Un punto de encuentro para las alternativas sociales

Reseña de Arthur Rosenberg, Democracia y socialismo, editado con la colaboración de Espai Marx

Joaquín Miras Albarrán

Editorial El Viejo Topo, con la colaboración de Espai Marx, acaba de publicar en castellano la primera edición española de la obra de Arthur Rosenberg Democracia y socialismo, una contribución a la historia política de los últimos 150 años (1789 -1939) Ed El Viejo Topo, Vilassar de Dalt, 2022.

Este libro ha sido olvidado y desconocido, durante decenios, tanto por la academia como por la izquierda, al igual que lo han sido los demás escritos, muy pocos, que escribiera el autor. Y esto ha ocurrido no solo en España, sino en todo el mundo de cultura occidental.

Y sin embargo, nos hallamos ante la que es la obra cumbre de un gran pensador comunista, helenista de la escuela alemana de Eduard Meyer, y miembro eminente de la universidad de Berlín, antes de la primera guerra mundial. Sirva como ejemplo de su excomunión que, siendo, como es, un autor estudioso de la cultura clásica que trabaja sobre la democracia, y sobre las luchas de clases en la antigüedad, de las cuales surge este régimen, Arthur Rosenberg no es citado, por ejemplo, en la, por otra parte, monumental y extraordinaria obra del marxista comunista británico G.E.M. de Ste. Croix, La lucha de clases en el mundo antiguo griego, cuyo índice de los autores que han estudiado las luchas de clases en la antigüedad griega es enorme[1].

Por eso, en este sentido, en el mundo intelectual de la izquierda, resulta una excepción el helenista italiano Luciano Canfora, quien publicaba en 1981, un libro sobre Rosenberg, en el que se incluía, además del extenso estudio del propio Canfora sobre la obra de Rosenberg, un texto del mismo, Democrazia e lotta di clase nella’antichità, Ed Salerio, Palermo, 1981. Canfora, cuya creatividad y originalidad está fuera de dudas, sin embargo sí ha inspirado sus trabajos en las ideas y en los análisis históricos de Arthur Rosenberg.

Desde entonces, y a duras, muy duras, penas, aquí y allá -Alemania, EEUU, Italia a fines de los años setenta y comienzos de los ochenta del siglo pasado…- se ha ido abriendo paso, siempre con exigüidad, la reedición de algunas de las obras de Arthur Rosenberg.

Entre esos casos excepcionales, la Editorial El Viejo Topo ocupa un lugar señero, en el pleno sentido de la palabra: sin par, y apartado de toda compañía; puesto que la presente es la tercera obra de dicho autor que publica la editorial. Las obras de Rosenberg publicadas anteriormente por El Viejo Topo, son Democracia y lucha de clases en la antigüedad (2006) e Historia de la República de Roma, (2018) ambas obras publicadas originalmente en 1921, para la escuela del partido comunista DKP, de cuyas publicaciones Rosenberg, una vez incorporado a la militancia, pasó a ser inmediato responsable[2]. Todas sus obras sostienen tesis marcadamente políticas, y muy originales, pero lo hacen, mediante el estudio de un caso histórico concreto, sólidamente defendido, y del cual el lector debe extraer sus consecuencias políticas.

Debemos hacer constar dos honrosos casos de publicación en castellano de la presente obra, que no tuvieron, sin embargo repercusión alguna en los respectivos mundos políticos de la izquierda, ni en los académicos e intelectuales en general. La edición de Pasado y Presente, en México, 1981, de la mano de José Aricó, y la de ediciones Claridad de Buenos Aires, de 1967.

Que tanto las obras, breves, bien escritas, pensadas para el debate militante, como su obra cumbre, la que hoy se edita y comentamos, deslumbrante, de una erudición vastísima y agilidad virtuosa en su escritura, hayan caído en olvido durante tantos decenios, demuestra que Rosenberg ha sido un autor proscrito. Como sabemos Rosenberg, que había nacido en 1883, era uno de los universitarios más descollantes de la universidad de Berlín, discípulo favorito de Eduard Meyer, y llamado a ser el sustituto, en la cátedra de Berlín, de esta gran autoridad mundial de la helenística[3].

En esas fechas, Arthur Rosenberg era un intelectual de élite leal al Reich. Al inicio de la Primera Guerra Mundial, Rosenberg fue incorporado a la Oficina Central del Ejército, organismo creado por el general Ludendorff, verdadero hombre fuerte del régimen, aparato institucional que era, de facto, un estado dentro del estado, y un verdadero partido único protonazi. Dentro de este colosal aparato, Rosenberg fue destinado a la sección de espionaje, bajo la inmediata dirección del coronel Walter Nicolai, director de dicha sección, y fue encargado del análisis de las potencias de la Entente, en el caso de Rosenberg, en particular el análisis de los EEUU. La participación en el espionaje le permitió el acceso sin censura a la información sobre la guerra. Y esto, la barbarie de la misma, el terror dictatorial creado, las desapariciones y la persecución, tanto en la retaguardia, como en el frente, entre la tropa, contra toda discrepancia así como la censura y la mentira sobre el curso de la guerra, permanentemente elaboradas, entre otras instituciones, por su propia oficina, para fanatizar a la sociedad alemana, todo esto en su conjunto, hizo que cayera la venda de sus ojos, y que Rosenberg conociera la realidad del Reich.

