Un punto de encuentro para las alternativas sociales

La cultura de la clase obrera

Raymond Williams

La rica e inquietante obra de Richard Hoggart The Uses of Literacy plantea la tesis de que «una
‘cultura obrera’ tradicional, basada en la influencia colectiva del barrio, se encuentra bajo serio
riesgo de erosión frente a la ‘cultura de masas’ de los media comerciales». Los temores de Hoggart están basados primordialmente en su observación individual (que ha sido fructíferamente
confinada a su propia localidad de Yorkshire), así como a una variada evidencia literaria. Desde
nuestra perspectiva, el libro de Hoggart plantea un número de preguntas fascinantes: ¿son estas
conclusiones válidas exclusivamente para un estereotipo regional en particular? ¿Diferiría un re-
levamiento directo de la reacción de los lectores del análisis de contenido de las publicaciones
realizado por Hoggart? (Después de todo, el hombre real puede no ser el de la imagen que la
prensa presenta). ¿Cuáles son las barreras más efectivas frente a la invasión del «mundo de algodón de azúcar»? ¿Tiene razón Hoggart al enfatizar tanto factores «indescriptibles» como la renovación cíclica de los lazos familiares? En la siguiente sección, Raymond Williams discute algunos asuntos generales que surgen de la obra de Hoggart; otros colaboradores abordan su aplicación a problemas o regiones en particular.

Las viejas preguntas parecen muchas veces tan superadas como las viejas respuestas: o pueden estar escondidas bajo el indeleble garabato del error. La pregunta «¿qué es la cultura obrera?» trae a la mente, para muchos de nosotros, un tipo particular de viejo argumento sectario, cuando no las desgastadas frases de un programa político para las artes. No obstante, en la Gran Bretaña contemporánea, muchas de las preguntas que afectan al movimiento obrero de forma más radical son muy claramente de orden cultural. Debemos estar agradecidos con Richard Hoggart, quien dice que su libro The Uses of Literacy trata «sobre los cambios en la cultura de la clase obrera durante los últimos treinta o cuarenta años», por darnos la oportunidad de revisar otra vez esta pregunta general en nuestros propios términos intermedios.

La idea de «cultura» es, en cualquier contexto, notoriamente difícil de usar, por lo que debo empezar por dejar en claro algunos de los cambios históricos que ha atravesado y la consecuente complejidad de su significado contemporáneo. Hasta la revolución industrial, la palabra «cultura» servía para indicar un proceso de entrenamiento, primero de las plantas y los animales, luego, por analogía, de los seres humanos y la mente humana. A comienzos del siglo XIX, esta idea de proceso se extendió a —y fue dominada por—, la idea de cultura como un producto: un estado o hábito adquirido. El primero de los nuevos significados de «cultura», en este sentido absoluto, era un «estado o hábito mental», una materialización, en términos idealistas (Coleridge, Newman), del esfuerzo del hombre por alcanzar la perfección espiritual y normal. Este significado, que está obviamente relacionado con la idea más temprana de proceso, fue luego rápidamente conectado con un sentido descriptivo más práctico (Carlyle), en el cual el término «cultura» fue utilizado para referirse a los registros de este esfuerzo humano en el arte, la ciencia y el conocimiento. La «cultura» se convirtió en la materia de tal obra; la equivalencia exclusiva con las artes no ocurrió hasta la segunda mitad del siglo (Ruskin y la «Nueva estética»). Sin embargo, mientras esta especialización estaba en progreso, la relación del arte, la ciencia y el conocimiento con el esfuerzo común del hombre hacia la civilización estaba preparando la base para un nuevo y muy importante sentido (Taylor), según el cual «cultura» terminó por significar «todo un modo de vida». Estos sentidos centrales han sobrevivido hasta nuestro propio tiempo, y no es cuestión de elegir o definir uno correcto, sino simplemente de reconocer esta complejidad histórica. Debemos, desafortunada- mente, reconocer también los sedimentos emotivos de la palabra. Por un lado, desde Arnold, ha habido una extendida asociación de la palabra «cultura» con otras como «precioso» y «pretencioso», al punto que hablar de «cultura obrera» parece bastante absurdo: la clase obrera, al ser práctica y dura, nada puede tener que ver con tal cosa. Por otro lado, la palabra «cultura» ha sido tomada por las clases medias para describir su propia condición y sus propias actividades; una vez más, el término «cultura obrera» suena absurdo: el carácter común de la clase obrera es precisamente aquello contra lo que la cultura está en contra. Es entonces en este confuso terreno que la indagación debe comenzar: los hombres no pueden elegir la historia en la que han nacido.

