Donde se habla de una revista barcelonesa, de efímera duración, a la que los jóvenes editores llamaron Qvadrante, los universitarios hablan.
Manuel Sacristán Luzón
Edición de Salvador López Arnal y José Sarrión
Estimados lectores, queridos amigos y amigas:
Iniciamos con este material la serie de textos de Manuel Sacristán Luzón que iremos publicando en Espai Marx todos los viernes a lo largo de 2025, el año del primer centenario de su nacimiento (también de los 40 años de su prematuro fallecimiento). Las siguientes semanas publicaremos textos suyos sobre Simon Weil de los primeros años cincuenta y una selección de sus escritos de Laye.
Os iremos informando también de las diversas iniciativas que se vayan acordando y anunciando en torno a su vida, obra y praxis.
Si os fuera posible, os agradeceríamos que nos ayudarais en la difusión de estas publicaciones.<
¡Buen 2025, que no sea una repetición de las numerosas barbaries de 2024!
INDICE
1. Presentación
2. Nosotros somos quienes somos (con Juan Carlos García Borrón).
3. 40 años de Premio Nobel.
4. Responso a la silenciada muerte de Miguel Villalonga.
5. Elegía en la muerte de un perro de Miguel de Unamuno.
6. Editorial del nº 3 de Qvadrante sobre Ortega (con Juan Carlos García Borrón).
7. Rumbo (editorial del n.º 4 de Qvadrante)
8. Ya no existen fuentecitas de Nuremberga.
9. Reseña de Introducción a la filosofía de Julián Marías.
10. Bajo las alas de la Codorniz.
11. Notas sobre Qvadrante
12. Cine, más cine por favor.
13. CODA.
1. Presentación
Juan Carlos García Borrón (Madrid, 1924 – Águilas, 2003) y Manuel Sacristán (Madrid, 1925 – Barcelona, 1985) colaboraron intensamente en los cuatro números -de noviembre de 1946 a mayo de 1947- que se publicaron de Qvadrante, los universitarios hablan, revista que fraguó la amistad que ambos compartieron durante décadas (se habían conocido años atrás, en campamentos juveniles) y en la que también participaron amigos comunes como Josep M.ª Castellet o Jesús Núñez «Pocholo». Con la expresión «Los universitarios hablan», los editores sustituyeron la anterior cabecera de la publicación: «Revista del Sindicato Español Universitario». El SEU, de afiliación obligatoria, dejó de costear la publicación. Con las ventas, las suscripciones y los anuncios conseguidos tuvieron solo para cuatro números. El SEU, mientras tanto, puso en funcionamiento su antigua revista. Sobre todo ello: Juan Carlos García Borrón, España siglo XX. Recuerdos de observador atento, Barcelona: Ediciones del Serbal, 2004, pp. 65-81.
Sacristán, que tenía 21 años cuando se publicó el primer número de Qvadrante, estaba entonces en un proceso de ruptura con sus posiciones políticas juveniles. Francesc Vicens habló de ello en Acerca de Manuel Sacristán (Barcelona: Destino, 1996, pp. 340-341): «Sacristán [se conocieron en octubre de 1945, en la facultad de Derecho de la UB], que en ningún momento estuvo presente en ninguno de los interrogatorios, al cabo de unos días me hizo explicar mi «experiencia» [NE: Vicens fue detenido e interrogado por jerarcas del SEU en 1946, acusado falsamente de hacer estallar dos bombas caseras en la Facultad]. Fue una conversación de pocos minutos y ahora no la recordaría si no fuera porque doce años más tarde [NE: ambos eran entonces militantes del PSUC], Sacristán me explicó que esa breve conversación fue uno de los factores determinantes de su ruptura con la Falange. Recuerdo que unas semanas más tarde, en la barra del bar de la Universidad, vi a uno de los pistoleros falangistas desabrocharse la chaqueta y, señalando su pistola sobaquera, decir: «Esta es para Manolo Sacristán».»
Sobre las posiciones políticas y filosóficas de Sacristán en los años de Qvadrante y Laye sigue siendo imprescindible: Juan Carlos García Borrón, «La posición filosófica de M. Sacristán, desde sus años de formación.» mientras tanto, 30-31, mayo 1987, pp. 41-56. Una de sus consideraciones: «Y ¿qué de la filosofía sensu academico? Sacristán gustaba (y aceptaba el magisterio, naturalmente condicionado y revisable) de todos los grandes filósofos, los grandes científicos, los grandes artistas y también los grandes místicos. Dentro de esa aceptación universal valoró siempre (cronológicamente, antes que a Marx, pero también después con Marx) de modo relevante a Platón y Kant, a Dilthey, a Unamuno, a Ortega, a Sartre. Antes de su viaje a Alemania, a los vitalistas, a su regreso de allí, también, y mucho, a Russell y los neopositivistas, de los que no renegó como filósofos ni en los años de su marxismo más partidista, y a los que únicamente no perdonó (salvo las excepciones de rigor) el apoliticismo y la renuncia a la ética.» (54)
Recordemos, por otra parte, los artículos, tesis y ensayos sobre estos años de Juan-Ramón Capella, Laureano Bonet (sobre Qvadrante, véase, por ejemplo, el capítulo XIV de El jardín quebrado), Jordi Gracia, Álvaro Ceballos, Mº Francisca Fernández Cáceres, José Luis Moreno Pestaña, Francisco Fernández Buey, Víctor Méndez Baiges y otros estudiosos.
2. Nosotros somos nosotros
Editorial del número 1 de Qvadrante, 5 de noviembre de 1946, firmado con una M. M de Maurus, así llamaba su hermana a Juan Carlos García Borrón, o por Juan Manuel Mauri (plural latino de Maurus), nombre que eligieron Juan Carlos García Borrón y Manuel Sacristán para firmar sus escritos al alimón. Probablemente fue un texto pensado por ambos (Juan Carlos García Borrón: «Su primer editorial [de Qvadrante], encabezado por el mismo plural de “Esperamos el diálogo”, decía en tono muy adolescente…»).
«Las aparentes y chocantes contradicciones que aparecen una y otra vez en la obra, la inconstancia de sus tiros y de sus blancos, de sus mismas inquietudes y posiciones, y la insatisfacción inconcreta que se trasluce bajo ellas, dejan ver, sin embargo, una única claridad y su único punto de apoyo para el lector: la utilidad del espíritu que produce toda esa variedad.»
A juicios como éste está bien acostumbrado nuestro público. Y él sabe bien que si en ocasiones esto puede ser más que una cómoda escapada del crítico, es muchas veces lo único capaz de aclarar y definir una obra.
Sin que esto quiera ser una autocrítica de nuestra Revista, es una llamada de atención a quien, por una apresurada lectura, se quedase en lo más hojarascoso de su superficie. Nunca hemos sentido el vanidoso prurito de definirnos. Cuando una posición es verdaderamente viva debe prescindir de todo falso esquematismo de sí misma. La unidad del espíritu es lo que importa, y, si se cuenta con ella, es baladí todo deseo de concreción.
Con este espíritu queremos que salga a la calle la voz y el grito de la juventud universitaria. Siendo lo que es, al desnudo, sin vestimentas aparatosas hechas en tal o cual modisto. Sin etiquetas de fábrica, sin sensata y meditada explanación de propósitos, sin carriles trazados de antemano, ni exacta numeración y denominación de objetivos.
La juventud va estando por fin harta de los viejos usos. Siente que hay demasiado dentro de sí para que cualquier carrascoso archivero lo catalogue en un estante y bajo una ficha. Nos negamos a eso, como nos negamos a otros muchos hábitos de la pereza lógica de los desecadores del espíritu. Y lo hacemos sabiendo los peligros a que nos exponemos. Uno es la pérdida de esa fácil identificación que consiguen los métodos del archivero. Otro, la acusación de inconcretos, de tarambanas, de ilusos, de desconcertados, de inmaduros,… ¡de cuántas cosas más nos acusarán esos archiveros del espíritu, incapaces de conocer a un hombre o de confiar en él si no lleva sobre la frente cualquier marca conocida!
Nos es igual. El segundo de los peligros citados no nos hace mella. Al que no ve porque no puede ver, solo podemos lamentarle la ceguera. Y para conjurar en parte el primero, hemos escritos estas líneas. Tómenos como estamos o déjenos. Y si no nos deja, no tardará en conocernos bien.
3. 40 años de Premio Nobel
Publicado en el primer número de Qvadrante, 5 de noviembre de 1946, pp. 1 y 5 (se vendía al precio de 1 peseta en la universidad y a 1,5 pesetas al púbico en general). Firmado como E. L. Ni que decir tiene que algunas de las consideraciones vertidas en este artículo no fueron compartidas por el Sacristán maduro.
