Un punto de encuentro para las alternativas sociales

¿Por qué faltan economistas en el movimiento ecologista?

Manuel Sacristán Luzón

Presentación de Vicenç Casals Costa

Publicada en mientras tanto, junio de 2022, https://www.mientrastanto.org/boletin-213/ensayo/por-que-faltan-economistas-en-el-movimiento-ecologista

Entre el 12 y el 21 de noviembre de 1979 tuvieron lugar, en la Sala de Actos de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Barcelona, las Jornadas sobre la crisis energética en la sociedad capitalista. Las Jornadas las había organizado el Comité Antinuclear de Cataluña (CANC), con la colaboración de la Comisión de Cultura de la Facultad.

El CANC era un grupo de activistas ecologistas de creación relativamente reciente (abril de 1977) cuya motivación central era la oposición a la energía nuclear. Pronto se convirtió en el más influyente de Cataluña, no solo en relación con la oposición antinuclear sino también con el ecologismo catalán en general, calificándosele, en algún momento, con la muy catalana expresión de «pal de paller» del mismo.

En 1979, ya con alguna experiencia acumulada y en un momento de profundas transformaciones de todo tipo en el país, entre los activistas del CANC se suscitó la necesidad de profundizar más en la problemática energética, y de ahí nació la idea de organizar unas jornadas con la participación de ponentes de relevancia intelectual. No era la primera vez que esto se hacía. En mayo del mismo año, habían tenido lugar en Murcia las Jornadas sobre ecología y política, organizadas por el Centro de Estudios Socioecológicos, en las que actuó como principal dinamizador Pedro Costa Morata, uno de los primeros opositores antinucleares en España.

En las Jornadas de Murcia participaron varios miembros del CANC, entre ellos Manuel Sacristán, lo que, por lo que recuerdo, llenó de sorpresa –y entusiasmo– a algunos de los participantes. No estoy seguro de si en aquel momento Sacristán se había ya asociado al Comité Antinuclear, lo que en cualquier caso debió acaecer durante la primera mitad del año, puesto que además hubo un fallido intento de asociarse –al no encontrar a nadie en el local del CANC, donde se presentó por su cuenta y riesgo–. No fue hasta unas semanas después en que repitió la intentona, esta vez con éxito.

La presencia de Sacristán en el CANC tuvo como resultado inicial que nos propusiera, a algunos de nosotros, desplazarnos a Económicas –donde tenía organizado un Seminario con gente del mundo académico afín a sus preocupaciones intelectuales– para que explicáramos qué era el CANC y cuáles eran sus líneas de actuación. De este primer encuentro a dos bandas lo más notable fue la decisión de una parte importante de los participantes en el Seminario de integrarse en el Comité Antinuclear. Al mismo tiempo, a algunos de los que participamos en la reunión se nos invitó a participar en el Seminario, de los que por lo menos dos –Antoni Farràs y yo mismo– aceptamos.

Probablemente el primer resultado en cuanto a intervención colectiva fue la organización de las referidas Jornadas sobre la crisis energética. La idea fue discutida en la reunión semanal del Comité –siempre los miércoles– y se nos comisionó a varios miembros para ello. La primera reunión de trabajo, y luego otras varias, tuvieron lugar en el domicilio de Paco Fernández Buey, que se había integrado de forma muy activa en el CANC. El resultado fue la elaboración colectiva del programa de las Jornadas, la selección de los ponentes y la gestiones relativas al lugar de celebración –la Facultad de Económicas–. Estas últimas estuvieron a cargo casi en exclusiva de Paco, que contó con la colaboración de la Comisión de Cultura de la Facultad.

Los integrantes del CANC eran, política e ideológicamente, muy diversos. En un grupo donde las decisiones acostumbraban a tomarse por consenso –y en ocasiones por agotamiento– esta diversidad era muy aconsejable que se reflejara también en los ponentes de las Jornadas, que finalmente quedaron configurados de la siguiente manera, según el orden en que intervinieron.

En primer lugar, Joan Martínez Alier, economista, libertario, buen conocedor del mundo de la agricultura, que, aunque nunca se integró en el CANC, tenía buenas relaciones con nosotros.

La crítica del Plan Energético Nacional, una pieza clave de la política de nuclearización del gobierno, fue abordado por Josep Oliver, un economista vinculado entonces con la izquierda radical. No lo conocíamos, pero el nombre nos fue sugerido por miembros de la redacción de la Revista Mensual/Monthly Review, que entonces dirigía José María Vidal Villa, con el que algunos de nosotros teníamos contacto.

La cuestión de las alternativas energéticas –y las energías alternativas– la desarrolló Fernando Martínez Salcedo, miembro del grupo ecologista madrileño AEPDEN. Procedía también de la izquierda radical y era un participante habitual de la Coordinadora Estatal Antinuclear (CEAN) donde nos habíamos conocido y manteníamos muy buena sintonía.

La siguiente ponencia estuvo a cargo de Paco Fernández Buey, ya plenamente integrado en el CANC, que abordó la cuestión de la crisis de civilización, un término entonces en boga en los ambientes intelectuales próximos a Manuel Sacristán.

Eduard Rodríguez Farré abordó un tema central para la crítica antinuclear, el papel que en ello desempeñaba lo que llamó la «crisis» de la ciencia. Médico e investigador, procedía de la antigua Comisión de Medioambiente del Colegio de Licenciados, cuyos miembros –no sé si todos, pero al menos la gran mayoría– se sumaron en 1977 al Comité Antinuclear.

Vicenç Fisas trató sobre la cuestión de la proliferación nuclear, sobre lo que tenía un amplio conocimiento. Pacifista y no violento, había sido uno de los precursores de lo que luego fue el CANC. Era autor del primer libro que abordaba, de forma amplia, la cuestión de las centrales nucleares en Cataluña.

Las jornadas las cerró la intervención de Manuel Sacristán con el tema «¿Por qué faltan economistas en el movimiento ecologista?», una especie de provocación, por el lugar donde se celebraban, aunque más que llamar la atención creo que lo que buscaba era estimular la reflexión.

Las jornadas fueron muy concurridas durante todas las sesiones, pero durante la intervención de Sacristán el público presente en la sala de actos de la Facultad llenaba, como suele decirse, hasta la bandera. A diferencia de la mayoría de las demás ponencias, en las que fuimos los organizadores los que sugerimos el tema a desarrollar, en el caso de Sacristán fue él quien lo decidió en conversación con Paco Fernández Buey.

Grabamos las conferencias y después nos las repartimos entre los organizadores para transcribirlas y publicarlas en la revista que editábamos bajo el nombre de BIEN. Boletín de Información sobre Energía Nuclear, durante bastante tiempo la principal revista ecologista española, aunque centrada, claro está, en el tema nuclear.