Si tomamos primero el sentido de cultura como «arte y conocimiento» encontramos que la «cultura obrera» ha sido definida a menudo. Ha sido considerada, ante todo, a partir de aquellos restos de cultura folklórica tales como, digamos, las baladas industriales, las pancartas sindicales, el music-hall; luego, ha sido también definida en base a contribuciones individuales, realizadas por trabajadores aislados, a la tradición general. Respeto el entusiasmo que han generado estos dos tipos de obras, que ciertamente necesitan ser mejor conocidas y apreciadas. Pero las primeras, aunque no están exactamente muertas, son, a mediados del siglo XX, fragmentarias y magras. Valorarlas allí dónde han sobrevivido es razonable, pero poner un gran e idealizado énfasis en ellas es ridículo. Las contribuciones individuales, también, deben ser respetadas, pero casi sin excepción cargan con las marcas inevitables de los hombres excluidos del mainstream por las presiones de una sociedad de clase. Idealizar tal obra, pretender que es mejor que lo que es, presta un servicio muy pequeño a la tradición de la clase obrera. Pues esta definición de «cultura obrera» conlleva implícitamente, como su opuesto, la clasificación de toda obra en el mainstream del arte y del conocimiento como «burguesa». Esta clasificación solía ser utilizada regularmente, por razones políticas, en base a una teoría general de la cultura inadecuada. Sin embargo uno puede ver hoy que tal clasificación es a la vez falsa y peligrosa. Es peligrosa porque permite a la burguesía reclamar como su orgullo y creación una gran tradición cultural que puede entonces ser fácilmente contrastada con la escasez de lo que ofrecemos como «cultura obrera». Mucha gente preocupada por las artes ha sido engañada, políticamente, por este motivo. Sus lealtades y juicios sociales se han antepuesto, muy usualmente, por este sentimiento de que lo que valoran, en arte y conocimiento, tiene en cierto sentido que ser consolidado contra los reclamos del movimiento obrero. La oposición es, por supuesto, innecesaria, porque no existe de hecho una ecuación simple entre la dominación de una clase económica y la producción de arte y literatura. Hay una relación, evidentemente, pero mucho más complicada de lo que hemos supuesto. En la obra del mainstream del siglo XIX, por ejemplo, hay una gran parte de oposición consciente a la burguesía y sus ideas, así como cierta oposición inconsciente. Al mismo tiempo hay por supuesto una gran adhesión consciente a la sociedad burguesa así como una gran adhesión inconsciente, incluso en obras de crítica social que solemos valorar. Lo que se precisa es un análisis particular, y cuando hayamos hecho esto veremos que, con todos los errores, el mainstream fue, en grados variables, humano y liberador en formas que la burguesía, como clase económica, no podía. Además, una tradición cultural no es sólo compleja sino continuamente selectiva. Lo que sobrevive de un período de dominación burguesa en las sociedades en las que la clase obrera está en camino a alcanzar el poder es una entidad diferente a la cultura original del periodo previo. La cultura adquirida de una clase por otra es, en el momento mismo de la adquisición, mucho más la posesión de una nueva clase que de aquella clase bajo cuya dominación fue producida. Los procesos de cambio histórico, y de una tradición cultural selectiva, aseguran que el mainstream cultural sea siempre general en su carácter, sino en su distribución, y éste es un punto esencial a recordar. Construir, contra esto, una «cultura obrera» artificial es dañino en todo sentido. Más aún, cuando se trata de las actitudes de una clase económica con respecto al mainstream, debemos señalar que el récord del movimiento obrero, aunque no perfecto, es al menos bueno. La «multitud cochina» (swinish multitude) cuya corrupción Burke profetizó no ha pisoteado el arte y el conocimiento sino que, como movimiento político, ha luchado duramente para destapar los canales a través de los cuáles éstos puedan fluir. El énfasis en limpiar los canales es justo, y es una actividad más relevante, ahora y en el futuro, que aquellos programas artificiales de una cultura socialista de los cuáles todavía oímos hablar. Es improbable que el arte que puede ser definido de antemano tenga algún valor. El intento de tal definición se origina en una concepción de la historia y la cultura como asuntos divisibles en períodos simples y rígidos, determinados por interrelaciones mecánicas, más que como procesos de cambio y respuesta continua. Una sociedad socialista no necesita definir su cultura de antemano, sino limpiar los canales, de modo que en vez de hacer intentos por adivinar una fórmula exista la oportunidad de que el espíritu humano ofrezca una respuesta completa a una vida que se despliega continuamente en toda su variedad y riqueza concretas.

