Crítica literaria, crítica cinematográfica (I)
Francisco Fernández Buey
El 25 de agosto de 2022 hizo diez años del fallecimiento de Francisco Fernández Buey. Se están organizando diversos actos de recuerdo y homenaje y, desde Espai Marx, cada semana a lo largo de 2022-2023 publicaremos como nuestra pequeña aportación un texto suyo para apoyar estos actos y dar a conocer su obra. La selección y edición de todos estos textos corre a cargo de Salvador López Arnal.
Contenido: I. Epílogo a El peso del humo. II. Para la presentación de La prueba del nueve. III. Sobre Bertolt Brecht. IV El cazador de instantes de Rafael Argullol. V. Un libro ecuánime para una historia fascinante. VI. Sobre Los maestros de la sospecha de Francesc Torralba. VII. Miguel Abensour, «Utopía y democracia». VIII. Presentación de Conversaciones entre alquimistas. IX. Utopía, Salvat Papasseit. X. Nicos Kazantzakis/ Martin Scorsese, La última tentación de Cristo (1999).
Anexo 1. Editores, escritores.
Anexo 2. Cómo debe ser la divulgación para no degradar el conocimiento científico y cumplir su función en el desarrollo social.
Anexo 3. Perfil Humanidades, encuesta UPF, 2009.
I. Epílogo a El peso del humo
Epílogo de El peso del humo. Libro de Horas Profanas de Javier Delgado (Zaragoza, 1988). El texto de FFB está fechado en diciembre de 1987.
Hace diez o quince años, cuando las asambleas públicas eran el pan nuestro cotidiano de la ciudadanía resistente, había una palabra maravillosa que llegó a estar en boca de casi todos los que se adelantaban para decir algo. Esa palabra era «compañero». Es verdad que había en su uso una punta de formalismo y también es verdad que no todos aquellos de quienes se decía eran precisamente «compañeros del alma». Y, además, el constante resobe de la palabra acabó prostituyéndola, como siempre ha ocurrido con los grandes sustantivos y adjetivos de nuestra cultura que se van y se vienen a cada vuelta de la noria movida por los asnos que somos. Tanto es así que hubo un momento en el que las personas sensibles –esas personas que cuando tienen algo que decir se adelantan y callan– empezaron a sentir hastío cada vez que se oían llamar «compañero» en vano, un hastío parecido al que ahora empiezan a sentir las personas sensibles ante la palabra libertad pronunciada con el prepotente guiño dogmático de quienes niegan que pueda existir alguna otra forma de libertad que no sea la otorgada en el mundo de los que mandan.
Se fue. pues, pasando del uso y del abuso de la palabra al olvido del compañerismo. Y ahora, desde que se descubrió la nueva verdad posmoderna según la cual la vanguardia es el mercado –otro Mediterráneo por el que vuelven a navegar sin obstáculo el capitalismo salvaje y el individualismo– aquella palabra maravillosa parece haber quedado recluida por el momento en esa reserva de indios que son los pequeños y hasta marginales grupos en que sobrevive la cultura obrera. De ellos la retomo para entrar en este libro de Javier Delgado. Sencillamente con la intención de hacerle compañía. Porque Javier Delgado es para mí, sí, compañero del alma.
Aunque no tengo ninguna seguridad sobre ello, sospecho al menos que lo que cumple a la hora de hacer compañía, o sea, a la hora de arrimar el hombro en un libro de poesía cuya poética se comparte, es hablar –lo más brevemente posible– al final del mismo. No para quedarse con la última palabra o para hacer la consabida síntesis (que todo eso sería propio de aquellos otros «compañeros» que nos aburrían y que no eran del alma precisamente), sino para que el lector que llega al final del poemario sepa que el poeta no está solo y pueda por otra parte, sí así le place, saltarse el epílogo sin ninguna mala conciencia, a sabiendas simplemente de que lo que el libro iba a decirle se lo ha dicho ya en lo leído.
El amable lector que, a pesar de esta advertencia, ya sea por amistad, ya por cinismo bien entendido o por la inconfesable atracción hacia los caracteres impresos que sienten los heridos de letra –razones habituales y, por lo demás, casi únicas razones para leer epílogos–, decidiera adentrarse en el par de páginas que siguen queda infamado de que quien esto escribe es igualmente consciente de estar metiéndose en un jardín vestido con camisa de once varas, al lanzarse desde la declaración de compañerismo a la declaración de solidaridad con una poética. Pero el hipócrita lector sabrá también a estas alturas que para eso están los amigos. Y lo que para los efectos es tan importante como lo anterior: que para eso están los jardines y las camisas de once varas. Para meterse en ellos y en ellas. Vamos allá.
Quienes conocen a Javier Delgado sólo por su trabajo como publicista o sólo por su constante y tranquilizadora presencia en tantas manifestaciones políticas durante la dictadura del general Franco y en lo que ha dado en llamarse «la transición» tal vez se hayan sorprendido ahora por la forma, el estilo y la temática de El peso del humo. Quiero pensar, sin embargo, que quienes le conocen de cerca y de verdad no habrán encontrado motivos par la sorpresa. Disentirán acaso de su poética, o de la temática elegida, o de la forma en que el tema cobra aquí vida poética, o de todas esas cosas a la vez (lo que, desde luego, espero que no ocurra), pero difícilmente se sentirán sorprendidos por esta reflexión que ha tomado cuerpo en un «libro de horas profanas». Pues en él están, como concentradas, muchas de las virtudes que tantos hemos apreciado desde siempre en Javier: la sensibilidad para captar la forma presente de las antinomias vitales permanentes, el gusto por lo bien hecho, la ironía, el fino humor para dar con la puerta en las narices a las contradicciones insalvables y a los agobios evitables.
Desde hace mucho tiempo son habituales en nuestra literatura dos formas contrapuestas de profanación, parcialmente recogidas en los diccionarios. Una de ellas, consustancial al anticlericalismo que siempre acompaña al histórico y pesado dominio de clérigos e inquisidores, responde al sentido peyorativo e incluso truculento que por lo general se da al término: crítica irrespetuosa y escarnecedora de lo sagrado. Pero, aunque tal vez no tenga tanta tradición como el escarnio y el sarcasmo de lo sagrado, hay otro modo de acercarse a ello desde fuera, otra manera que nada tiene que ver con el anticlericalismo porque de entrada prefiere ignorar a los clérigos. Esta profanación neutra –si se me permite hablar así– es en realidad secularización, más o menos respetuosa y de ningún modo escarnecedora, de temas y tópicos propios de la religiosidad (católica en nuestro caso), es diálogo, conscientemente buscado, con las raíces de una cultura que no siempre se sigue compartiendo pero que quien practica la profanación considerará al menos como elemento formativo de lo que él mismo ha llegado a ser.
Don Antonio Machado insistió mucho en la raíz última inconscientemente religiosa de la profanación en su sentido peyorativo, pero en cambio se fijó menos en esta otra profanación positiva que se inspira, con respeto y con distancia, en temas centrales del cristianismo de nuestra infancia, en esos temas que –para entendernos sin necesidad de un largo discurso– podemos seguir explicando a nuestros hijos sin disgusto quienes no somos ya creyentes.
Y se comprende que Antonio Machado se fijara más en aquella forma de profanar que en esta otra porque los aires que entonces corrían por el ruedo ibérico se prestaban poco a las racionalizaciones. Además, esta otra forma de profanar difícilmente enlaza con la concepción agónica y con el sentido eminentemente trágico de nuestros grandes profanadores. Una profanación que al incorporar el tema de la muerte se permite cierto distanciamiento autoirónico –«¿Qué hace un marxista / cuando su voz se quema / como un papel en medio de la noche? / ¿Qué hace un marxista / gritando a los muertos?»– revela que el diálogo y la controversia domina sobre el espíritu agónico. Y. efectivamente, todo parece estar indicando que esta otra forma de profanar que nos ofrece Javier Delgado en su libro de horas es más racional y tolerante, menos creyente, más escéptica –«pensar como un escéptico»–, con más vocación ilustrada. Es otra forma de profanar que a sabiendas de que la cultura laica sigue floja en los asuntos existenciales de fondo no se entrega ni se deja llevar a la reconciliación: incorpora temas nada habituales en la cultura propia, los discute, los piensa desde un ángulo inesperado. Y no por ello renuncia a la práctica, al hacer («actuar con pasión»).
Se dirá que esta poética tiene delante el riesgo de la hibridez, de la mezcla temática y del enredo entre tradiciones diversas. A lo cual se puede responder con una pregunta de Walter Benjamín, quien en una circunstancia anterior propuso ya adoptar desde el punto de vista materialista los temas de meditación que la regla monástica señalaba a los hermanos: «¿Por qué únicamente los idealistas van a poder andar en la cuerda floja en tanto que se proscribe la cuerda floja materialista?».
II. Para la presentación de La prueba del nueve
Círculo de Bellas Artes, Madrid, 1995, escrito fechado en Barcelona el 2/II/95. El libro se publicó a finales de 1995.
Seguramente se preguntarán ustedes quién soy yo para estar aquí, en la presentación de una antología poética. Así que debería empezar por contestar a eso.
Soy un profesor de historia de las ideas, que se ha ocupado sobre todo de filosofía moral y política; un ciudadano apasionado de la ética-política, de la política como ética de lo colectivo, en la acepción con la que nació ésta en el mundo antiguo, en la acepción recuperada durante la crisis cultural del renacimiento por los padres de la filosofía política y de la historia moderna, y vuelta de actualidad de nuevo, en la gran crisis de nuestro siglo, por Antonio Gramsci.
No un profesor de historia de las ideas que, además, lee poesía, sino un amante de la historia razonada de las ideas que busca ideas, e incluso anticipaciones ideales, en los poetas. Eso querría ser yo. Y por eso, supongo, estoy aquí[1].
Hay, desde luego, muchas razones para leer poesía sin ser uno poeta pero preocupándose por la historia de las ideas. No pretendo enumerar aquí todas esas razones. Sería tonto pretender tanto. Y presuntuoso querer meterse en la cabeza y en el corazón de los demás. Lo diré, pues, en primera persona del presente de indicativo. Tengo tres razones para leer poesía. Tres razones que se me han ido configurando con el tiempo y se me han hecho fuertes con la edad.
La primera razón es que leer poesía se me antoja una buena manera, si no la mejor, de arrimar el hombro al inagotable combate en favor de la recuperación del buen sentido, del sentido preciso y riguroso, de las palabras en la lengua propia de uno, en favor del renacimiento cultural. Hoy nos quejamos mucho, y con motivo, de la perversión del lenguaje en los principales medios de comunicación, de la prostitución de las grandes palabras. Pero hay que saber: esta queja contra la barbarización viene de muy lejos y lleva el camino de ser eterna. Es una queja que se puede encontrar ya en los mejores momentos de las culturas antiguas. Y no necesariamente cuando las culturas se ponen melancólicas. Razón por la cual si uno se limita a unir su voz al coro de las jeremíadas en boga corre el riesgo de dar un espectáculo sólo cómico, de aparecer como el que se pone a rasgarse unas vestiduras que estaban ya hechas jirones hace demasiado tiempo.
