Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Manuel Sacristán Luzón, un filósofo concernido

Ariel Petruccelli y Salvador López Arnal

Presentación de Antología (esencial) de Manuel Sacristán Luzón, Buenos Aires, Editorial Marat, 2021.

 

Algunos filósofos simplemente exponen sus filosofías. Cuando acaba sus disquisiciones, cuelgan sus herramientas de trabajo, vuelven a casa y se permiten los bien merecidos placeres de la vida privada. Otros filósofos viven sus filosofías. Tienen por inútil toda filosofía que no determine la manera como emplean sus días, y consideran absurda cualquier parte de la vida que no incluya a la filosofía. Estos filósofos nunca vuelven a casa.
Matthew Stewart, El hereje y el cortesano (2006)

 

La antología de textos de Manuel Sacristán Luzón (1925-1985) que aquí presentamos procura reparar en alguna medida una injusticia intelectual, también política: hasta el momento, ningún libro o compilación de sus trabajos había sido publicado en Argentina. Hasta donde sabemos, y con la salvedad de la publicación en México de su traducción del Anti-Dühring (1964), de su Antología de Gramsci (1970) y de su trabajo sobre «Karl Marx como sociólogo de la ciencia» (1983), tampoco en ningún otro país latinoamericano. Para filósofos, historiadores, militantes o meramente personas interesadas en el marxismo, Sacristán es poco menos que un desconocido. Pero, ¿por qué deberíamos conocerlo?

Como esperamos quede relativamente claro para quienes lean los textos que siguen a continuación, creemos poder afirmar que Sacristán es uno de los filósofos marxistas más eruditos y originales en lengua castellana. Si midiéramos su obra en términos sustantivos y cualitativos (no en base a su difusión, conocimiento o reconocimiento público), debería ser considerado uno de los filósofos marxistas más importantes en cualquier idioma. Puede parecer exagerado, incluso inverosímil lo que señalamos, ¿cómo es posible que alguien así sea tan poco conocido? No haremos aquí ningún intento de evaluar la calidad de sus escritos. Nos contentamos con hacerlos accesibles, cada quien podrá juzgar. Eso sí, nos parece pertinente dar una breve explicación de las razones por las que una obra, a pesar de sus méritos intrínsecos, puede ser prácticamente desconocida incluso por quienes mucho se beneficiarían de conocerla.

Antes de hacerlo, conviene hacer una breve presentación del personaje.

Manuel Sacristán Luzón nació en Madrid (España) en 1925. Al estallar la guerra civil española en 1936 tras la rebelión militar fascista, su padre, de manera bastante azarosa, accedió a un trabajo en la Delegación guatemalteca en España, país que reconoció muy prontamente al Régimen franquista. La familia Sacristán Luzón pasó la mayor parte de la guerra en el extranjero. Se mudaron primero a Valencia hasta febrero de 1937, para trasladarse luego a Riva Trigoso, un pequeño pueblo al norte de Italia, y más tarde a Niza, Francia, en mayo de 1937, regresando a España, a Barcelona, en agosto de 1939.

En 1940, como buena parte de los jóvenes de familias próximas y beneficiadas por el Régimen, Sacristán ingresó a los 14 años en la Organización Juvenil de la Falange. Rompió con el falangismo en fecha temprana, en 1946, al inicio de sus estudios universitarios de Derecho, al saber del maltrato dispensando a unos estudiantes catalanistas (Francesc Vicens, Josep M. Espinàs, entre otros). Entre 1944 y 1948, fue miembro del equipo editor de las revistas Estilo y Qvadrante. Tras sufrir una tuberculosis renal y verse obligado a hacerse una nefrectomía en 1949, formó parte entre 1950 y 1954 del colectivo responsable de la edición de Laye, una publicación enfrentada al integrismo católico. Mientras tanto, Sacristán avanza en sus estudios universitarios en Derecho y Filosofía. Culmina las dos carreras, pero nunca piensa seriamente en ejercer de abogado, a pesar de que Derecho era una carrera dominante social e intelectualmente en la España de entonces entre sectores de la pequeña y mediana burguesía. En pos de continuar su formación filosófica, se dirige a Alemania, al Instituto de Lógica y Fundamentos de la Ciencia de la Universidad de Münster, en Westfalia, donde sigue cursos de posgrado de lógica, epistemología e historia de la ciencia.