Cultura comercial

Hallo poco sentido, por lo tanto, en las definiciones de la cultura obrera —pasada, presente o futura— que hasta el día de hoy han sido populares en el campo. Pero al mismo tiempo debo rechazar una versión extremadamente dañina de la «cultura obrera» que se ha vuelto significativamente popular en los últimos treinta o cuarenta años. Esta iguala la cultura obrera con la cultura comercial de masas que ha crecientemente dominado nuestro siglo. El libro de Richard Hoggart ha sido leído en esta línea, y no del todo sin justificación. La característica de los medios de tal cultura es que las técnicas que hacen la distribución masiva posible requieren una concentración considerable de capital. Cuando, en Inglaterra, estas técnicas se volvieron accesibles, pasaron naturalmente a manos de la burguesía comercial, de modo que su uso se volvió, y ha permanecido, característicamente capitalista en sus métodos de producción y distribución. Hay cierta evidencia del intento consciente de explotar la extensión entre la clase obrera de la alfabetización, particularmente por parte de los nuevos periódicos imperialistas de los noventas. De cualquier modo, la llegada de estas técnicas a la sociedad capitalista debía conducir a la explotación que de hecho ha ocurrido. La clase obrera, por su propia exposición en esta sociedad, fue por supuesto destinada al rol de consumidora. Pero es la exposición lo que debemos atender, no el hecho de que se consuma. En la práctica, estos medios de comunicación han penetrado en todas las clases: las lecturas y entretenimientos de la burguesía ordinaria (tan distinta como sección profesional) son indistinguibles, generalmente, de las lecturas y los entretenimientos ordinarios de la clase obrera. Igualar la cultura comercial con la clase obrera es, entonces, un error desde ambos lados.

El problema persiste, pero no precisamos agregarle a sus dificultades una fórmula engañosa. Existe el problema del control democrático de estos medios de comunicación, pues aquí se plantea una elección clara, dado el capital involucrado, entre las formas existentes de propiedad y un tipo de propiedad social. Existe el problema adicional de un sistema educativo realmente adecuado, que haga a más sujetos más libres de usar estos medios de comunicación críticamente. Profundizar con más detalle en cualquiera de estos problemas está más allá de mis objetivos en el presente trabajo, pero no debemos dejar de verlos tal como son haciendo a una sección de los consumidores responsable, directa o indirectamente, por la producción total.

Retomo ahora la cultura en su otro gran sentido, «todo un modo de vida». Sería por cierto sorprendente si una clase expuesta y en lucha hubiese realizado una contribución mucho más articulada a esta cultura en un sentido más específico, pero aquí, en este campo más general, la contribución ha sido distintiva e importante. Existe por supuesto algún peligro en hablar, en términos generales, de «la forma de vida de la clase obrera». Los elementos que uno encuentra allí son parcialmente el resultado de su experiencia directa como una clase obrera, pero también parcialmente una continuación de los hábitos regionales y tradicionales. Existe siempre el riesgo de tomar una parte por el todo, y de tomar una característica regional por una característica de clase. Un buen ejemplo de esto es la forma en que muchos, incluyendo a Richard Hoggart, se refieren al «dialecto de la clase obrera». No existe por supuesto tal cosa: el único dialecto de clase en Gran Bretaña es aquel de las clases medias y altas; las restantes variaciones son regionales. Es una pena cuando los integrantes de la clase obrera consideran su dialecto regional como inferior, y aceptan como «buen inglés» el dialecto de clase estandarizado. Por otra parte, de poco sirve idealizar los dialectos regionales cuando la expansión de las comunicaciones está produciendo inevitablemente nuevos tipos de normas. Cuando se asume que un dialecto de clase existente es un ideal definitivo hacia el cual debemos movilizarnos se crean tensiones innecesarias en lo que de otra manera sería un proceso selectivo más natural. Lo mismo es cierto sobre otros hábitos regionales que han sobrevivido en la clase obrera mientras fueron rechazados por una clase media ansiosa por alcanzar, debido a razones políticas y económicas, una evidente uniformidad. El movimiento inevitable es hacia una comunidad más fuertemente unida, y el único peligro es el intento de definir los estándares de tal comunidad en los términos de clase existentes, más que limpiar los canales y permitir una contribución general a la forma de vida común.