Habitualmente el BIEN, que era bimensual, tenía unas veinte páginas, pero en el caso de la edición de los textos de las Jornadas ocuparon 68, lo que nos obligó a convertirlo en un número triple (BIEN, n.º 11-12-13, junio de 1980). Esta extensión tuvo además otra consecuencia. En un determinado momento nos planteamos publicar también los debates que siguieron a las exposiciones. Pero esto hubiera convertido la publicación en excesivamente extensa para los recursos de que disponíamos y, además, no todos los debates se transcribieron y algunos de los que sí lo fueron eran bastante embarullados.

No era el caso del debate que siguió a la exposición de Sacristán, transcrito al igual que ésta por quien esto escribe. De hecho, el debate sigue perfectamente la tónica de extremo rigor y precisión presente en la ponencia. Ambos materiales fueron revisados por Sacristán, pero la decisión de no publicar el debate tiene que ver con lo anteriormente señalado, así como evitar agravios comparativos en caso de haber decidido publicar solamente el debate con Manolo.

Hoy en día, quizás pueda plantearse si la presencia de Sacristán en el CANC se limitó a algunas conferencias y, más específicamente, cuál fue la repercusión, si la hubo, de la conferencia de Económicas.

Sobre lo primero creo que hay que señalar que la presencia de Sacristán en el CANC fue la de un activista, sobre todo. Este no es el lugar ni el momento para abordarlo en detalle, pero se puede mencionar alguna anécdota que lo pone de manifiesto. El 1.º de mayo de 1981, el CANC decidió asistir a las manifestaciones sindicales que se celebraban con motivo de esta fecha para difundir las publicaciones antinucleares entre los asistentes. Y allí apareció Manolo que, sin que nadie le dijera nada, tomo un paquete del número del BIEN que acabábamos de editar, dedicado al tema de «Energía, empleo y movimiento obrero» y empezó a vender ejemplares entre los asistentes, con notable éxito, además. Al finalizar el acto, un grupo en el que estaban Manolo y Víctor Ríos –que se había convertido en uno de los habituales de las reuniones antinucleares– nos fuimos a la terraza de un bar cercano al local del CANC. Sentados alrededor de la mesa, un sonriente Manolo comentaba mientras asentía: «El BIEN está bien», mientas Víctor nos susurraba, por lo bajo, sonriendo a los que estábamos a su lado: «Se siente como Sartre repartiendo La Cause du Peuple por los bulevares de París». Quizás no era lo mismo, pero desde luego se le parecía.

En cuanto a lo segundo, la repercusión de la conferencia de Económicas, ciertamente se han producido cambios en los más de cuarenta años después de su celebración. Por ejemplo, durante este tiempo no solamente se han generalizado el uso y los enfoques de lo que se llama ecología ambiental, sino que a finales de la década de 1980 se creó la International Society for Ecological Economics, en la que desempeñó un papel destacado Joan Martínez Alier –uno de los ponentes de las Jornadas–, que la presidió durante un tiempo.

En otro sentido, este texto, reimpreso en diversas ocasiones, junto con otros artículos de Sacristán, claramente influyó en sectores de la izquierda política, en especial del PSUC, y de la izquierda sindical, en especial en CC.OO., que ya en 1979 elaboró conjuntamente con el CANC un amplio dosier sobre la cuestión, publicado en las páginas centrales de Lluita Obrera. Estos materiales sin duda contribuyeron a decantar hacia posiciones antinucleares las posiciones de la izquierda política y sindical en Catalunya, algo a lo que el Comité Antinuclear había prestado notable atención.

En su comunicación, Sacristán señalaba que la escasez de economistas motivados por la cuestión ambiental seguramente tenía que ver, entre otras cosas, con el tipo de formación que se impartía a los economistas. Sin duda, la situación ha cambiado durante estos años, pero no tanto como para que el texto de Manuel Sacristán haya perdido actualidad. — Vicenç Casals Costa

¿Por qué faltan economistas en el movimiento ecologista?

Manuel Sacristán Luzón

Vamos a reflexionar un poco sobre la falta de economistas en el movimiento ecologista. Cuando propuse este asunto, algunos amigos me sugirieron que un título así se podía interpretar como una provocación a la Facultad. Debo empezar por decir que mi intención no es provocadora. Una provocación así estaría bastante fuera de lugar en esta casa; por muchos que sean sus defectos, esta Facultad no es el peor lugar del mundo por lo que hace a esta cuestión. Por ejemplo, hace ya 4 años que un equipo or­ganizado por el Departamento de Teoría Económica, en el que había ingenieros y otros profesionales, pero también tres miembros del departamento (Hortalá, García-Durán y Ortí), prepararon y publicaron un estu­dio sobre la incidencia de las centrales nucleares, particularmente referido al caso de La Ametlla de Mar. Ese estudio, fruto de un año de trabajo, sigue siendo un buen manual para información básica sobre centrales nucleares desde el punto de vista económico, pero, además, tiene interés ecologista, no sólo ecológico, porque es una útil defensa de los afectados por un proyecto nuclear (la población costera de La Ametlla). Por otra parte, tiene aciertos técnicos muy apreciables, como, por ejemplo, previsio­nes bien corroboradas hoy: el estudio critica severamente (en 1975) el informe Rasmussen y prevé sus fallos. En un terreno de política energética, el informe sostiene que la solución del «todo eléctrico» –la propuesta de que toda energía final sea eléctrica, política entonces característica de Electricité de France, seguida por otras empresas– es una solu­ción pésima para España; a propósito de lo cual los autores condenaban el exceso relativo (en por­centaje) del consumo de energía eléctrica final en España, en comparación con otros países europeos de ambiente cultural parecido. El desarrollo de este punto concluye con la siguiente recomendación: «En las condiciones de precios que se han descrito (el informe se refiere al hecho de que la baratura del kWh de origen nuclear es, como dice, “ilusoria”) parece más razonable el ahorro de energía que los incentivos a la sustitución por electricidad de otras fuentes de energía»” [1].

Hay que mencionar también, aunque sea muy bre­vemente, la tesis doctoral de Alfons Barceló, va­rios trabajos de Gumersindo Ruiz y la investigación en curso de Juan Rovira para su doctorado. No sería, pues, justo considerar que esta facul­tad necesita una provocación para acercarla a la problemática ecológico-económica, ni tampoco para interesarla por la tendencia ecologista. No se tra­ta de provocar. Pero registrar un hecho no es pro­vocar. Y salta a la vista que el movimiento ecolo­gista anda escaso de economistas. La frecuencia con que aparecen en las varias tendencias del movimien­to ecologista actitudes y formulaciones poco con­sistentes en materia económica es probablemente una consecuencia de aquella falta y también, a la pos­tre, una causa de ella. No me parece interesante a­cumular ejemplos. Me limitaré a dos que son característicos de la debilidad teórica que puede a veces explicar la resistencia de un buen economista a juntarse con gente que dice semejantes cosas.