Tampoco le parecían mejores los regímenes políticos de la Entente. Rosenberg, vacunado contra el liberalismo por su formación ideológica, se encontraba, además en un lugar privilegiado para saber cómo estaban actuando las potencias de la Entente. Conocía a fondo lo que acaecía en EEUU, y también en Francia y Gran bretaña, la represión interior, la mentira de la prensa, etc., y esto le llevaba a considerar que dichos regímenes no eran menos oligárquicos e inhumanos que el Reich y el Kaiser. Todo este conocimiento, junto con el estallido, en 1917, de la Revolución Rusa, produjeron en él una inflexión ideológico moral radical. En 1918 se adscribe al USPD, Partido Socialista Independiente de Alemania.

Sabedor, como la mayoría de los militantes de izquierda, de que en el seno del Partido Socialista Independiente, de resultas de la guerra y de la revolución rusa, se larvaba una gran crisis entre la militancia de su ala izquierda, Rosenberg desestimó la fuga hacia adelante representada por la escisión de la izquierda del USPD, que se constituía –nuevamente– en Partido Espartaquista. Consideró que el proceso escisionista encabezado por Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht, era un proyecto político sectario. Rosenberg valoraba a ambos políticos por su honradez, pero, no precisamente, por su capacidad política. Especialmente, la de Liebknecht. Rosenberg acertó. En 1920, más de la mitad de la militancia del USPD se unió al KPD, Partido Comunista de Alemania, y Rosenberg pasó a militar en dicho partido, en el cual, desde el principio, pasó a dirigir la sección de publicaciones. En 1924 fue nombrado miembro del Comité Central y fue elegido diputado en las elecciones por las listas del KPD. Ese mismo año, en el V Congreso de la Komintern, Rosenberg pasa a formar parte del Ejecutivo Ampliado y del Presidium de la Komintern.

En 1927, sin embargo, Rosenberg abandonaba el partido.

Y la causa que lo impulsaba a abandonar la militancia es el motivo que lo convierte, hasta casi el presente, en un desconocido, para todas las corrientes y tradiciones marxistas. Porque su motivo de ruptura y separación de la Komintern, no fue el «antiestalinismo» militante, ni el protrotskismo, ni su inclinación hacía el «comunismo de los consejos». Sino una razón que lo separa de todos. La consideración fundamental era que la revolución había dejado de ser una posibilidad inmediata. Algo que merecía la inmediata pena de excomunión por parte de todos los grupos de izquierda.

Tras esta opinión sostenida por Rosenberg había un poderoso análisis alternativo sobre la importancia, clave para él, del «factor subjetivo», que, para Rosenberg, desde siempre, había sido el motor que posibilita la revolución. «Factor subjetivo» que no era el partido, ni la ideología elaborada, ni la teoría, ni la agitación, sino la organización estable, masiva, para generar control sobre la actividad, de la mayoría de las clases subalternas, en un movimiento denominado, de siempre, «La democracia».

Para 1927, en Europa y el mundo capitalista en general, se producía una profunda y persistente, crisis económica, que, como sabemos nosotros, dos años después, en el 29, precipitaría una nueva caída en el abismo. Y esta era la razón a la que se atenían todas las corrientes comunistas y de izquierdas para sostener la inminencia de la revolución, con independencia de que, ya en plena crisis económica, el Fascismo se hubiese hecho con el poder en Italia en 1922.

A juicio de Rosenberg, faltaba un movimiento de masas capilarmente organizado, que organizase a la mayoría de las clases subalternas, el movimiento de la «democracia», que no existía en Europa. Un movimiento socio político, en cuyo seno, y no desde fuera, las fuerzas políticas participantes, estudiasen el proceso y debatiesen ideas políticas -la democracia no es un movimiento apolítico-. Y en esas condiciones, para Rosenberg, no era posible la revolución. Motivo y análisis chocaban y desautorizaban todas las tradiciones rojas existentes.

Precisamente por echar en falta, no teoría ni crítica, sino movimiento de masas establemente organizado y praxis, Rosenberg no se acercó, tampoco, al dilettantismo exquisito de los Frankfurtianos, grupo cuyas diversas corrientes coincidían en la idea de que era la teoría, el estudio crítico, teórico, multidisciplinar, de la sociedad, las ciencias, incluidas la sociología y el sicoanálisis, lo que lograría elaborar una percepción de la realidad que impulsara a las masas a la revolución, o que la enajenación era tal que solo el arte vanguardista podía superarla, etc. También para estos intelectuales académicos, Rosenberg resultaba odioso.