Proletariado semi-adosado[1]

El asunto se confunde por causa de otra fórmula que se ha vuelto popular: aquella del «proletariado semi-adosado». Se supone que como la gente obrera se muda a nuevos tipos de casas, adquiere nuevos productos como autos, equipos de televisión y lavarropas, se está volviendo, en ese proceso, menos proletaria y más burguesa. Pero pocos que hayan sido alguna vez pobres, que hayan vivido en casas en malas condiciones y que no hayan tenido propiedades personales han querido conservar esa simplicidad que otros les asignaron y que, a distancia, admiraron. Estos cambios son cambios en el uso personal de las cosas, y no tienen nada que ver con volverse «burgués» en ningún sentido real. El burgués del siglo XIX no era menos burgués porque no tenía ninguna de estas cosas que hoy son consideradas como símbolos burgueses, y por cierto esta forma de mirar las diferencias de clase es completamente externa y mecánica. La «forma de vida de la clase obrera» no es el suburbio, ni la antecocina y la olla de cobre, ni la gorra y la camiseta, aunque estas hayan sido, y en cierta medida sigan siendo, las características externas de la vida de clase obrera, atravesadas por ciertas variaciones regionales y ciertos rasgos de cada momento histórico.

¿Pero existe, entonces, alguna diferencia significativa entre las formas de vida de la clase obrera y de la burguesía? ¿No desaparecerán estas diferencias cuando el mundo semi-adosado se extienda y ciertos bienes de consumo se vuelvan más baratos? Uno puede comprender las ventajas de este punto de vista para ciertos comentaristas y políticos contemporáneos. Pero una cultura, todo un modo de vida, jamás es reductible a sus artefactos. Una forma de vida es un uso de los recursos para un propósito humano particular. En el caso de la propiedad personal ordinaria, estos propósitos se superponen y se vuelven incluso idénticos, a pesar de las diferencia de clase. Pero, en un campo más amplio, los propósitos en el uso de recursos pueden diferir significativa y vitalmente. Aquí está de hecho presente la distinción entre clase obrera y burguesía. Como clases, están comprometidas con visiones diferentes y alternativas de la naturaleza y los propósitos de la sociedad de formas totalmente distintas, y consecuentemente con diferentes versiones de las relaciones humanas. Ésta sigue siendo la distinción cultural más importante de nuestro tiempo.

La principal contribución cultural de la clase obrera en este país ha sido la institución democrática colectiva, formada para alcanzar un beneficio social general. Es verdad que la clase media progresista es capaz de establecer instituciones que funcionan democráticamente en sí mismas, pero es siempre característico de estas instituciones el ser, en definitiva, exclusivas: no pueden, partiendo de sí mismas, ser extendidas hasta cubrir a la sociedad como un todo. Muchas organizaciones de la clase obrera por supuesto comienzan como grupos de interés de un tipo similar, pero su característica es su más amplia asociación no sólo con otros grupos similares sino hasta el punto de alcanzar a cubrir —o apuntar a cubrir— los intereses de toda la sociedad. El crecimiento del movimiento laborista representa la instancia primaria de este fenómeno. Es ciertamente característico de la cultura obrera que haya elegido poner el énfasis en extender relaciones. Los afectos y las lealtades primarias, primero a la familia, luego al barrio, pueden de hecho ser directamente extendidas a las relaciones sociales como un todo, de modo que la idea de una sociedad democrática colectiva está a la vez basada en la experiencia directa y disponible, como una idea, para otros que deseen suscribir a ella. La clase obrera no tiene por cierto el monopolio de estas virtudes primarias, en particular la lealtad a la familia cercana. Pero la idea burguesa de las relaciones sociales — una sociedad de hombres libres con igualdad de oportunidades para competir— no es sólo una causa de tensión en sí misma, llevando a intentos abiertos o encubiertos de limitar tales oportunidades, sino que es además una causa de tensión inmediata en tanto los valores de la familia no pueden extenderse a la sociedad como un todo —un hombre trabaja para su familia, pero compite contra otros hombres que hacen lo mismo—. Gran parte de los males reales y las desilusiones de nuestro siglo han provenido de esta tensión práctica en hombres de buena voluntad.