Su vida dio un vuelco durante su estancia en Alemania. Además de estudiar concienzudamente lógica y filosofía de la ciencia en un Instituto universitario de primer nivel dirigido por Heinrich Scholz, uno de sus maestros que nunca olvidaría, Sacristán trabó contacto con militantes comunistas y de otras fuerzas radicales de la época. Entre ellos, el obrero fresador y dirigente del Kommunistische Partei Deutschlands (Partido Comunista de Alemania) Hans Schweins, la entonces estudiante Ulrike Meinhof, el germanista español Vicente Serrano y el comunista italiano Ettore Casari. El resultado de estas influencias, sumado a sus anteriores intentos de formar parte activa de la lucha antifranquista, fue su ingreso en el Partido Socialista Unificado de Cataluña (rama catalana, relativamente independiente, del PCE), luego de una entrevista en Francia en la primavera de 1956 con Santiago Carrillo, el que sería futuro secretario general del partido.

En 1956, Sacristán regresa a Barcelona, trabaja inicialmente como profesor no numerario (su situación laboral hasta 1984, un año antes de su fallecimiento) en la Facultad de Filosofía de la UB, inicia sus trabajos de traducción[1], contrae matrimonio al año siguiente con la hispanista italiana y militante del PCI Giulia Adinolfi y se suma a la resistencia clandestina antifranquista en las filas del partido de los comunistas catalanes. Sobre esto último ha escrito el que fuera su discípulo, amigo y compañero Francisco Fernández Buey:

Cuando Manuel Sacristán ingresa en el partido tiene treinta años, es un intelectual joven pero maduro, políglota, con dos carreras universitarias y estudios de lógica y epistemología en Münster, y con cierta experiencia organizativa en algunos círculos universitarios barceloneses. Es decir, era como un extraterrestre para un partido que en 1956 estaba formado por un par de centenares de militantes trabajadores del Vallès y de Poblenou.[2]

En febrero de 1959, Sacristán defiende su tesis doctoral sobre Las ideas gnoseológicas de Heidegger. El ensayo fue considerado durante años por muchos filósofos y estudiosos, el profesor y germanista Emilio Lledó por ejemplo, como el mejor trabajo sobre la gnoseología heideggeriana escrito en castellano.

Tras su adhesión al marxismo (que caracterizaba en los siguientes términos en un trabajo de 1968: «El autor de este artículo, por su parte, ha negado que pueda hablarse de filosofía marxista en el sentido sistemático tradicional de filosofía, sosteniendo que el marxismo debe entenderse como otro tipo de hacer intelectual, a saber, como la conciencia crítica del esfuerzo por crear un nuevo mundo humano»[3]), el pensamiento y la práctica de Sacristán pueden ser divididos en tres etapas. La primera, desde 1956 (por adoptar la fecha simbólica de su ingreso al PSUC) hasta 1968/69, es el período en el que actúa como dirigente político del PSUC-PCE, miembro del ejecutivo de la formación catalana entre 1965 y 1969. En su labor de estos años destaca una intensa actividad política en las difíciles y arriesgadas condiciones de la España franquista. Su compromiso político implicó grandes esfuerzos, mucho tiempo, penurias económicas, traslado de facultad, expulsiones universitarias y varias detenciones. Nada de esto le impidió desarrollar una labor intelectual de enorme calidad y originalidad. En 1964 publica en la editorial Ariel Introducción a la lógica y al análisis formal, un novedoso manual que, en el exacto decir de Luis Vega Reñón, fue decisivo en la consolidación de los estudios de lógica en España.