Rosenberg, historiógrafo helenista, y estudioso de la democracia clásica, pensaba que el proceso no estaba encallado por falta de elaboración ideológica, por carencia de teoría, o por «falsa consciencia». Sino porque la gente percibía su real impotencia. Y esta impotencia no era un ideologema o impresión, una distorsión ideológica, una «apariencia», o falsa consciencia, sino la «experiencia» de una realidad ontológica. La falta de organización estable, sostenida, continuada, de las clases subalternas, el «demos», para generar actividad capilar, democráticamente organizada y controlada por las mismas, hubiese o no fuerzas electorales, y hubiese, o no, grupos agitadores, externos, de la idea de revolución, impedía toda posibilidad de transformación social.

Ciertamente, Rosenberg nunca rechazó la actividad política institucional, parlamentaria, que él mismo había ejercido, pero era sabedor de la historia del SPD alemán, partido que había obtenido grandes éxitos electorales, y cuya actividad política fue infecunda, estéril, y, en definitivas cuentas, subordinada a la de la clase dominante.

Según Rosenberg, una vez se hubiera creado ese movimiento –la «democracia»– desde su seno, a partir de la experiencia generada por su capacidad de control sobre la actividad, esto es, desde su creciente poder, y desde la experiencia creada por ese poder en las personas organizadas y en las que percibían las consecuencias efectivas de la misma , se generaría el proyecto, el programa, los fines o metas. No desde fuera.

La experiencia y la elaboración a partir de la misma, sería ciertamente una gnoseología, un conocer y un proponer, o ideología, pero, al ser generada en los propios individuos organizados, a partir de la experiencia producida por la organización creadora de nuevo ser práxico intersubjetivo, masivo, y nuevo poder sobre la realidad, precisamente por eso, sería una ideología orgánica. Una ideología correlacionada con la verdadera capacidad de poder surgente que generara el movimiento de la democracia.

Someto al lector la consideración sobre lo próximo que está esta interpretación que es la que elabora Rosenberg, de la noción de «filosofía de la praxis», de Antonio Gramsci. Noción en la que, como nos explicaba Manuel Sacristán, «de la praxis» es genitivo subjetivo; es decir, es la praxis la que se reflexiona a sí misma, son los agentes que la generan, los que, desde su experiencia de poder nuevo o nuevo control sobre la actividad, reflexionan su capacidad nueva, histórica, existente, y elaboran su proyecto de vida y su programa político, como parte del mismo.

Esto no excluye que el nuevo sujeto organizado, «La democracia» –o el nuevo «blocco storico»–, no substituible por su comité de dirección, lea, estudie –periódicos, revistas, libros, editoriales, organización para formarse–- , delibere sobre las ideas elaboradas por los intelectuales estudiosos, las tenga en cuenta y las integre, las repiense y reelabore, protagonistamente, a partir de su experiencia de poder .Como hacen las organizaciones de las patronales, que atienden los estudios de sus intelectuales orgánicos sin que les cedan, por ello, el control de sus organizaciones.

Esta concepción, según la cual, el problema lo constituye la falta de subjetividad, pero entendida, no como carencia de discurso, no como falta de ideología elaborada por el instrumento adecuado, o como falsa consciencia ideológica, sino como carencia de ontología, como inexistencia de entidad subjetiva, humana, organizada que generara democráticamente actividad, –el «Sujeto», a crear, es el verdadero «Objeto»– es la que convirtió a Rosenberg en un apestado para todas las corrientes rojas, afectadas, por esas fechas, de revolucionarismo imaginario. Precisamente, como consecuencia de la gran crisis económica, los fascismos estaban en auge. El italiano, estaba ya en el poder, según hemos señalado, desde 1922; el nazismo estaba a la vuelta de la esquina.

Permítasenos insistir en que el Sujeto al que nos remite Rosenberg, consiste en un movimiento, organizado establemente, que controla la sociedad, que genera cultura de vida y capacidad de lucha, y que es a lo que se denomina «La Democracia». Este movimiento no puede ser confundido con los movimientos solo reivindicativos, sectoriales, que se constituyen para protestar activamente sobre un determinado objetivo, y exigir de los poderes que cumplan lo que se reivindica.

Como escribe Marx «Un pueblo trabajador, por el mero hecho de plantear sus reivindicaciones al estado, exterioriza plenamente mediante su palabra [aus-pricht; aus, exteriorizar hacia afuera; pricht, habla] su consciencia de que ni está en el poder ni se halla maduro para gobernar».

Con independencia de que el discurso exprese fines retumbantes y apocalípticos, el fin de los tiempos, el socialismo o el comunismo. Porque dichos fines, de no haber intersubjetividad organizada que los haya elaborado desde su experiencia, o que los haya recogido del depósito cultural de la tradición, de cuyas luchas precedentes han surgido, y los quiera llevar a ejecución, no son expresión verbal de nadie, sino, abandono «del punto de vista del movimiento de clases para retroceder al movimiento de sectas».[3]

La democracia así entendida, es una tradición que, como nos va a mostrar Rosenberg en su obra, surge en la Grecia clásica, tiene en la Contemporaneidad un resurgir potente, y es ésta, precisamente, la tradición a la que pertenecen Marx y Engels.

