió la guerra en Libia y el asesinato de Gadafi, el golpe de Estado en Ucrania y el golpe en Honduras, entre otros gestos que han paseado la muerte por el mundo. Tampoco Kamala Harris es la voz de la minoría negra, ni una defensora de los marginados por el capitalismo. Biden va a intentar ampliar el derecho al voto, limitar algunos escandalosos abusos empresariales adaptando las leyes laborales, aprobará gestos hacia los grupos discriminados por su orientación sexual, e intentará aumentar el control de la venta de armas y aprobar medidas para legalizar a inmigrantes. No es seguro que lo consiga, por la oposición republicana.
La patente incompetencia ante la pandemia durante meses, las colas del hambre y la creciente pobreza, el miedo ante el ascenso de China, han llevado a formular el Plan de recuperación de 1’9 billones aprobado por el Senado y la Cámara de Representantes, que ha sido elogiado incluso por el conservador Wall Street Journal. De esa cantidad, la mitad está destinada al pago de 1.400 dólares por contribuyente, ayuda que según Biden llegará al ochenta y cinco por ciento de la población; una cuarta parte se dedicará a combatir la pandemia, y otra cuarta parte para ofrecer ayudas a empresas y colectivos. Algunos economistas se inquietan por el sobrecalentamiento y la inflación, mientras otros temen los efectos del crédito y la deuda. Muchos vislumbran un periodo de estanflación, estancamiento más inflación. Biden va a tener también que vigilar el déficit fiscal y comercial, junto a la creciente deuda, que amenazan el futuro del país, junto al retroceso en los convenios económicos con otros países, que se añaden a la decisión de Trump en 2017 de salir del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica, TPP, y al éxito chino con la creación del RCEP, sin olvidar la tardanza en finalizar el Acuerdo Transatlántico sobre Comercio e Inversión (ATCI) que negocian la Unión Europea y Estados Unidos. A finales de marzo, Biden propuso también un plan de 2,25 billones de dólares en ocho años para renovar las infraestructuras del país (carreteras, puentes, puertos, aeródromos, red eléctrica y de suministro de agua, etc). Biden enfatizó su importancia afirmando que un plan semejante se da «una sola vez en una generación» y que será «la mayor inversión en puestos de trabajo desde la Segunda Guerra Mundial», con el objetivo de «ganar la competencia global con China».
Estados Unidos es también ese país donde, desde 2015, la esperanza de vida desciende cada año, y donde proliferan lugares que parecen pertenecer a aquel Tercer Mundo que tanto han despreciado. En Skid Row, un barrio de Los Ángeles, miles de personas, mendigos y vagabundos, viven en la calle, bajo plásticos y carpas, sin agua ni letrinas, un agujero inhumano que la ONU identifica con un campo de refugiados, y en algunos Estados, como Virginia occidental y Alabama, muchas comunidades no disponen de agua potable ni de desagües. La pandemia ha causado millones de parados; de ellos, un millón en Nueva York: muchos dan por muerta a la ciudad símbolo de Estados Unidos, mientras músicos, actores y escritores lanzan una iniciativa para salvar el metro neoyorquino: “Todavía somos Nueva York”. Aunque el gobernador Andrew Cuomo esté bajo sospecha por ocultar miles de muertos en los geriátricos. Las deficientes infraestructuras, el riesgo del cambio climático, ensombrecen el futuro: en Houston, una ciudad de más de dos millones de habitantes, el agua no era potable y había que hervirla en las casas o comprar agua embotellada. Las tormentas y la incompetencia hicieron que más de tres millones de personas se quedasen sin electricidad en Texas, y catorce millones de ciudadanos tenían que hervir el agua, porque la que les llegaba no era potable.
Sin embargo, Estados Unidos sigue disponiendo de una fuerza incontestable; posee un ejército imbatible y un enorme poder cultural que llega a buena parte del mundo a través del cine, la prensa, la televisión y las plataformas. Aunque haya retrocedido, no puede desdeñarse esa penetración planetaria estadounidense ni su capacidad para imponer su discurso ideológico. Dispone del principal centro financiero, Wall Street, y de Hollywood como emisor ideológico que, unido a la potencia del idioma inglés, le permite influir en todo el mundo. Y las compañías de internet, de Google a Facebook, facilitan su hegemonía cultural, aunque, paulatinamente, pierda autoridad global. Al mismo tiempo, que el dólar sea moneda de reserva internacional y que Washington domine los principales mecanismos de pago internacionales e instituciones financieras del planeta fortalece su poder económico y militar. El recurso a la impresión de papel moneda, inundando el mundo de dólares-chatarra, le permite también mantener el consumo interno y su elevada deuda (la mayor del planeta: más de 28 billones de dólares), pero plantea un inquietante futuro porque el mundo no va a seguir aceptando indefinidamente dólares sin respaldo.