Las ansias pacíficas que palpitan en el testimonio de Nobel debían haber sido menos póstumas. Si en vez de sobrevenirle en 1895, en el serio momento de testar, le hubieran acosado treinta años antes, en la víspera de su descubrimiento de la dinamita, la guerra del 14 hubiera sido casi tan inocente como la de 1870.
Pero, en fin, nunca es tarde para estas cosas, debió pensar el «rey del explosivo» (así se hubiera llamado de nacer en Norteamérica) e intentó arreglarlo todo con dos plumazos presepulcrales. Treinta millones de coronas fueron puestos a disposición de la fundación testamentaria. Era un cuadro encantador: con lo que rabiosa dinamita produjese, se habían de alimentar los cinco premios Nobel –entre ellos, el de la paz–.
Precisamente este último era el más acariciado por Nobel. Mientras los demás premios se conceden por organismos preexistentes, el de la Paz tiene una ponencia especial para el dictamen: cinco miembros del Storting (Parlamento noruego) han de reunirse para concederlo, según los Estatutos y Reglamento de 29 de junio de 1900.
***
Los cinco parlamentarios encargados de la concesión del Premio Nobel de la Paz no tienen grandes dudas por exceso de candidatos, pues el premio se concede a la persona o entidad que más eficazmente haya trabajado por el logro de la paz entre los pueblos. En estas condiciones, antes tendrán grandes trabajos para lograr un candidato que para saber a cuál atribuirlo.
***
Aunque era nuestra intención considerar casi exclusivamente el Premio de Literatura, las circunstancias actuales plantean una curiosa cuestión a la Academia de Ciencias de Estocolmo. Y es la siguiente: en el caso de que la Academia quisiera conceder el Premio de Física y Química a los inventores de la bomba atómica por sus grandes progresos y trabajos en la atomística, se vería en el dilema de premiar a tres de ellos nada más –con notoria injusticia para con los otros– o estar dando premios durante siete u ocho años, por grupos de tres hombres cada vez, a la veintena de investigadores que trabajaron en la bomba; y todo esto porque el Reglamento de la Fundación prohíbe que las ciento setenta mil coronas que constituyen cada premio se repartan entre más de tres personas. Lo que sí podría hacer la Academia es considerar al conjunto de los premiados como una sola persona colectiva.
Además, como hay que reconocer que la bomba atómica ha sido el mejor argumento de la paz, no dejaría de ser justo conceder el Premio de la Paz a los mismos inventores. Nunca la Historia universal habría tenido tan fina ironía.
***
Esta última observación –medio en serio, medio en broma– nos lleva a hablar de uno de los dos grandes defectos de la fundación Nobel: el carácter ingenuo de sus disposiciones. Los hombres de ciencia no suelen ser muy astutos ni tienen esa listeza maliciosa del más vulgar politiquillo. Pero, como dicen los papás fabricantes a sus hijos estudiantes, en la vida práctica lo necesario no es ser inteligente y culto, sino listillo y astuto, ganador de dinero.
***
Con su ingenua intención pensó Nobel que el Premio de la Paz había de concederse a quien más tercamente propugnase la disminución progresiva de los ejércitos, el aumento paralelo de las conferencias internacionales (¡quién pudiera resucitarle para que viera la churchilliana «Desorganización de las Naciones Desunidas»!) y otros «hábiles» recursos de la paz. Como era natural, los resultados obtenidos con este criterio pueden recomendarse como una cura eutrapélica de gran efecto.
***
También tiene su gracia el Premio Nobel de Literatura. En su definición, ha de concederse a la obra literaria de ideal más elevado, escrita durante el año que vence –los premios se conceden anualmente, el 10 de diciembre.
Siempre en cura de optimismo, nos enteramos de que lo más elevado del mundo en el año 1904 eran los dramones de Echegaray y su mismísima persona, acompañada de la de Mistral, mientras en el año 1906 la cima de la humanidad se hallaba en el satanismo de Carducci, ganador del Premio en aquella fecha.
Una concesión todavía más inesperada nos aclara, al menos, lo que los académicos de Estocolmo entienden por Literatura. En 1902, el premio se concedió al admirable investigador –investigador histórico– Mommsen, ¿Habremos de creer que los Monumenta Germaniae Historica son una obra literaria? Pero para que nos curemos de espanto sobre esa interpretación de literatura, sepamos que en el año 27 el filósofo francés Bergson fue nombrado literato, porque se le concedió el Premio.
***
Todo esto tiene ciertas justificaciones. Pero no hubiéramos cargado la mano tanto sobre el Premio si no estuviera su concesión tan desprovista de serias garantías. Es, en cierto modo, natural. La nombradía del premio, la fama que comunica al premiado y su universalidad son factores más que suficientes para excitar la ambición honorífica y aun económica de todo escritor de calidad. Cada uno de estos se vale de las fuerzas influyentes cerca del Instituto, de una manera más o menos culpable. Es muy posible que los mismos que acceden a estas extorsiones de la justicia se hallen convencidos de no faltar a la más exigente ética, pues el asunto no toma derroteros interesados, sino ideológicos. De uno de estos casos fue víctima un escritor español: el vascosalmantino Miguel de Unamuno.
El año 1933, entre las candidaturas que se estudiaban para la concesión del premio de literatura figuraba la del catedrático y rector de Salamanca. Lenguas oficiosas y bien informadas le aseguraron que su éxito era inminente.
Pero una tarde de aquel invierno estaba Unamuno con dos viejos alumnos suyos oyendo por radio un discurso de J. A. Primo de Rivera en el que este daba por fundado su movimiento político. Al acabar el discurso, don Miguel expresó su agrado con un juicio favorable que transcendió al público. El supuesto coqueteo no gustó en los medios internacionales. Se avisó a Unamuno que su contacto con elementos fascistas podía perjudicarle para la concesión del premio y el interesado tomó «contramedidas». Pero aun así y todo, el Premio Nobel de Literatura de 1933 se concedió al escritor ruso Iván Alexéievich Bunin.
Más arriba hablábamos de dos defectos de la fundación y señalábamos primero su torpe ingenuidad respecto al premio de la paz. Su parcialidad en el de literatura es el segundo. La Fundación Nobel no ha podido mantenerse al margen de la vida política mundial. Era natural que así sucediera. Pero lamentable.
***
Mas por encima de estos defectos particulares de la fundación Nobel hay algo que infecundiza las instituciones de este tipo. Y es lo siguiente: la obra literaria de ideal más elevado, merecedora del premio por definición, se rebaja y pierde ideal por estar escrita con vistas al famoso espaldarazo, del mismo modo que los premios escolares distraen el interés del pequeño escolar de lo que es el verdadero estudio al subalterno fin vanidoso del logro del premio.
Que ello no ocurra siempre así es un hecho que no demuestra la bondad de estas instituciones, sino la rectitud espiritual y la calidad del alma de muchos escritores.
4. Responso a la silenciada muerte de Miguel Villalonga
Publicado tamién en Qvadrante, nº. 1, p. 7, con la firma de Enrique Luzón.
Triste motivo de actualización. En otros casos es causa de recuerdo un alegre aniversario o una feliz publicación. Pero Villalonga viene hoy a esta página no por escritor solamente, sino por escritor muerto.
Bien es verdad que en el credo vital que profesaba se tiene a honor ver venir la muerte con mirada serena y ganarla bella y grande con una vida elevada. Y también –¿cómo no, siendo escritor?– a ganarla sonora y con ecos perdurables. No hay escritor digno que no desee –hablando en Unamuno– casarse con la gloria, aunque ésta sea humilde y pare en fama nacional. Y aunque haya quien aproveche el mismo tálamo para amancebarse con la fortuna, no fue Villalonga de estos.
Espíritu ardiente, aunque cuerpo flojo –y no precisamente por derrocharlo, sino por entregarlo al ideal–, su casamiento con Dulcinea que no queremos ver interrumpido en las amonestaciones, prometía ser fiel.
Digo que el cuerpo no fue flojo por derrochado y perdido y bien sé que alguno saldrá a contradecirme insidiosamente con datos maliciosos. Mal andaba, verdad es, Miguel Villalonga. Pero nació su mala andadura «no en alguna taberna», sino en la más alta y desgraciada ocasión que vieron los últimos lustros de nuestra historia española.
De manera que si le convenían los versos de Verlaine: «l’âme au septième ciel ravie,/ le corps, plus humble, sous la table», no era precisamente por el mismo báquico motivo.