Podemos encontrar las ideas que hemos citado, también, en los escritos sobre la AIT, de Marx. Pero, muy destacadamente, en El Manifiesto Comunista. Recordamos que su primer capítulo canta, con un pletórico optimismo, quizá digno de mejor causa, las hazañas y «el poder fáustico» del capitalismo que ha trastornado el mundo.

Es el segundo capítulo el que expone la concepción de la política que poseen los autores, y en el que se expresa concisa y crudamente el rechazo a que nadie se constituya como partido al margen del movimiento, ni pretenda elaborar o redactar ex ante y desde fuera, el programa, el proyecto, la ideología y la teoría que debe dirigir al movimiento de masas.

Estas ideas expresadas con contundencia, hacen del texto un verdadero y radical antimanifiesto o antipanfleto: «Los comunistas no forman un partido aparte, opuesto a los otros partidos obreros. (…) No proclaman principios especiales a los que quisieran amoldar el movimiento proletario. Los comunistas solo se distinguen de los demás partidos proletarios en que, por una parte, en las diferentes luchas nacionales de los proletarios, destacan y hacen valer los intereses comunes a todo el proletariado, independientemente de su nacionalidad; y por otra parte, en que, en las diferentes fases de desarrollo por que pasa la lucha entre el proletariado y la burguesía, representan siempre los intereses del movimiento en su conjunto. (…) El objetivo inmediato de los comunistas es el mismo que el de todos los demás partidos proletarios, constitución [ en realidad: «Bildung», Building, construcción, edificación/ aedificatio, formación; es decir, originación de lo que no existe] del proletariado en clase, derrocamiento de la dominación burguesa, conquista del poder político por parte del proletariado. La tesis teóricas de los comunistas no se basan en modo alguno en ideas y principios inventados o descubiertos por tal o cual reformador del mundo. No son sino la expresión [Aus-drücke: expresión, idea que surge de lo interno o del seno del movimiento; no explicación teorética, ni científica, elaborada al margen de la praxis; aus: exteriorizar, objetivar, sacar de uno afuera; drüke: impresión] del conjunto de las condiciones de una lucha de clases existente, de un movimiento histórico que se está desarrollando ante nuestros ojos (…)»[5].

En lo que llevamos escrito, hemos adelantado ya la idea central de la obra de Rosenberg ahora publicada. Pero en el libro, que repasa la historia de la democracia, explica su origen en las luchas de clases de la antigüedad, y su resurgir en la Edad Contemporánea, hay otras muchas valiosas ideas que lo hacen de lectura imprescindible. Repasemos sucintamente su contenido.

En lo que llevamos escrito, hemos adelantado ya la idea central de la obra. Pero en el libro, que recorre históricamente el origen de la tradición de la democracia, y su resurgir en la Edad Contemporánea, hay otras muchas valiosas ideas que lo hacen de lectura imprescindible. Repasemos sucintamente su contenido.

En la primera parte de la obra, como hemos avanzado, se nos explica cuáles son los orígenes de la democracia. Su nacimiento se produce en la antigua Grecia, como consecuencia de las luchas de clases entre pobres y ricos. Como prueba, Rosenberg recurre al libro 3 de Política de Aristóteles, donde el estagirita nos explica que la democracia es el nombre del poder de los pobres. Y que así sería, incluso si, per impossibile, hubiese una polis o sociedad en la que los pobres fuesen la minoría y los ricos la mayoría. Magnífico ejemplo que sirve para explicar el significado analítico del término democracia, dictadura de los pobres organizados.

Es la praxis histórica, la «stasis/discordia» o guerra civil, la organización de los pobres para la lucha de clases, lo que genera el poder, o kratos, del demos, o pobres. Los «aporoi» o carentes de riqueza, los «fauloi», o feos, o gentes de poca calidad, tal como se los denomina hostilmente, en estos textos. Y el triunfo de los pobres, en sus luchas, o el triunfo en el esfuerzo por salvar la polis –Salamina–, son los que instauran su régimen, la democracia, mediante el que los pobres organizados dominan la polis-comunidad. Como queda claro, «democracia» es, a la vez, nombre de movimiento organizado, nombre de una praxis histórica generada por el mismo, y nombre de una tradición de pensamiento surgida del hacer histórico.

A continuación, Rosenberg pasa a explicarnos la recuperación de la tradición de la democracia, en la Contemporaneidad, durante la Revolución Francesa. Rosenberg, como Antonio Gramsci o Georg Lukács, inspira su reflexión sobre la Revolución Francesa en la obra del gran historiógrafo francés, Albert Mathiez, cuyo trabajo de conjunto impone una inflexión a la historiografía sobre la Revolución Francesa. Mathiez es el gran defensor de la figura de Robespierre. También de la revolución rusa, que identifica de inmediato con la revolución campesina que fue la Francesa[6].

