La clase obrera en el año 2000
Stéphane Beaud, Michel Pialoux
¿Qué permanece y qué ha cambiado en la composición y carácter de la clase obrera? ¿Cuáles son los motores de esa transformación y cuál su futuro? El fenómeno no tiene en los países desarrollados las mismas características que en aquellos cuyas economías están subordinadas a las metrópolis. Aun con métodos y resultados diferentes, sin embargo, la intensidad del trabajo, la acentuación de la alienación, el aumento de la desocupación y la pérdida de identidad definida de los trabajadores, son factores comunes y abren idénticos interrogantes en todo el mundo.
Las fábricas recientemente instaladas cerca de la usina Peugeot de Sochaux, prefiguran un aspecto del futuro industrial. El modo de gestión de la mano de obra vinculado con el método «justo a tiempo» economiza empleos e intensifica el trabajo del personal de ejecución. La condición obrera parece golpeada por la precarización de su status y por la frecuencia de las puestas a prueba de los asalariados. Los jóvenes (20 a 30 años), seleccionados por sus «cualidades» -disponibilidad, agilidad, buena presencia, disposición a dejarse flexibilizar (es decir a interiorizar el nuevo sistema de coacción)- ocupan los puestos de «operadores» que constituyen más del 80% de los empleos creados1.
«Operador», ese nombre puesto desde hace diez años a los obreros de la industria automotriz y de los nuevos sectores industriales, disuelve la distinción entre calificados y no calificados, ratificando la desaparición de los obreros profesionales. Antes diferenciada y jerárquica, la categoría de obrero cede el lugar a una categoría, homogénea e indiferenciada, de operador o de agente de fabricación. ¿Se trata de un simple maquillaje semántico? ¿del producto de un trabajo de homogeneización realizado por las gerencias de recursos humanos? ¿de una maniobra de despolitización del mundo obrero? Si las palabras hacen las cosas, deshacer esas palabras (a la vez categorías de representación e instrumentos de movilización), contribuye a desmovilizar lo que antes se llamaba la «clase obrera».
La aparición de esta categoría de operadores, que remite a transformaciones de la división del trabajo, revela a la vez una reestructuración profunda del grupo obrero (empobrecimiento material, sentimiento de desplazamiento y de descenso en la jerarquía social, desmoralización del grupo) y cambios en el resto de la sociedad.
Mientras que las nuevas palabras fabriles son aceptadas por los jóvenes, el término «obrero» produce rechazo, implica una descalificación: «Yo no soy obrero, soy operador. Para los que no hacen nada en la empresa, somos obreros. Pero obrero, para mí, es más bien la mano de obra. Acá lo que hago está más cerca de la electrónica que de la manufactura» (30 años, nivel perito mercantil). Se trata de una derrota simbólica cargada de sentido; signo y síntoma de una relación de fuerzas en el espacio social. Ser obrero hoy es estar condenado a permanecer en un universo socialmente descalificado. Y esta pérdida del vocabulario antiguo trae aparejada la crisis de creencia en el lenguaje político: para muchos jóvenes, el discurso que recurre a «la clase» parece destinado al guardarropas.
Los operadores son reclutados para misiones interinas de corta duración y renovados en función de su comportamiento en el trabajo, donde deben demostrar disponibilidad y lealtad hacia la empresa. Ya no ejercen un oficio (con su lenguaje, su cultura, sus modos de transmisión entre viejos y nuevos), sino una suerte de trabajo puntual ligado a un proyecto; son contratados para garantizar un objetivo acotado (producir ese auto, fabricar esa pieza). Resultan evidentes las ventajas de este «proyecto indigente»que se asigna como objetivo a estos agentes de fabricación: permite romper con ciertas garantías colectivas antiguas, como el reconocimiento de las calificaciones y el progreso en la carrera2. En las pequeñas y medianas empresas (PyME) de los subcontratistas, los operadores cobran el SMIC (Salario Mínimo Interprofesional de Crecimiento), independientemente del diploma que les dio acceso a esos empleos. Se les da a entender que no deben esperar progresos en el empleo: lo más que pueden esperar es «llegar a monitor» (el puesto de control del equipo que da derecho a un bono de alrededor de 300 francos por mes, es decir, 50 dólares).
Los horarios de trabajo son muy variables, los equipos no se conocen, el ambiente de trabajo es descrito unánimemente como «malo». Trabajen en Sochaux o en empleos interinos calificados, los jóvenes no dudan en calificar esos empleos de operadores como «trabajos basura».