***
Pero he llamado poeta a Villalonga, sin que creyera serlo él mismo él mismo, ni menos los que tan gustosamente silencian su muerte y rompen todo eco. He de justificar mi afirmación.
Miguel Villalonga pasó su breve vida de escritor en su observatorio provinciano, observando con humana inquietud el mediocre vivir de una sociedad de almas medias –o medias almas, que es lo mismo–, de una sociedad dormida para el espíritu, fofamente asentada en la pereza mental: las sociedades ciudadanas de nuestra nación, de principios de siglo [1].
Como tontos animalitos ante la observación de un zoólogo que compasivamente les estudiara, pasaron bajo su pluma gobernadores incapaces y damas cursis; ateos hipócritas, viciosos, y clérigos interesados, politiqueadores y malévolos; burgueses refocilados, frente a falsos apóstoles de doctrinas revolucionarias…; la fauna completa, en resumen, de aquel discorde pastar por el parlamentaril prado español.
Miss Giacomini fue publicada en medio de ese ambiente, sabiendo que existía, que dominaba con su chata pesadez, tranquila y amodorrada, todo intento de obra con espíritu, alto e inquieto. En el momento de escribir este libro, se veía Villalonga sumergido en esa monótona y estéril vida de cabildos y politiquerías estériles del año 30, único vivir de la Nación sin espíritu.
Trágicas circunstancias cruzaron la vida nacional. Miguel Villalonga se entregó a su idea, que servía a su inquietud, y a la vuelta de la entrega, cuando la paz llegó, herido el cuerpo de muerte y tensa el alma en espera, volvió a ser, escritor en su retiro balear.
El tonto discreto, continuación satírica y ambiental de su anterior obra, nació en este ambiente de dudosa victoria. Seguramente creía Villalonga –ingenuidad victoriosa– que al seguir mordiendo al mismo enemigo atacado en Miss Giacomini, a la plácida muerte del pueblo español, en medio de prosperidad material y pobreza espiritual, hacía ya historia. El seguía cargando contra los años en que el siglo era mozo. Y quizá creía en una regeneración; él y otros se habían ofrendado a esta regeneración. ¿Por qué no creer en ella?
Y Miguel Villalonga siguió creando tipos, creyéndolos preteridos. Seguramente se supondría haciendo un cruel responso justiciero a esos vicios nacionales supuestos rotos desde las trincheras.
Pero estos tipos que él creyó muertos y nos ofreció como de otras épocas, este español sin inquietud nacional ni social, este politiquillo incapaz y favoritista que Miguel Villalonga creyó fósil, estos tipos son los que proclaman profeta a su creador.
Llamados a morir, no entraron nunca en la tumba. Como siempre, vencieron a la ingenuidad. Su «resurrección» sin muerte hace profeta a Villalonga.
***
Y la profecía, a su vez, explica el injusto silencio en torno a su muerte. Porque hay las plumas de esta ciudad –y Barcelona fue la verdadera escena de Miguel Villalonga a su paso por el Teatro del Mundo– sirven a esa panzuda masa de alicorta cabeza y nulo espíritu. Porque el pobre pueblo ha vuelto cachazudo a su tranquilidad vegetal y sólo sabe de ella por un latigazo económico.
Al retratar otras épocas, Miguel Villalonga anticipó esta era tonta, sin aliento alguno. Y la pintó en colores reales, encarnando en hombres, que es la única manera de pintar lo vivo. ¿Cómo se iba a hacer eco de su muerte la gentecilla tan gráficamente fustigada?
Es esa gentecilla anacrónica, vieja, interesada y apaciblemente digestiva, la que aquí reina. Y, por lo visto, la que hace empuñar las plumas.
Ante ella, y ante todos, hemos hablado aquí de la vida y la muerte de Miguel Villalonga y de la amargura profética de su obra.
(1) De principio de siglo y de mediados de siglo, claro. Y de 1946, claro.
5. Elegía en la muerte de un perro de Miguel de Unamuno
Se publicó en el nº. 2 de Qvadrante, en 1947, firmado como Enrique (de Manuel Enrique) Luzón. En la página siguiente se reproducía, numerado, el poema unamuniano (129 versos).
En su artículo sobre «La posición filosófica de M. Sacristán desde sus años de formación» (mientras tanto 30-31, mayo 1987, pp. 41-55), comentaba García Borrón: «La exigencia ética de Manolo, tan acuciante como la intelectual, de la que era solidaria, no solo no se limitaba al nivel deontológico: profundizaba hasta lo metafísico, o, si se prefiere, existencial. Siempre le preocupó intensamente la muerte; la muerte de la vida, no ya sólo la muerte humana. De adolescente, en las primeras conversaciones «filosóficas», solía hablarme con emoción de la «Elegía a la muerte de un perro de Unamuno», de La mort du loup de Vigny.»
Sacristán volvió a Unamuno muchos años después, a principios de los 80, cuando trabajó el tema de la muerte para una conferencia en el Colegio de Médicos de Barcelona que finalmente no impartió.
Unamuno merece que se aborde el estudio de sus ideas, de sus sentimientos y vivencias, de sus cosas, desprendiéndose previamente de la normal sistemática de una crítica. Se duele Julián Marías en su Miguel de Unamuno de que se llame filosófica e ideológica a la poesía de Unamuno. Pero si esta protesta es justa en cuanto se refiere al conjunto de la obra poética unamunesca, la Elegía que examinamos hoy justifica ese marchamo de poesía conceptual, intelectual y expositiva. Es improcedente analizarla con un criterio exclusiva o preponderantemente literario, pues la anécdota real que motivó la composición no tiene sino un ligero eco en tres versos del principio (v 6-8)
Sus ojos mansos
no clavará en los míos
con la tristeza de faltarle el habla…
Todo otro verso de la Elegía lleva un contenido ideológico, filosófico o biófilo, como quiera decir el lector, según el concepto que tenga de las relaciones de Unamuno con la filosofía. Y aun en los tres versos trasladados, se da ya la expresiva nota de un perro con habla.
No es, pues, arte literario. Desde el primer verso, desde la primera palabra, estamos leyendo una de las condensadas y sinceras síntesis unamunescas. Hay que buscar, pues, en seguida, el contenido sustancial de la Elegía, y hurgarle los entresijos para iluminarlos.
Con esta disculpa y razón, eludamos un mejor proemio y entremos en nuestro estudio. Consciente o inconscientemente, Unamuno construyó esta poesía con organicidad, como un crítico expondría sus teorías. Progresivamente, pues, recorremos la Elegía desde el primero al último verso.
Al enfrentarse con el tema de la muerte pura –muerte de animal, sin aditamentos ni ambientación cerebral humana–, Unamuno conserva en el animal muerto su viejo hallazgo de lo agónico. Y así, el perro moribundo no está caracterizado –como hubiera querido la tópica poética– como fiel, ni evocado como cariñoso y querido. Tampoco es la muerte que se lo lleva una guadaña que corta los lazos que unen a perro y amo. Se trata sencillamente de que
La quietud sujetó con recia mano
al pobre perro inquieto… (v. 1 y 2)
La quietud, es decir, la negación de la agonía –hablamos de Unamuno– se apodera de la vida perruna. Paralelamente, el perro no tenía carácter más interesante que el de su inquietud. La muerte es la quietud y el perro –cuando vive– era inquieto.
A este aldabonazo de lo agónico en los dos primeros versos de la composición se abre toda la inspiración unamunesca y brota de ella esta Elegía, esquema magnífico del proceso agónico. Van desgranándose las turbias premisas de la duda vital, madre de la agonía del espíritu. Y –exactamente igual que en su pensamiento expuesto en prosa– aflora primeramente a la conciencia de Unamuno el elemento inicial, negro, obscuro, lúgubre, del agonismo: la promesa de nihilismo, hecha por una terrible y destructora razón. En Unamuno, serenidad, reflexión, discurso, significan destrucción filosófica a la corta o a la larga, y aun a la cortísima muchas veces. Tras de tocar el tema del vivir eterno (v. 14-65) la predisposición cerebral de hombre culto le trae la negación a la pluma:
Yo fui tu religión, yo fui tu gloria; (v. 71)
… Mis ojos fueron para ti ventana (v. 73)
del otro mundo.