En los textos de finales de los años cincuenta y comienzo de los sesenta publicados en revistas clandestinas en España como Veritat, Horitzons, Nous Horitzons y Nuestras Ideas, puede observarse un filosofar marxista que poco tiene que ver con las modas del momento o con los lugares comunes de la tradición. Sacristán desarrolla un pensamiento riguroso rebosante de compromiso político. Sumamente erudito, con unos niveles de rigor lógico inusuales en aquellos años e incluso después, estricto metodológicamente, amistoso con las ciencias naturales, formales y sociales, pero con capacidad comprensiva, gusto por la dimensión estética y, ante todo, con voluntad y capacidad de totalización.

A diferencia de lo que solía y suele ser habitual en la tradición, el pensamiento totalizante de Sacristán no incurría en la mezcolanza. Su concepción de la dialéctica, original por donde se la mire, no la confundía con una lógica alternativa enfrentada a la lógica formal, ni con una metodología exitosa, ni la consideraba una superciencia o ciencia entre las ciencias. Tampoco asumía como claves explicativas lo que le parecían no mucho más que formulaciones poéticas (no siempre afortunadas) de cierto saber común, como la «negación de la negación». La dialéctica de Sacristán no mezclaba todo sin ton ni son. Totalizar, sí, pero luego de haber analizado, diferenciado, distinguido, estudiado, profundizado. Unos 20 años antes de la irrupción del marxismo analítico, un desconocido profesor de Fundamentos de Filosofía y de Metodología de las ciencias sociales, militante político comunista clandestino, estaba produciendo un filosofar marxista, siempre atento a coordenadas históricas, que no tenía nada que envidiarle al rigor y pulcritud del marxismo de Gerald Cohen o Erik Olin Wright, por ejemplo.

El «doble aldabonazo» de 1968, el «mayo francés» y la invasión soviética de Checoslovaquia, tuvieron en Sacristán un analista muy agudo que extrajo conclusiones que originaron un decisivo giro copernicano en su consideración de la tradición tercio-internacionalista y de las finalidades comunistas. Cuatro días después de la invasión de Praga, en carta a un amigo y compañero del PSUC, señalaba:

Puigcerdà, 25-VIII-1968
Xavier:
Tengo que bajar a Barcelona el jueves día 29. Pasaré por tu casa antes de que esté cerrado el portal.
Tal vez porque yo, a diferencia de lo que dices de ti, no esperaba los acontecimientos, la palabra «indignación» me dice poco. El asunto me parece lo más grave ocurrido en muchos años, tanto por su significación hacia el futuro cuanto por la que tiene respecto de cosas pasadas. Por lo que hace al futuro, me parece síntoma de incapacidad de aprender. Por lo que hace al pasado, me parece confirmación de las peores hipótesis acerca de esa gentuza, confirmación de las hipótesis que siempre me resistí a considerar.
La cosa, en suma, me parece final de acto, si no ya final de tragedia. Hasta el jueves.

Poco después, principios de 1969, renunció a ser miembro del comité ejecutivo del partido. Pero siguió perteneciendo al PSUC-PCE, como activo militante de base, sin responsabilidades de dirección. Entre 1969 y 1978/79 se abre, pues, un período de transición y búsqueda. Sacristán se ve empujado a indagar en las causas de la crítica situación tanto del movimiento obrero mundial como del movimiento comunista. En este período se muestra atraído por las figuras, cultura y movimientos de los que quedaron «en la cuneta de la historia», desarrollando un reflexión crítica sobre las concepciones dominantes del «progreso» y del desarrollismo que le harán, desde principio de los años 70, una de las voces más avanzadas y originales en lo que ahora solemos llamar ecosocialismo, incluyendo en ese nuevo marco conceptual comunista su oposición a la irresponsable apuesta nuclear y a la industria criminal del amianto.