Un ejemplo es la contraposición entre tratamiento económico de los problemas y satisfacción de las necesidades. Esta es una idea que se encuentra con alguna frecuencia en ambientes ecológico-políticos que, por otra parte, han emprendido el meritorio esfuerzo de pensar de nuevo los problemas del cambio social profundo o revolucionario sin dejarse cerrar el horizonte por las tradiciones existentes. En esos ambientes se puede oír la afirmación de que no hay por qué considerar desde el punto de vista eco­nómico los problemas de la transformación social, porque todos se reducen a poner en primer término la satisfacción de las necesidades. Esa idea presu­pone que para hallar soluciones sencillas –contra­puestas a la artificialidad mercantil que es el vi­cio básico de la cultura en que vivimos– hay que pensar simplísticamente, cuando la verdad es que la sencillez del resultado suele requerir un desarro­llo intelectual particularmente complicado, como lo saben, por ejemplo, los matemáticos y los poetas.

Otro ejemplo importante de este pensamiento de­ficiente en el movimiento ecologista es el ingenuo entusiasmo universal por las soluciones de recicla­je, sin tener en cuenta que bastantes procesos de reciclaje son tan intensivos en energía que quedan desacreditados para un punto de vista ecologista.

Da la impresión de que la frecuente manifesta­ción de falta de cautela crítica en el movimiento ecologista tiene algo que ver con ciertas simplificaciones de las organizaciones de extrema izquierda de finales de los años 1960. Los cortocircuitos mentales del pseudomarxismo de entonces se parecen bastante a los del exagerado antieconomicismo de hoy. Por ejemplo, ¿cómo no relacionar el infundado sal­to mental que consideraba en 1968 la abolición in­mediata de la división del trabajo con el que hoy abandona toda problemática económica y la sustituye por la frase, vaga hasta la vaciedad, de «satisfac­ción de las necesidades»?

Hoy vivimos a veces en el movimiento ecologista el ambiente de cortocircuito mental característico de los grupos marginales cuya esperanza se asienta en fundamentos frágiles; esos grupos marginales que tienen que limitarse a vivirse a sí mismos en su impotencia tienden a compensar moralmente esa situación mediante saltos mentales que conducen en un mo­mento, sin gran trabajo, a soluciones tan definitivas cuanto ilusorias.

Esto es lo primero que hay que reconocer: uno viene del lado ecologista; lo primero es reconocer que una de las causas –aunque también efecto– de la resistencia de muchos economistas a acercarse al movimiento ecologista está en las deficiencias de éste. Pero una vez reconocido esto, hay que añadir que tampoco se puede aplaudir al economista que, a la vista de esa barrera, tuerce el gesto y vuelve la espalda. Mejor es ayudarle a saltar la barrera invitándole, por de pronto, a examinarse también sí mismo, a mirar si su educación y su entrenamiento son suficientemente adecuados para enfrentarse con los problemas que el movimiento ecologista percibe, al menos, con la intensidad debida. Y, para empezar, habría que hacer notar al economista que la reacción más o menos neurótica a problemas rea­les no es siempre despreciable, ni es nunca un error puro. Desde que Freud acuñó el concepto del «malestar en la cultura», parece que estamos obligados a tener en cuenta que en toda reacción neurótica a la cultura (entendiendo este término, básicamente, con la cultura material por delante, no sólo la ideal) se está manifestando la resistencia a la inevitable represión (en sentido freudiano, no políti­co) que acompaña a todos los fenómenos de integra­ción, desde la familia hasta las colectividades ma­yores. Además, hoy es necesario añadir a esa respe­tabilidad general del neurótico el que la cultura en la que estamos viviendo contiene ya demasiados factores neurotizantes.

Tampoco en este punto será necesario detenernos en largas listas de ejemplos que vayan desde el ruido hasta la corrupción ultraquímica de la indus­tria de la alimentación. De modo que daremos por sentado este punto: que al economista que vuelva la espalda, ofendido por defectos de información o de razonamiento del movimiento ecologista, y acuse a éste de neurótica incapacidad de soportar esta cultura se le contestará que tal vez, en parte, es así, pero que eso no es razón suficiente para igno­rar el asunto, porque debajo de actitudes o formulaciones poco sólidas hay problemas profundos, hoy agudos, de los que aquellas actitudes son, en el peor de los casos, síntomas elocuentes.

En segundo lugar, habría que hacer notar a nuestro economista que hace ya años que existe razona­miento ecologista de calidad científica, que no to­do es ecologismo ingenuo que contrapone producción a necesidad o que quiere que se recicle todo sin pensar a costa de cuántos megavatios. También hay ecologismo bien razonado desde hace años, con buena categorización económico-social y hasta, en algunos casos, con aceptación excesiva de los datos de partida que ofrece esta cultura. Tal vez recordéis la polémica de 1973-1974 entre Barry Commoner y el grupo inglés de The Ecologist, que reprochaba al primero el aceptar exageradamente los datos macroeconómicos en el punto de partida de su tratamiento. El último Commoner, no el de 1974, sino el de este año, en el libro The Politics of Energy [2], que es una crítica del plan energético de la administración norteamericana, llega a computar entre las necesidades energéticas la iluminación nocturna de los estadios de béisbol, lo que no parece una necesidad muy urgente para un ecologista.

Los que estuvisteis el día que habló en este ciclo el colega de Amigos de la Tierra notaríais que, ­en la exposición de su Plan energético de tránsito, no rebajaba más que en 5 megatoneladas equivalentes de carbón las previsiones del Plan Energético Nacional para 1987 [3]. Se movía con cautela y no se le po­día reprochar ignorancia de las condiciones económicas iniciales. Y el plan alternativo energético tal vez más convincente y trabajado hasta ahora, el Projet Alter del grupo francés de Bellevue, rebaja sólo en 6 megatoneladas y media equivalentes de petróleo las previsiones del plan francés [4], si bien el Projet Alter trabaja sobre esa cantidad para convertirla en consumo fijo, alcanzado el cual el crecimiento del consumo energético final sería ce­ro. La transición está vista como tal, prudentemente, en absoluto de un modo que se pueda criticar por falta de cientificidad.