… ¡También tu dios se morirá algún día! (v. 77)
Pero es ya cosa sabida que frente al negador intelectualismo de Unamuno se levanta siempre en él, alimentado ansiosamente, el opuesto principio de una esperanza vital proyectada a lo eterno. También se conoce como, con su habitual violencia intelectual, Unamuno potencia esa esperanza inmensa hasta llevarla a la voluntad –es más ibérico y unamunesco voluntad que ansia, palabra usada por los comentaristas– de divinidad. Aun cuando reservaremos este punto para más adelante, reseñamos aquí como está expresada esta vivencia en la Elegía:
Tal vez cuando acostabas la cabeza
en mi regazo
vagamente soñabas en ser hombre
después de muerto (v. 90-93)
No es la única vez que Unamuno intenta arcanizarse, ponerse en la tesitura de la divinidad para intentar penetrar en su meollo poético, creador. Como muy bien señala Julián Marías en la obra citada, este es el sentimiento que le conduce –en Niebla– a convertirse en creador y en ejecutor de un ius necandi omnimodo.
Lo agónico nace en el choque, al choque y por el choque de estos dos principios tan claramente aludidos en la Elegía: el intelectual desespero y la espiritual esperanza a la ibérica, volitiva, schopenhaueriana.
***
Visto como se plantea Unamuno en estos versos el tema del agonismo, podemos decir cuál es el especial interés de la elegía, el que nos ha incitado a trabajarla, con preferencia a otras producciones poéticas de Unamuno más conocidas y prototípicas. Y este interés es doble.
En primer lugar, si bien Unamuno agoniza siempre, expone en pocos momentos la substancia del agonismo como lo hace aquí.
En segundo término –o unamunescamente primero, por vital– observamos lo siguiente: en casi todas las escaramuzas agónicas de Unamuno, su espiritualismo le lleva a una victoria –ligera siempre– del esperanzador principio, aunque sea recurriendo a su entrañable hallazgo de la «fe en la fe». Pues bien, en este combate agónico que es la Elegía ocurre lo contrario; aquí vence el principio de la tristeza y de la muerte, aunque en el último verso –«¿a dónde vamos?»– Unamuno intente asirse a la duda salvadora.
Ya a media composición, deja caer el verso desesperado:
¡También tu dios se morirá algún día!
(Y en Unamuno eso significa: y te morirás tú, que eres su sueño.) Desde ese momento (v. 77), el pesimismo va dominando en el desarrollo agónico. Y, algo más adelante (v. 107 a 113), a lo San Francisco, el hermano amo apostrofa el cadáver del hermano perro comparando sus suertes respectivas. Sobrecoge el pesimismo que respecto al hombre respiran estos versos:
Tú has muerto en mansedumbre,
tú con dulzura,
entregándote a mí en la suprema
sumisión de la vida;
pero él, el que gime
junto a la tumba de su dios, de su amo,
ni morir sabe.
No hay aquí ni fe en la postura del hombre ante a muerte. Y, en cuanto a lección del animal, no nos confunda ese «sabe morir» del último verso. Se trata de otra cosa, que no es lección ética, sino deseo de seguridad confiada. Compárese si no con algún fragmento estoico o eticista en el que se ensalce la serena muerte de los animales como lección: la «Mort du loup», de Alfred de Vigny, por ejemplo. El lobo de Vigny, serio, pétreo, magistral expone y aconseja al hombre:
Fais inlassablement ta longue et lourde tâche
Dans la voie où le sort a voulu t’appeller.
Puis, après, comme moi, souffre et meurs sans parler
[Haz incansablemente tu larga y dura tarea
en la senda donde la suerte ha querido llamarte
Entonces, después, como yo, sufre y muere sin hablar]
No hay, por el contrario, lección alguna en el perro de Unamuno. Hay sencillamente seducción, envidia amistosa y cordial de la dulce entrega mortal del perro, con fe en la muerte y en el amo, o mejor, con seguridad en ambos casos. Y por eso, los tres últimos versos de los transcritos son una comparación.
***
Prosigamos la lectura [v.114-120]. La vital tristeza –cósmica, infinita–, teñida de su trasconsciente panteísmo se precipita por momentos.
Tú al morir presentías vagamente
vivir en mi memoria
no morirte del todo,
pero tu pobre hermano
se ve ya muerto en vida,
se ve perdido
y aúlla al cielo suplicando muerte.
Nunca ha derrumbado Unamuno –por transitoriamente que fuera– una concepción suya tan rudamente. Y aquí lo hace nada menos que con su desorientadora idea de la apocatástasis. Trasladándola al perro –bien nos hace ver así que no es idea, sino vivencia–, Unamuno le reconoce falta de base para profesarla vitalmente un hombre; o, más que reconocerle, la siente falta de base.
Hemos encontrado a Unamuno en un momento negro de su agonismo. Esta es la causa del triste color de esta Elegía en la muerte de un perro.
6. Editorial del n.º 3
En este editorial sin firma del número 3 de Qvadrante (Barcelona y Sabadell, 2,50 pesetas), Sacristán y Juan Carlos García Borrón homenajeaban a Ortega en los siguientes términos:
La recta interpretación que han tenido anteriores manifestaciones nuestras nos garantiza que el sentido y el alcance de estos párrafos no serán desorbitados. Sobre todo porque en estas columnas de editorial –propileos de la revista– no nos hemos apartado nunca del tema que justifica nuestra vida publicista: el estado cultural de la nación. Y ello con la acritud inevitable contra las que consideremos causas o manifestaciones de su precaria situación.
Si ponemos, pues, por delante de estas líneas nuestros deseos de ser exacta y poderadamente interpretados es porque creemos llegado el momento de exponer con dura claridad, con hiriente sequedad de contornos, lo que en pasados números hemos dicho más suavemente Así lo exige la más desapasionada consideración de la vida cultural española en los dos últimos meses.
En Roma se ha celebrado una reunión de pensadores. Se pretendía lograr una toma de contacto fecunda por sincera, entre representaciones auténticas del pensamiento de cada país.
El nuestro estuvo «representado». Y no acertamos a comprender por qué no formó parte de nuestra representación el hombre –único, muerto Unamuno– que encarna los principios de una escuela filosófica española: José Ortega y Gasset.
Carecemos de la información necesaria para achacar tan absurda conducta a quienes enviaron la representación o a quien, debiendo, no se encontró en ella. Pero mal podemos creer que haya sido Ortega quien negara su asistencia, cuando el ilustre pensador –cada vez más desorientado en las pequeñas interioridades de la nación– permite que los rodillos de las máquinas impresoras presionen al mismo tiempo su nombre y el de pequeños contrabandistas de la vida publicista.
Como carta abierta a Ortega había sido concebida esta editorial. Y si no le hemos dado definitivamente tal forma no ha sido por creernos sin derecho a ello.
Llegó Ortega a Madrid y nos ofreció un diálogo. En el fondo, nos hubiéramos contentado con un monólogo siempre que fuera un monólogo serio y sentido, profundo, decisivo. Pero lo que no se puede soportar por más tiempo es que resquemores y miopías hagan que la primera cátedra universitaria española siga cubierta a precario y que la triste leyenda de que los españoles necesitan triunfar fuera de España siga teniendo demostraciones rotundas, al cabo de más de un siglo de exilados y exilantes.
Empieza a ser hora de que superemos este carácter superpolítico de nuestro pueblo. Si es necesario reduzcamos la política a los límites de una actividad teórica. Pero evitemos que esta chata y sosa vida se prolongue.
Tal perspectiva no puede ser mirada con ojos de carnero cornudo y sufridor. Por no sabemos qué rara ceguera, la nación está contemplando tranquilamente como gente sin demasiada vergüenza mina o conquista sus instituciones culturales. Los Institutos Nacionales sufren ataques inverosímiles en un país consciente de su personalidad y a la sombra de nuestras universidades crecen hongos peligrosos, a la vez –paradoja suicida– parásitos y venenosos.
Exigimos aire, aire depurador que se lleve esas miasmas. Abramos ventanas y puertas. Pero, una vez abiertas, que entren por ellas los que han de aplicar el hombro al carro atascado.
Pero como todas las empresas laboriosas, este empuje requerirá autenticidad.
Por eso enderezamos a Ortega este llamamiento tan abiertamente, tan sin miedo a las «avispadas» críticas y acusaciones. Porque vemos en él la única auténtica concreción actual del pensamiento español.
7. Rumbo (editorial del n.º 4)
Según Jesús Núñez (entrevista para Integral Sacristán, de Xavier Juncosa), el editorial del n.º 4 de la revista (Barcelona y Sabadell, mayo de 1947, 2,50 ptas) fue escrito por Sacristán.