La actuación del PCE durante la llamada «transición política» española aleja definitivamente a Sacristán de la órbita comunista oficial. A partir de allí comienza una nueva etapa, caracterizada por su vinculación a los llamados «nuevos movimientos sociales» y su abordaje de «nuevos problemas» (como, entre otros, el feminismo, el ecologismo y el problema de la paz), siempre desde una perspectiva comunista revolucionaria. Como ha señalado el profesor, traductor y poeta Jorge Riechmann, Manuel Sacristán pensó el ecosocialismo antes de que el término ni siquiera existiera. No fue solamente un precursor. Su abordaje de la cuestión ecológica, lo mismo que su concepción del feminismo (en la que estaba profundamente influido por las elaboraciones de su compañera de la vida: Giulia Adinolfi) poseen una profundidad, sutileza y actualidad sorprendentemente grandes. Varios de los textos incluidos en esta Antología dan fe de ello.

¿Cómo es posible, entonces, que un pensamiento tan descollante sea tan escasamente conocido?

No hay una explicación monocausal. Se conjugaron varios factores. Escribir en castellano, en principio, no ayuda a la difusión internacional. Hacerlo en condiciones de semi-clandestinidad, a veces de dura clandestinidad, en un régimen dictatorial como fue el franquismo tampoco era algo favorable para el desarrollo de una extensa y calmada obra filosófica.

Estas condiciones «externas» se vieron fuertemente reforzadas por algunas características intrínsecas suyas. La primera: nunca fue dado a seguir las modas. La segunda: aborrecía la auto-promoción; el «vedetismo» de cualquier tipo. Ello lo hizo reacio incluso a participar de presentaciones de libros, una «regla» que incumplió en muy pocas ocasiones. La tercera y principal: el suyo fue un filosofar «socrático», al decir de Félix Ovejero y Joaquim Sempere, un antifilisteísmo en acción según Antoni Domènech[4], un filosofar anclado en una práctica de transformación a la que daba sustento intelectual. Esto ha determinado que su influencia y su importancia como persona, como profesor, como maestro, como activista, como conferenciante, fueran inmensamente más grandes que su obra publicada, pero, en paralelo, ha determinado que su influencia no fuera tan grande fuera de los círculos con los que trató personalmente. Pero en quienes le conocieron de una u otra manera, en general ha dejado una huella importante. Una cuantas «perlitas» (entre cientos posibles) lo atestiguarán. Toni Domènech lo describió con palabras imperecederas:

Sacristán daba más el tipo de un ‘profeta ejemplar’ que el de ‘un profeta ético’, para recoger la celebrada distinción de Max Weber: el ‘mensaje’ moral del hombre era él mismo, la propia manera de hacer y de comportarse, su manera de tratarse a sí mismo y de tratar a los otros; mientras que un ‘profeta ético’ se considera instrumento de una verdad moral preexistente, cuyo ‘mensaje intenta transmitir de una manera relativamente independiente de su propia conducta.[5]

Una anécdota de sus primeros tiempos militantes, relatada por Miguel Núñez, su responsable político por entonces, habla por sí sola:

(…) desde Francia me informaron de que un joven profesor universitario había pasado por París, había contactado con la organización y se había traído una maleta de doble fondo –fue José Gros quien se la facilitó– con propaganda comunista de la época, Mundo Obrero, Treball y algunos folletos de intervención política. Hice algunas gestiones para dar con él. Creo que lo conseguí por mediación de un editor amigo. Cuando nos vimos [1956], le pregunté por los materiales de la maleta. Manolo me contó que había decidido repartirlos él mismo para que no perdieran actualidad y durante varios días, a primeras horas de la mañana, a primerísimas horas más bien, él había ido a las puertas de las fábricas de la zona industrial de Poble Nou en Barcelona y había entregado en mano el material del Partido a los trabajadores de esa antigua zona fabril. Lo repartió todo, no quedaba nada por repartir. ¡Típico de Manolo Sacristán! Afortunadamente no se produjo ningún percance[6].