Más de 550.000 ciudadanos han muerto por la pandemia. Biden ha movilizado al ejército para la campaña de vacunación: no dispone de la red sanitaria pública que tiene Europa, pero el esfuerzo ha hecho que a finales de marzo de 2021 más de cien millones de personas hayan sido vacunadas. El buen ritmo de la vacunación contra la Covid-19, rompiendo la ineficaz dinámica anterior, y el hecho de que el nuevo gobierno asegure que se están recuperando los empleos, aporta luz en el difícil tránsito hacia una nueva convivencia, gobernando el temor de que Baltimore sea el destino de América.
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Los centros de elaboración estratégica estadounidense y sus organismos gubernamentales y servicios secretos consideran que, junto a las dificultades domésticas, la acción de Estados Unidos en el exterior es crucial para el futuro del país. Las guerras en curso donde Estados Unidos interviene (Afganistán, Iraq, Siria, Libia, Yemen) más su implicación en el acoso a Irán, Venezuela, sus operaciones militares en Pakistán, Somalia y Níger, y su despliegue en las fronteras rusas, distraen fuerzas en su principal objetivo: China.
El recurso a la fuerza, la invasión militar, los ataques “quirúrgicos”, son una muestra de su fortaleza pero delimitan también su debilidad y sus dificultades, aunque no puede olvidarse que la expresión del imperialismo va siempre unida a la fuerza, los ejércitos y las bombas. De hecho, el predominio del poder norteamericano en el mundo ha ido siempre de la mano de los bombardeos, desde Hiroshima y Nagasaki a Faluya y Damasco. Estados Unidos mantiene su programa de asesinatos, la kill list y las cárceles secretas por el mundo, utiliza los letales drones con regularidad, y sigue en vigor el plan de torturas de la CIA, modificado y oculto. Washington recurre a una variada gama de recursos: desde su intervención militar directa a los bombardeos selectivos con drones, del estímulo de golpes de Estado (de Ucrania a Bolivia, de Tailandia a Egipto, de Honduras a Paraguay, en los últimos años) pasando por la presión diplomática y la guerra jurídica (lawfare), al hostigamiento político y económico y el terrorismo a través de grupos creados y monitorizados por sus servicios secretos. El informe desclasificado por el gobierno Trump del que se hizo eco The New York Times, revelaba que Estados Unidos cuenta con más de 200.000 militares acantonados fuera del país, en todos los continentes, y ni Biden ni el Pentágono tienen intención de reducir ese despliegue planetario.
En marzo de 2021, la Casa Blanca publicó la Interim National Security Strategic Guidance, su guía estratégica donde identifica a China como el único país capaz de plantear un desafío a su propio poder, y donde califica a Rusia como potencia disruptiva que quiere aumentar su influencia en el mundo, y todo indica que el nuevo gobierno estadounidense va a incrementar sus intervenciones exteriores. Esa guía provisional insiste en que China pone en riesgo «un sistema internacional estable y abierto», que para Washington es sinónimo de hegemonía estadounidense, y por ello plantea fortalecer la colaboración con los aliados. El 4 de febrero, Biden mantuvo una dura posición ante Rusia y reveló en el Pentágono que había advertido a Putin que se habían terminado los días en que Estados Unidos dejaba sin respuesta las «acciones agresivas rusas», la injerencia en las elecciones estadounidenses, los ataques cibernéticos y el «envenenamiento de ciudadanos rusos», aunque es muy dudoso que sus palabras a Putin fueran las mismas de las que se jactó en Arlington ante sus militares. Tres días después, Biden, entrevistado en la CBS, afirmó que entre Estados Unidos y China habría una «competencia extrema», que «Xi Jinping no tiene un hueso democrático en el cuerpo» y que no colaboraría con él como hizo Trump, afirmación que distaba de ser exacta, porque el anterior presidente fue muy agresivo con China.