Parece ser que a cada nueva manifestación de vida de nuestra revista –esta vida tan precaria, pero con muchas más reservas de las que algunos nos concedían al nacer– nos queda cortar la etiqueta que nos pegaron en la anterior.
Número tras número se nos descubre, para que al siguiente vuelva la desorientación a las filas de los etiqueteros. ¡Qué sabrosos comentarios y etiquetas nos han deparado los «interpretadores» del número anterior!
Considerándolo inútil, no vamos a insistir más en exonerarnos de fáciles filiaciones. Hoy cuadra mejor comentar el último sambenito que nos ha sido dedicado. Que no ha sido «nomen», por una vez, sino «cognomen». No ya anarquistas, ni absolutistas, ni demócratas-cristianos ni siquiera masones. ¡Pesimistas!
Pesimistas, con un pie retrasado en la orilla de los veinte años. Pesimistas sin acideces de estómago ni trastornos hepáticos, ni amarguras de fracasados. Pesimistas, con una idea por delante. ¿Pesimistas nosotros? Y si lo fuéramos, ¿qué fuerza nos movería a arrostrar esta aventura aislada donde no suenan duros ni se ventilan actas de diputados? ¿A qué tomarnos tanto berrinche infructuoso?
Pesimistas, y ademas holgazán y oligofrénico es el que dice «¡bueno!» a cuanto le rodea. Pesimista el del «peor es meneallo» y el de «con azúcar está peor». Pesimista, máximamente pesimista, el avestruz que hunde la cabeza en la tierra como entrenamiento para el subsiguiente viaje a la fosa.
¿Qué una cosa es ver los males y otra fingirlos o exagerarlos? Podríamos recordar aquí la imagen de la caricatura. Los defectos de un perfil, apenas notorios en un retrato, saltan a la vista en la caricatura. Y esto solo nos serviría de excusa y justificación, pues donde tantos se obstinan en ver corto, no cabe otro remedio que suministrar cristales de aumento… Pero es que ni siquiera nos es preciso tanto. Basta y sobra el natural para que no se dé por satisfecho ningún espectador medianamente observador y con los ojos limpios de unte.
Hubo quien se quejó meramente del analfabestismo español. Cada día estamos más convencidos de su error de perspectiva. No está en ello nuestro peor mal, sino más bien en quienes lo mantienen sin solución: en las inteligencias perezosas, en los cultos indolentes, en las capacidades inútiles y en las capacidades holgazanes. Este es el panorama que nos hiere la vista. Ese, el panorama de los prohombres acartonados y estacionarios, de los eruditos psicasténicos y los maestros ciruelas, fue el que nos sirvió para decorar la portada de nuestro número anterior. Pero nosotros, optimistas a machamartillo, quisimos verlos reducidos a piezas de museo biológico.
Si llega el día, confíen nuestros detractores; volveremos a reír con ganas.
8. Ya no existen las fuentecitas de Nuremberga
Con la firma de Manuel Entenza (en la calle Entenza de Barcelona estaba cárcel de presos sociales y políticos, algunos de ellos condenados a muerte en aquel entonces y fusilados en el Camp de la Bota), Sacristán publicó este artículo en el n.º 4 de Qvadrante (pp. 12-13)
Muchas veces mientras el traqueteo de ese perpetuo oficio de tinieblas que es el tranvía me lleva hacia la Plaza Universidad con los minutos contados, se presentan a mi consideración, como imágenes inaccesibles de un paraíso perdido, las estampas plácidas de la vida de aquellos universitarios sin prisas de hace cuarenta años. Son estampas entrevistas en cualquier girón de periódico viejo, en cualquier reliquia de la juventud de nuestros mayores… y en los dos álbumes, encuadernados de celebridad, que recogen los clichés juveniles de los dos maestros: las «Mocedades» de Ortega y los «Recuerdos de niñez y mocedad» de Unamuno.
En verdad, son muy distintas las dos colecciones. Ortega nos da en la suya sus frutos verdes –mucho menos verdes que los nuestros de hoy–, mientras Unamuno ofrece en su libro sus recuerdos más maduros. Pero para verles pasar su vida de estudiantes –que es lo que nos interesa– la única diferencia estriba en que hay que interpretar al uno y solo leer al otro.
***
Parece ser que entonces los estudiantes inquietos podían canalizar su inquietud en lo que les es propio y sin salirse de ello: en el estudio. Su vida exterior, pública, podía limitarse a la imprescindible sociabilidad del hombre normal. En su casa o en pensión, el horario vegetativo era en aquellos años de una cómoda y suficiente regularidad. Las calles ofrecían un calmoso discurrir –lentos carruajes, caminatas reposadas– que ni tan sólo debía alterarse en la nerviosa primavera de mayo. Se nos antoja que, con unos cuestionarios mucho menos frondosos que los nuestros, las convocatorias de examen debían ser el anuncio de una inminente temporada de descanso o de trabajo personal, redondeo del del curso (Puesto que el idilio más bucólico se concibe en el ajetreo de un palacio metropolitano, debe perdonarme el lector ser un Teócrito de las aulas).
Pero admitamos que haya exagerado: con todo, no se podrá negar que los felices estudiantes de principio de siglo han sido los que han visto más de cerca los prados ideales –ciencia los ríos, arte los árboles– que se encuentran en la isla desierta de los universitarios.
Estaba entonces permitida la torre de marfil. Y ellos –en su derecho– la habitaban con delectación un poco morosa. Y eso explica la franca superioridad que de tú a tú –de universitario a universitario– llevan sobre nosotros, nietos de su generación.
Esto de nietos requiere justificación. Aquellos universitarios de industriosa y exclusiva vida cultural constituyeron la generación maestra de la nuestra. ¿Vamos a llamarla del 98? Pues llamémosla así –si el hacelo ha de ahorrarnos palabras– y admitamos por una vez la incómoda inflexibilidad de una etiqueta. Pero –por lo general– se trata de maestros a los que no hemos oído. Los hemos conocido ex littera, no ex ore. A lo más, de boca de un personaje de la generación intermedia. Pues, en efecto, si somos nietos universitarios de la generación del 98 es por haber existido entre la suya y la nuestra una generación universitaria intermedia.
Esta generación intermedia es muy interesante. Creo que se debe colocar entre 1920 y 1936 y su interés deriva de que en ella quedó arrasada la torre de marfil de los universitarios. ¿Fue por obra exclusiva de esa generación o lo llevaba la Historia? No es posible contestar; más vale lanzar una panorámica sobre lo que el tiempo arrastraba en esta cuestión.
Si la generación de Ortega y de Unamuno –bien sé que cronológicamente no son exactamente las mismas– vivió la guerra europea en plena edad universitaria, la generación posterior –la intermedia– fue la que recogió sus resultados espirituales. Y entre esos resultados se hallaba el problema que había de dar al traste con el delicioso y tranquilo exclusivismo universitario. Ese problema fue la crisis de la conciencia política europea.
La generación intermedia vivió el problema, no pudo permanecer al margen de él ni siquiera en su vida cotidiana –en la vida intelectual, claro está que tampoco la anterior se sustrajo a él–, y las aulas se convirtieron en el campo de una batalla mixta: la de las inteligencias y la de la política práctica. Los estudiantes no quisieron ya admitir que su misión fuera tan solo la de estudiar. Convencidos de transcender de las aulas, se urdieron una vida de trama múltiple, en la que los hilos políticos se vigorizaban a vueltas con las fibras intelectuales. Es imposible negar a la generación intermedia el mérito que había en ese lanzarse generoso hacia los problemas de la nación. Tanto más imposible cuanto que ellos mismos formularon su inquietud extra-universitaria y significaron su deseo de trascender en ayuda de los demás, antes de salir de las aulas o recién iniciado el camino profesional. Tal es –por ejemplo– la posición pública de un universitario muy característico de esta generación intermedia: J. A. Primo de Rivera. Es fácil encontrar en su obra párrafos enteros que justifican nuestra interpretación. La guerra a la torre de marfil, al aislamiento intelectual, es la bandera de estos hombres, Y ello, no sin reparos, no sin amargura, ni pesadumbre. Porque este universitario se da cuenta de que está sacrificando su gran tesoro: la vocación de estudioso. Así se encuentra en un pasaje menos manoseado y más profundo que otros tópicos ajados por los pobres de espíritu que los comentan. J. A. Primo de Rivera aduce ese abandono del retiro intelectual incluso como prueba de su recta voluntad política. El trozo en cuestión es este: «…no se sale al mundo exterior, no deja uno su tranquilidad, su vocación, sus medios normales de vida, la posibilidad de cultivar el espíritu, la posibilidad de vivir fuera del ruido, en este silencio de donde se sacan las únicas obras fecundas, no se sale de todo eso, digo, para darse el gusto de levantar el brazo por ahí. Se hace oír que nuestra generación, que tiene tal vez por delante treinta o cuarenta años de vida, no se resigna a seguir otra vez viviendo en aquella capa chata incluida entre una falta de interés histórico y una falta de justicia social.» (el subrayado, nuestro).