Sacristán era un profesor universitario que podía considerar el mundo intelectual académico de manera muy crítica:

Mi conclusión en los años 66-68 [siglo XX] es que el intelectual es todo lo contrario: un payaso siniestro, un parásito por definición que en cada una de sus payasadas no está haciendo más que asegurar el dominio de la clase dominante, sea esta clase la burguesía de aquí o sea la burguesía burocrática de un país como la Unión mal llamada «soviética». Para mí el intelectual es el personaje más siniestro de nuestra cultura. Pero no el intelectual al que [José Luis] Aranguren estaría dispuesto a criticar, es decir, el físico nuclear. No. A mí el intelectual que me parece más siniestro es el supuestamente crítico, el que con su crítica está constantemente desarmando a la clase oprimida, a la clase explotada, el intelectual que somos los profesores de filosofía. Ésta fue otra razón de inhibición. Yo llegué a la convicción de que incluso el teórico marxista, el intelectual de tipo tradicional […] es un grupo parasitario de la clase explotadora y que su lucha crítica es simplemente el permanente intento de reservarse un trozo parasitario de plusvalía para él. Con su función supuestamente crítica, lo que hacen es intentar fundamentar y robustecer su identidad frente a la clase dominada, cuya rebelión, naturalmente, les comprometería de un modo definitivo porque es de quien procede el trozo de plusvalía, mediado por la clase explotadora, que ellos devoran[7].

Pero el severo crítico de la figura del intelectual podía tener un trato cordial y muy intenso (sin paternalismo) con obreros. Paco Fernández Buey recuerda por ejemplo:

Manolo se consideraba uno de ellos, uno de los nuestros, no sé muy bien como decirlo: era uno más, allí en Can Serra [barrio obrero de l’Hospitalet de Llobregat, Barcelona] y aquí, en CCOO (Comisiones Obreras). No tenía ningún problema en mantener el mismo método, el mismo rigor, la misma profundidad de pensamiento que siempre tuvo en sus clases, pero traducida al lenguaje de aquellos que tenía como interlocutores. No he visto nunca a nadie con la capacidad que él tenía para hacerse entender respecto a problemas difíciles de explicar. Y esto es, seguramente, lo más difícil siempre para un intelectual, para un profesor: cómo romper nuestra forma normal de expresión, en nuestras clases o con nuestros colegas, para comunicar con personas que no son letradas y con las que compartimos ideas, creencias, ideales… Manolo podía ser muy negro y muy duro con la gente con la que compartía los mismos ideales, en este caso con las personas de CCOO. Muchas veces decía que hay que pintar la pizarra bien de negro para que destaque sobre ella el blanco de la tiza con que hay que escribir las propuestas alternativas. Así se comportó, por ejemplo, el día de la presentación de mientras tanto en los locales de CCOO. En mi recuerdo aquello fue casi una batalla campal; dialéctica, desde luego. Fue una polémica dura, con aristas, pero al mismo tiempo amistosa, fraternal, como cuando discutimos en la propia casa con un amigo o con una amiga[8].

Manuel Sacristán supo trabar relaciones de estrecha amistad –que no es lo mismo que simple camaradería política– con obreros para los que la universidad era casi tan lejana como la Luna. Por ejemplo con Santos Bravo Gutiérrez, obrero textil, quien en 1980, en ocasión del fallecimiento de la esposa de Sacristán, Giulia Adinolfi, le escribió una carta de sincera e igualitaria amistad (con errores de ortografía propios de quien ha aprendido a escribir en la cárcel):