Una propuesta positiva para elevarse por encima de las jeremiadas y hacer algo en favor del buen uso de las lenguas podría ser ésta: hablar como la mayoría y entender las palabras con las que hablamos en la acepción que les da la minoría. «Democracia», «Libertad», «Fraternidad», «Paz» «Amor», «Humanidad» («cuidado», «desconsuelo», «colectividad», «levedad», «atrevimiento», «fervor», «depuración» , y todo eso) volverían a tener el significado que un día tuvieron.
El consejo este de usar las palabras de la mayoría en la acepción que las da la minoría no es mío, naturalmente. Es antiguo. Se dio en 1497, al comienzo de una obra insólita de un personaje tan incómodo como insuficientemente conocido entre nosotros. Estoy hablando de la Sencillez de la vida cristiana de Girolamo Savonarola[2], el predicador y profeta de los «desesperados», como se le llamó, en la Florencia de los Médicis, en la Florencia de la crisis de civilización del final del siglo XV, con una de las pocas palabras castellanas, por cierto, que otros idiomas europeos han tomado en préstamo.
En el escribir de los poetas para la inmensa minoría encuentro yo la traducción práctica de aquel consejo de Savonarola, que fue, no hay que olvidarlo, una de las primeras víctimas del fundamentalismo europeo, del más culto que haya habido, del fundamentalismo que sólo acepta la forma propia de «modernidad» y manda preventivamente a la hoguera a los fundamentalistas que considera representativos del pasado. Veo en la poesía en general un rasgo que me parece muy apreciable, sobre todo en estos tiempos: conservación, con contención sentimental, del significado preciso de las palabras más usadas por las gentes. No me parece casualidad la búsqueda por tantos filósofos actuales de la compañía de la poesía o, incluso, la derivación hacia la poesía de una parte cualitativamente importante de la filosofía contemporánea.
Esta primera razón debería servir para justificar mi presencia en la presentación de un poemario o de una antología poética. Pero no estamos aquí en la presentación de una antología cualquiera. De modo que querría añadir otras dos razones de historiador metido a filósofo en favor no sólo de la forma poética en general sino de la poesía que se recoge en La prueba del nueve.
Mi segunda razón tiene que ver con el carácter anticipatorio que, en mi opinión, tiene la poesía precisamente en tanto que memoria del sentido originario de las palabras. De las dos formas de ser «originales» habitualmente admitidas por nuestra lengua actual creo que la buena es también la de los poetas cuya originalidad consiste en volver al origen de las palabras, porque esto nos hace ver a los demás el sentido de la comprensión minoritaria de los conceptos más usados.
Saber esto y practicarlo equivale a someterse a una cura de humildad. Humildad siempre difícil cuando hablamos de y con literatos, de y con letraheridos. Esperanza López Parada lo ha dicho muy bien citando un verso de Vicente Valero, que recoge también Antonio Ortega en la Introducción a La prueba del nueve: No hay más sabiduría que la humildad.
Exactamente con estas palabras lo dijo también Girolamo Savonarola en la crisis del final del siglo XV.
Así que volvemos al origen; en este caso al origen de lo que llamamos modernidad. Algo que sabía muy bien T. S. Eliot. Veo en esta «sabiduría de la humildad» un rasgo compartido por los poemas y los poetas que componen La prueba del nueve, un rasgo que les exime de ser «originales» en la otra acepción, más usada, de la palabra. Entiendo que se anticipa, que se ven venir las cosas, siendo originales en el sentido de recuperar el sentido originario de las palabras. Y que ésta, y no la «originalidad» formal, o sea, la búsqueda constante de nuevas naderías, es la verdadera base material, ahora y siempre, de lo que llamamos vanguardias. Para hablar con propiedad habría que decir, pues, que la vanguardia de cada época histórica es seguramente el punto de vista, el ángulo de la mirada que mejor traduce esta sabiduría de la humildad. Una de las traducciones que en nuestra época se ha dado a este sentir fue la palabra de Bertolt Brecht: Lo simple es lo difícil.
Ése, por ejemplo, es el camino que sigue ahora, con no poca autoironía, mi amigo Jorge Riechmann[3], uno de los nueve, que, además, tiene el mérito de recordarnos de vez en cuando cómo y por dónde hay que criticar a Brecht.
Al hablar así tampoco ignoro las diferencias, patentes, derivadas tal vez de las distintas maneras de entender esto que desde hace tanto tiempo llamamos humildad. En cualquier caso, la forma contemporánea de esta sabiduría de la humildad ha vivido ya las tremendas manipulaciones de las mayorías por las minorías a lo largo del siglo XX. Por eso hay que ser precavidos. Una forma razonable y consciente de corregir el viejo dicho savonaroliano sobre mayorías y minorías que está en el origen de la modernidad sería ésta: hablar como la mayoría entendiendo los conceptos (en su significación originaria) como la minoría para que las palabras no se vuelvan, manipuladas, contra la mayoría que las emplea, o sea, para oponerse a la manipulación de las mayorías por las minorías. Tal es la forma del compromiso, necesario, que, por encima de las diferencias de estilo, talante y orientación, veo yo en los nueve poetas de La prueba del nueve. Razón ya suficiente para acompañarles aquí.
La tercera razón que tengo que aducir en favor de La prueba del nueve es personal, parcial, sentimental: el conocimiento y la amistad con varios de los poetas incluidos por Antonio Ortega en esta antología y el gusto que me produce la poesía que escriben. Entre 1983 y 1990, durante siete largos años de ir y venir entre Valladolid y Barcelona, de estar entre Vallacelona y Barcelonid, he tenido la oportunidad de conocer a varios de los nueve (a Olvido García Valdés, a Miguel Casado, a Miguel Suárez, a Ildefonso Rodríguez) y de leer a los demás en el ambiente de aquella magnífica experiencia cultural vallisoletana que se llamó Un ángel más, antecesora de El signo del gorrión. «Qué lejos de aquí/ los días que fueron como nidos». Con Jorge, que vive ahora en Barcedrid o en Marcelona, y con Concha, que ha cambiado una rambla cordobesa por otra barcelonesa coincido ahora, de vez en cuando, en los martes literarios de ese otro amigo de poetas que es José Batlló.
De la amistad y del conocimiento de estos años me ha nacido una muy determinada conformación del gusto para cuya declaración confieso no tener las palabras adecuadas; pero también me han nacido las ganas de conocer mejor la forma poética de las ideas de los nueve.
Quisiera decir aquí que a través de ellos he descubierto un tipo de veracidad en la que cada vez pienso más a menudo: la veracidad resultante de esta mirada indirecta sobre las ideas, de esta otra elaboración del sentimiento humano en otro final de siglo en el que parece que todo lo vivo se encoge, «trata de ovillarse», para decirlo con la palabra sensible de Olvido García Valdés.
Tiendo a leer la referencia personal –individual, vivida– a la memoria, «ansiosa cual la sed», y la pregunta (que se hace Ildefonso Rodríguez) acerca del «dónde juntarse entonces», o la pregunta de Juan Carlos Suñén sobre «cómo dormir luego entre la amante y la tarea», o la pregunta de Esperanza, cuando se inquieta , duda, y «no oye a ninguno», tiendo a entenderlas, digo, estas referencias a la memoria, dudas y preguntas, en el sentido de una invitación, también, al libre volar de la memoria colectiva y al humano, fraternal, luchar contra un ángel o interpretar el venir de la alondra; en ese sentido colectivo tan explícito en «Patria de cal» del más joven de los nueve, Vicente Valero, cuando dice que «una patria también es la memoria/ ardiendo en cada sueño».
Hay, desde luego, entre los nueve, muchas formas posibles de «sentir en la ingle/ el frío de las llaves», de entender el humano rendirse al sueño, o de quedarse «prendidos en la cerrada luz de los cuartos» (Esperanza López Parada). También eso lo ha dicho Antonio Ortega.
Pero, a pesar de todo, en la diferencia, me interesa destacar aquí, en la medida de lo posible, el talante común. Esta veracidad, retrospectiva o anticipatoria, que encontrará el lector atento en la «perseverancia del desaparecido», veracidad derivada del hecho de que a pesar de que todos hayamos muerto alguna vez, algunos insistan, como dice Miguel Suárez, sin avergonzarse lo suficiente. En esta «perseverancia del desaparecido»; y en el reconocimiento de que, aunque nos pesa vivir y nos pesa la conciencia constante de ello, nuestra historia ha sido «aprender juntos lo mismo/ las gotas de jugo agridulce» y los «actos inanes», de la suma de los cuales, al final del «falso movimiento», «surge la maravilla» (Miguel Casado); y en ese hermoso poema de Concha García titulado «La derrota da pruebas de que estamos vivos»; y en el «no rendirse al sueño/ de luchar contra un ángel» (Juan Carlos Suñén); y en «el predicar la razón/ como una puta pobre» a «los infieles inquilinos/ del mejor de los mundos posibles» (Jorge Riechmann), veo yo una apuesta, que aprecio de verdad y que quisiera que ganaran los poetas: una apuesta en favor de la ética de la resistencia. Espero yo también, que los demás, presentes y ausentes, os reconozcan «en la herida heredada y veraz de vuestras fábulas».
III. Sobre Bertolt Brecht
Conferencia dictada en la Facultad de Humanidades de la UPF, 28/IV/98.
1. Los motivos por los cuales cada cual ama a los clásicos literarios son tan distintos, tan variados, y a veces tan cambiantes con el tiempo, que generalizar en esto es siempre meterse en camisa de once varas. Pasa como con las afinidades electivas. Así es que, para no meterme en camisa de once varas, diré sólo algunos de los motivos personales por los cuales Bertolt Brecht es, de entre los clásicos del siglo XX, mi preferido[4].
2.
2.1. El primer motivo que a mi me hizo apreciar la obra de BB fue la agudeza con que siempre, desde La boda de los pequeños burgueses hasta el Galileo Galilei[5] y El soldado Schwejk (Švejk) en la segunda guerra mundial, hizo estallar las contradicciones ocultas o inexploradas en los comportamientos típicos de la cultura dominante en su época.
He visto siempre en la obra de BB algo así como un intento de volver del revés el calcetín de la historia para mostrar el lado oculto de los tópicos, de los idola y de las perogrulladas de nuestra cultura, de tal manera que su sarcasmo nos hace repensar incluso las grandes palabras y los grandes conceptos que parecen fuera de toda duda. Sobre esto que digo hay cosas interesantísimas y agudísimas en Las historias del calendario y en los Diálogos de fugitivos.