A pesar de eso, la competencia para conseguir uno de esos empleos (que suelen percibirse como la primera etapa hacia un trabajo estable), es intensa entre los jóvenes desempleados o pasantes de la región. Se contrata a muy pocos hijos de inmigrantes; una gran parte de los operadores está constituida por bachilleres, hijos de obreros la mayoría, que viven el regreso a la fábrica como un retorno al punto de partida. Esta mano de obra juvenil es trabajadora, dócil, no revoltosa. En suma, suelen ser los obreros que el capitalismo siempre soñó (y que se dedicó a formar). Los dirigentes de esas PyME explican a sus asalariados que tienen una terrible competencia económica con otras empresas del sur (Túnez, Turquía). Y tienden a disuadirlos de todo tipo de acción colectiva, comenzando por la creación de una sección sindical de empresa. Parte del reclutamiento de los operadores apuesta a garantizar su docilidad. Lo que puede explicar, por ejemplo, la frecuencia del recurso a madres solteras, menos susceptibles de embarcarse en un movimiento de huelga.
Así, en la Francia industrial, coexisten dos tipos de poblaciones obreras: por un lado, operadores de PyME (reciben el salario mínimo, son jóvenes, explotados, no sindicalizados); por el otro lado, obreros de grandes fábricas, sindicalizados de larga data, que gozan de alguna forma de protección social en particular gracias a la presencia de delegados sindicales en los talleres. Esta coexistencia tiene efectos sobre las representaciones que se hacen los obreros del mundo social. En Peugeot-Sochaux, la descentralización de la gran fábrica y el desarrollo de unidades de producción a cargo de subcontratistas tuvieron en parte como objetivo evitar la resistencia obrera a los proyectos de «modernización» de las relaciones sociales y de las «mentalidades»3.
Regreso al siglo XIX
La emergencia de este nuevo modelo de operador en las fábricas donde la precarización e intensificación del trabajo van de la mano, puede interpretarse como un síntoma, a la vez de la aparición de una especie de working poor a la estadounidense en la industria4 y de la disgregación de la antigua clase obrera organizada en torno a obreros profesionales. Esa clase estaba sindicalizada y sus conquistas, ganadas a través de luchas puntuales, no tardaban en extenderse a las empresas más pequeñas gracias a la negociación de los convenios por rama. Fue la clase combatiente que permitió lograr mejoras regulares de poder adquisitivo a lo largo de los Treinta Gloriosos (1944-1974, los años de crecimiento ininterrumpido) y unificó las diferentes fracciones del grupo (calificados/no calificados, de origen obrero/campesino, franceses/inmigrantes, hombres/mujeres). Sin embargo, desde principios de los años 90, las profundas transformaciones de la división del trabajo hicieron aparecer subgrupos debilitados, muy vulnerables, que no se sabe si están dentro o fuera de la clase.
Hasta principios de los años 80, Peugeot había garantizado un buen salario y ventajas a sus obreros. Muchas familias de asalariados, especialmente las de obreros calificados, jefes de equipo y agentes de control, confiaron en la empresa, sintieron haber contraído una deuda moral con ella (se escucha decir todavía, sobre la familia Peugeot, que «hicieron mucho por la región»). A mediados de los años 80, las familias obreras descubrieron que Peugeot, ese coloso que las había protegido durante mucho tiempo, era frágil, y que ahora se cernía sobre ellas una amenaza que podía llevarlas hasta el desempleo o la «exclusión». La mayoría de las antiguas «protecciones» sociales (el paternalismo de la empresa), políticas (los sindicatos y la relación de fuerzas a favor de los asalariados), simbólicas (el orgullo del obrero de Peugeot, el sentimiento de pertenecer a un grupo, a una «clase»), han ido desapareciendo gradualmente.
Para los obreros que se habían beneficiado con una mejora regular de sus condiciones de vida y habían conocido la experiencia, muchas veces feliz, de la lucha colectiva, este (re)descubrimiento de la vulnerabilidad constituyó un verdadero impacto. Lo identificaron con un terrible retroceso: «Volvemos a pleno siglo XIX», repiten los obreros militantes. La precarización económica sobreviene después de una época donde el espacio social se había abierto. Desestabilizados en sus lógicas de identificación política y simbólica, los obreros toman conciencia de que fuera de la red protectora de los antiguos sistemas de seguridad se arriesgan a ser absorbidos por una espiral de subproletarización. Por lo demás, aunque desde hace quince años la clase obrera sufre directamente el aumento de las desigualdades, la opinión pública no lo ha percibido. Puesto que tienen empleo (que nadie intenta saber en qué consiste y cuánto aporta), los obreros no aparecen como víctimas de agravios que conmueven la conciencia colectiva, salvo cuando los patrones «exageran» (Moulinex, Michelin)5. En la carrera por la compasión, llegan después de los «excluidos». Es decir, cuando la compasión ya está agotada.