Querido Camarada, ¡Cómo estás!
Hace unos minutos que me ha comunicado Angel Hita [la muerte de Giulia Adinolfi],
Camarada, procura de oponerte a esta desgracia, se que no es fácil, pero todos somos mortales. Tu no disfrutas de una salud fuerte, tienes a tu hija que me han comentado que es una chica responsable. Te critico, él no haberme avisado, los camaradas veteranos somos una familia-unida. No te he vuelto haber desde que viniste a la voda de mi chico. Bueno, te acompañamos todos los míos en tu dolor.
Salud, Santos Bravo Gutiérrez[9]

Sobre las cualidades y característica del Sacristán docente, hay un testimonio que destaca entre muchos semejantes, el de Pep Mercader Anglada, alumno suyo en el último curso que pudo impartir de Fundamentos de Filosofía en la Facultad de Económicas de la Universidad de Barcelona antes de su expulsión por motivos políticos: el rector de la universidad quería limpiar la universidad barcelonesa de «elementos indeseables y rojos separatistas». Su recuerdo es el que sigue:

La asignatura era obligatoria para todos los matriculados en primer curso, todas las asignaturas eran obligatorias, y éramos bastantes más de cien los matriculados […] Sus clases estaban siempre llenas a rebosar, a menudo con alumnos sentados en los escalones de los pasillos. Yo mismo, que me saltaba olímpicamente todas las clases (en el bar se aprendía más) y que colgué la carrera dos años después, no falté nunca a sus clases. Llegaba antes de la hora para no tener que sentarme en los pasillos o en la misma tarima. Y, sin embargo, no había barullo: en las clases el silencio era total, la atención completa. Todos tomábamos apuntes como si nos fuera la vida en aquella asignatura. Un día una alumna se mareó, quizá por el sofoco de tanta gente apretujada en la clase. Antes de enterarme de lo que realmente pasaba, lo primero que vi fue que Sacristán se interrumpía de repente, saltaba de la tarima al suelo por encima de los alumnos allí sentados y se acercaba a la segunda o tercera fila para interesarse por la chica. Entre él y algunos compañeros la acompañaron fuera del aula y aún, después, nos tuvo un buen rato aguardando hasta que regresó a la pizarra y nos comunicó que la chica estaba bien y que no había pasado nada. Yo ya conocía al Sacristán maestro, aquel día conocí a Sacristán como persona[10].

En uno de los artículos incorporados en esta Antología, «Sobre el lugar de la filosofía en los estudios superiores», un opúsculo escrito en 1968 que ha tenido (y sigue teniendo) una fuerte repercusión en la filosofía española en estas últimas décadas, el traductor de El Capital y el Anti-Dühring recordaba que hacía entonces más de treinta años que un científico y filósofo inglés, al que tuvo siempre en gran estima, John Desmond Bernal, hacía descrito en pocas palabras lo que imponían de derecho a una cultura sin trampas los resultados de doscientos años de crítica a las aspiraciones de la filosofía sistemática tradicional. Habría que aprender a vivir intelectual y moralmente sin una imagen o cosmovisión redonda o completa del mundo o del Ser. El filosofar, el auténtico filosofar, añadía, tenía que ir pobre y desnudo, sin apoyarse en secciones o instituciones que expidan títulos burocráticamente útiles.

Así intentó pensar y vivir ese filósofo concernido, crítico, comunista democrático, amigo de la ciencia autocrítica y responsable, maestro de varias generaciones de estudiantes, obreros y militantes antifranquistas, alguien que en 1953, escribió en Laye un editorial, un «Homenaje a Ortega», en el que señalaba:

Una tradición venerable distingue entre el sabio y el que sabe muchas cosas. El sabio añade al conocimiento de las cosas un saber de sí mismo y de los demás hombres, y de lo que interesa al hombre. El sabedor de cosas cumple con comunicar sus conocimientos. El sabio, en cambio, está obligado a más: si cumple su obligación, señala fines. Dos modos hay de señalarlos: poniéndolos fuera de la vida de cada hombre, sin tomar muy en cuenta los trabajos de éste por alcanzarlos y dando por bueno su logro casual, o preocupándose, más que por su consecución, porque los hombres se la propongan (…) Cuando el sabio enseña así los fines del hombre más que enseñar cosas lo que enseña es a ser hombre. Enseña a bien protagonizar el drama que es la vida, a vertebrar el cuerpo que es la sociedad, a construir el organismo que es nuestro mundo, a vitalizar todo lo que es vida común, desde el contacto al lenguaje.