Tal es la segunda observación que se debe ha­cer al economista reacio. Luego ya habría que pre­guntarle si no ve otras barreras distintas que contribuyen a explicar su inhibición respecto del mo­vimiento ecologista, barreras situadas en él mismo por su formación profesional. He aquí, por ejemplo, unas consideraciones del Nobel Samuelson que revelan una de esas barreras. Samuelson piensa estar refutando el informe del MIT al Club de Roma sobre los límites del crecimiento (el informe Meadows), pero más bien muestra que la falta de inhibiciones morales y sociales que puede dar de sí el hábito profesional del economista es una causa probable de inhibición ecologista. El paso más notable de su argumentación dice así: «Tal como ha señalado el doctor Kneese, de la institución Recursos para el Futuro, de Washington D. C., las tenebrosas simulaciones elaboradas por las computadoras del Club de Roma sugieren que en el futuro gran número de personas habrán de morir a causa del cáncer inducido por el amianto. Sin duda, el amianto puede inducir el cán­cer; pero […] ¿quién cree que los frenos de los automóviles seguirán haciéndose con amianto en el siglo próximo, cuando los hospitales estén llenos de sus víctimas?»[5]. Implícitamente está admitiendo ahí Samuelson, al adherirse a ese razonamiento, que una variante del mecanismo clásico de los precios –que en este caso debe de ser el mecanismo de los precios de las sepulturas– frenará a tiempo (¿a ti­empo de qué?) la polución cancerígena por polvo de amianto. El desprecio de Samuelson por la adverten­cia del informe Meadows –el cual no construye previsiones, sino un modelo de lo que puede ocurrir si no se cambia el modo de vida– tiene una justifica­ción puramente formal. Lleva razón en que nada ase­gura que se vayan a seguir fabricando de amianto, indefinidamente, los forros de freno (habría que aña­dir: y los de embrague, y los aislamientos de calderas y conducciones industriales, y tantas cosas más); pero la supuesta falta de rigor de lo que Sa­muelson considera previsión del informe Meadows está, en todo caso, más que compensada –y «tenebrosa­mente»– por la tranquilidad con que el economista parece esperar a que se llenen de cánceres de pul­món los hospitales, promoviendo un típico «progre­so» en el forrado de los frenos de automóvil.

No hay que cometer el absurdo maniqueo de supo­ner que Samuelson está deseando la presencia de tantos cancerosos, ni siquiera que su sensibilidad mo­ral esté dispuesta a tolerar la idea de semejante mecanismo económico-ecológico. Lo que sí parece claro es que el esquema mental tradicional del econo­mista puede producir el «tenebroso» resultado en cuestión.

Mishan, que tan tempranamente percibió estas cuestiones, ha tratado útilmente el problema de la formación del economista y el ecologismo, intentan­do trazar una línea divisoria clara entre los economistas, o en la evolución de cualquiera de ellos en particular: «Cabía anticipar que el informe del MIT no iba a ser bien recibido por la mayoría de los economistas. La razón es que muy pocos de ellos se han cuestionado seriamente la noción del crecimien­to económico como finalidad legítima de la política social» [6].

Todavía hay que añadir algo más en la propuesta de autoexamen que se hace al economista. En la mis­ma entrevista, Mishan añade a las palabras citadas: «En realidad, es la carrera armamentista entre las naciones la que aporta buena parte de la fundamentación lógica para el crecimiento económico. Si no fuera por la carrera armamentista y las discusiones sobre la intertransferencia de los crecimientos in­dustrial y tecnológico, sería mucho más fácil ins­taurar una política de contención deliberada del crecimiento para llegar a una situación de estabilidad». Es difícil evitar la impresión de que una de las causas que dificultan a muchos economistas el tomarse en serio el movimiento ecologista es el pe­so de lo que nos estamos acostumbrando a llamar «los poderes fácticos», o dicho de otro modo, la impotencia relativa del movimiento ecologista. El po­der material –ya sea el económico directamente, ya en su réplica político-militar– puede ahormar el pensamiento y la conducta del científico más de lo que a primera vista parece. En materia de ecología humana lo hace con una agresividad llamativa. El artículo editorial del último número del Boletín de Información sobre la Energía Nuclear (BIEN) que publica el Comité Anti-Nuclear de Cataluña, se refiere a la desenvoltura con que el ministro de la energía, Bustelo, se ha manifestado a propósito de la central nuclear de Valdecaballeros, diciendo más o menos: «si la Junta de Extremadura presenta un informe contrario a la central, nosotros sacaremos otro informe a favor». La segura jactancia del poder explica el que economistas, sociólogos y, en general, técnicos pro-nucleares y antiecologistas tomen posición todavía más agresivamente. En el amplio reportaje de Oltmans sobre la discusión primer informe al Club de Roma, de que he venido citando, llama la atención, por ejemplo, la actitud de un intelectual tan agudo y refinado como Bell el cual, puesto ante la cuestión ecologista, obvia su estilo habitual y se permite afirmar: «quienes di­cen que hemos dejado la naturaleza, que la hemos chasqueado, son tontos» [7]. Ese «tontos» está califi­cando a una gran tradición norteamericana que arranca de Thoreau y sigue bien representada en la Norteamérica de hoy. El que haya visto El País de esta mañana habrá notado una despectiva violencia parecida en las palabras del diputado de UCD Herrero de Miñón, el cual, refiriéndose a una moción que pedía una moratoria en la construcción de la nuclear de Valdecaballeros, replica: «Eso es políticamente de­magógico y técnicamente disparatado».

Una y otra vez se intenta desde el poder desa­creditar el movimiento ecologista difamándolo agresivamente: el ecologismo es necio. Me parece que es la debilidad del movimiento ecologista ante el po­der político-militar y el económico lo que permite a sus detractores confiar en la eficacia popular de un procedimiento polémico tan arbitrario y desleal, basado en la tautología de que, supuesto aceptado el modo de vida vigente, es técnicamente disparata­do no suponerlo aceptado. La sinrazón resulta asi­milable porque detrás de ella se siente el peso del poder.

Varios de los aquí presentes hemos tenido hace poco una experiencia que vale la pena contar. Está­bamos en Ginestar, cerca de Vandellòs, en un acto antinuclear. La mesa que iniciaba la discusión con unas ponencias se componía mayoritariamente de antinucleares: todos menos un físico. En un momento da­do de la discusión, el físico se puso a explicar el ciclo del combustible nuclear como algo sencillo y sin problemas. Se le recordó que el problema del almacenamiento final de los desechos no está resuelto en la práctica ni siquiera en la teoría, porque ni en técnicas que a veces se presentan como panaceas –la vitrificación, por ejemplo– siguen siendo objeto de discusión y duda. El físico reconoció que así es, pero añadió enseguida que todos los problemas se resolverían, dada la potencia de las compañías explotadoras, y que, además, era inútil seguir polemizando, porque los poderes que van a imponer la energía nuclear son tales que los que nos oponemos no haremos más que perder el tiempo. En boca de este físico, que es una excelente persona, esas palabras no eran una grosería, sino un consejo bien intencionado para que no siguiéramos perdiendo el tiempo. Parece claro que la única fuerza de ese argumento es la del poder. Pues bien, en mi opinión ésa es otra de las raíces de la inhibición de mu­chos científicos –entre ellos los economistas– res­pecto del movimiento ecologista.