El mismo mes, The New York Times informaba (sin revelar sus fuentes, aunque sin duda eran gubernamentales) de que Estados Unidos lanzará “ciberataques clandestinos” contra Rusia, dirigidos a instituciones del gobierno, del ejército y de los servicios secretos rusos. Según el diario, esas “acciones clandestinas” son una respuesta al pirateo informático sufrido por organismos estadounidenses, ataque del que Washington acusa a Moscú sin presentar ninguna prueba. A ello se añade la reactivación del QUAD y la reveladora advertencia del jefe del comando del Indo-Pacífico (United States Indo-Pacific Command, USINDOPACOM), el almirante Philip Davidson, anunciando la “invasión de Taiwán” por China en algún momento de los próximos seis años, junto a su reclamación de que Estados Unidos despliegue nuevos misiles balísticos y de crucero contra China y refuerce los sistemas antimisiles en Guam y en otras bases norteamericanas en el Índico y el Pacífico. La voz del almirante señala los planes inmediatos de Washington. Pese a ello, el presupuesto militar norteamericano es una pesada carga para Estados Unidos: gasta más de 2.000 millones de dólares diarios en su ejército, a lo que debe añadirse el coste de sus múltiples agencias de seguridad y de espionaje, de manera que la preocupación por el coste de la carrera armamentista junto a la aceptación de la propuesta rusa para prorrogar el START III, que Trump rechazó anteriormente, y un mayor énfasis en la diplomacia están también en los informes y las previsiones del Pentágono. El retorno a algunas organizaciones internacionales, tras años de demolición de la arquitectura de cooperación internacional (Richard Perle, el príncipe de las tinieblas, llegó a felicitarse en 2003 por la “muerte de la ONU”), es un paso obligado para reconciliarse con sus aliados europeos, que no van a abandonar su subordinación a Washington: si la ampliación de la Unión Europea al inicio del siglo XXI auguraba el nacimiento de una gran potencia, casi dos décadas después se ha disipado esa hipótesis: la Unión Europea acepta la función de aliado sumiso de Estados Unidos, y la constante presión para que los aliados europeos aumenten sus presupuestos militares y su contribución a la OTAN ha llevado ya a Gran Bretaña a anunciar un aumento del cuarenta por ciento de sus misiles atómicos y está construyendo nuevos submarinos nucleares, en una gravísima decisión que alienta el rearme atómico. La prevención de Alemania no llega hasta el punto de oponerse a los deseos de Washington, y aunque Berlín apuesta por la continuidad del Nord Stream 2 para los suministros de gas ruso, el gobierno Biden va a continuar presionando para distanciar más a Rusia de la Unión Europea. La visita de Blinken a Bruselas en marzo tenía esos dos objetivos principales: la OTAN y el gasoducto del Báltico.
En la escala de la supremacía mundial, Estados Unidos sigue detentando el mayor poder militar, aunque sabe que no puede enfrentarse directamente ni a China ni a Rusia, porque ello desencadenaría una guerra mundial de consecuencias devastadoras para todos. Sin embargo, su despliegue en el mundo es inigualable: la red de casi ochocientas bases militares le permite mantener la presión y la amenaza sobre múltiples países, y se concentra sobre todo en la periferia rusa y en el Indo-Pacífico rodeando los mares costeros de China y vigilando sus rutas de aprovisionamiento. Ni Pekín ni Moscú disponen de nada semejante.
No hay duda de que Estados Unidos es el responsable del estallido de las guerras más devastadoras en el siglo XXI. Por el contrario, China no ha participado en ninguna, y Rusia solo en ayuda de Siria tras la guerra impuesta por Washington. Según el grupo de defensa de la paz Code Pink Women for Peace, con sede en Los Ángeles, desde 2001 Estados Unidos ha lanzado un promedio de 46 bombas diarias contra otros países. Sus investigaciones revelan que desde ese año el Pentágono ha lanzado 326.000 bombas y misiles sobre otras naciones; de ellas, 152.000 en Iraq y Siria. Con Obama y Trump, Estados Unidos desestabilizó Siria, Libia, Ucrania, Bolivia, Brasil, y apoyaron golpes en Thailandia y Egipto. Y Biden ya ha bombardeado Siria, pero además de esas acciones directas, Estados Unidos mantiene una creciente utilización de empresas paramilitares y de grupos mercenarios, junto a la tradicional financiación, entrenamiento y apoyo a agrupaciones y entidades civiles que intervienen en la vida política de muchos países, y a grupos terroristas que operan en todo el mundo. Su implicación en el nacimiento y desarrollo de bandas como al-Qaeda, los talibán y Daesh es conocida, pero Washington también recurre a la creación de fracciones terroristas efímeras que realizan atentados y desaparecen después. El asesinato del general iraní Qasem Soleimani, un flagrante acto de terrorismo de Estado, y el aval otorgado a Israel para asesinar a científicos iraníes, forman parte de su proceder, y su determinación por alcanzar la hegemonía nuclear le ha llevado a abandonar casi todos los tratados de desarme atómico firmados con Moscú: el START III es el único que sobrevive.