***
En lo que se refiere a valor social, tal fórmula era evidentemente superior a la de la generación precedente, considerada en su fase universitaria, juvenil. Ahora bien, en cuanto a fecundidad cultural el equilibrio quedó roto a la inversa. Y así los hombres de esta generación intermedia en la que desapareció la plenitud dorada y tranquila de la vida universitaria, vivieron ideológicamente de sus predecesores, de los creadores del 98. En parte –cierto es– por las dimensiones de estos, que dieron lugar a la formación de escuelas (tal el caso de Marías de la generación intermedia, con relación a Ortega); en parte, también, por la gran juventud de estos universitarios. Pero, sobre todo, porque no fue su misión ni su vocación –y si lo fue la rompieron– la de crear para dentro, sino para fuera. Sea por lo que fuere, por las tres causas juntas sin duda, el caso es que la generación intermedia creó su vida espiritual, ideológica, política, sobre las bases proporcionadas por la anterior. Así ocurre –para seguir el paralelo iniciado– con la adopción política por J.A. Primo de Rivera de la doctrina orteguiana de Patria como unidad de misión, enunciada como unidad de destino en la Historia («Lo universal»).
Esta generación universitaria intermedia se impuso, pues, el deber de lanzarse a una vida de acción extrauniversitaria. El tiempo lo pedía. ¿Acaso no sigue pidiéndolo?
***
En sus «Mocedades», Ortega ofrece cuadritos de su producción juvenil. Uno de ellos es muy atractivo para la contestación de la pregunta pendiente. Se titula «Las fuentecitas de Nuremberga». En él se deleita Ortega con el espectáculo de una vieja ciudad de cultura que desarrolla un febril progreso moderno, industrial. Todo es promesa en aquella ciudad de actividad fecunda, ritmada, tranquila. Y las viejas fuentecitas –con esculturas de siglos–, manando siempre un agua de la misma tierra, prometen la perduración de un mundo, de un estilo, de un espíritu, de una cultura milenaria.
¿Cómo no contemplar tranquilo y feliz ese espectáculo? Los universitarios de aquella generación tenían causa para volver serenos a su recogimiento estudioso tras la visión de un mundo que crecía tranquilamente a pesar de todo –o, al menos, lo parecía–, con la continuidad asegurada en la eterna canción de sus fuentecitas.
Se acerca la respuesta: ¿estamos nosotros, universitarios de hoy –de la tercera generación a partir de la del 98–, en la misma situación espiritual y cultural?
No, verdaderamente. Si miramos al mundo –nuestro mundo: Europa, España– no vemos garantía de desarrollo, No es lícito abandonarle, dejarle con una egoísta complacencia, en la solitaria compañía del libro. Como en la generación intermedia, nuestro deber sigue siendo trabajar para fuera. Porque ya se rompió el encanto del agua que manaba sin cesar. Porque ya no hay fuentecitas en Nuremberga.
[Dedicamos este artículo a nuestro colega madrileño La Hora, como contribución y como nueva perspectiva en el problema de las generaciones políticas, tratado por La Hora en forma polémica].
9. Introducción a la filosofía de Julián Marías
También en este número 4, el último de la revista, en el apartado «Conócete a ti mismo», Sacristán publicó una reseña no firmada sobre Introducción a la filosofía de Julián Marías.
Ortega ha resultado el Sócrates de la filosofía actual. No significa esto, en nuestro mundo, limitare a conversar con un grupo de amigos o con cualesquiera gentes por calles y plazuelas. Simplemente Ortega no ha producido ninguna obra sistemática. Sus interpretaciones de la vida individual y de la Historia han desbrozado los horizontes de la filosofía venidera.
Recordemos, en las Memorias de Jenofonte, aquellas palabras sobre el desconcertante sátiro maestro de Platón: «Observaba también que los que están instruidos en los asuntos humanos pueden utilizar a voluntad, en la vida, sus conocimientos en provecho propio y ajeno (se pregunta entonces) si, análogamente, los que buscan las cosas divinas después de llegar a conocer las necesidades en virtud de las cuales acontece cada cosa, creían hallarse en situación de producir el viento, la lluvia, las estaciones del año y todo lo que pudieran necesitar».
He aquí el mayor mérito de esta obra de Marías. En ella es posible abarcar de una ojeada, hasta cierto punto sistemática, las pinceladas que, desarticuladamente, nos ofrece la producción orteguiana, sobre el hombre y la filosofía.
Efectivamente, hoy muchos jóvenes nos encontramos introducidos en la filosofía. Nuestra especial situación histórica nos ha hecho recurrir a esa prometedora y milenaria matrona, para no naufragar en la desbarajustada herencia que nos han deparado las generaciones predecesoras.
Marías analiza esa herencia a la luz de las adivinaciones orteguianas contenidas en la Rebelión de la masas, Meditación de la técnica, Esquema de las crisis e Ideas y creencias, a las que añade la experiencia histórica de una guerra en nuestro solar, de la reciente conflagración mundial y su marasmo consiguiente.
Tras esto, pocas páginas le bastan para mostrar la necesidad de una «verdad radical» en tan crítica situación y hallar el quehacer filosófico postulado como necesidad vital.
Esta «verdad radical» le aparece afectada de historicidad, apreciación que Marías distingue del pirronismo histórico y del relativismo.
Como método para la filosofía postulada presenta luego la fenomenología, una vez ajustada a las restricciones que Ortega impone a la concepción husserliana –idealista– de la misma.
La herramienta mental para esa tarea debe ser, según Marías, la razón –«aprehensión de la realidad en su conexión»– que, después de seguir la crítica histórica hecha por Ortega en Dos prólogos, Historia como sistema y el prólogo «Las aventuras del capitán Alonso de Contreras», identifica con la «vital, histórica y narrativa».
Frente a su meta puesta en marcha que nos ofrece Ortega, Marías, tras un estudio del «Prólogo a un tratado de montería», acierta por primera vez a describir los requisitos y mecanismo de esa «razón viviente».
Presentada la filosofía exclusivamente como función vital, sigue una caracterización de su supuesto, la vida. Este esquema abstracto de toda existencia personal es, como dice el mismo Marías, el contenido de la filosofía de Ortega y, siguiéndola, lo traza.
En este punto, el lector se encuentra ya introducido, no solo en la filosofía, sino, nada menos, en la filosofía actual. Han pasado 250 páginas vivas, claras e ineludibles. A partir de ellas –hasta las 450 páginas– empieza a parecerle retórico a uno el título del libro.
Hacen penosa la segunda mitad del libro su insistencia en cuestiones tratadas en capítulos anteriores y la reiterada alusión a los puntos de vista orteguianos sobre la vida, sus urgencias y la necesidad de darle un contenido.
El libro, más que ser una introducción a la filosofía, pura y simplemente, va tomando visos de escolasticismo, de introducción exclusiva a una filosofía determinada –la de Ortega.
Destacan ya solamente en su segunda mitad algunas ideas para la nueva lógica y para una metafísica eficaz.
A pesar de todo esto, tiene gran interés la presentación, hecha en los últimos capítulos, articulada y fielmente, de la doctrina historiográfica de Ortega –sobre las generaciones y las épocas críticas–, diseminada entre su «Esquema de las crisis», un curso dado en 1933 en la Universidad Central y su prólogo a «Cartas finlandesas y hombres del Norte» de Ganivet.
La lectura termina lamentando que el libro no haya alcanzado la elegancia de nuestros romances viejos, que saben cortarse a tiempo y dejar nuestra inquietud maravillosamente suspendida en el aire.
Sin embargo, no puede regatearse su valor para el conocimiento ordenado de la filosofía de Ortega. Respecto a esto, ya es bastante clara la dedicatoria de la obra. También Marías explica en el texto que, entre los movimientos filosóficos actuales –alude explícitamente al existencialismo alemán y veladamente al francés de última hora–, solo el iniciado por Ortega le parece fecundo.
A pesar de todas sus precauciones, esto pueden resultar peligroso de infecundidad para Marías, Ortega –queda dicho– alcanza plena importancia como punto de partida para la filosofía actual. Bajo ningún aspecto pueden considerarse sus concepciones –ni ninguna otra– como un punto de arribo.