De las tres causas que hemos visto, la primera, la «neura», como decían los luchadores obreros de otra época, la tienen que superar sus propias vícti­mas, los ecologistas mismos, haciendo madurar su movimiento, como de hecho está madurando. También la segunda, la falta de poder. El movimiento ecologis­ta tiene que plantearse el problema del poder. No para menospreciar el tipo de actividad que le es hoy característico, la actividad sociocultural bá­sica, pues esta actividad se encuentra en la raíz de todo, incluso de la cuestión del poder, si es que ésta ha de plantearse, como es más natural para el movimiento ecologista, de un modo no autoritario ni paternalista o dirigista. Pero sí sabiendo que desde ese plano social básico de lo que Gramsci llamaba «molecular» se está dirimiendo la cuestión del poder.

Por su parte, los economistas tienen que supe­rar por sí mismos la otra barrera que les oculta la necesaria perspectiva ecologista. Esa barrera la levanta el poder económico y político-militar, bien directamente, por su mera presencia, bien indirectamente, a través de ciertos elementos ideológicos de la formación del economista mismo.

Notas

[1] La incidencia de las centrales nucleares: Ametlla de Mar, Barcelona, 1975, pág. 17.

[2] New York, Alfred A. Knopf, 1979.

[3] 145 MTEC.

[4]146,5 MTEP.

[5] Paul A. Samuelson, en Willem L. Oltmans (compilador), Debate sobre el crecimiento, México, Fondo de Cultura Económica, 1975, pág. 65.

[6] En Oltmans, op. cit., págs. 244-245.

[7] Ibid., pág. 503.

[BIEN. Boletín de Información sobre la Energía Nuclear, n.º 11-12-13, junio de 1980, pp. 63-67.]

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Debate

Pregunta 1. –En su intervención ha citado a Samuelson y a otros economistas occidentales, pero ¿por qué no ha citado a ningún economista marxista?

Manuel Sacristán. –Seguramente porque es lo que uno tiene más a mano. Pero el cuadro entre economistas marxistas, por lo que se me alcanza, es muy parecido al cuadro entre economistas burgueses. De los pocos materiales que llegan de la Unión Soviética sobre el asunto se trasluce que, como en los países burgueses, hay una pugna entre científicos, por un lado, y por otro una inclinación del poder en favor de un pensamiento muy poco ecologista, o por lo menos en lo que se refiere a la cuestión particular de lo nuclear, en los poderes del Este hay también una inclinación clara por la solución nuclear con más peso incluso que en Occidente, donde hay un poco más de margen para la lucha en ese plano.

Esto ha hecho que algunos filósofos marxistas antinucleares y ecologistas, como por ejemplo Harich, estuvieran llenos de esperanzas sobre lo que pudiera hacer el ecologismo en los países capitalistas, y ha necesitado cuatro o cinco meses para empezar a rebajar sus esperanzas y ahora anda por Austria muy deprimido sobre que aquí no hay revolución ecológico social.

P. 2. –Como economista profesional yo quería preguntar que nos explicitara un poco más las inhibiciones metodológicas que se dan en los economistas de formación académica en relación con el movimiento ecológico.

M. S. –El sentido en que yo he usado anteriormente la expresión inhibiciones metodológicas se refiere a la relativa incapacidad a soportar la presencia de gente que habla sabiendo poca economía y teniendo poco hábito de pensar como economista.

Un ejemplo es la crítica de Samuelson que he leído antes. Samuelson desprecia todo el modelo de Forrester porque tiene defectos así, sin más. Y al despreciar el modelo de Forrester desprecia también su utilización por el primer informe al Club de Roma, simplemente porque da por supuesto unos crecimientos exponenciales en general, porque agrega demasiado –ésta fue la más frecuente de las críticas–. Esto se ha producido incluso en economistas mucho menos convencionales, por ejemplo Myrdal.

Inhibición, pues, consistente en decir «esta gente no trabaja suficientemente fino, pues no me ocupo de ellos ni de su problema». A eso me refería.

P. 3. –Yo añadiría a eso que desde el mismo campo de la economía profesional se han realizado a veces predicciones o extrapolaciones de tendencias de la economía mundial actual que son verdaderamente ingenuas. Libros considerados de alto nivel científico contienen a veces afirmaciones como «mantener la tasa de crecimiento» y otras que si las aplicamos a economías como por ejemplo la japonesa, con tasas de crecimiento deslumbrantes en cerca de una década, se comprende fácilmente que al extrapolarlas, diez, quince o veinte años, se llegue a verdaderas aberraciones. Y esto sin tener en cuenta y sin incluir en estos modelos económicos el hecho de que la economía occidental actual, además de riqueza, produce también suciedad. Se podría hacer un chiste en el sentido de que, si la economía japonesa sigue creciendo a ese ritmo, los japoneses tendrán que vivir en el mar porque la porquería les llenará las islas.

M. S. –En cierto sentido ya lo hace. No sé si sabréis que empiezan ya a vivir en una atmósfera artificial. Uno de los negocios más recientes del Japón es la fabricación de máquinas de esas de echar una perra y respirar oxígeno, en vez de que salga Coca-Cola.

P. 4. –Creo que en Francia hay una transformación del movimiento ecologista en partido político, o que como mínimo ha presentado candidatos al Parlamento ¿Cómo cree que debería insertarse el movimiento ecológico dentro de las democracias occidentales?

