Hablemos de economía
Susana Narotzky
Crisis financiera, recesión económica, aumento del desempleo, activos tóxicos, burbuja inmobiliaria, ayudas públicas para reactivar la economía, etc. Parece que la solución es encontrar un nuevo modelo de crecimiento (centrado en la innovación, energías alternativas, etc.) y poner buenos gestores al frente de los ministerios (Elena Salgado y José Blanco se definen como buenos gestores, y eso parece suficiente para argumentar su solvencia en sus cargos). Pero ¿qué es un buen gestor? Es difícil de adivinar cuando tan pocos malos gestores de las empresas financieras en quiebra real o virtual han quedado apartados de sus puestos y, en general, del mercado de trabajo.
También sorprende ver cómo las soluciones y las metodologías empleadas para encarar esta nueva crisis son las mismas de siempre: flexibilización del mercado de trabajo (mayor facilidad de despido, concesiones salariales por parte de los trabajadores), desregulación laboral y medio ambiental (qué es, si no, la reducción de los plazos de declaración de impacto ambiental para acelerar la licitación de obra pública), participación de la financiación privada para la construcción (y gestión) de infraestructuras públicas (al tiempo que se inyecta dinero público para salvar a la empresa privada), etc.
Viejos métodos que llevan probando su ineficacia para resolver los problemas de un sistema económico que no beneficia a la mayoría. Se dice que la recesión en España será peor que en otros países de Europa y se culpa de ello a la poca productividad. Sin embargo, una mejor productividad no parece haber salvado de una crisis profundísima a esos otros países modelo, por tanto, un cambio en ese sentido tampoco evitará futuras crisis.
Sin embargo, el problema es enteramente otro. Lo que cuestiono aquí, lo que cuestionan cada vez más personas, expertos (en la
OCDE, la OIT, la UNESCO) y gente corriente en distintos países del mundo, incluido el nuestro, es lo que aquellos que detentan el poder entienden por economía. Ese modelo neoclásico imperante que ha variado relativamente poco en sus objetivos y parámetros principales en los últimos cien años. Es la economía del crecimiento económico (PIB), crecimiento medido por una serie de indicadores que poco tienen que ver con el aumento del bienestar de la mayoría de las personas y bastante con el aumento de su malestar globalizado. Es cierto que los estados intentan pensar formas de incluir aspectos productivos, creadores de riqueza como el trabajo doméstico o la economía ilegal que hasta el momento no se han tenido en cuenta. Estos últimos intentos apuntan al reconocimiento de que todo esto forma parte de la economía de algún modo. Sin embargo, nada parece alterar la fe ciega en el modelo que articula el aumento de la productividad, crecimiento económico (PIB) y aumento del bienestar de la mayoría (evaluado en términos de consumo de mercancías).
Para salir de la presente estructura de crisis recurrentes, se habla de innovación y se piensa tecnológica? Como siempre, este pertinaz fetichismo que nos hace creer que las cosas nos salvarán de las personas. Pero no hay innovación posible desde un modelo económico decimonónico como es el nuestro. Cualquier innovación tecnológica es fagocitada por los viejos objetivos y acaba produciendo los mismos efectos tarde o temprano. La única innovación real tiene que ser una innovación social, que parta de otra manera de entender la economía. La pregunta correcta es: ¿cómo organizar la sociedad para proveer a toda la gente corriente de bienestar material y cultural y permitirles hacer proyectos de futuro? Para ello, lo primero que deberíamos hacer es estudiar la economía real: ¿qué hace la gente para ganarse la vida? ¿Cómo sobreviven cuando están sin empleo?
Acuden a las redes familiares, emigran o retornan, rebuscan alimentos en las basuras, trabajan en la economía informal, ocupan casas deshabitadas, protestan colectiva o individualmente, etc. Según informes recientes de la OIT y de la OCDE, más de la mitad de la población del planeta (incluyendo países desarrollados) sobrevive en los márgenes de la economía formal, de la economía del PIB; la mayor parte malvive, pero se las apaña entre picaresca y solidaridad. Evidentemente, esta división entre formalidad e informalidad no es del todo real, puesto que las personas, las unidades productivas, las instituciones, habitan y articulan estos ámbitos que la contabilidad del estado distingue.
Pero lo que me parece más interesante observar y subrayar es que en esas formas de picaresca y solidaridad hay un saber al que deberíamos atender, porque es, mal que nos pese, lo que constituye gran parte de la economía real para la mayoría de personas del mundo. La innovación social se encuentra agazapada en ese saber organizarse que emerge de la inteligencia de la necesidad y no está cegado por modelos rígidos y obsoletos.
Necesitamos saber observar, saber escuchar y saber apoyar las iniciativas humildes que ya está desarrollando la gente, individual o colectivamente, sin ahogarlas con nuestra obsoleta mentalidad de mercado” (Karl Polanyi) o con normativas represivas (Ordenanzas Municipales, Ley de Extranjería). Necesitamos un nuevo modelo de economía. Y sí, hoy más que nunca, necesitamos un pensamiento radical y crítico, antisistema, que abra nuevos espacios y permita realizar los cambios que todos necesitamos.
Susana Narotzky es Catedrática de Antropología Social de la Universidad de Barcelona.