2.2. El segundo motivo fue el carácter dialéctico o dialógico de su pensamiento. Su idea de que la verdad, donde hay verdad, brota siempre del contraste, del conflicto entre clases sociales, entre hombres y en el interior de las personas.
Hay una anécdota muy significativa en este sentido que cuenta él mismo en los Diarios de trabajo [1954]. Brecht sobre Einstein, Leopold Infeld: «No tiene interlocutor. ¿Con quien lo va a hacer dialogar?» y Galileo Galilei.
2.3. El tercer motivo que creo muy apreciable en Brecht es su defensa de lo que llamó «pensamiento crudo»: esa idea, varias veces repetida a lo largo de su obra, de que «lo simple», lo sencillo, es, frente a lo que se piensa habitualmente, «lo difícil»; y, por eso mismo, aquello a lo que hay que aspirar. Esta defensa suya de lo simple y del pensamiento crudo no es, como todavía se dice a veces, mero didactismo o mera idealización de los de abajo en la escala social (defensa del «simple» o de la «gente simple»). Es una forma, al mismo tiempo muy personal y muy siglo XX, de enlazar aristocraticismo de la inteligencia y atracción por lo popular, como quien dijera «los extremos me tocan», frente al tópico «los extremos se tocan».
Desde ahí se comprende bien, creo, la recuperación/recreación que BB hizo de uno de los personajes literarios más conmovedores del siglo XX, el «valeroso soldado Schwejk» de Hasek. De él dijo Brecht: «no es un astuto saboteador, es un oportunista que aprovecha las últimas oportunidades que se le brindan, y por eso su sabiduría es aplastante, su indestructibilidad le convierte en inagotable de explotación y a la vez en terreno propicio para la liberación».
2.4. Y el cuarto motivo por el BB es mi clásico preferido entre los clásicos del siglo XX es la seriedad de su humor, la autoironía con que él mismo se metió en esa vuelta del calcetín de la historia: «En los terremotos del futuro confío no dejar que se apague mi puro de Virginia por exceso de amargura», escribió en La balada del pobre BB. Creo que es esa mezcla de puercoespín doblado de mimosa[6], que BB hizo tanto por cultivar, lo que le convierte en un contemporáneo tan sugestivo, con independencia de lo que hoy se piense de sus ideas políticas o de la pose cínica con que a veces se presentó incluso ante los más próximos. Una de las últimas ingenuidades que se han cometido al escribir sobre BB es descubrir en él algo así como un cínico en el sentido peyorativo de la palabra. De vivir él, su risa ante una cosa así hubiera tapado, me imagino, las supuestas revelaciones biográficas en ese sentido.
3. Quisiera leerles ahora unos breves fragmentos de los poemas y canciones que escribió. He seleccionado tres que me tocaron la primera vez que los leí y que me siguen tocando ahora.
Canción de la buena gente
A la buena gente se la conoce
en que resulta mejor
cuando se la conoce. La buena
gente invita a mejorarla, porque
¿qué es lo que a uno de hace sensato? Escuchar
y que le digan algo
Cuando se acude a ellos, siempre se les encuentra.
Se acuerdan de la cara que tenían
cuando les vimos por última vez.
Por mucho que hayan cambiado
–y ellos son los que más cambian–
aún resultan más reconocibles.
Cometen errores y reímos,
pues si ponen una piedra en lugar equivocado,
vemos, al mirarla,
el lugar verdadero.
Loa de la duda. A los hombres futuros
Verdaderamente, vivo en tiempos sombríos.
Es insensata la palabra ingenua. Una frente lisa
revela insensibilidad. El que ríe
es que no ha oido aún la noticia terrible
aún no le ha llegado.
Cambio de rueda (1953)
Estoy sentado al borde de la carretera,
el conductor cambia la rueda.
No me gusta el lugar de donde vengo.
No me gusta el lugar adonde voy.
¿Por qué miro el cambio de rueda
con impaciencia?
IV. Para la presentación del libro de Rafael Argullol, El cazador de instantes. cuaderno de travesía: 1990-1995
1. Es una alegría para mí estar hoy aquí acompañando a Rafael Argullol en la presentación de su último libro, El cazador de instantes.
Compartí con Rafael algunas de esas aventuras de jóvenes que suelen dejar huella en la memoria selectiva de las personas. Aventuras políticas y político-culturales en las que aprendimos, creo, a hilvanar un diálogo en tiempos en los que dialogar entre los nuestros no era cosa fácil. Me refiero, sobre todo, aunque no sólo, a aquella travesía (no sé si del desierto en este caso, o de un océano recien descubierto) que representaron, o imaginaron representar, la revista Materiales y la revista mientras tanto en sus inicios.
Hace de eso ya veinte años.
2. Pero lo que es más importante para mí: es motivo de alegría comprobar que, a pesar del tiempo transcurrido desde entonces, y habiendo ambos cambiado, como no podía ser de otra manera, puedo compartir hoy con Rafael un concepto de la memoria muy similar, muy próximo. Veo con satisfacción que el cazador de instantes, en su travesía de 1990 a 1995, ha logrado dibujar algo así como un punto de equilibrio entre memoria y olvido desde el que se puede hablar de la nostalgia con distancia pero sin acritud, y de los muertos, de nuestros muertos, sin hagiografía pero con respeto.
3. Apruebo esto último. Y hasta debería decir que me emociona, porque corren tiempos en los que se ha hecho moda destruir todos los espejos en los que una generación se miró un día, todos los espejos menos aquel, precisamente, en el que se miraba la hermanastra boba de la Cenicienta, o sea: nuestro propio espejo, el que nosotros mismos hemos fabricado, el que da la imagen que nos conviene, la imagen que queremos que dé nuestro lado bueno.
Por eso, de todas las reflexiones que hay en este libro excelente de Rafael me voy a quedar provisionalmente con una, la 202, que dice así: «Deberíamos reinstaurar el culto a los muertos. Esta medida puede parecer anticuada para una época que trata a la muerte con tanta ocultación, con tanto disimulo, con tanta conciencia de su inutilidad. Con tanto miedo, en suma. Pero si se medita bien se comprenderá que es una necesidad perfectamente actual. No podemos permitirnos el suicidio de cortar definitivamente las venas por las que circula la sangre de la memoria. Deberíamos honrar a los muertos. No tanto por ellos sino por nosotros.»
4. He leído con gusto, y no por oficio o por obligación, como los del gremio del filosofar tenemos que hacer a veces, El cazador de instantes, porque veo en él la renovación de tradiciones que me son muy queridas. Como se ha hablado ya, o se hablará aquí, de ellas no voy a extenderme en este punto. Es mejor que al meterse en la camisa de las onces varas cada cual se meta en aquella que ha contribuido a fabricar (por supuesto, sin la pretensión, por lo demás, corriente, de proclamar la insania de las camisas de once varas que se fabrican, que nos fabricamos. los otros).
Veo en El cazador de instantes la renovación de la mirada leopardiana que desde hace años viene caracterizando la reflexión estética y ética de Rafael. Viejos temas, que nos conmovían y nos conmueven, en odres nuevos; nueva llama para la siempre vieja y renovada luz que es el cultivo de los sentimientos, la educación sentimental, que tiene siempre que replantearse en cada época para no recaer en la moral mesopotámica.
Leopardiano es el tema de la navegación como forma de estar en el mundo, omnipresente en el libro desde la portada misma.Y el tema del naufragio. Y la lucha permanente contra el aburrimiento. Y el acercamiento paradójico, ambivalente, al papel de las ilusiones en la vida del hombre. Y, cómo no, el tema del infinito. Y la audacia en el enfrentamiento con las contradicciones; no con las contradicciones lógicas, sino con las contradicciones reales de la vida que siguen haciendo sufrir al lógico que ha sabido captar la importancia de una deducción bien construida. Y también ese punto de equilibrio, que está por debajo del optimismo y del pesimismo como estados de ánimos, y que permite entender la vivencia del peligro, la renovación de los «juegos temerarios de la infancia», como acto de insumisión, naturalmente, discreta.
Al terminar de leer El cazador de instantes a uno le ocurre como con la lectura de ciertas partes del Zibaldone: a pesar de que en algunos de sus pasos el mundo, nuestro mundo, y la vida, nuestra vida, han sido pintados con tonos más bien negros, se sale de la lectura reconfortados, con ese poso de alegría que sólo da la veracidad.
Espero haber leído el libro bien y que esto de la alegría que he dicho al principio y que estoy diciendo ahora no sea sólo la impresión momentánea de otro instante cazado al vuelo, el de este inicio, maravilloso, de la primavera barcelonesa.
5. No querría terminar sin un par de preguntas para seguir hilvanando el viejo diálogo. Hay en El cazador de instantes una alusión recurrente a esa vivencia que es el «descenso a los infiernos». Y junto a ella, otra, que aparece varias veces en el libro: la alusión, tan de Conrad, a «la línea del horizonte» que permanece inalterable. Creo que Rafael nos haría un favor a todos si aclarara un poco más qué hay que entender, aquí y ahora, por «descender a los infiernos» y hacia dónde mirar, aquí y ahora también, para ver «la línea del horizonte» que, naturalmente, permanece inalterable, pero que, a pesar de todo, cambia. También ella.
Muchas gracias.
V. Un libro ecuánime para una historia fascinante.
Texto no fechado. Probablemente de 2002. Reseña de: Paz Serrano Gassent, Vasco de Quiroga. Utopía y derecho en la conquista de América. UNED/FCE, Madrid, 2001.
Parece como si el destino de las grandes ideas utópicas (y en general alternativas) de la humanidad, al menos en el marco de nuestra cultura, fuera siempre hacerse templo, institución o realidad político-social en el otro lugar: en un lugar frente al cual, o en relación polémica con el cual, fueron pensadas. Esto es lo que la utopía comparte con la profecía. Ya en la Antigüedad pasó algo así: para cuajar, las utopías tuvieron que atravesar el desierto o migrar al centro del Imperio. Y de las utopías modernas, como de los profetas, puede decirse con verdad que tampoco triunfaron en su tierra de nacimiento. La utopía de More transmigró a Michoacán, a través de la obra de Vasco de Quiroga, mientras el propio More pagaba con su vida la audacia de su espíritu crítico.
Vasco de Quiroga fue uno de los personajes más interesantes que dio la España de la primera mitad del siglo XVI. Nacido en Madrigal de las Altas Torres, juez y obispo en la Nueva España, conocido como «Tata Vasco» por las comunidades indígenas, Vasco de Quiroga fundó el colegio mixto de San Nicolás, en Pátzcuaro, se preocupó por conocer y conservar las lenguas autóctonas y propició una insólita experiencia sociocultural en las tierras de Tacubaya, Michoacán y Santa Fe de la Laguna.