En las nuevas PyME, nada favorece una sociabilidad obrera; todo se organiza de modo que los operadores no se encuentren entre sí: las pausas son breves y los horarios de trabajo tan variables que es dificil fijar encuentros después. Ocurre que esos jóvenes viven en lo provisorio, no piensan seguir en la fábrica. Sólo gradual -y dolorosamente- se hacen a la idea de que no se moverán más. La heterogeneidad de los asalariados evita la constitución de colectivos de trabajo, de intereses comunes, de un sentimiento de pertenencia entre asalariados susceptibles de ser expuestos a la amenaza de un desplazamiento.
Estas nuevas formas de precariedad vuelven aleatorio todo arraigo fabril, toda transmisión de una cultura del trabajo y de una cultura de oposición6. Los pocos obreros que conservan un espíritu contestatario no son bien vistos por los jóvenes. Una obrera de veinticuatro años, contratada como interina desde hace un año, considera que son «chicaneros».
Las lógicas de individualización (las del salario, las primas, etc.) se desarrollaron mucho en las empresas7. Alentadas por la patronal, son retomadas y asumidas por ciertas fracciones del grupo obrero. No sólo es el caso de los obreros conservadores sino también de los que quieren «evolucionar», es decir tener acceso a la «modernidad» (sobre todo en lo que concierne a la informática), salir del aislamiento de su puesto de trabajo, comprender el conjunto del proceso de producción en el cual están implicados (la lógica de la reducción al mínimo de movimientos y la de los círculos de calidad los invitan constantemente a ello)8.
Es en este sentido que se ejerce la capacidad de seducción del nuevo espíritu del capitalismo sobre ciertas fracciones del grupo obrero, especialmente los jóvenes. Entrar en la modernidad les ofrece perspectivas de identificación diferentes a las tradicionales del movimiento obrero clásico, que no les parece portador de una esperanza colectiva y que parece incluso encerrarlos en un mundo anticuado, cuyos términos sociales ya no encajan con la realidad. Los jóvenes obreros, sometidos a la sucesión muchas veces humillante de pequeños trabajos sin futuro, no manejan ni usan la palabra explotación, aunque designa una realidad indiscutible: hija de inmigrantes argelinos, una obrera prefiere hablar de «explotaje».
Pero para comprender la dificultad de las movilizaciones obreras y la manera en que evolucionaron las formas de conciencia obrera, hay que analizar también los cambios fundamentales de la socialización escolar vinculada con la prolongación de los estudios en ambientes populares. Desde hace veinte años, la desvalorización del trabajo obrero fue amplificada por la desproletarización fuera de la fábrica, sobre todo en la escuela.
Desconfianza hacia «lo sindical»
La prolongación de los estudios de los chicos contribuyó a descalificar la experiencia social y militante de sus padres. Los obreros, que debieron enfrentar las nuevas formas de dominación en el trabajo, enfrentan también, en sus hogares, la impugnación de una parte de su identidad social por parte de sus hijos, engreídos por su status escolar. La escuela contribuye pues a profundizar en cierta forma la distancia -social, cultural, afectiva- entre las dos generaciones, a nutrir la hostilidad hacia todo lo que suena a obrero y anticuado, a establecer una nueva relación con el cuerpo y la política: produce un alejamiento de la tradición militante, las luchas, los enfrentamientos cuerpo a cuerpo, las grescas sindicales y políticas. Por otra parte las huelgas de los estudiantes de 1994 y de 1998-1999 mostraron esta negación de los conflictos, esta desconfianza hacia «lo sindical».
Nada de todo esto implica la desaparición de toda forma de resistencia en las empresas, inherente a toda situación de dominación. Con el tiempo, nacen solidaridades en el trabajo, se construyen afinidades, aparecen figuras militantes (leer «Huelga victoriosa?», en esta página). Sin embargo, el estudio de las diferentes dimensiones de la existencia social obrera muestra la desestabilización simbólica de la antigua cultura obrera, profundamente politizada. Tenía elementos existenciales y éticos, una especie de protesta casi muda contra el trato que se recibía en la fábrica. Permitía conservar y afirmar (mal o bien, y más mal que bien) un mínimo de autoestima. Ahora bien, la cuestión de la politización no puede separarse de la manera en que el grupo defendía su dignidad, en que los obreros resistían a la caída, siempre posible, en la indignidad y la pauperización. Tanto en el universo del trabajo como en el de afuera, se combinaban defensa colectiva y resistencia individual. Lo que hacía a la «clase», era por cierto la ideología, los portavoces, los partidos y los militantes obreros, elegidos y sindicalistas. Pero eran también fenómenos de morfología social más díficiles de percibir y también en vías de transformación rápida: el rol (que se va reduciendo) de los obreros profesionales, la memoria del grupo (dividida por la cuestión de la inmigración).
Los obreros profesionales constituyeron durante mucho tiempo el puntal de la clase obrera.