Como recoge Rosenberg, Robespierre es el representante orgánico, o tribuno, del movimiento de masas, quien, al final del proceso revolucionario, durante el cual él había sido un republicano[7]. Tras ver cómo, en tres ocasiones, la nueva aristocracia del dinero había intentado destruir los derechos y libertades recién adquiridos por los pobres, para someterlos económicamente, mediante el intento de golpe de estado, y mediante el pacto con el enemigo exterior, Robespierre declara que no basta con la república, o régimen en que todos, pobres y ricos, convivan, sino que hay que constituir una democracia, porque la aristocracia nueva del dinero no ceja en su intento de liquidación de los derechos y los recursos materiales de los pobres. En 1793, tras el intento de fuga del rey, que conlleva la constitución de la Primera República, Robespierre declara que solo los pobres son virtuosos; con plena consciencia de lo que significa, exige, consciente de su significado, la democracia, el poder de los pobres.

Al hilo de la obra de Albert Mathiez, Rosenberg destruye la explicación estándar –liberal burguesa– sobre la Revolución Francesa. Según esa otra elaboración espuria, pero aún vigente, en la Revolución Francesa, la burguesía se enfrenta contra el feudalismo: y por ello, la Francesa, es una revolución burguesa conscientemente dirigida por la propia burguesía Sería la burguesía la que, en ese proceso, instauraría un régimen político, la democracia. Y en ese proceso revolucionario burgués, como consecuencia de éste, como ala izquierda, a posteriori, y aprovechando la democracia, a veces para destruirla, surge el movimiento popular revolucionario y la democracia popular revolucionaria.

Frente a este modelo, que es una falsificación, Rosenberg restituye la verdad: La Revolución Francesa tiene su origen en un levantamiento popular. Y a lo largo de la misma, se enfrentan dos corrientes rivales, la liberal burguesa, antidemocrática, y la popular, antiburguesa y democrática, organizada y compuesta por la participación popular de la sansculotterie, por el campesinado, y por los clubs, el jacobino, a su cabeza, dirigido por Robespierre.

Rosenberg sale al paso de la falsificación sobre lo que se entiende por la democracia jacobina. La democracia jacobina es un poder político capilar, que carece de aparato burocrático, no tiene funcionarios. Los cargos necesarios para su funcionamiento son elegidos.

Según Rosenberg, la democracia es derrotada por la burguesía debido a que aquella carecía de un análisis del radicalmente nuevo sistema de explotación burgués, y en consecuencia, de un programa económico [8] .

Rosenberg, al hilo de Albert Mathiez, combate el mito de que Robespierre fuera un pequeño burgués y un sanguinario. Robespierre fue el representante orgánico más señero del movimiento democrático, y, en cuanto a su obra, para decirlo con Marx, es la «literatura que en todas las grandes revoluciones modernas ha expresado [aussprechen, hablar; auss-prach: hablar expresando; auss– hacia afuera (desde dentro… de la experiencia del movimiento) prach, hablar] las reivindicaciones del proletariado (los escritos de Babeuf, etc.)»[9]

Precisamente por eso, el propio Babeuf, en carta al Ciudadano Bodson, redactada poco antes de ser ejecutado, refiriéndose al gran tribuno revolucionario, escribía que Robespierre es la democracia.

A continuación, Rosenberg expone el otro proceso de masas organizadas como movimiento de la democracia, que se origina también a comienzos de la Edad Contemporánea, pocos años después de la Revolución Francesa, en los Estados Unidos, y que es encabezado por Thomás Jefferson.

Como sabemos, Jefferson era un gran político estadounidense, de formación ilustrada que, en vísperas de la Revolución Francesa, desempeñaba el cargo de embajador de EEUU en Francia y asiste al estallido de la Revolución. Las ideas de Jefferson evolucionaron durante ese periodo, y se suele considerar que había llegado a ser ideológicamente próximo a los «Girondinos» o «Feuillants».

A su regreso a EEUU , Jefferson, que llegaría a ser presidente de EEUU durante dos mandatos, inspira la organización de un movimiento demo republicano que se organiza como Partido Republicano y que trata de garantizar tierra a todo cultivador pobre que quiera labrarla personalmente. Jefferson trataba de frenar así la oligarquización de la república y la transformación de la misma en una república plutocrática. Es éste otro caso de movilización democrática fracasado, si bien no termina con el asesinato de su tribuno, como había sucedido en Francia, sobre el que nuestro autor reflexiona y extrae conclusiones.

A lo largo del libro, Rosenberg irá refiriéndose, y analizando la suerte, del movimiento democrático estadounidense.

La segunda parte de la obra de Rosenberg, que es la central y más extensa, estudia, en paralelo, la democracia y el marxismo, que es una corriente que forma parte de ese movimiento.