Junto con Bartolomé de las Casas, y a veces discutiendo con él sobre la mejor manera de ayudar a los indios, Quiroga simboliza la sensibilidad del europeo culto que, en el encontronazo de culturas del origen de la modernidad, quiso entender los hábitos y la costumbres de los otros y defender los derechos de estos otros contra los desmanes de conquistadores y encomenderos. Seguramente por eso todavía a estas alturas de la historia su actividad en favor de los indios sigue siendo más conocida y estudiada en América que en España. Las monografías disponibles hoy entre nosotros sobre la obra de Vasco de Quiroga se cuentan con los dedos de una mano. Ya por eso es de justicia saludar la oportunidad de este libro de Paz Serrano que sigue las huellas de los trabajos de Silvio Zavala y Marcel Bataillon, entre otros, y que es el resultado de una investigación de años en la UNED y en la UNAM.
Para el historiador de las ideas, y aún para el aficionado a la historia, lo más fascinante de la obra de Vasco de Quiroga es que se propuso llevar a la práctica, desde los años treinta del siglo XVI, la primera gran utopía renacentista, el ideario del humanista Thomas More. Resulta fascinante porque esta obra prueba que, en algunos casos, los ejercicios de la imaginación utópica no son en balde, no caen en saco roto, no son sólo ensueños especulativos totalmente distanciados de lo que la realidad es o de lo que la realidad puede llegar a ser.
Paz Serrano contextualiza y reconstruye el itinerario intelectual que condujo desde el no-lugar inventado por el canciller inglés en su Utopía a los pueblos-hospitales construidos para los amerindios por iniciativa y bajo la supervisión de Vasco de Quiroga. Probablemente ésta es una de las historias más estimulantes del Renacimiento y del Humanismo. Pues, habiendo nacido aquella primera utopía moderna de las vagas noticias que More y Erasmo tenían del nuevo mundo recién descubierto, a través de los relatos de Vespucci, sólo unas pocas décadas después se convierte, precisamente con Vasco de Quiroga como protagonista, en un proyecto social realizable. Y realizable –ahí está lo interesante– justamente en el nuevo mundo, en un lugar cultural y geográficamente muy próximo al que More había imaginado para sus amaurotas.
Ya esto es muy indicativo de la naturaleza y del destino de las utopías modernas: un autor inventa un no-lugar, donde se vive como nos gustaría que se viviese en nuestras sociedades, y lo hace partiendo de una combinación entre invención y tratamiento ad hoc de vaporosas noticias sobre un mundo aún casi desconocido; para ello sitúa la acción en un no-lugar del que sugiere que es en realidad algún lugar de América y logra así agudizar la sensibilidad de los contemporáneos europeos que empiezan a sentir entonces el malestar de la modernidad. Hasta tal punto que, veinte años después, un partidario español de la utopía de More se puede proponer realizarla tal cual en un lugar real, Michoacán, que, en cierto modo, podría corresponder al no-lugar imaginado por More. Lo hace ya con un conocimiento detallado, que More no pudo tener, de lo que eran los hábitos y costumbres de aquellas gentes. La paradoja, notable, es que el cuento moral de More, que había sido escrito para nosotros, los europeos, imaginando lo bien que podría irnos si nos decidiéramos a vivir como se suponía que vivían los amerindios, acaba aplicándose a los americanos, ya no imaginarios sino reales, en nombre de los ideales de otro europeo, también cristiano y humanista, que quiere ayudar a los indios con la utopía de More.
Paz Serrano profundiza en esta hermosa historia y estudia con detalle qué ideas de las expresadas por More en su Utopía interesaron más a Vasco de Quiroga y por qué. Y analiza también, comparativamente, hábitos, costumbres e instituciones imaginadas por More en su Utopía (en contraposición con lo que era entonces la vida de los ingleses y europeos) para subrayar las causas por las cuales, en los pueblos-hospitales de México, la realidad en construcción que Vasco de Quiroga propugnaba tuvo que separarse del ideario utópico imaginado por el canciller inglés. Tal separación se produce en función de un mejor conocimiento de las necesidades de aquellas gentes, pero también por efecto de la correlación de fuerzas que entonces existía entre los encomenderos, los evangelizadores y los propios indios.
Se ve así, a través de este análisis comparativo, cómo la ambigüedad de la propuesta utópica, que en More se expresaba mediante su distanciamiento irónico respecto del relato de Hytlodeo, va tomando cuerpo en otra ambigüedad: la del obispo jurista que se ha trasladado a México pero que al mismo tiempo tiene la cabeza puesta en los debates que se desarrollan en España sobre la colonización y los derechos del otro. Resulta de ahí que Vasco de Quiroga en cierto modo está también nepantla[7], entre dos culturas, es decir, con el alma dividida entre las implicaciones del universalismo evangelizador y los intereses económico-políticos de la Corona, de un lado, y la convicción de que el lugar de la utopía igualitaria era justamente el nuevo mundo, de otro. Por eso aquel seguidor utópico de More, Vasco de Quiroga, que es simultáneamente un protagonista de la colonización española de América, se hace pragmático, se desliza hacia el pragmatismo.
Paz Serrano da muchas pistas para situar a Vasco de Quiroga en el debate hispánico sobre los derechos del otro en los orígenes de la modernidad. En su libro contrapone aquel pragmatismo (de obispo jurista) al radicalismo (de obispo profeta) de Bartolomé de las Casas, pero no admite, en cambio, que la formación jurídica de Vasco de Quiroga haya conducido a éste, en su vejez, al pragmatismo cínico de tantos otros contemporáneos suyos que, en la década de los cincuenta, y siguiendo a Ginés de Sepúlveda, combatieron en España contra el punto de vista lascasiano. Al llegar a este discutido asunto el libro de Paz Serrano tercia en la polémica entre Benno Biermann y Silvio Zavala a propósito de una obra titulada De debellandis indis, publicada por René Acuña, y a veces atribuida a Vasco de Quiroga. Atendiendo al contenido de esta obra, en la que se justifica el hacer la guerra a los indios e incluso su depredación, habría que concluir que, en efecto, de ser suya, Vasco de Quiroga habría entrado en contradicción con el propósito que le llevó a propiciar el proyecto de los pueblos-hospitales. Yo mismo me dejé llevar por esa impresión cuando escribí La gran perturbación[8]. Pues bien, otro de los méritos de la investigación de Paz Serrano es precisamente la solidez de su argumentación en el sentido de que aquella atribución tan discutida no se puede mantener a la luz de la comparación de los textos (págs. 378-389). Un libro ecuánime, pues, para una historia fascinante.
VI. Sobre Los maestros de la sospecha de Francesc Torralba
Una de las características de la historia de la filosofía occidental ha sido siempre elevar a los altares de la historia de la cultura los apotegmas de los grandes pensadores que especularon sobre la esencia de la naturaleza humana y sobre el concepto que los seres humanos se forman de su propia historia, de sus relaciones con otros hombres y con la divinidad. En lo más alto de estos altares suelen estar precisamente aquellos pensadores que han roto con los idola por largo tiempo establecidos. La idea de que Marx, Nietzsche y Freud han sido «maestros de la sospecha» en el terreno antropológico sigue este hábito. Pues, efectivamente, Marx, Nietzsche y Freud escribieron con mucha contundencia cosas que entraban en conflicto con lo que la mayoría de la gente pensaba en su tiempo sobre la historia de los hombres, sobre la conciencia, sobre la moral, sobre la religión y sobre la mejor forma de estar en el mundo.
Pero, como sugiere Francesc Torralba en este texto[9] que rinde tributo a una expresión de Paul Ricoeur, la sospecha de que los grandes asuntos que preocupan a la humanidad no son como nos los han contando está en el origen mismo y en el desarrollo de toda filosofía, tanto de las filosofías que se presentaban con intención sistemática como de aquellas otras que han preferido el fragmento, la máxima o el proceder alusivo. Los maestros del filosofar, y aún más los historiadores de la filosofía, suelen oscilar entre el reconocimiento de que siempre andamos a hombros de gigantes (y que, por tanto, lo que sospecharon los grandes de nuestra época tiene siempre antecedentes en las sospechas de otros grandes anteriores) y la afirmación descarnada de la originalidad irreductible del maestro de la sospecha en el ámbito de que se trate.
En este último caso se acostumbra a subrayar con mucha fuerza aquellas afirmaciones de los maestros del pensar que más chocan con las tradiciones heredadas, con el saber que parecía establecido o con lo que pasaba por ser sentido común. Quedamos entonces cogidos en la glosa de tal o cual frase sorprendente o demoledora del maestro que sospechó: sea ésta que toda la historia de los hombres ha sido historia de la lucha entre las clases sociales, que el hombre es materia en movimiento, que Dios ha muerto o que somos en realidad pura pulsión. Y es natural que quedemos cogidos en esa red porque también es hábito de los maestros del pensar ratificar a veces, aún con más fuerza, en la polémica con otros, lo que escribieron descarnadamente en los textos que consideramos objeto de la exégesis. Ésta, la exégesis, se mueve entonces en el campo de juego que ha elegido el maestro y en cierto modo cae en la trampa, por así decirlo, de la grandeza de aquéllos. Incluso cuando discute con el maestro o con el clásico, el historiador o el exégeta acaba aceptando las reglas del juego establecidas por el pensador grande. Y así se teje una historia de las ideas que gira sobre los argumentos que elabora ella misma.
Hay otra manera posible en la aproximación a los maestros de la sospecha que, hablando con propiedad, han sido todos los grandes del pensar: discutir sus supuestos y las conclusiones resumidas en sus apogtemas desde un punto de vista que se les opone, explícitamente afirmado o implícitamente contenido en el hilo conductor de la crítica. Francesc Torralba sigue este camino en su exposición, por lo demás llena de matices, de las ideas de Marx, Nietzsche y Freud. Ese hilo conductor es aquí la reafirmación de la concepción cristiana del mundo y resulta muy patente en los tres casos.
Cabe aún otra estrategia, derivada de la sospecha ante lo que se ha llamado sospecha. Y este va a ser mi contrapunto. Se basa en dos convicciones.
La primera dice así: habría que fijarse más en la letra pequeña (incluso en las notas a pie de página) que acompaña, matiza y a veces corrige lo que los grandes pensadores han escrito en cuerpo mayor en sus textos más conocidos. Y esto por una razón muy sencilla: todos los grandes pensadores, y Marx, Nietzsche y Freud lo son, tienden a enamorarse de sus propias tesis y tienden a corregir la contundencia de sus aseveraciones dialogando con otros que les hacen pensar más, o revisando desde las alturas de la edad los motivos de sus enamoramientos. Esta parte de mi estrategia tiene que ver con lo que se llama crítica interna.
La segunda convicción se puede formular de esta manera: desde el siglo de la ciencia, como se ha llamado al siglo XIX, no hay sospecha filosófica o antropológica seria que no haya tenido detrás algo más que la mera sospecha. Este algo más, para el período de tiempo de referencia, suele ser aquello que tal o cual teoría científica (biológica, fisiológica, lingüística o psicológica) aportaba a lo que venía diciendo el sentido común o la tradición heredada. Sin eso no se puede entender la parte de especulación, metafísica o anti-metafísica, que hay en Marx, Nietzsche y Freud y que es precisamente lo que permite atribuirles la sospecha.