Todo eso, proseguía Sacristán, había enseñado Ortega y Gasset en su socrática lección explicada a lo largo de cincuenta y tres años. Su obra, además de enseñar cosas, enseñaba a vivir y todo lo que el vivir conlleva: convivir, hablar, amar. En suma, concluía, Ortega había cumplido respecto a los ciudadanos españoles una función tan decisiva como la que cumplió Sócrates respecto a los griegos.

Sacristán puede seguir cumpliendo, 35 años después de su prematuro fallecimiento, una función similar en todos nosotros, sin barreras nacionales. Con un añadido esencial: la arista ecosocialista que vertebró desde principios de los años setenta lo decisivo de sus aportaciones filosófico-políticas. Las teóricas y, mucho más importante, las prácticas. Para nuestro germanista gramsciano, entusiasta de la música Mozart y especialmente de La flauta mágica, era esencial saber que el marxismo no era teoría, sino intento de programa (sobre un deseo), que se intentaba fundamentar en crítica y en conocimiento científico.

Como el propio Marx señalara, no se debía ser marxista; lo único que tenía interés era «decidir si se mueve uno, o no, dentro de una tradición que intenta avanzar, por la cresta, entre el valle del deseo y el de la realidad, en busca de un mar en el que ambos confluyan.»

Notas

[1] Unas 28 mil páginas traducidas del alemán, inglés, francés, italiano, latín, griego clásico (Platón) y catalán. Lukács, Marx y Gramsci fueron tres de los autores más traducidos por él. También W. v. O. Quine en el ámbito de lógica.
[2] Comarca y barrio barcelonés respectivamente. Comentario de Francisco Fernández Buey, incluido en «Manuel Sacristán Luzón: ‘Sobre el lugar de la filosofía en los estudios superiores’», conferencia dictada en la Universidad Complutense el 11 de abril de 2019. Disponible en https://www.youtube.com/watch?v=GzhZhBLDG0A.
[3] M. Sacristán, «Corrientes principales del pensamiento filosófico» (1968). En Papeles de filosofía, Barcelona: Icaria, 1984, p. 396.
[4] https://www.sinpermiso.info/textos/manuel-sacristn-el-antifilistesmo-en-accin
[5] Ver «El marxismo político de Manuel Sacristán», en Del pensar, del vivir, del hacer. Escritos sobre “Integral sacristán” de Xavier Juncosa (Edición Joan Benach, Xavier Juncosa y S. López Arnal), p. 126.
[6] Conversación con Miguel Nuñez, octubre de 1997: «Con maleta de doble fondo» (https://rebelion.org/con-maleta-de-doble-fondo/)
[7] «Una conversación con Manuel Sacristán por J. Guiu y A, Munné. Entrevista para El Viejo Topo» (1979). En De la Primavera de Praga al marxismo ecologista, Madrid: Los Libros de la Catarata, 2004, p. 95 (edición de Francisco Fernández Buey y Salvador López Arnal).
[8] F. Fernández Buey, «Cultura obrera y valores alternativos en la obra de Manuel Sacristán». En S.López Arnal (editor), Homenaje a Manuel Sacristán. Escritos sindicales y de política educativa, Barcelona: EUB, 1997, pp. 40-41.
[9] Véase José Sarrión Andaluz, La noción de ciencia en Manuel Sacristán, Madrid: Editorial Dykinson, 2017, p. 49.
[10] «La historia de una expulsión universitaria durante el franquismo. Entrevista con Pep Mercader Anglada» http://www.rebelion.org/noticia.php?id=77866

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