Si el debilitamiento de los obreros profesionales quebró esta dinámica de las identificaciones, entre los no calificados las grandes dificultades de los hijos de los inmigrantes para lograr un lugar en el mercado del trabajo perturbaron el orden de sucesión de las generaciones obreras. A partir de los años 80, el relevo no pasó de los militantes obreros a los hijos de inmigrantes que fueron a la universidad y que poseían las aptitudes para la rebeldía y la lucha colectiva.
Por una serie de razones políticas (el miedo a ser «instrumentalizados»), sociales (la discriminación contra los jóvenes inmigrantes) e internacionales (la guerra del Golfo generó un corte entre «franceses» e «inmigrantes»), muchos beurs9 se sintieron repelidos hacia la cultura árabe. El quiebre con el mundo obrero francés es muy fuerte: la mayoría de los hijos de inmigrantes no quieren reproducir la situación de sus padres, negándose a ser nuevamente «árabes sobrexplotados».
Esta fractura del mundo obrero resulta bien ilustrada por la diferencia de conservación de la memoria colectiva de los dos subgrupos («franceses» e «inmigrantes»). Mientras que la memoria obrera no se cultiva10, la de los inmigrantes (en particular del Magreb) es conservada fervorosamente por algunos hijos de segunda generación que descubren la historia de sus padres a medida que estos últimos envejecen y se jubilan. Escriben libros, hacen películas donde recuerdan la explotación en el trabajo y la dureza de las condiciones de vida en los suburbios parisinos o lioneses11.
Es sobrecogedor el contraste entre una memoria obrera casi inexistente que no llega a interesar a los descendientes del grupo y una memoria inmigrante que «habla» a la segunda generación y que rehabilita tanto a los padres como a las madres, al recuperar su palabra y dignidad. La fractura de esta memoria obrera contribuye sin embargo a separar un «grupo» que podría estar relativamente unido gracias a un trabajo militante de representación política y sindical. Ahí también queda abierta la cuestión de las condiciones en las cuales podrían producirse nuevas identificaciones y anudarse nuevas alianzas.
1. La utilización de personas en situación de precariedad por largo tiempo, donde son asociados interinos y contratos de duración determinada (CDD) para los empleos clasificados como «los menos calificados», se integra ahora en una gestión externalizada de la incertidumbre por la demanda en el mercado de productos y por el comportamiento individual. Cf. Armelle Gorgeu, René Mathieu, Michel Pialoux, «Organisation du travail et gestion de la main d´oeuvre dans la filière automobile», Cahiers du centre d»études et de l´emploi, París, 1998.
2. En esas fábricas, la jerarquía obrera se consolidó firmemente. Existen por un lado los jefes de equipo o capataces, y del otro los operadores.
3. Michel Pialoux, «Stratégie patronale et résistances ouvrières», Actes de la recherche en sciences sociales, París, Nº 114, 1996.
4. El término designa a quienes trabajan en subempleos subpagos y no llegan a obtener salarios superiores al nivel oficial de pobreza, fijado sin embargo muy bajo. Se estima que en Estados Unidos más de 12 millones de asalariados de tiempo completo no pueden asegurar condiciones de existencia normales a sus familias.
5. Michelin dio lugar a un enorme debate el año pasado en Francia, al dar a conocer simultáneamente ganancias excepcionales y planes de despido de miles de obreros.
6. El estudio de la militancia obrera estableció que se necesitaba tiempo para construir en los talleres algo que se parezca a una cultura política.
7. Es el sueño para unos, la pesadilla para otros, de la escolarización de las actitudes en el trabajo, cuya forma caricaturesca fue la instalación, a principios de los años 90, de cuadros de mérito o de desmérito en los talleres. En esos cuadros los obreros eran anotados y clasificados en función de la cantidad de fallas que habían dejado pasar.
8. Lo mismo que los «circuitos de calidad», combatidos, incluso menospreciados, por los sindicatos CGT y por los viejos trabajadores no calificados que ven en ellos un medio «para que la dirección robe el know how y los trucos de los no calificados de la cadena»
9. Beur: se llama así en Francia a la segunda generación de inmigrantes del Magreb; nacieron de padres magrebíes en Francia, donde se escolarizaron. En los países de origen de sus padres se sentirían extranjeros, en Francia su doble pertenencia cultural dificulta su inserción.
10. La película Reprise de Hervé Le Roux es una excepción. En Sochaux, la memoria obrera local no se mantiene, la llama del recuerdo es extremadamente dificil de alimentar. Todo pasa como si la memoria obrera local sólo pudiera revivir bajo una forma un poco folklorizada.
11. Ver especialmente la película de Yamina Benguigui, Memoires d´immigrés. L»héritage maghrébin.