Familia, barrio, sociedad

Pero la clase media liberal fue capaz de una reforma menor dentro de su idea de sociedad: la sustitución de la práctica de la competición por la idea de servicio. A veces, por supuesto, la idea de servicio es una racionalización evidente del interés individual, pero ha sido igualmente la base de muchas vidas dedicadas. El hecho es, sin embargo, que la idea de servicio no es (aunque lo aparente) una extensión de las lealtades primarias comparables a aquella que ha alcanzado la idea de sociedad de la clase obrera. Pues el servicio es comúnmente a una autoridad o una institución existente, que pone límites a su capacidad de extensión a la sociedad en su totalidad; y, más aún, es a menudo en la práctica misma una negación de las lealtades y los afectos, sobre los cuales las demandas de servicio deben tomar prioridad. El extraordinario consentimiento que instituciones tan característicamente burguesas como la escuela inglesa otorgan a la separación es un excelente ejemplo de esto. La familia inmediata es en cierto punto quebrada con el fin de preparar a algunos de sus miembros para un servicio que es pensado como mucho mayor y más importante. La profunda desconfianza de tales procedimientos por parte de la gente de clase obrera en este país es entendible. Para ellos la familia, el barrio y la sociedad deben, para ser satisfactorios, ser continuos y coextensivos: ninguno de ellos puede ser bueno si involucra sacrificar o debilitar a los otros. El elemento autoritario inherente a la idea de servicio también es percibido.

Valores mayoritarios-ideales minoritarios

Es importante subrayar estas diferencias culturales básicas ahora, cuando se nos ofrecen de hecho tres versiones de sociedad: el «estado de oportunidades» (competición burguesa); el capitalismo de bienestar (servicio burgués —el patrón de pensamiento de mucho líderes del Partido Laborista—); socialismo (la idea de la clase obrera de la sociedad como una totalidad democrática colectiva). Gran parte de nuestro argumento político se confunde —y gran parte de nuestra controversia es causada por— la energía que fluye hacia una u otra de estas versiones desde las disposiciones culturales básicas. La calidad de la discusión política puede ser fuertemente profundizada si estas cosas son comprendidas. Es por supuesto un corolario que la vida de la clase obrera no es primariamente política, aunque pueda usualmente ser vista como tal desde afuera o por abstracción. El efecto político de la vida de la clase obrera es el producto de las lealtades y los afectos, en la familia y el barrio, que constituyen la sustancia inmediata de esta vida y que Richard Hoggart ha descrito tan inteligente y elocuentemente. Por supuesto, sólo una minoría es realmente activa a nivel político, pero no debemos confundirnos por las ideas burguesas de la naturaleza de una minoría. Según éstas, una minoría es normalmente pensada de forma aislada, auto-defensiva, opuesta a los valores de la mayoría. El liderazgo político e industrial de la clase obrera es, de manera evidente, una minoría de un tipo distinto. No está aislada, sino que es la representación articulada de una extensión de los valores primarios a los campos sociales. No es auto-defensiva, pues busca consistentemente operar en el comportamiento y los intereses de la mayoría. No se opone a los valores de la mayoría, sino que busca definirlos en términos más amplios y en un contexto diferente: la prueba de su éxito general en esto, contra el detalle de la desilusión y la decepción locales, es la existencia de las instituciones de la gran mayoría que están siendo construidas hoy en día. Es objetado, por Hoggart y otros, que estas instituciones tengan un tono predominantemente materialista. Pero el materialismo de la clase obrera —el mejoramiento colectivo de la vida común— es objetivamente, en nuestras circunstancias, un ideal humano. Los afectos primarios se expanden por todos lados pues (en donde otros, bajo las tensiones descritas, ven muchas razones) la clase obrera no ve razón en su experiencia por la que estos valores primarios no deberían convertirse en los valores de la sociedad entera.