Una estrategia de aproximación basada en esas dos cosas tiene sus ventajas. Al poner entre paréntesis nuestras preferencias, aceptando de entrada el terreno de juego en el que los maestros querían jugar, pero atendiendo a sus distingos (escritos en letra menor) y a lo que deben a otros autores y corrientes que no eran del propio gremio, sobre todo científicos, se aprecian matices que nos ponen en la pista de la siempre repetida dialéctica entre tradición e innovación y se puede relativizar así la redondez de sus cosmovisiones o paradigmas. Por otra parte (y doy mucha importancia a esto), la observación de tales matices en cuerpo menor nos enseña, a quienes andamos a hombros de aquellos gigantes, la prudencia y la distancia necesarias respecto de las propias convicciones, de las que nos hemos formado leyéndolos y comparándolos con otros grandes, de las que proceden de otras lecturas y, sobre todo, de las que han arraigado en nosotros a partir de la praxis.
Yendo al caso.
No veo a Freud meditando sobre si la religión es pura represión y afirmando que Dios es una proyección de la conciencia infantil, sin tener en cuenta los matices que ya había introducido acerca de la herencia y etiología de las neurosis, que es el ámbito en que nacieron términos como inconsciente y psicoanálisis, y aún sin los distingos de su Proyecto de Psicología, que seguramente constituye un documento apreciable del curioso cruce de influencias mecanicistas y organicistas en el nuevo paradigma psicopatológico y psicológico. Más allá de las exageraciones a las que conduce el enamoramiento del nuevo paradigma, matices muy de apreciar hay en la correspondencia de Freud, cuando, en la letra menuda de una carta, resume para su interlocutor el propio pensamiento sobre el psicoanálisis, en 1914, o cuando, también por carta, dialoga con el físico Albert Einstein acerca de la persistencia de la violencia en los seres humanos, en 1933.
Y tampoco puedo ver a Nietzsche dando vueltas a las consecuencias del apogtema sobre la muerte de Dios sin los distingos acerca de las nociones de «bueno» y «malo», en los que bueno equivale a noble y malo a plebeyo; distingos cuya conclusión será para la persona sensible a las diferencias sociales y al mal social al menos tan demoledora como lo es para la persona religiosa la declaración de la muerte de Dios. Pues en lo que se sigue de ahí no se sabe qué es peor: si la conclusión, traída por los pelos, de que después de la muerte de Dios todo está permitido o la otra, según la cual la culpa del plebeyismo del espíritu moderno está en el prejuicio democrático de procedencia inglesa y en el «odio abismal» de los judíos que llevó a la identificación de lo bueno con la pobreza, la miseria y la impotencia de los esclavos. Cosa curiosa en un autor que ha dedicado muchas páginas a la crítica de la ciencia: también como de pasada y en letra pequeña, ha sido Nietzsche, quien, en la Genealogía de la moral, ha llamado la atención sobre la importancia de la ciencia del lenguaje para el estudio de la historia evolutiva de los conceptos morales.
¿Y qué decir de Marx? A pesar de que se ha repetido tantas veces su frase de que la religión es el opio del pueblo, la verdad es que, con los años, Marx apenas dio importancia ya a la crítica de la religión, que había sido una de sus preocupaciones juveniles. En letra pequeña escribió que, entre otras cosas deplorables, debemos al cristianismo el que nos haya enseñado a preocuparnos por los niños. Después de haber escrito que el hombre es pura materia en movimiento discutió tanto con los materialistas a los que llamaba «vulgares» que, salvo en los catecismos del Diamat, cuesta meterle en el rótulo de los materialistas sin más. La conocida frase de que la historia de los hombres es la historia de la lucha de clases fue matizada luego para dejarla reducida a «la historia escrita», aún más tarde para hablar de «clases principales» y todavía más tarde para declarar que el método histórico que ahí se basa no era ninguna llave maestra o pasaporte para conocer todo lo que pasa en la historia de los hombres. Incluso sobre el ideal comunista Marx matizó, en un manuscrito que quedó perdido durante tiempo, que el comunismo basto, tosco e inconsciente niega la personalidad del hombre, promueve la envidia universal y, en definitiva, no es más que una de las formas en que aparece la vileza de la propiedad privada, que trata de establecerse como la comunidad positiva.
Una última palabra sobre la sospecha misma, que se atribuye a Marx, y sobre el cambio de significado de las palabras con el paso del tiempo. Es una curiosidad para la historia de las ideas el que aquel hombre haya puesto lo que llamaba su ciencia sucesivamente bajo la advocación de Dante y de Darwin. Primero cita a Dante (a su manera) para indicar que en el umbral de la ciencia, como a la entrada del infierno, una obligación se impone: Qui si convien lasciare ogni sospetto/ ogni viltà convien che qui sia morta. Luego, para que no haya dudas de que su propia teoría está más allá de la sospecha filosófica, aduce, pro domo sua, lo que escribió Darwin en El origen de las especies.
Leyendo estos distingos escritos en letra menuda por los tres grandes (y son muchos más que los aquí mentados), a veces le entra a uno la duda: ¿Es freudiano este Freud? ¿Es nietzscheano este Nietzsche? ¿Es marxista este Marx? Esta duda, cuando arraiga, suele tener dos desembocaduras. Una: lanzarse precipitadamente a la búsqueda de las contradicciones dispersas en los textos de los grandes o a la búsqueda de las posibles rupturas existentes en sus obras. La descarto por trivial, pues todo autor grande carga con la cruz de sus contradicciones y sus ejemplos se vengan de sus teorías. Dos: reconocer, contra el tópico, que no siempre que Homero duerme se equivoca. A veces durmiendo el Homero de turno da en un clavo ardiendo que ilumina las brechas de la propia doctrina, de la propia cosmovisión, del propio paradigma, convertidos por otros en manual o catecismo. La pregunta siguiente, para el historiador de las ideas, es: ¿y no saldrán de ahí (de la iluminación de las brechas sobre la materia en movimiento, la moral y la lengua o la pulsión sexual y los sueños) las próximas sospechas de otros grandes que vendrán? Saldrán, seguramente, dialogando con los científicos de su época.
VII. Miguel Abensour, «Utopía y democracia».
Miguel Abensour, «Utopía y democracia», en Para una filosofía política crítica. Ensayos, Anthropos/Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad de Iztapalapa, Barcelona, 2007, págs. 311-323 [traduce el original francés publicado primero en la revista Raison Présente, nº 141, 1997, y luego en M. Riot-Sarcey (dir.), L´utopie en question, Saint-Denis, Presses Universitaires de Vincennes, 2001, págs. 245-257]
M.A. empieza el ensayo refiriéndose a la antinomia, presuntamente irreductible, existente entre utopía y democracia. Dice que entre los estudiantes y estudiosos del derecho de estos últimos tiempos el carácteer antinómico de utopía y democracia pasa por ser una verdad incontestable. A continuación establece la genealogía de esta presunta verdad: después del regreso de la utopía, con una orientación polimorfa, en la década de los 60, se habría llegado a un redescubrimiento de lo político y de la democracia (cosa que M.A. alaba), pero identificando generalmente ésta con el estado de derecho. La primera pregunta que hay que hacer es si este redescubrimiento de lo político y de la democracia tiene que implicar necesariamente un olvido de la utopía.
Sostiene M.A. que hay que atreverse a pensar contracorriente y, en ese sentido, tratar de tejer ahora el vínculo entre utopía y democracia. No se puede decir que históricamente la utopía se haya opuesto en general y siempre a la democracia, sino más bien que una de las cuestiones que ha ocupado a la modernidad ha sido precisamente democratizar la utopía y (recogiendo una expresión de Cabet) «utopianizar» la democracia. Este es un asunto que. según M.A., aún nos compete, pues, la democracia sin utopía se deteriora y la utopía sin democracia o tiene que limitarse a pequeñas asociaciones, o se aliena.
Niega luego M.A. algo que el pensamiento liberal viene repitiendo mucho en los últimos tiempos, a saber: que la utopía es irremisiblemente totalitaria. En este punto argumenta con un ejemplo histórico para decir que bolchevismo y leninismo no eran utópicos, sino más bien contrarios a la utopía que tuvieron una orientación positivista, nada utópica. Pero incluso en ese caso histórico se puede dec ir que la utopía no está en el origen del totalitarismo sino precisamente en el origen de la resistencia frente a una nueva forma de dominación (pág.313).
En cualquier caso, M.A. mantiene que la cuestión planteada en estos términos (utopía/totalitarismo) es trivial y que es mejor plantearse la pregunta de si la utopía se ha identificado y se identifica siempre con la imagen de una sociedad reconciliada, de una sociedad en armonía consigo misma, lo cual supone algún tipo de mitificación. Dicho en otros términos: ¿Esta la utopía necesariamente abocada a seguir un proceso de mitologización de lo social? A esta pregunta M.A. contesta diciendo que ha habido diferentes tradiciones utópicas en la modernidad y que no se puede formular un juicio global al respecto.
A continuación se detiene en la línea de pensamiento utópico que pasa por Pierre Leroux, William Morris, Bloch, Benjamin, Buber y Levinas para afirmar que «el nuevo espíritu utópico tiene que purgar la utopía de la mitología que la pone en peligro», lo cual implica renunciar a la idea de la reconciliación social, de la sociedad transparente, tanto en la versión «regreso al hogar» como en la versión «acceso a la tierra prometida», etc. El nuevo espíritu utópico parte de la idea de que historia es interminable, sin solución ni reconciliación.
Por ahí justamente se abriría un espacio para pensar el vínculo entre utopía y democracia. M.A. considera pionero en esto a Pierre Leroux (1797-1871) y es a este autor al que dedica cierto espacio. La pregunta interesante de Leroux habría sido: ¿cuál será la ley de la anarquía en el bienentendido de que ninguna comunidad va a poder prescindir de la ley? De tal consideración de la ley se deriva una versión democrática del pensamiento utópico. La aportación de P.L. habría sido darse cuenta de que, para llegar a la conjunción del impulso utópico con la acción política democrática, hay que basarse en un principio fundamental, que es el principio de la amistad. P.L. opone la política de la philia a las políticas del eros, elogiadas por Fourier y los sainsimonianos.
De todas formas, M.A. afirma luego que tras la experiencia de dominación totalitaria durante el siglo XX hay que reexaminar la la cuestión que planteaba Leroux. Esto le lleva a una breve consideración sobre la noción de democracia, que, según él (y en esto como Castoriadis, etc.) no hay que identificar con un determinado reégimen político. M.A. sigue ahí la idea de democracia tal como la formuló Claude Lefort y acepta la contorvertida y polémica noción de éste: «democracia salvaje» (317). Lo que quiere decir: democracia como conflicto, puesto que el conflicto es la fuente principal de una invención inagotable de la libertad.