Rosenberg explica que desde la Revolución Francesa hasta mediados del siglo XIX se produce en Francia una guerra civil entre los liberales, esto es, los capitalistas burgueses y sus aliados, por una parte, y, por otra, los demócratas, el movimiento democrático popular organizado, que es aplastado una y otra vez por los primeros. Rosenberg recalca que, hasta mediados del siglo XIX , es inexistente, ni tan siquiera como especulación ideológica, una teoría de la democracia liberal, burguesa. Solo en 1847, Lamartine comenzará a elaborar esta ideología en el periódico Le National. Dicha ideología reinterpreta la democracia, no como movimiento organizado de masas, sino como sufragio universal –masculino–, carente de programa social, ejercido por una ciudadanía desorganizada, que delega pasivamente el quehacer político en los representantes electos, que gestionan y gobiernan desde un estado burocrático.

Pero el movimiento de la democracia, de la Francia del 48, en su inmensa mayoría se sentía expresado en el Programa de la «Democracia Social», cuyo representante era Louis Blanc. Éste, junto con Ledrou Rollin, eran los dirigentes de la «Democracia Social» francesa de los años 40 del siglo XIX. Ambos políticos, junto con Marx y Engels, y Bismarck, son los personajes que más veces son citados en la presente obra.

Como nos explica Rosenberg Louis Blanc era el enlace entre la democracia y el pensamiento socialista surgido del utopismo, y había elaborado un programa social para la democracia, que era el que conectaba con el sentir mayoritario del movimiento

Consistía en la defensa de la pequeña propiedad de la tierra, en la garantía de los derechos materiales de los trabajadores, el impulso al cooperativismo, que era el centro de su programa, y la creación Estatal de Ateliers nationaux para dar trabajo a los obreros en paro. Este fue el proyecto más radical asumido mayoritariamente por el movimiento de la democracia, a la luz de su experiencia: el programa de la Democracia Social.

La tradición praxeológica democrática constantemente reelaborada y puesta en obra por el movimiento popular, es el mundo político cultural en el que surge el socialismo francés y el comunismo, que es también, originario de Francia. Y es el mundo cultural que explica el pensamiento y la praxis política de Marx y Engels[10].

Marx y Engels surgen en ese continuum histórico, no son seres que se nacieran a sí mismos en lo político. Ese es el marco interpretativo histórico, el contexto genético concreto, desde el cual se debe leer y entender a los clásicos –problemas que afrontan, polémicas en que participan, organizaciones y personas entre las que se integran y tratan, tradiciones que heredan y continúan/renuevan, etc.

La historización de los clásicos los hace aún más potentes: muchas de las ideas que expresan (creadas o recogidas por ellos) adquieren pleno sentido sólo en este contexto histórico de la tradición rediviva de la democracia, como movimiento de masas.

Marx y Engels son representantes plenos de la «democracia primitiva», que es como Eduard Berstein la denomina, despreciativamente, y en la que Berstein incluye a nuestros clásicos, para menoscabarlos y que se los considerase arcaicos y desfasados[11]. Esto era algo sabido por todos durante el siglo XlX; pero para llegar a conocerlo hoy hay que leer los debates y conocer a los demás autores y teóricos revolucionarios. Del mismo Berstein, hoy día, si se lo menciona, solo se sabe decir que era un «revisionista». No un enemigo declarado de la democracia como movimiento o «democracia primitiva».

Rosenberg escribe, sobre Marx y Engels, en relación con Louis Blanc: «Marx y Engels fueron los primeros demócratas totalmente liberados de las ilusiones y de la afición por experimentos infundados».[12]

En parte, el deseo de Berstein tuvo éxito y se cumplió. No porque se critique hoy día a nuestros clásicos como miembros del movimiento de la democracia. Pero sí porque existe un desconocimiento absoluto sobre este hecho mismo, fundamental para entenderlos. Hoy, a lo sumo, se piensa en Marx y en Engels como en grandes teóricos, científicos sociales, críticos de le economía, intelectuales merecedores de que su obra sea tenida en cuenta en la Academia por haber sido los primeros en dar una explicación de conjunto sobre el constante desequilibrio de la economía capitalista, etc. Los debates centrales que se les atribuyen son sobre la «Forma valor», la teoría de la Crisis… etc, y no se los tiene en cuenta por lo que ellos fueron y quisieron ser.

Rosenberg, en evidente polémica con la crítica de Eduard Berstein, alaba precisamente a Marx y Engels, por esa misma causa, por pertenecer a la tradición de la democracia; donde Berstein ve un mal, Rosenberg ve lo positivo, lo valioso del legado recogido por los dos clásicos; pero ambos, Berstein y Rosenberg, coinciden en el hecho.

La democracia, el movimiento establemente organizado, compuesto por las clases explotadas, comete errores, y actos inmorales políticamente. Rosenberg no duda en señalarlos con claridad, pero sin delectación. Esta idea, que se encuentra también tratada en otras obras de Rosenberg, revela la radicalidad de su concepción de la historicidad humana. No hay nunca un estadio humano que sea irreversible. Todo depende de nosotros, los propios seres humanos; esa es la contrapartida de la libertad ontológica que poseemos.