10. Bajo las alas de La Cordoniz
También en Qvadrante, 4, pp. 20-21, firmando como Enrique Luzón, Sacristán publicó un artículo sobre el cambio de orientación ideológica de La Codorniz («la revista más audaz para el lector más inteligente»), una revista de humor gráfico y literario que se publicó entre 1941 y 1978.
Aun cuando pretenda ser todo lo amplio y general posible, este artículo –lo veo ya antes de empezarlo– va a resultar dedicado a los que entraron en mayor edad intelectual durante aquella primavera soleada en que La Codorniz –-recién dejado el cascarón– iba soltando plumas por las calles al agitar pesadamente sus alas en un vuelo primero e infantil.
¡Qué de cosas prometían aquellos grandes cartelones de propaganda –un cazador regordete en medio de una hermosa tricromía– en los que muchos vimos por primera vez a Herreros, ese Herreros que estaba llamado a ser el ochenta por ciento visible de La Codorniz!
Hay que reconocer que se cumplieron las promesas. Dos números bastaron para que La Codorniz se presentara como la primera sátira fina del momento y de toda una época.
Y esa época no es precisamente la nuestra. En efecto, aun cuando el punzante pajarraco supo ver lo que había de satirizable en nuestra vida actual, se encarnizó especialmente con los cinco últimos decenios del pasado siglo y los tres primeros del presente. Mazurcas, valses y pericones, sombrerotes del año 90 y coliflores sombreriformes de 1920, institutrices fin de siglo y congresos científicos de la misma época; estos fueron los elementos más frecuentes de las sátiras codornicescas.
Porque nosotros hemos visto siempre esta clara función crítica de La Codorniz. Y no es difícil demostrarlo. Basta recordar aquella primera época.
Las baterías de La Codorniz
Aquel cartelón que precedió al periódico anunciaba su espíritu agudo, crítico, saneador. Y al abrir el primer número se pudo comprobar la combativo promesa del dibujo con el gran combate que entablaban los articulistas. En las páginas de La Codorniz se cerraba contra todo lo ridículo: lo ridículo de antes de fin de siglo y lo posterior –bastante menos ridículo, dicho sea en honor de nuestros años–.
Todo confluía hacia el mismo cauce: tanto la sátira costumbrista de Mihura como las «Cartas del pundonoroso niño Juanito» –contestación y burla que necesitaba desde mucho antes la odiosa pedagogía del siglo XIX y comienzos del XX, personificada en aquellos artículos por el inefable Paravicino, inventor en serio del ridículo Juanito–, las postales comentadas, las historietas… Todo contribuía a colocar en su merecida picota a aquella vida chata y alicorta que llevaron en España los hombres de esa época vieja, esa época que parece condenada a ser siempre, siempre, vieja y sólo vieja, sin llegar jamás a ser antigua.
En las páginas de La Codorniz recibieron las carcajadas que necesitaban para purgar sus pecdos los usos sociales anteriores a la guerra europea, las elegantes «en tenue» de carreras de caballos y los jóvenes engomados salidos de los folletones por entregas.
Pero también nos reímos de nosotros mismos
Y en La Codorniz fue principalmente el Conde de Pepe quien se encargó de hacerlo, ayudado por el lápiz de Picó maravillosamente fino y moderno. Como sátira de nuestros ridículos, de los posteriores al año 1920, ha legado el Conde de Pepe a la posteridad sus «Novelas cortas, pero mundanas» y su «Consultorio», a veces –es cierto– sólo chistoso, pero otras, genial y sociólogo.
Y además Literatura
Es un poco absurdo considerar como cosa aparte la crítica literaria en aquella Codorniz juvenil y esperanzada, por la sencilla razón de que todas sus páginas tenían algo de ella. Sin vacilar, creemos que La Codorniz alcanzó su mayor altura y es sobre todo digna de agradecimiento por su labor de purga mental en su cruel satirización de folklore y la pandereta, las taras tradicionales de nuestro arte escénico, literario y, últimamente, cinematográfico. El castigo que Curriyo y Rosariyo no habían recibido en ninguna parte, con grave perjuicio del más elemental buen gusto, les fue por fin administrado en las páginas de La Codorniz. Allí se leyó aquel sainete digno de ser esculpido, que empezaba así
Curriyo (llamando a una puerta).– Güenas. ¿Eztá er toro?
La criada.– Sí pero está durmiendo y ha dicho que no le despierten.
Curriyo.– ¿Manque sea yo?
La criada.– Ha dicho que manque sea una vaca… etcétera.
***
Pero no sólo el folklore recibió su merecido en el campo de la literatura –y, desde luego, no sólo el folklore andaluz–, sino que también los dramones y las altas comedias pasaron por la máquina ridiculizadora; queda para demostrarlo el inolvidable y definitivo «Teatro para caballos», con sus nefastos crímenes y espantosos adulterios, sus austeros venerables y sus desatadas pasiones, sus «galeotos» potentes y sus resultados vengadores.
¿Y el humor?
En cuanto a lo puramente humorístico, La Codorniz fue una ducha tonificante, un vendaval que aventó para siempre –seamos optimistas– aquella legión de chistes inteligentes, de chistes de intención que todavía pasaban en grandes racimos desde las páginas de «Blanco y Negro» –en donde debieron quedar sepultados– a las de revistas modernas.
En definitiva, pues, en el terreno puramente humorístico, La Codorniz asumió la misión saludable, higiénica, que el benemérito «chiste malo» venía cubriendo durante tantos años.
***
–Oiga, redactor de Qvadrante, ¿Es que pretende usted descubrir La Codorniz al cabo de tanto tiempo?
–No, señor.
El niño abandonado
–No, señor lector de Qvadrante. No pretendo descubrir La Codorniz. Pretendo sólo que Qvadrante diga su palabra en la polémica que se entabló sobre si La Codorniz de ahora es la misma de antes o es otro pájaro que casi no se parece en nada.
Y yo creo que la codorniz abandonó su nido en un atardecer triste, se marchó a otras tierras y, como siempre vivió sola, no dejó en el blando casquete ni un huevecillo. ¡Triste destino de esterilidad!
Pero vayamos despacio, que las cosas no pueden decirse así como así; es necesario justificarlas.
***
Hace un momento, repasando las excelencias de la vieja codorniz, encontrábamos en primera línea su labor saneadora, higiénica, refrescante, de gran sátira social e intelectual; una sátira que, si bien estaba mucho más a la altura de los bolsillos antes que ahora, lo estaba mucho menos a la de todos los cerebros.
Sin embargo, nada parece haber cambiado: los mismos dibujos (esto no es del todo verdad, pero pasémoslo), varios colaboradores que permanecen, etc. Eso es verdad. E incluso añadiremos que Álvaro de la Iglesia, en sus excelentes artículos de parodia, firmados con alusión al parodiado, mantiene la sátira literaria en La Codorniz a una altura que, a veces, supera la anterior.
¿Qué es entonces lo que ha cambiado en La Codorniz?
Pues todo lo trascendental. La Codorniz no ha perdido ni el plumaje, ni el hiriente pico, ni la crítica apostura, pero ha cambiado su misma anatomía, su alma, su contextura. Ya no es La Codorniz. Es un pájaro que pica fuerte también, pero sólo a ratos, extemporánea y parcialmente. Es de pupila mucho menos penetrante… y ha perdido mucha flexibilidad; si, es un pájaro mucho menos ágil. Y el que no es ágil no puede querer el cambio hacia lo mejor porque ha perdido la capacidad de movimiento. Dentro de poco, este pájaro creará sus dogmas y ya nunca se moverá de ellos.
El simpático bicho que satirizaba las ruindades de los ruines y las mezquindades de los mezquinos, se preocupa ahora de las manchas de polvo que un niño deja acaso en el abrigo de un probo viajero del «Metro» (1) cuando, en sus tiempos de codorniz, el ahora indefinido pajarraco habría realizado un penetrante estudio psicológico, en tres brochazos de reproche humorístico, del quisquilloso viajero. El pájaro que se preocupaba de movimientos literarios y corrientes espirituales se afana ahora sin reposo entre los taquilleros de la R.E.N.F.E. (2) y el precio de las legumbres sin hervir, pero un poco verdonchas, y cuenta con paciencia de oligofrénico el tanto por ciento de gusanos que había en el lote de lenteja que se llevó de la tienda Doña Encarnación, respetable prueba que de vapuleada ha pasado a vapuleadora.