Desde Leroux y Lefort llega M.A. al establecimiento del vínculo buscado: utopía (sin reconciliación) y democracia (salvaje) tienen en común su relación con lo humano, mientras que el totalitarismo considera el elemento humano como material maleable a voluntad. A partir de ahí se establece una relación entre la concepción lefortiana de la democracia y el nuevo pensamiento de la utopía, tal como aparece formulada en las obras de Buber, Levinas, etc.: llevar la utopía de la esfera del yo/eso a la relación yo/tú, a la relación interhumana, al lado de la sociabilidad, al registro del encuentro.
Esto supone para M.A. dejar de considerar la utopía como una forma de saber para pasar a considerarla como una forma del pensamiento humano distinta del saber. De manera que, al separarse del orden del saber y del poder y ponerse bajo el signo del encuentro interhumano, la utopía pertenece incontestablemente al orden ético (320).
VIII. Para la presentación de Conversaciones entre alquimistas de Jorge Riechmann[10]
1. JR, 1987-2004.
Es para mí un placer acompañar aquí a JR en esta presentación de Conversaciones entre alquimistas. Conocí a JR en Valladolid, años antes de que publicara sus primeros poemarios: Cántico de la erosión (1987) y Cuaderno de Berlín (1989).
Le acompañé en Madrid, en el Círculo de Bellas Artes, en 1995, en la presentación de la antología La prueba del nueve: Olvido García Valdés, Vicente Valero, Esperanza López Parada, Juan Carlos Suñén, Concha García, Ildefonso Rodríguez, Miguel Casado, Miguel Suárez.
Y dije allí, citando versos de JR, que en su «predicar la razón/ como una puta pobre» a «los infieles inquilinos/ del mejor de los mundos posibles» veía yo una apuesta, que aprecio de verdad y que quisiera que ganaran los poetas: una apuesta en favor de la ética y la estética de la resistencia.
De manera que me une a JR una ya larga amistad que anudamos en aquellos años y luego, durante su estancia en Barcelona.
Debo a Jorge, entre otras cosas, el descubrimiento de varios poetas contemporáneos cuya obra hoy aprecio mucho. Y le debo sobre todo el que me hiciera descubrir a uno de los escritores contemporáneos que más me tocan: John Berger.
Para agradecérselo querría leeros un párrafo de John Berger, que además viene a cuento en esta presentación de Conversaciones entre alquimistas, porque habla de algo que sé que a Jorge le importa tanto como a mí: el uso que hacemos de las palabras:
Es un párrafo de Siempre bienvenidos: «Una vez tuve un sueño. Soñé que se promulgaba un decreto que todo el mundo aceptó…»
2. Lenguaje y poesía.
Poesía es la palabra que más reiteradamente aparece en los poemarios que JR ha publicado desde 1987.
Experimentación constante del lenguaje poético, exploración de todos los subgéneros: poesía amorosa, poseía política, poesía declamatoria, poesía satírica, prosa poética, poesía epigramática.
Diálogo continuado con poetas de la más diversa condición, que aparecen además, por lo general, citados por sus nombres, a lo largo de sus libros: René Char y Antonio Gamoneda (siempre), Valente, Félix Grande, Roque Dalton, Ángel Crespo (muy a menudo), Juan Ramón Jiménez (cada vez más en los últimos años); pero también: Rimbaud, Eluard, Brecht, Müller, Miguel Hernández, Salinas.
Persistencia de las convicciones eco-socialistas a lo largo de todos estos años y maneras de perfilar la poética en relación con esta persistencia de las convicciones (Sacristán, Berger).
3. De Conversaciones entre alquimistas.
Tres partes: reveladoras:
«La alegría de no tener»;
«Contra la ley de los grandes números» y
«Carne y palabras».
Alquimia, alquimista, conversar: la humildad ante nuestras ignorancias. Paracelso, el azar y el «cuervo blanco» que echa a perder todos los libros…
Por qué escribir
Para que no se pudra la posibilidad de la alquimia
4.
Las palabras de JR en este poemario.
En el poema que hace de pórtico:
«Y por fin puede hablar
con las palabras cuya miga común
es dulce sobre la mesa sin esquinas»:
Conversar
Regalar (en «Filiación», Somos lo que regalamos: «El enigma secreto…» )
Resistir, existir («Acertijo para tontos»)
Esperanza, Buscando («Grasa y sueño»)
Demora, detenerse, despacio («La belleza de la huelga general», «Momento de parar», «Don del extranjero»)
Hospitalidad (En «Acogedor»)
Acompañar («Don del extranjero», «Ven, te acompaño») y Atención al otro, a los otros: «virtud primera del ser humano».
Mediaciones
Ambivalencia («llevar en el bolsillo la abeja de lo imposible»)
Esquirlas, marginal.
Autocontención, conciencia de los límites y experiencia de la dificultad de la coherencia.
IX. Utopía. Salvat Papasseit [1894-1924]
Escrito fechado en 2010.
Textos leídos: 1. J. Salvat-Papasseit. Humo de fabrica [HdF], Galba Edicions, Barcelona, 1977, prólogo a la 1ª edición (1918) de Ángel Samblancat; prólogo a la 2ª edición de Ricard Salvat. 2. J. Salvat-Papasseit, Mots-propis i altres proses [MP], a cura de J.M. Sobré, Edicions 62, Barcelona, 1975. 3. J. Salvat-Papasseit avanguardista: Manifestos, cal.ligrames y altres poemas. Estudi preliminar i antología de Ferran Gadea i Gambús, Joies de Paper/ alter pirene, Barcelona, 1994. 4. J. Salvat-Papasseit, Poesíes completes, 2ª edició a cura de Joaquim Molas, Editorial Ariel, Barcelona, 1978. 5. J. Salvat-Papasseit, Epistolari, edi. De Amadeu-J. Soberanas i Lleó, Edicions 62, Barcelona, 1984. 6. J. Gavaldà Roca, La tradició avantguardista catalana. Proses de Gorkiano i Salvat-Papasseit, Publicacions de l’Abadia de Montserrat, Barcelona,1988. 7. Ferran Aisa i Remei Morros, Joan Salvat-Papasseit l´home entusiasta, Virus, Barcelona, 2002.
Citas:
I. «Mientras, las chimeneas humeantes dibujaban cabezas de rabias comprimidas y de angustias y muertes: Era la gran visión de la terrible nube que traerá la lluvia, la tempestuosa lluvia que les libertará. La lluvia que es la masa que lo produce todo y carece de todo.
Aún me fui bendiciéndoles por aquella tragedia de sus vidas, porque les hará dueños de todos los destinos de la tierra:–Cada uno que muera en la lucha sublime por un mejor mañana, producirá en su tumba a ras de tierra una rosa de fuego que consumirá un mundo de injusticias sociales, Así sea.» [HdF, 8-9]
II. «…Y alguien de los que nunca produjeron les ha mentado el nombre de la patria. Mas, ¿dónde está la patria para los productores? En todas partes mueren lentamente, inicua explotación les va segando. Nuestra patria está ahí donde un hombre no imponga nada a otro hombre; aún no ha existido nunca nuestra patria…Cuando aquí se padece, la emigración es buena, y debemos amar sobre todas las cosas a los que más nos aman sobre todas las cosas. Pero ¿dónde nos aman?
[…] Cuidad de vuestra causa que los líderes no entienden sino como se roba. La política hace cumbres a ladrones. Nosotros, socialistas, queremos apropiarnos del Estado para hacer trizas de él, para aplastar a ellos.
Ha de llegar un día, compañeros, que en todo el mundo paren los telares, y las locomotoras y los barcos…y todas las industrias y todos los comercios… y que todos los hombres, los verdaderos hombres, se queden en sus casas o se vayan al campo. Ese día será el día que entendamos todo cuanto valemos. Aún no puede decirse sin embargo…» [HdF, 44-45]
III. «Ignoro hasta que punto puedan tener eficacia mis pobres predicamentos. Lo que sí sé es que éstos han tenido menos valor y han sido más estériles cuanto más he querido que parecieran valientes y les he dado un tinte de revolucionarios…Me voy convenciendo de que a nuestro pueblo le hacemos maldito el favor con tantos excitantes y tanto aperitivo. Porque éste necesita más depurar su sangre y nosotros queremos rebajársela, hacerle una sangría tras sangría. Somos los curanderos de la revolución, etc.»
[De «Sin garantías pero con defectos», en HdF, 171-173. Hay ahí una crítica radical de la situación del país, crítica que incluye la ignorancia del pueblo, la tendencia al grito y a la demagogia, la falta de preparación para el enfrentamiento social, el papel negativo de los medios de comunicación y de los intelectuales, la distancia entre el decir y el hacer, la incoherencia de los líderes y tribunos, etc., y que concluye con palabras pesimistas sobre lo que, en esas condiciones, va a durar la monarquía en España. La crítica de los defectos y vicios del país tiene muchos puntos de contacto con el regeneracionismo noventayochista…: «Todos nuestros defectos están en no ser limpios como conviene ser … en que con no ser inteligentes, trabajamos muy poco siquiera por ser buenos. Sí podremos ver cómo esta monarquía será la monarquía que durará más años de la tierra». En cierto modo un punto de vista así o un estado de ánimo de tales características anuncia ya el paso de la política, o mejor, de la batalla social, a la poética…]
IV. En el artículo dedicado a Angel Semblancat en HdF, Salvat-Papasseit cita estas palabras de Anatole France: «Sin los utopistas de antes los hombres aún vivirían miserablemente y desnudos en cavernas. Son los utopistas quienes han trazado las líneas de la primera ciudad. Hay que compadecer al partido político que no tenga utopistas».
V. «El homes-nous, els reformadors i el insurgents, verament la gran lluita no la sostenen contra la societat constituida i el seus contemporanis: la sostenen contra si mateixos. Si esdevenen trionfants d´aquesta lluita ells obtenen el triomf damunt de tot» [MP, 21].
VI. «Odiem la tirania en si mateixa; amem la Llibertat sense especulació, sense fites signades, sense programa mínim. No se’ns podría ocórrer, en anar a escollir al magraner, ni una magrana verda ni una minada pels cucs.» [MP, 55]
VII. «…i una Esquerra en fraccions que per a distinguir-se de la dreta es diu nacionalista-socialista. La denominació de socialista, m’esplicava el company Joan Alavedra, encara espanta a molts d´aquest darrer partit. I es que, en realitat, es vol fer compatible lo que és incompatible, des de tot punt de mira. Aquest partit politic tergiversa els concepes i l’essència d’El Capital d’en Marx…El fet nacionalista-socialista es una aberració. Els que posen la pàtria damunt la Humanitat…mai seran socialistes…Si la pátria vol dir el lloc on estimem i on ens estimen, jo dic que a Catalunya he patit, que jo sóc explotat a Catalunya…» [MP, 58-59].