La derrota de la revolución de 1848, nos explica Rosenberg, se debe a que el movimiento obrero, que era, en ese periodo, el espinazo del movimiento social y cultural organizado de la democracia, una vez se constituye la Segunda república, acepta la propuesta que la burguesía le hace. No subirán los salarios, pero, en contrapartida, los impuestos que paguen el mantenimiento del nuevo régimen republicano caerán sobre el campesinado. Esto produjo de inmediato la desmovilización del campesinado, que constituía la mayoría de la sociedad, y el aislamiento del movimiento obrero organizado. El posterior heroísmo de los obreros en las barricadas, en julio del 48, no compensa, ni palía la gravedad del suceso. Se produjo la derrota.

En esas fechas el proyecto burgués, liberal, estaba deslegitimado, había hecho crisis y se había hundido en febrero de 1848. El proyecto de la democracia social. había sido liquidado definitivamente en julio de 1848. En esta situación de ausencia de proyectos políticos de masas, capaces de organizar una alternativa de sociedad, se daban las condiciones para que se instaurase un nuevo régimen personalista, el Bonapartismo.

Rosenberg ha reflexionado mucho y en diversas ocasiones, a partir de El 18 brumario de Luis Napoleón Bonaparte, obra escrita por Marx, sobre las condiciones de posibilidad que generan estos regímenes. Por ejemplo, en su obra sobre la república de Roma explica el advenimiento del Imperio como consecuencia de la sucesiva derrota de los proyectos políticos posibles elaborados por las distintas clases sociales. En tal situación de caos, y de atomización, se da la oportunidad para que individuos demagógicos e inteligentes, que sepan entender las necesidades materiales de la gente y el vacío de poder existente, se hagan con el poder[13]. Y Rosenberg repasa ese periodo de la historia de Francia.

La fecha final de la historia estudiada en esta segunda parte de su obra es 1895, año de la muerte de Engels. Pero Rosenberg señala que, tras 1871, la democracia se debilita como consecuencia del gran poder hegemónico adquirido por el capital y la consiguiente nueva derrota del movimiento democrático, la de la AIT. La interpretación del significado, y de la intención, que posee el texto de Marx Guerra civil en Francia mediante el que hace el elogio póstumo de la insurrección de la Comuna de Paris, es otra nueva, valiosa, aportación de Rosenberg.

Tras 1871, se produce una inflexión y pérdida de influencia de la tradición praxeológica en la sociedad. Rosenberg coincide, también en esto, con el análisis elaborado por Antonio Gramsci, quien considera que la Revolución Francesa, iniciada en 1789, se concluye en 1871.

La tercera parte de la obra trata sobre la democracia desde 1895 hasta la actualidad de 1939.

En esta parte Rosenberg elabora un análisis del bolchevismo en sus inicios, que era parte del «movimiento democrático masivo del pueblo ruso»[14]

Refiriéndose a Lenin , escribe Rosenberg: «Por primera vez desde la muerte de Marx y Engels, aparecía un hombre que, estudiando las obras de los maestros, y observando simultáneamente y con ojo crítico las condiciones de su propio país, revivía la democracia revolucionaria, al estilo de 1848. Lenin fue el primer socialdemócrata que comprendió el aislamiento profesional del movimiento obrero y lo combatió como el obstáculo principal para la revolución (…) El estado soviético tal y como lo concibió Lenin y como pareció surgir de la práctica de la Revolución rusa, representó en realidad un renacimiento del tipo comunal de democracia»[15]. Y: «Lenin presentó una formulación clásica de la democracia social en su teoría de una dictadura democrática de los trabajadores y campesinos».[16]

Pero, al término de la guerra, el capitalismo imperialista centró sus esfuerzos y recursos en eliminar el nuevo poder de la democracia de masas que se organizaba en Europa, y que había prendido particularmente en Rusia. «La lucha entre el imperialismo internacional y la democracia social renovada proveniente de Moscú duró aproximadamente hasta 1923. El resultado fue el fracaso total de la democracia en todos los frentes, ante todo en la misma Rusia».

La situación se hizo desesperada para la democracia rusa, en cuanto terminó la guerra, desde el mismo año 1918 La guerra civil –no mencionada en su resumen, por Rosenberg– con una intervención enorme de tropas extranjeras fue la puntilla. Así «Hacia 1921, Lenin se dio cuenta de que ya no quedaba ninguna esperanza de que la revolución obrera triunfara en ningún país fuera de Rusia en el futuro próximo (…) El autogobierno de las masas trabajadoras fue reemplazado por una dictadura centralizada del partido bolchevique».[17]

Parte de esa reacción imperialista es el fascismo, sobre el que Rosenberg incluye, a continuación de lo anterior, un análisis.

El libro termina con un repaso de las fuerzas democráticas existentes en la actualidad, y con un último capítulo en el que Rosenberg sintetiza o resume las características de la democracia, su carácter de tradición praxeológica: «Históricamente, la democracia no existe como una cosa en sí misma, como abstracción formal. Al contrario, la democracia es siempre un movimiento político concreto, impulsado por fuerzas sociales y clases especificas que lucha por objetivos particulares. Un Estado democrático es por tanto un Estado en el que impera el movimiento democrático».[18]

El libro de Rosenberg, como el resto de su obra, está repleto de ideas seminales, originales, buen fundamentadas, fruto de su reflexión intelectual sobre la experiencia producida por su participación en las luchas de un periodo revolucionario. La mayoría de sus ideas novedosas, explicadas sutilmente mediante las «parábolas» de casos y procesos históricos que el lector debe interpretar políticamente, queda fuera de esta recensión de la obra que elaboramos con motivo de su nueva edición. Pero consideramos que, con lo resumido, queda cumplida la finalidad de presentar la obra.