M. S. –A título muy hipotético y estando del todo dispuesto a rectificar, lo que pienso, y ya lo he insinuado antes, es que el estadio del movimiento ecologista es todavía tan vago, por una parte, y por otra lo que él aporta esencialmente es tan nuevo que habría que tocar varias teclas a la vez, no tener miedo al caos; según el viejo mito griego es del caos de donde sale el ser, pues aquí seguramente habría que hacer lo mismo. Por una parte, no olvidar lo esencial desde un punto de vista cultural, ideal, que es la realidad de base, las pequeñas comunidades, la existencia molecular del movimiento. Por otra, no olvidar tampoco el trabajo político-cultural dentro de los movimientos y organizaciones sociales que importan. Esto con poquísimas limitaciones, no sólo dentro de las organizaciones obreras; la existencia de corrientes ecologistas en ambientes sumamente conservadores, como es el caso en algunas zonas del ecologismo francés y sobre todo del alemán, sugiere que ni siquiera se debería despreciar el hacer un trabajo ecologista en ambientes muy burgueses. No porque yo crea que en ambientes muy burgueses directamente pueda salir algo verdaderamente renovador, no, sino porque creo que estamos en una situación que lo que reclama, que pide nutrir el caos más que intentar clarificarlo organizativamente. El caos en sentido griego, la masa de protoser, no quiere decir el desorden necesariamente; y desde luego no pienso que un caos mental ayudara, todo lo contrario, como he intentado argüir. Pero sí que no hay que tener ninguna preocupación purista organizativa, sino enriquecedora organizativa y basta. Claro que es bueno poner el acento en este segundo plano de trabajo, el trabajo dentro de organizaciones sociales ya existentes, que por otros conceptos y por su tradición tienen ya un impulso renovador y de cambio social, pero en mi opinión sin despreciar las demás. Sin despreciar, por ejemplo, las motivaciones de tipo estético en toda esta problemática, las que no son de tipo biológico, ni político, ni económico, sino estético ¿Por qué despreciarlas? Es un buen trabajo el que se puede hacer en las Escuelas de Bellas Artes al respecto, por ejemplo. Y, por último, tampoco desecharía el trabajo político directo como han hecho algunos ecologistas franceses y alemanes. También en Alemania hay ya una presencia en la cámara de Bremen de ecologistas organizados políticamente en un sentido etimológico. La palabra política suscita a menudo reservas, pero es esto, es organizarse socialmente para la acción.

Seguramente pueda parecer una respuesta muy ecléctica. Creo que el eclecticismo es obligado si es verdad que la fase en que estamos, para el movimiento ecologista, es una fase de simple enriquecimiento y presencia en la sociedad, difusión en la sociedad. Si fuera otra no, seguramente el eclecticismo sería un vicio mental, pero en la presente situación no me lo parece.

P. 5. –Según parece, la posibilidad de que se incorporen economistas al movimiento ecologista proviene de aquellos economistas que en parte o en su totalidad se hayan formado en el marxismo o el anarquismo, es decir en toda tradición revolucionaria. Centrándonos en la tradición marxista me pregunto si no es esta misma tradición la que está poniendo trabas a esta incorporación. Concretamente, la teoría marxista del desarrollo de las fuerzas productivas y otras, ¿no es una traba a la hora de que economistas de la tradición marxista se incorporen al movimiento ecologista?

M. S. –Yo creo que economistas de una cierta tradición marxista que ha tenido mucho peso, la que viene de la vejez de Engels y la Segunda Internacional, si, pero ni siquiera muy totalmente. La cuestión de las fuerzas productivas, el esquema revolucionario del Manifiesto comunista, por ejemplo, en mi opinión ni siquiera cae del todo dentro del capítulo de los trastos viejos del marxismo; me parece más caducada por ejemplo la tesis de la caída tendencial de la tasa de beneficio que el esquema sobre fuerzas productivas. Mientras que lo de la caída tendencial me parece ahora ya no susceptible siquiera de reformulación, sino más bien digna de ser abandonada sin más, en cambio, la noción de fuerzas productivas me parece en la tradición marxista un producto intelectual importante. Seguramente necesitado de revisión, pero es un concepto importante con el que se ha alcanzado una abstracción de cierta importancia para pensar en la vida del hombre.

Debajo de todo esto, de esas dos cosas que he dicho, está, naturalmente, y no quiero esconderla, mi personal visión de qué es el marxismo, que no tiene por qué ser compartida por otros que se consideren también insertos en la misma tradición. Yo parto de la base de que Marx es un pensador muerto en el año 1883, es decir, dentro de nada hará un siglo; por lo tanto, si lo que él ha hecho es algo con importancia científica, entonces tiene que estar más o menos tan revisado como lo que hayan hecho todos los científicos importantes muertos en 1883, por ejemplo Maxwel, o que han trabajado en 1883. Y si lo que él ha hecho no se puede tocar, refutar, rehacer, entonces es que no tenía ningún valor, o que tenía un valor artístico nada más. No es que yo desprecie el valor artístico, también es una cosa importante de esa época, de la década de 1880 precisamente, las grandes producciones de los historiadores de la escuela positivista, seguramente rebasadas, y siguen siendo muy respetables, siguen siendo historiadores clásicos. Seguramente nadie va a leer literalmente hoy a Ranke o a Troeltsch o a Burkhardt, pero siguen siendo grandes historiadores de la misma época.

Me parece que en Marx hay más, me parece que en Marx hay el origen de una tradición, y en mi opinión el marxismo vivo es una tradición, no una teoría, no una ciencia como se suele decir, pero es obvio que nadie tiene por qué estar de acuerdo con esto que he dicho aunque se considere marxista por su cuenta. Y como tradición me parece muy potente y dotada de un tronco de pensamiento transformador de los más claros de la historia del pensamiento y capaz naturalmente de muchas líneas, como toda tradición. Lo que ha hecho Marx me parece más un acto fundador de cultura que una creación de un sistema científico. Dicho así, para léxico de jóvenes intelectuales españoles, sobre todo barceloneses, de estos años, se coge la versión del marxismo mío, se la vuelve del revés y sale la de Althusser.

P.6.  ¿Hasta qué punto el movimiento ecologista puede hacer algo si no se transforma la sociedad en cuanto a Poder?

M. S.- Yo también creo que un dato esencial de la situación del movimiento ecologista es la impotencia, material, política, etc. Es una impotencia verdaderamente muy grave porque lo más fuerte que hay detrás del antiecologismo es el militarismo, incluso lo más fuerte que hay detrás del mito del crecimiento sin reservas, etc., por lo menos en el mundo de la segunda posguerra de este siglo, es el rearme. Cuando se sigue mucho la discusión sobre problemas ecológicos, por ejemplo los nucleares, lo que al final sale es un Estado Mayor. Seguramente no el español, que en esto poco tiene que tocar, pero si los otros, el americano, el ruso, el alemán, el inglés, el francés…, los que si tienen que ver con el asunto de verdad.

De modo que se trata realmente de una impotencia muy fuerte, muy intensa y que tiene en el núcleo del contrincante el arma atómica en última instancia. El arma atómica y muchas otras, claro. Pocas cosas pueden repugnar tanto a un ecologista como el armamento biológico o la utilización militar de la ingeniería genética, que los especialistas dicen que es una utopía, que está a años luz una posibilidad semejante, cosa que estoy dispuesto a creer, pero con la imaginación esto ya se ha pensado. Y así tantas otras cosas que son fundamentalmente incompatibles con un pensamiento ecologista y son, por otra parte, el último núcleo más central y fuerte del pensamiento militarista moderno.

P.7. Entonces los ecologistas deberían dominar la sociedad a nivel político.