***
En los orígenes de la utopía europea moderna hay ya varios rasgos que se han conservado a lo largo de los siglos. Estos rasgos son: el recuerdo, a veces melancólico, de la sana comunidad que se supone que hubo un tiempo; el malestar que se siente ante la injusticia, la desigualdad social e incluso la fealdad existente en el presente; y la atracción por la novedad que apunta, ya sea en lo recién descubierto, ya en lo recién inventado. Por grandes que hayan sido las diferencias entre la utopía de Thomas More, las utopías ilustradas, la propuesta falansteriana de Fourier, las Noticias de ninguna parte de William Morris[11] y las utopías roji-verde-violeta de los últimos tiempos, que lo fueron, siempre encontramos en ellas una idea semejante de la dialéctica histórica, según la cual la crítica de lo existente hace enlazar el recuerdo del buen tiempo pasado, e idealizado, con la armonía, la justicia y la igualdad que se desean para el futuro.
Pero, por otra parte, en su pretensión de realizarse, el destino de las mejores ideas utópicas de la humanidad ha sido, por desgracia, hacerse templo, institución o incluso, de nuevo, mala realidad político-social, contra la intención y la voluntad de quienes formularon los ideales. Y hacerse templo o sucia realidad, además, en otro lugar, en un lugar diferente a aquél para el cual las utopías fueron pensadas. De ahí que haya habido mucha discusión sobre la acepción, positiva o negativa, en que conviene emplear la palabra.
Si el mundo de las acciones político-morales fuera algo así como una línea de ferrocarril, en la que el tren de la historia se desplazara por raíles, progresando desde la bondad y veracidad de los individuos concretos hacia mejores formas de sociabilidad colectiva, entonces no habría casi nada más que discutir acerca del uso positivo de la palabra utopía que siempre han hecho librepensadores y libertarios. La mayoría aceptaríamos, por razonamiento, su saludable sentido positivo, como aceptamos, con cierta naturalidad, el sentido positivo de la bondad y de la veracidad. Y cantaríamos a coro: la utopía es la línea del horizonte que mueve nuestros pasos hacia lo mejor; la utopía es la luz, la claridad que compensa el esfuerzo de los humanos que se proponen cambiar el mundo de base.
Algo así, con tono futurista y cierto furor heroico, escribió precisamente Salvat-Papasseit en el único paso de su obra, que yo conozca, en el que menciona la palabra utopía: «Cal ésser l’etern insurgent, l´etern maximalista. L’elogi de la quimera és el salm de l’heori. La Utopia es la llum. Qué hi fa que els que avancen es cremin?, si els que no es mouen no veuen la claror… Però no val confondre la Utopia amb l’absurde: l’absurde viu l’avui.»
Solo que la comunidad, al menos la europea, lleva tanto tiempo inventando utopías luminosas como aprendiendo otra lección, a saber: que el mundo de las acciones político-morales no es una vía férrea, ni una autopista; es, más bien, una red de senderos de montaña que se bifurca, se multiplica y se pierde en el bosque de las interrelaciones de las pasiones individuales y colectivas; una red de caminos de bosque de la que, para colmo, siempre existen varios planos concordantes pero distintos, y cuyo sendero principal suele perderse, en la historia de la humanidad, por falta de tránsito. Conclusión: es mejor conocer los caminos que conducen al infierno para evitarlo.
La filosofía política europea ha andado durante siglos balanceándose en la disyuntiva entre aquel descubrir la luz que a veces quema a los hombres y mujeres que se mueven y avanzan hacia la claridad, que decía el poeta, y este transitar por un camino oblicuo tratando de evitar los senderos que conducen al infierno. El único punto de acuerdo entre estas dos maneras de ver el mundo de lo político y lo social parece haber sido la convicción compartida de que, en sus mejores manifestaciones históricas y más allá de lo que se piense sobre su realización, la utopía ha estado y estará siempre cerca de y al lado de la poesía. O, en la duda, se hace poesía, como en el caso de Salvat Papasseit.
X. Nicos Kazantzakis/Martin Scorsese, La última tentación de Cristo
Institut de Cultura, CCCB, Ciclo «Literatura y cine»: 13/abril/99
Para Eloy, para David
1. Nicos Kazantzakis (1882-1957) no es ahora un autor muy leído entre nosotros. La traducción castellana de La última tentación de Cristo, publicada por Debate en los 80, se agotó hace mucho tiempo y hoy es inencontrable en nuestras librerías. Puedo testimoniarlo porque las he recorrido casi todas durante estas semanas pasadas. Sólo se puede encontrar en bibliotecas. Y no en todas.
Kazantzakis fue, en cambio, un autor muy apreciado, entre cristianos impacientes (esta expresión es de José Jiménez Lozano) y entre laicos perplejos amantes de las grandes leyendas, hace tres décadas, cuando la intelectualidad europea trataba de orientarse entre existencialismo y marxismo y la narrativa, el teatro y la poesía de ideas hacían furor. Se le leía entonces, o por lo menos algunos lo leíamos así, como un continuador de la tradición del gran relato dostoievkiano. Y no hay duda, me parece a mí, de que en Karantzakis hay mucho de Dostoievski, sobre todo del Dostoievski último, del Dostoievski de la leyenda del Gran Inquisidor y de Los hermanos Karamazov.
Kazantzakis no fue sólo un escritor; fue también un político activo y un hombre profundamente religioso y profundamente atraído por dos de los más grandes leyendas de nuestro humus cultural: la leyenda de Ulises y la leyenda del Cristo-Dios.
Por su lengua, por su cultura, por su talante y también por su formación, Kazantzakis estaba particularmente bien preparado para intentar una nueva síntesis entre helenismo y cristianismo. Y eso es lo que en realidad hizo. Pero lo hizo de la única forma en que las leyendas formativas de nuestra cultura pueden seguir conmoviendo a personas laicas que en el mundo moderno han comido ya por dos veces del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal (para decirlo como lo diría Max Weber).
No digo que la de Kazantzakis sea la única forma posible de acercarse con provecho, en el campo de la narrativa, a las leyendas fundacionales de las grandes tradiciones. Hay y ha habido otras formas, desde luego. Probablemente la más practicada haya sido el tratamiento de la gran leyenda con distanciamiento irónico. Lo que digo es que en un mundo desencantado, y el mundo en el que vivió Kazantzakis lo era, esta reconstrucción con conciencia de la ambivalencia, de la ambigüedad y de la contradicción del hombre que se quiere dios, es probablemente la más conmueve. Hay demasiada tragedia compartida e interiorizada en la vida y pasión del hombre Jesús de Nazaret para que el tratamiento irónico-distanciado de la misma pueda conmover.
Licenciado en derecho en Atenas, Kazantzakis estudió luego en París con Bergson. Y buena parte de su obra, incluida la Ultima tentación, deja entrever la herencia intelectual del vitalismo bergsoniano. Además de escritor y gran viajero, Kazantzakis fue, como he dicho ya, un político. No simplemente un intelectual interesado por la política, sino un político activo. Fue dos veces ministro en Grecia: primero entre 1919 y 1927 y luego, al final de la segunda guerra mundial, entre 1945 y 1946. Es importante tener esto en cuenta porque su versión o reescritura del nuevo testamento (tanto en Cristo de nuevo crucificado como en La última tentación) en la que acentúa con mucha fuerza la dimensión política de los hechos históricos, no se entendería bien sin la mención de lo que fue su propia experiencia personal como político. La atracción que Kazantzakis ha sentido por el personaje de Judas, su reelaboración del mismo, el hecho de que haya dado tanta importancia a la relación y al diálogo entre Jesús y Judas, son cosas que se deben, me parece, a la división del alma del político-escritor o del escritor-político que duda y navega entre la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad (para decirlo de nuevo con palabras que tomo de Max Weber).
Kazantkazis ha sido un literato especialmente mimado por los cineastas, pues varias de sus obras fueron llevadas a la pantalla: Cristo de nuevo crucificado (Jules Dassin, 1957), Alexis Zorba (Cacoyannis, 1964) y La última tentación de Cristo por Scorsese en 1986. Y hay que decir que en esto ha tenido mucha suerte, pues se sintieron atraídos por su obras personas dedicadas al cine (Dassin, Cacoyannis, Scorsese, Schrader) que además de tener pensamiento propio en el campo de la cinematografía supieron respetar sus textos. No sólo eso: tanto en lo que hace al guión como en la plasmación en imágenes de su pensamiento los cineastas probablemente lo mejoraron, en el sentido de que lo hicieron más directo, más accesible a un público amplio y variado y subrayaron bien, al mismo tiempo, la sustancia de su pensamiento.
El lector actual, cristiano o no, se encalla a veces en los larguísimos diálogos y excursos especulativos de Cristo de nuevo crucificado o de La última tentación (dos novelas largas) mientras que, en cambio, el montaje cinematográfico en secuencias, sobre todo en el caso de la película de Scorsese, donde el diálogo (la palabra) queda reducido a lo esencial, permite captar muy bien la intención básica de Kazantzakis. Precisamente refiriéndose a La última tentación de Cristo, la viuda de Kazantkazis, Helena, manifestó en su momento que la película era muy fiel al espíritu de la novela y que las imágenes reflejaban estupendamente el mundo literario de su marido. Lo cual, tratándose de una versión que estuvo acompañada, desde el principio mismo del rodaje, por el escándalo, la controversia, la incomprensión y las presiones de todo tipo, es una opinión autorizada que hay que tener en cuenta.
Conviene recordar a este respecto algunas de las manifestaciones del escándalo: el ofrecimiento de diez millones de dólares a la Universal por parte de un grupo californiano para la destrucción de los negativos; las críticas y prohibiciones del Vaticano; las declaraciones en su contra de un montón de obispos y arzobispos, entre ellos los de París y Nancy; el intento de secuestro de la película por un abogado de Milán; el incendio del cine Saint Michel de París; las multas con que se intentó disuadir de su proyección en Grecia; la cancelación de una emisión en la BBC de Londres…
2. La película tuvo una gestación larga. Martin Scorsese ha contado que tuvo noticia de la obra de Kazantzakis a comienzos de los sesenta, cuando era todavía estudiante de cinematografía. Leyó la novela en 1977: un regalo de Bárbara Hershey (la que luego haría de María Magdalena en la película) y volvió a ella en 1979 durante el rodaje de Il Prato de los hermanos Taviani. La lectura de la novela de Kazantzakis agudizó su fascinación por la doble naturaleza (humana y divina) de Jesús y suscitó en él la intención de explorar en imágenes las contradicciones que esta doble naturaleza le crean. En 1982, Scorsese encargó el guión a Paul Schrader valorando su vinculación calvinista y su capacidad para la síntesis en un caso, como éste, en el que la selección sintética era esencial. Aunque se habían hecho ya gestiones para iniciar el rodaje en Israel, el proyecto quedó interrumpido por dificultades internas y desaveniencias con la Paramount, pero Scorsese siguió trabajando en él a partir del guión inicial de Schrader.