Notas

[1] G.E.M. de Ste. Croix, La lucha de clases en el mundo griego antiguo, Ed Crítica, Barcelona, 1988.

[2] La traducción de Historia de la república de Roma, al español fue hecha por Margarita Nelken, y publicada en Madrid, en 1926, por Ed Revista de Occidente. Un hito aislado, comparable –al decir de Marx– al pasmo y desconcierto producido por un trueno en un día despejado.

[3] La escuela helenística germánica, a la estela de Eduard Meyer, se caracteriza, entre otros rasgos, por considerar que, en las polis de la antigua Grecia, la esclavitud era un factor marginal. Y que, por ello, pudo darse la existencia histórica de regímenes res publicanos, que en bastantes casos dieron paso a democracias. No sugiere otra cosa Aristóteles en su Política, obra en la que nos explica que el buey es el esclavo del pobre.
[4] Ambas citas, en Karl Marx, Crítica al Programa de Gotha, capítulo 3. Ricardo Aguilera editor, Madrid, 1971 Texto de Marx, respecto del cual, Engels, en carta a Bebel de 1875, que suele ser incluida junto al mismo, recomendaba que se sustituyese la palabra «estado» por la palabra «Gemeinwesen», comunidad, o comuna; Societas civilis o res publica, sociedad civil, en la tradición de pensamiento. El texto en alemán, con el que hemos cotejado está en https://marxwirklichstudieren.files.wordpress.com/2012/11/kritik-gothaer-programm-kommentiert.pdf

[5] Karl Marx, Friedrich Engels, Manifiesto del Partido Comunista, Ed Progreso, Moscú, 1972. Capítulo 2. El texto en alemán, con el que realizamos el cotejo, procede de la edición del Manifiesto, bilingüe, publicada por ed. Crítica, Barcelona, 1998 con prólogo de Erick Hobsbawm.
[6] Albert Mathiez, El bolchevismo y el jacobinismo (1920).
[7] En la tradición res publicana a la que pertenece Robespierre, la de Aristóteles, una res publica puede ser monarquía, aristocracia y democracia.
[8] Sin lugar a dudas, los análisis sobre la situación económica durante la Revolución Francesa proceden de la soberbia obra de Albert Mathiez, entre otros escritos del mismo, La vie Chère et le mouvement social sous la Terreur, Ed Payot, París , 1927, y su espléndida síntesis sobre la revolución, traducida al castellano, y editada en tres volúmenes, La Revolución Francesa, Ed Labor, Barcelona, 1935. Hay una segunda edición de Ed. Labor, publicada en 1949.
[9] Karl Marx y Friedrich Engels, Inicio del Apartado 3 del capítulo tres de El Manifiesto del partido comunista. Cotejo del alemán a partir de la edición bilingüe de Ed. Crítica, citada.
[10] Estas ideas eran de sentido común antes de la Revolución Rusa y la creación delos partidos comunistas Komintern. El lector podrá corroborarlas fehacientemente en: William H. Sewel, Trabajo y revolución en Francia, El lenguaje del movimiento obrero desde el Antiguo régimen hasta 1848, Ed Taurus, Madrid, 1992 (0riginal, 1980). Alain Maillard La Communauté des égaux. Le communisme néo- babouviste dans la France des annéss 1840. Ed. Kimé, Paris, 1999. Jacques Grandjonc, Communisme/kommunismus/Communism, Origine et développement de la terminologie communautaire prémarxiste, des utopies aúx néo- babouvistes. Actualmente en Edtions De la Grange Batelière, 2021. Anteriormente en Editions des Equateurs, 2013. Primera edición en Karl Marx Haus, Trier, 1988.
[11] Eduard Berstein, Las premisas del socialismo y las tareas de la socialdemocracia. Problemas del socialismo. El revisionismo en la socialdemocracia. Ed Siglo XXI, México, 1982.

[12] Arthur Rosenberg, Democracia y socialismo, Op. Cit. pág. 87
[13] El gran admirador de Rosenberg, Luciano Canfora, inspirándose en él, y en el mismo sentido, escribe un deslumbrante libro: Julio César, un dictador democrático, Ed Ariel, Barcelona, 2000.
[14] Arthur Rosenberg, Democracia y socialismo, pág. 309.
[15] Arthur Rosenberg, Op. Cit. pp 310, 316.
[16] Arthur Rosenberg, op. Cit. pág. 335.
[17] Arthur Rosenberg, op. Cit. pp. 317 y 318.
[18] Arthur Rosenberg, op. Cit. pág. 335

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