La Codorniz fue siempre un NO gigantesco, desde la primera a la última página. Pero era un NO a la pereza mental, a la mezquindad, a la vulgaridad. Y ahora es un «no» demagógico, populachero, un «no» que aumenta la colocación del periódico entre los pequeños comerciantes maldicientes y los pequeños industriales fracasados en la vida íntima, aunque hayan llegado a millonarios en la otra. La codorniz –que ya no es La Codorniz– se ha convertido con sus «no» en la revista oficial de los pequeños resentidos, con sus correspondientes complejos de inferioridad a cuestas.
La codorniz, pues, ya no es La Codorniz. Pica como antes pero ahora con mala voluntad, sin intención educativa y sin efectos –que es peor–, con miras estrechísimas.
Este pájaro que pica sin ser la codorniz, sin la alegría burladora e irreflexiva, vital y juguetona de aquel simpático pájaro mañanero, gusta ahora y es leído por la caterva estúpida, aventajada y «principio de siglo» que un día fue su víctima; gusta ahora a las amas de llaves sesentonas y a los provectos y probos funcionarios que se relamen en esa venganza de los pobres de espíritu que es la carnicería de los «nos».
Este pájaro que defiende lo viejo y gusta ya a lo viejos, merece llevar muchos años sobre sus alas. Ya no es la codorniz: es EL LORO.
Notas: (1) La Codorniz: núm 281.(2) La Codorniz: núm. 282.
11. Notas sobre Qvadrante de Sacristán
I. «(…) ha desencadenado [SLA: el Jefe de Prensa y Propaganda del SEU] una fuerte campaña con todas las características, eso sí, de la oligofrenia. Sus actuaciones nos beneficiaban en último término; se dedicaba, por ejemplo, a lanzar en la Universidad unas octavillas firmadas por el SEU y «astutamente» difamatorias contra nosotros –tú y yo en concreto. Yo me alegraba grandemente de su «técnica» propagandística cuando he aquí que su oligofrenia tuvo un magnífico éxito sobre otro oligofrénico, pero éste de altura.»
II. «La creciente dimensión de nuestra ex-aventura editorial (ya no es aventura, Juan Carlos, ahora es deber espiritual y económico, por los miles de pesetas de suscriptores que llevamos detrás) impone cada vez más y ya tajantemente el dejar de ser jóvenes diletantes (…). Se suscita este gordísimo problema: ¿cómo unos jovencitos estudiantes, pedantuelos y tal, pueden convertirse definitivamente en unos señores con dos profesiones que sirven con eficacia, no con inútil buena voluntad…?»
III. «La Dirección General de Prensa dio por fin señales de vida con un molesto oficio muy amenazador que decía que era la última vez que se nos permitía cambiar el nombre o formato. Molesto asunto, porque además se nos obligaba a poner «en primera página» una nota que comenzara así. «La revista Estilo cambia su nombre por el de Qvadrante.» He adoptado la siguiente resolución: en 2ª página […] aparece una nota en la que por equivocación he puesto: «la revista Alerta cambia su nombre…»
IV. Antón, que nos odia tan profundamente como cuando éramos Estilo, ha desencadenado una fuerte campaña […]. Por ejemplo, lanzaba en la Universidad unas octavillas contra Qvadrante firmadas por el SEU y «astutamente» difamatorias contra nosotros, tú y yo concretamente [acusándonos] de democratacristianos y orteguistas.
(…) Una deplorable distribución [de la revista] fruto del amateurismo; un fracaso propagandístico, fruto del amateurismo; un fracaso económico fruto del amateurismo. Todo ello nos conduce a la muerte.
(…) al examinar fríamente la situación descubra tantas razones de pesimismo no quita naturalmente que actúe con toda el alma esa que tú ya conoces […]. He establecido contacto con el redactor-jefe de Leonardo y renombrado crítico Esteban P. de las Heras, que se ha constituido en colaborador de Qvadrante. Es una buena salida propagandística, acreditadora.
V. E. P. de las Heras vale intelectualmente. Espiritualmente es uno de esos sorprendentes jóvenes neocatólicos que encuentran muy mal que el Estado haya aceptado prohibir todos los libros incluidos en el Índice Romano, pero que al mismo tiempo creen en la inhabilidad del Papa.
VI. Hoy he leído un párrafo de Ment-sé hablando de que Estado y la sociedad están obligados a tener maestros competentes para que no se malogren los que él llama ‘Apéndices de la Sabiduría’ y, por el contrario, puedan formarse, madurar y educar a su vez. Por cierto que, como quiera que esto está dicho con interés político en último término, me recuerda aquellas conversaciones nuestras que terminaban en el doble y terrible callejón sin salida de ‘bienestar nacional necesario’ y ‘educación imprescindible de la nación’. Es decir, en la Despensa y Escuela de Costa y en la Liga para la Educación Política Española de Ortega, pasando por el Ateneo del Bar-Club.
Fuentes: I y II. Carta del 4-IV-1947 dirigida a J. C García Borrón. En J. C. García Borrón, «La posición filosófica de M. Sacristán, desde sus años de formación», mt 30-31, p. 44. III. Carta a J.C García Borrón, 3-1947. En Laureano Bonet, El jardín quebrado. La escuela de Barcelona y la cultura del medio siglo. Península, Barcelona, pp. 249-250. IV. Carta a J.C. García Borrón, 4-4-1947. Ibidem, pp. 250-251. V. Carta a J. C García Borrón, abril-1947. Ibidem, p. 251. VI. Carta a J.C García Borrón, 29.X.1949. Ibidem, p.45.
12. Cine, más cine, por favor
Tampoco estuvo ausente la afición cinematográfica en el joven Sacristán (quien llegó a dirigir un mediometraje que no se ha podido localizar hasta la fecha; Joaquina Joaniquet habló de ello cuando fue entrevistada por Xavier Juncosa para Integral Sacristán). El 12 de agosto de 1949, la entonces llamada La Vanguardia española publicaba la siguiente noticia:
Fallo del Concurso de guiones del Cine-Club Universitario.
Reunido el jurado calificador del I Concurso de guiones amateur convocado por el «Cine-Club Universitario», del S. E. U. de Barcelona, y tras la consiguiente deliberación, se dictaminó el siguiente fallo:
Primer premio de 1.000 pesetas al guión titulado «Marina», original de don Antonio Freixés Cortés; accésit de 250 pesetas el guión titulado «Montseny», original de don Manuel Sacristán Luzón; además, por sus méritos, se recomendó la filmación de los siguientes guiones: «Ironía azul», de don Ramón Serra Junyent; «Evocación», de don Tomás Abad Melgar; «Motor», de don Antonio Freixas Cortés.
El Jurado calificador estaba compuesto por los siguientes señores: don Domingo Giménez, de la Sección de Cine Amateur del «Centro Excursionista de Cataluña»;don Lorenzo Llobet-Gracia, de «Los Amigos del Cinema», de Sabadell; don Juan Francisco de Lasa, de la crítica cinematográfica de la Prensa local; don Rafael J. Salvia, guionista profesional; don José María Castellet, del «Cine-Club Universitario», y don José María Picó Junqueras, que actuó, además, de secretario.
Tampoco hemos podido localizar el guión premiado.
13. CODA
Desde muy joven, Sacristán extractó y anotó (o resumió) muchos de los libros que fue leyendo. Un ejemplo de ello (Biblioteca de la Facultad de Economía y Empresa de la UB-BFEEUB): Rainer Maria Rilke, Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, 2ª edición, Buenos-Aires-Losada (1944):
Es un libro compuesto de muy diversas elaboraciones: recuerdos de infancia presentados con distintas perspectivas, vivencias de la historia narradas a través de una impresión personal y entrañablemente interesada, sensaciones de adulto, de enfermedad y de pobreza. Durante la lectura resulta muy difícil encontrar en el libro otra unidad que la meramente psicológica.
Sólo en las últimas páginas se presenta el motivo que concede retrospectivamente su unidad a todas las anteriores: los recuerdos de infancia y las vivencias de todo género, en especial, las del amor sin objeto donde fijarse, son etapas de la búsqueda de Dios, de ese Dios «formal» de Rilke, que tal vez no es otra cosa que la proyección al infinito del siempre insatisfecho ápice personal. El amor que renuncia a todo objeto, la actividad psíquica llevada conscientemente al vacío y al fracaso, son los caminos que llevan al Absoluto que tal vez sea digno de ese amor y de esa actividad psíquica. Ese Absoluto que, siendo el único que podría amar al hijo pródigo –que huyó de todo amor pequeño e interesado, pegajoso–, no quiere o no puede hacerlo.