M. S.- Dominar no sé si es buena palabra, aunque efectivamente no hay por qué creer ni cargar a la palabra poder, que tiene que ver con la palabra fuerza y con la idea de capacidad, de connotaciones sólo negativas. Pero estoy de acuerdo en que no se puede ignorar ese problema en un plano teórico como desgraciadamente se tiende a menudo a hacer.

Un ejemplo que Harich, que es un hombre muy autoritario, saca siempre a relucir porque, claro, es el mejor para él: la mayoría de los ecologistas, salvo pocas excepciones, somos partidarios de la pequeña comunidad y de la pequeñez en general, pero a menudo muchos ecologistas cometen el error de no reconocer que esto lleva implícito un problema y ver que solución puede tener, federativa o como sea, a saber: la protección ecologista de los grandes espacios y de las grandes entidades planetarias como el océano, que es el gran argumento de Harich. Usted, me dice, crea comunas, va creando comunas, y ¿cómo protege el Atlántico? Esto está lleno de problemas políticos sin ninguna duda, pero en estas cosas hay que ser según la vieja frase de Romain Rolland, que repetía Gramsci: hay que reconocerlo con pesimismo intelectual y reaccionar con optimismo de la voluntad. A menos de apagar e irse.

P. 8. –Si carecemos de poder para transformar la sociedad, si sólo estamos en un preámbulo, ¿cómo podemos disponer de unas técnicas adecuadas al medio ambiente ecológico desde ahora?

M. S. –Pues el problema de las técnicas no parece grave en absoluto. El problema del poder se plantea de un modo todavía más crudo al movimiento ecologista porque no es una cuestión de técnicas. Incluso en el punto más difícil, el punto energético, la cosa parece salvada. Yo estoy dispuesto a rectificarme, tampoco soy un ingeniero, soy un ignorante, que académicamente se llama filosofo, pero todo hace pensar que el problema no son las técnicas. Por ejemplo, en el Projet Alter de los franceses no hay problema tecnológico para suministrar esas megatoneladas, el problema es la transición. En el caso del último proyecto de Commoner no le preocupa en absoluto el problema una vez que se tenga la posibilidad de desarrollar el plan; les preocupa la transición.

No es un problema técnico, es un problema político, la verdad. Pero político no solo quiere decir poder central, quiere decir todos los poderes de la sociedad, empezando por la capacidad intelectual de los individuos que es la raíz de todo poder o que por lo menos si es la raíz de todo poder hay esperanzas.

P. 9. –Teniendo en cuenta las múltiples interrelaciones de la crisis ecológica, veo difícil que se pueda plantear la cuestión ecológica como una cosa aislada de todo este entorno y que intervenir políticamente aislados de este contexto puede ser peligroso y no dar lugar a transformaciones de raíz, sino a desplazar el problema: por ejemplo, que los ecologistas franceses consigan que no se construyan centrales nucleares en Francia, pero éstas se vayan a construir a España o África. Entonces la cuestión es hasta qué punto es transformador el ecologismo y no una mera vía reformista.

M. S. – Me parece que cada vez gana más terreno en el ecologismo la conciencia de que un programa ecologista en serio tiene que ser un programa socialmente revolucionario. Lo que ocurre es que «revolucionario» me parece a mí que en este caso puede querer decir tres cosas o tres grandes familias de soluciones.

Hay una que se injerta muy bien en la tradición comunista, revisándola. Bueno, comunista en un sentido muy general, comunista y anarquista, lo que en el siglo pasado se llamaba socialismo, que incluía a los anarquistas. Y luego hay, en cambio, dos soluciones autoritarias que no me parecen absurdas, aunque yo sea partidario de esta primera. Una es un autoritarismo de izquierdas, a lo Harich, que es quien lo ha formulado explícitamente, que recogiera de las tradiciones socialistas del XIX muchos elementos, por ejemplo la admisión de muchas zonas de autonomía local, muchas agregaciones sociales pequeñas, comunas, pero, en cambio, organizado todo eso bajo una férrea autoridad, delimitando los campos de autonomía. Y luego hay una posible solución de autoritarismo ecologista conservador o reaccionario, que tiene también su teórico, el señor Ghrul, que era un demócrata-cristiano de derechas y abandonó su partido para hacer esta propuesta de ecología reaccionaria y también autoritaria que enlazaría no con tradiciones socialistas, sino en tradiciones antiliberales: imaginemos en este país un carlismo no del actual sino del anterior, el carlismo de hasta la guerra civil, entonces se injertase en eso, a base de un autoritarismo que fuera a la vez en la cúspide, en el centro del estado, y también en la jerarquización de las pequeñas comunidades, en las pequeñas agregaciones sociales, con familia patriarcal, aldea regida autoritariamente y así hasta el rey.

Las tres soluciones, si descargamos a la palabra revolución de nuestras preferencias personales, las tres soluciones son revolucionarias y no existe ninguna solución ecológica que yo conozca no revolucionaria. Lo que pasa es que revolucionaria también puede querer decir reaccionaria tal como están hoy las cosas. No sé si sería viable, esta es otra cuestión, pero en la situación magmática y un poco caótica en que está hoy la realidad ecologista estas tres cosas se vislumbran en enorme confusión. En una asamblea que ha tenido lugar en Alemania Federal para constituir el partido ecologista alemán han estado presentes Ghrul, autor de este proyecto ecologista reaccionario, y luego los ecologistas puros, sin tradición política, y también las varias tradiciones de ecologismo de izquierda, anarquistas, las varias corrientes marxistas, Bahro, ese teórico comunista de Alemania oriental, que ahora está en la occidental, y que es un comunista digamos liberal; también estaban los grupos maoístas, estaban todos en aquella confusión.

¿Lo único que no había que era? Pues gente dispuesta a seguir con la sociedad y el estado de Alemania occidental tal como es hoy. En este sentido, si no se les quiere llamar revolucionarios, subversivos eran todos, incluido Ghrul, incluido el «carlista».

P. 10 –Parece que existe una contradicción entre esta opción por lo pequeño y el carácter revolucionario del movimiento ecologista, habida cuenta que el enemigo a abatir tiene unas características mastodónticas. Entonces habría que ver hasta qué punto el movimiento ecologista formaría parte del sujeto revolucionario que habría que redefinir hoy, como también hay que redefinir una estrategia revolucionaria adecuada.