En marzo de 2021, la directora de Inteligencia Nacional estadounidense (Avril Haines, que procede de la CIA y ahora controla las actividades de esa agencia, del FBI y de la NSA, entre otras) hizo público un informe (lo “desclasificó”, según su jerga) donde afirmaba que Rusia e Irán intentaron influir en las elecciones presidenciales norteamericanas de 2020, aunque no disponía de pruebas de que hubiesen conseguido cambiar votos o variar los resultados finales. Con esa revelación, Estados Unidos aprobó más sanciones a Rusia, y las justificó no con pruebas sino con esos interesados informes de sus propios servicios secretos. En un paso más de la escalada de la tensión, Biden, en una entrevista en la cadena ABC, ante la pregunta: «¿Cree que Putin es un asesino?», contestó: «Sí, lo creo». El nuevo presidente no podía ignorar la gravedad de su respuesta, ni las consecuencias para las relaciones internacionales de su inusual gesto. La Casa Blanca se negó días después a disculparse y ni siquiera aceptó que fuera un error del presidente: por el contrario lo consideró una muestra de su determinación.
No ha sido el único rasgo belicoso e inquietante del nuevo gobierno estadounidense. El encuentro con la delegación diplomática china en Alaska, dirigida por Yang Jiechi y Wang Yi, fue aprovechado por Blinken para utilizar un agresivo lenguaje lleno de acusaciones a Pekín que encontró una dura e inesperada respuesta: Yang Jiechi contestó a Blinken recordando el racismo, la segregación y la vulneración de derechos humanos en su país, señalando además que China, a diferencia de Estados Unidos, «no cree en las invasiones militares, en el derrocamiento de gobiernos, en las matanzas». La delegación china mostró que, más allá de la propaganda, Washington carece de credibilidad en la defensa de la libertad y los derechos humanos.
El imperialismo se expresa hoy, como en el pasado, por las guerras que desata, las imposiciones a sus aliados, los chantajes a países más débiles, la búsqueda de materias primas y mercados, y la absorción de capitales de buena parte del mundo. Controla todavía los principales mecanismos financieros, el FMI, el Banco Mundial y la OCDE, el Banco de Pagos Internacionales y la organización SWIFT para las transacciones financieras mundiales. Pero Estados Unidos ha sufrido en los últimos veinte años dos enormes fracasos estratégicos: primero, la emergencia de China, que no supo prever: por el contrario, cuando Pekín ingresó en la OMC creyó que se apoderaría de su mercado, el mayor del mundo; segundo, el grave fracaso de la intervención militar y las guerras en Oriente Medio: ha destruido varios países (Afganistán, Iraq, Siria) pero no ha aumentado con ello su poder, ni en la región, ni globalmente. Además, ha retrocedido en África y en América Latina, donde China es ya el principal socio comercial de muchos países.
Aunque sigan afluyendo emigrantes a Estados Unidos, que huyen de la pobreza y la violencia en América Latina que los gobiernos de Washington contribuyeron a crear, para buena parte de sus ciudadanos el “sueño americano” ha pasado a ser un cliché casi olvidado de los años optimistas de la posguerra mundial: hoy el país carece de un proyecto de futuro, y la escisión de sus habitantes no le prepara para enfrentarse a un mundo que ya no es el que gobernar. Biden y el experimentado conglomerado propagandístico norteamericano insisten ahora en la idea de que “Estados Unidos ha vuelto” para ilustrar su decisión de “dirigir el mundo”, como si esa función les perteneciese, sin reparar en que esa pretensión no es más que una retórica vacía, el veneno de un irracional nacionalismo y la voracidad ciega del imperialismo que ha ensangrentado al mundo.
Como si fuera un inquietante anuncio del futuro, pese a que se inauguró hace solo cinco años, al rascacielos del 432 de Park Avenue, hogar de millonarios, empezaron a fallarle los ascensores y las cañerías, inundando viviendas, creando problemas en todo el vecindario. Ese edificio y la Torre Steinway de la 57 (con apartamentos que cuestan sesenta millones de dólares) son los dos rascacielos más altos de la ciudad, y anuncian las grietas en el despilfarro capitalista. Estados Unidos afronta el desafío de su nuevo examen del mundo: casi sin ser consciente de ello hasta hace poco, ha pasado de declararse vencedor en la guerra fría, de enarbolar la seguridad de su poder solitario en el mundo, que solo debía afrontar la “lucha contra el terrorismo” y algunas guerras periféricas, a diseñar con agresividad y con alarma un nuevo enfrentamiento entre grandes potencias. Atrapados en la decepción y la inquietud por el mundo que viene, mirándose en el espejo de Baltimore, Estados Unidos constata que la nueva China está ahí, y que Rusia no se ha marchado.
Fuente: El Viejo Topo, mayo de 2021.