He estado describiendo por supuesto características de clase. Dentro de ella, casi cualquier tipo de variación de respuesta individual es posible, y la experiencia de nuestra sociedad actual alienta algunas de ellas, con el consiguiente debilitamiento de la clase como un todo. Una y otra vez, las oportunidades de una colmena de tipo burgués han sido ofrecidas a personas seleccionadas de la clase obrera, y muchas han sido aceptadas, a veces como una explícita traición a la clase. Incluso donde la traición es imposible, como en un hombre de la profundad lealtad a su propia gente como Hoggart, la separación causada por el aprovechamiento de las oportunidades dentro del marco burgués puede crear sus propias profundas tensiones y dificultades. Estos son asuntos reales, aunque cuando todas las oportunidades sean tomadas, y unas pocas se hayan disipado, la corriente principal de la vida de la clase obrera continuará, en su propia dirección, ofreciendo, como hemos visto, una idea de sociedad bajo la cual todos pueden nuevamente unirse.

Las masas y la corriente principal

Lo que la mayoría de nosotros ve si mira hacia atrás en la vida de una familia y un barrio de clase obrera es una conformidad compulsiva que a la vez valoramos y tememos. La valoramos como una fuente de fortalecimiento para la clase: la solidaridad real que ha sido preservada y enriquecida. La valoramos, incluso si la cuestionamos, por su moralidad. Esa estrecha «respetabilidad» de gran parte de la vida de clase obrera es fácilmente observable, y uno puede fastidiarse con ella. Pero esta es una moralidad de gente que no tiene otro capital que a sí misma, y Hoggart tiene razón en valorarla tan fuertemente. Los intelectuales socialistas han acentuado demasiado frecuentemente, en la práctica y en la teoría, una crítica de esta «responsabilidad» que es a la vez simple y dañina. Un intelectual aislado, o un rebelde de su propia clase, construye demasiado fácilmente, como su virtud, el exilio (el oponente orgulloso y principista de una sociedad falsa) o, peor aún, el vagabundeo (el inconformista despreciado y rechazado, que es visto como moral dentro de la amplia inmoralidad). De hecho, mientras estas posiciones son siempre explicables en términos personales, y pueden, en un determinado estadio, ser los únicos puntos posibles para posicionarse, el pensamiento y el sentimiento que se desprenden de ellas son y han sido muy dañinos. Las virtudes son en el mejor de los casos negativas, y están en desventaja incluso frente a la más estrecha moralidad social. Pues mientras la seguridad de los grupos crezca la moralidad cambiará y se profundizará, y éste, más que el rumbo del exilio o el vagabundeo, es el patrón de crecimiento.

Pero hay, finalmente, en este hábito conformista que de otro modo sería positivo, un peligro. Especialmente en períodos de transición, la existencia de este sentimiento es una invitación permanente a la explotación por parte de individuos o camarillas. En estos tardíos cincuentas, somos conscientes de este peligro por sobre todas las cosas pero, mientras combatimos las camarillas, recordemos que la oportunidad de una transformación valiosa de la sociedad sólo puede darse en los términos de una cultura obrera. No hay masas que capturar, sino tan sólo una corriente principal a la que sumarse. Es posible que sea en este punto que los dos grandes sentidos de la cultura —por un lado, las artes, las ciencias y el conocimiento; por el otro, una forma de vida completa— sean valiosamente reunidos, en un esfuerzo común de madurez.

Nota

[1] El término semi-adosado (semi-detached) refiere a un tipo de vivienda familiar característico de Gran Bretaña, tradicionalmente asociado a la clase media. Las casas semi-adosadas son construidas en pares que comparten una pared (N. de los T.).

 

Comentario a Hoggart, Richard: The Uses of Literacy: Aspects of Working-Class Life, Londres, Chatto, 1957 publicado originalmente en Universities & Left Review, Verano 1957, Vol.1, N°2. Traducción de Julián Delgado y Vanina Soledad López. Publicada con autorización de los herederos de Raymond Williams.

Fuente: Rey Desnudo: revista de libros. Año V, No. 10, Otoño 2017. https://dialnet.unirioja.es/descarga/articulo/6061578.pdf

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