En este sentido, a mí se me ocurre para despejar un poco esta contradicción que el ecologismo tendría que ser muy cauto, muy humilde en sus actuaciones, presentándose ante la sociedad civil como un conjunto de fermentos de ideas revolucionarias, como un proyecto de sociedad nueva que el propio sujeto revolucionario habrá de recoger y habrá de elevar al cuadrado, por decirlo de alguna manera. Es decir, que al fin y al cabo este carácter revolucionario del movimiento ecologista se puede quedar en agua de borrajas, en papel mojado, si no existe un sujeto revolucionario que lo lleve a la práctica, si no existen instrumentos, que no sean simplemente la «pipa» y tal del tipo Brigadas Rojas que también puede ser, también puede ser, sino algo más. Claramente parece que hoy la imaginación funciona poco y entonces hoy claramente los que estamos metidos en grupos de izquierdas lo único que se nos ocurre es algo así como tener un grupo armado, fuerzas armadas tipo ETA y tal, pero la imaginación tendría que funcionar. El caso es que son necesarios unos instrumentos y sin esos instrumentos es imposible hacer hoy la revolución. Otro caso sería esas ideas, estos fermentos revolucionarios de tipo ecologista que podrían sernos útiles pero nada más, nada más.

M. S. – Éste, que es el célebre problema de la eficacia revolucionaria, es un problema que se tiene que tratar respetuosamente y desde luego yo admito que en lo que tú has dicho hay muchas cosas plausibles, pero hay que añadirle algunas que me hacen discrepar tendencialmente de tu planteamiento aun admitiendo muchas cosas. Lo que admito es lo que yo mismo he dicho antes, que el problema fundamental es el problema del poder, hasta el punto de que una de las tres causas que he dado de la situación que registraba en mi intervención era eso, el poder.

En la tradición marxista, a la que me parece que pertenecemos los dos, era corriente al menos en ambientes de discusión, así como suele decirse de marxismo vulgar, añadir a un discurso como el tuyo, «y la prueba es que el anarquismo nunca consiguió nada». Lo que pasa es que a estas alturas habría que añadir «y la contraprueba es que nosotros tampoco». Tampoco la tradición marxista ha conseguido nada, nada en ese sentido trascendental, de mutación total, porque claro que en otros campos sí, anarquistas y marxistas han conseguido cosas; sin ninguna duda, la situación de las clases trabajadoras en el mundo industrial no sería ni siquiera higiénicamente la que es sin esa tradición. Pero lo sustancial, el cambio del mundo que se esperaba, ese igual no se ha producido cuidando la eficacia que descuidándola. Quiero decir que, si se me permite la frase un poco provocativa, la eficacia ha sido tan ineficaz como la ineficacia. Ha habido cambios técnicos en la detentación del poder y nada más, con gran desesperación de los más clarividentes protagonistas del cambio. Seria hora de decir de una vez que Lenin murió deprimido, convencido de haberlo hecho mal y que todo había fracasado.

Eso es lo primero que habría que objetar a la línea de pensamiento de la eficacia de la que tú has partido, pero en el caso, además de los conocimientos que están en la base del movimiento ecologista, probablemente habría que añadir una reflexión positiva y enriquecedora y es que en el ecologismo hay, por confuso que sea, un conocimiento nuevo que en parte es experiencia de los fracasos de los intentos de cambio de mundo anteriores. Cuando la gente que tenemos convicciones ecologistas propugnamos lo pequeño, por decirlo de la manera más cursi, no estamos pensando sólo a lo Gramsci, y eso ya es importante, que esa es una manera de cubrir el planeta, empezar por las moléculas, sino que además estamos pensando que hay que evitar que la dinámica de las grandes agregaciones vuelva a hacer lo que está haciendo hasta ahora con la individualidad. Hay, además, una afirmación positiva, que es sustancial, la de que la pequeña agregación es un tipo de cultura que preferimos a la vista de lo que está pasando con las grandes agregaciones, por lo menos directas; indirectas, mediadas ya es otra cosa: se puede tener a la vez un pensamiento partidario de la pequeña agregación y federal. Esto en la misma tradición marxista hay un ejemplo claro, la idea trotskista de Federación Mundial tal como Trotski la trabajó. Y hay además un principio de método que incluso en el plano técnico, la toma del poder mediante la eficaz acción de grandes organizaciones dedicadas a eso, ha dado un saldo que no podemos considerar positivo y que invita por consiguiente a profundizar en el trabajo que he venido llamando molecular. Si es necesario, incurrir en el riesgo de la aparente inutilidad del trabajo testimonial, de la pequeña comuna agrícola o artesanal que está aislada a 80 o 90 kilómetros del simpatizante más próximo y que a lo mejor al cabo de dos años tiene que capitular por un invierno particularmente duro y falta de técnicas. Incluso eso es bueno; seguro como forma de vida frente a las grandes agregaciones políticas y, además, probablemente también, a la vista del fruto de otras técnicas de transformación, tal vez también sea bueno como método de transformación.

Siguiendo este hilo de pensamiento, entonces uno tiene que confesar la existencia de precedentes que también han fracasado, no hay duda. Por ejemplo, uno y muy señalado, Gandhi, seguramente un hombre cuyo pensamiento hay que reconsiderar, reconociendo que no es menor el fracaso de Gandhi que el fracaso de Lenin; cada uno por su lado ha fracasado casi con la misma integridad. Pero dado que esta es la posición de todos; vale la pena tenerlos a todos en consideración y, en definitiva, no considerar que el trabajo a pequeña escala es sólo un refugio, es también una afirmación.

P. 11 – Cuando hablaba de la eficacia pensaba fundamentalmente en el poder, hoy, que de alguna manera está provocando en el revolucionario una respuesta de tipo eficaz, independientemente de que en la historia se haya visto que no ha triunfado.

M. S. – Claro que sería insensato despreciar el realismo de la eficacia, el realismo estricto para la organización de la lucha de toda la tradición, no ya solo marxista sino leninista en particular. De lo que se trata es de no perder ningún bagaje cultural, mientras que lo que ha caracterizado a una tradición como esa hasta ahora ha sido la pérdida de las demás riquezas, el no fijarse en ellas.

P. 12. –Hace años en unas conferencias te oí hablar de Iván Ilich y mantener una posición muy determinada hacia los socialistas utópicos. ¿Cuál es en este momento tu posición al respecto?

M. S. –De Iván Ilich cada vez estoy más en contra. Francamente, me parece no sólo flojo y mal pensador, sino que me parece insincero. Indirectamente es un defensor de tecnologías detrás de las cuales están grandes monopolios. Por ejemplo, esta especie de apología de los medios electrónicos y del teléfono que él hace constantemente, y el objeto de su ataque es siempre lo público, y cuando decimos pequeño no queremos decir privado ni individualista, queremos decir colectivo, comunitario. Iván Ilich me parece, dicho en plata y si puede permitírseme la palabra, un falsario.

En cambio, de los socialistas utópicos Fourier me interesa muchísimo ahora, Saint-Simon poquísimo, Owen también poco, Cabet y los menores casi nada, Babeuf bastante. Pero el que más Fourier.

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