Con la colaboración de Jay Cocks, Scorsese introdujo algunas modificaciones de importancia respecto del guión de Schrader señaladamente en los diálogos. Él mismo ha justificado estas modificaciones aduciendo que el griego demótico de Kazantzakis no daba, por demasiado «poético», el tono adecuado en la traducción inglesa.
Hay un par de cosas de esta colaboración de Scorsese con el periodista Jay Cocks (al margen de Schrader) que merece la pena destacar: la materialización de la secuencia dedicada a Lázaro y la decisión de potenciar el papel de Pablo en el papel de difusor del mito de Jesús. Ambas ideas son de lo mejor del film: la secuencia dedicada a la resurrección de Lázaro por su ambientación y por su belleza cinematográfica; la potenciación del papel desempeñado por Pablo porque pone el dedo en la llaga de un interesantísimo problema histórico del cristianismo, a saber: si hay que quedarse con la versión standard de la vida de Jesús como creación del (por así decirlo) cristianismo-pablismo o se puede hablar de un Cristo sin ismos.
Atendiendo al tratamiento del tema de la resurrección y particularmente a esa secuencia clave de la película que es el encuentro entre Jesús y Saulo-Pablo creo que puede decirse que en La última tentación Scorsese ha tendido a subrayar la idea de un Cristo sin ismos. Y que ésa era también la idea de Kazantkazis ya en Cristo de nuevo resucitado. Probablemente hay que ver ahí la decisión más relevante del guión, pues la secuencia casi coincide con el momento en que la historia sagrada se desliza, ya definitivamente, hacia una historia laica, o sea hacia una –por lo demás importantísima– de las historias de la historia. Precisamente la contraposición Jesús/Pablo, puesta de manifiesto por el breve diálogo entre los dos en el tramo final de la película, sirve para resaltar el paso (no querido por Jesús) de la historia personal (ambivalente, autocontradictoria) a lo que acabaría siendo, como sabemos, la leyenda fundacional del cristianismo. De este modo lo que era el triángulo central de La última tentación (Jesús, Judas, María Magdalena) acaba convirtiéndose en un cuadrilátero (los tres citados más Pablo) justo en el momento de la resolución.
Parece fuera de discusión el que la colaboración entre Scorsese y Schrader es tan esencial para entender el desarrollo de la película en su conjunto como la novela de Kazantzakis. Pero hay al menos un matiz que me parece revelador de la diferencia entre ambos y que en cierto modo confirma lo que estaba diciendo. En un mano a mano entre los dos que publicó Cahiers du cinema cuando La última tentación estaba todavía en proyecto Paul Schrader dice: «Voy a hacer una generalización y dime lo que piensas de ella. De las tres películas, creo que Taxi Driver es más mía, Raging Bull más de Bobby y Last Temptation será más tuya». En su respuesta, Scorsese niega la generalización de Schrader y subraya la importancia de la colaboración. Pero a continuación Schrader insiste y acaba preguntando directamente:«¿Todavía te sientes católico?». Scorsese contesta a la gallega: «¿Según la Iglesia?» Schrader precisa: «Del mismo modo que yo soy protestante». De la contestación final de Scorsese sale el matiz que aclara, en mi opinión, la diferencia: «Me temo que no». Y al precisar sobre su idea de la espiritualidad y del misterio, Scorsese afirma que nada vale tanto como la realización personal y la lucha contra el miedo a las tentaciones, contra la depresión, contra el complejo de culpa, contra los traumas y las angustias (empezando por el tabú del sexo) de la adolescencia.
Esta última consideración lleva directamente a lo que Scorsese ha querido resaltar desde el inicio mismo de la película. En palabras de Kazantzakis: «La doble naturaleza de Cristo, el deseo tan humano, tan sobrehumano, del hombre por llegar a Dios […] ha sido siempre para mí un misterio profundo e impenetrable. La causa de mi angustia y fuente de todas mis alegrías y penas ha sido, desde mi juventud, la incesante y cruel batalla entre el espíritu y la carne […] y mi alma es el campo de batalla en el que estos dos ejércitos se han encontrado y luchado».
Ya en la elección de ese paso de Kazantzakis es patente la atracción por la ambigüedad, por la ambivalencia, por la autocontradicción y el exceso, por la hybris propia del ser humano, de ese ser que, en soledad, como se sabe de antiguo, sólo puede ser un dios o una bestia. ¿No está ya esa ambigüedad en la ambivalencia misma de la expresión castellana «llegar a Dios»? Llegar a Dios o llegar a ser Dios: esa es la cuestión.
Aquel «me temo que no» soy católico en el sentido en que tú (Schrader) eres protestante, enlaza con otra reflexión de Scorsese en la que éste sugiere que, precisamente por la colaboración de varias manos, La última tentación de Cristo se puede entender como un diálogo, como una superposición o como una complementación de cristianismo ortodoxo (Kazantzakis) protestantismo (Schrader) y catolicismo (él mismo).
Sólo que para que ese diálogo resulte fecundo, y el de La última tentación lo es, y se haga laico hay que tomar distancia respecto de cada una de esas tradiciones. Tiempo ha pasado para la distancia. De los tres el que más se distancia de la tradición propia es, sin duda, Scorsese. Y por eso se puede decir que, en su respeto por la vieja leyenda, La última tentación no es propiamente una película religiosa. No lo es, desde luego, en la acepción que la palabra «religiosa» había ido cobrando en las películas del género. Tampoco es una película antirreligiosa, como han dicho y repetido los fanáticos fundamentalistas de casi todas las corrientes del cristianismo contemporáneo. Es una película en la cual la historia de Jesús, que para unos es sagrada y para otros no, está tratada con un respeto parecido al que inspiró El evangelio según Mateo (dedicado a Juan XXIII) de Pier Paolo Pasolini. Scorsese y Schrader piensan que La última tentación es más una película psicológica que religiosa (en el sentido habitual de la palabra). Yo también lo creo. Y preciso: en el mismo sentido en que es más psicológica que religiosa la novela de Dostoievki sobre los hermanos Karamazov. Tal vez sea ésta la razón por la cual puede ser vista, con igual identificación y atención, por personas religiosas y por personas que no lo son.
La advertencia inicial que figura en las copias de La última tentación debería haber sido suficiente para disuadir a los fundamentalistas: «Esta película no está basada en los evangelios, sino en la investigación de la novela sobre el eterno conflicto espiritual». Cierto. La elección de los escenarios en los que se desarrolla la acción, la imaginativa reconstrucción de la adolescencia y juventud de Jesús, la economía de medios con que está tratado el decisivo momento del sermón de la montaña, la forma de plantear la relación entre Jesús y María Magdalena (o entre Jesús y Judas desde el encuentro inicial), el trasfondo político de la lucha de los zelotes, las varias alusiones a la simbología del hacha (tan cara al cristianismo ortodoxo greco-eslavo y al propio Kazantzakis), la música compuesta por Peter Gabriel, todo eso, que son aciertos narrativos y cinematográficos evidentes, debería bastar para ver La última tentación como un intento de reconstrucción, respetuosa, insisto, de la vieja leyenda al hilo de las preocupaciones de siempre. ¿Puede alguien que quiera llegar a Dios (en la doble y ambivalente acepción de la expresión mentada) decidir acaso, y de una vez por todas, entre el «estoy luchando» (la lucha interior del hombre Jesús) y el «yo lucho, tu colaboras» (la lucha política del hombre Judas)?
Hoy sabemos, por las inscripciones funerarias que se han conservado y por el trabajo de historiadores y filólogos, que en los montes y desiertos de Judea no sólo los dioses y los que hablaban con Dios morían jóvenes: la esperanza de vida de los varones judíos de entonces no rebasaba, por lo general, los 30 años. Es más: por lo que se sabe ahora sobre las discrepancias (que no son sólo de matiz) entre los cuatro evangelistas canónicos (la versión oficial, tradicional, de los hechos), o sobre los evangelios gnósticos de Naj Hammadi, o sobre algunos de los manuscritos del Mar Muerto, cabe preguntarse incluso si la propuesta intuitiva de Kazantzakis-Schrader-Scorsese sobre la vida, pasión y muerte de Jesús de Nazaret no estará más cerca de la verdad histórica que los evangelios llamados canónicos.
Claro que de ahí brota un Cristo sin ismos, un Cristo para adultos. Y eso no es fácil de aceptar desde la fe del carbonero.
Anexo 1: Editores, escritores
Escrito fechado en 2001.
A Jordi Montilla
1. Si es compatible el criterio de la calidad con el económico en el mundo del libro.
Lo es. Y de hecho existen editoriales, tanto en España como otros países, que compaginan bastante bien el criterio económico con la edición de libros de calidad, tanto en lo que hace al contenido como formalmente. Ocurre, sin embargo, que compaginar esos dos criterios resulta cada vez más difícil en un mundo supermercantilizado. La industria del libro no es una excepción. Está cada vez más condicionada por la lógica del beneficio y por la consideración de la cultura como mero espectáculo. Cada vez hay más editoriales que producen libros como si fueran churros o zapatillas de deporte. La búsqueda del beneficio inmediato determina el ritmo de producción de libros en dos sentidos. Primero exigiendo al autor que escriba rapidísimamente para cumplir con las exigencias de la demanda. Y luego reduciendo al máximo la fase que va desde la entrega del original a la encuadernación del volumen. Esto último obstaculiza la corrección cuidadosa de las pruebas de imprenta y empobrece muchas veces el producto final. Un ejemplo de lo que digo: lo que está ocurriendo actualmente con los ensayos biográficos sobre Bin Laden, en los que lo que importa no es la calidad contrastada sino la urgencia con que hay que poner el producto en el mercado.
2. ¿Se acaba comiendo siempre el pez grande al chico en la industria del libro?
La tendencia a la concentración y a la absorción de las empresas pequeñas por las grandes es una ley general del modo capitalista de producir y consumir. Y como la industria del libro forma parte de este modo de producir y consumir es natural que también, por lo general, el pez grande se coma al chico. La mayoría de las editoriales pequeñas que yo conocí y para las que trabajé hace treinta años han desaparecido absorbidas o liquidadas por la competencia. Ese proceso se ha acentuado hasta límites inauditos en los últimos diez años y previsiblemente irá a más. Ahora bien, las leyes generales en esto no son del tipo de la ley de la caída de los graves, que se cumplen en todos los casos y sin excepciones. Al mismo tiempo que se producen constantes absorciones de editoriales pequeñas o de tamaño medio otras resisten, por el espíritu de independencia de sus mentores, y surgen otras, en los márgenes del sistema, con la voluntad de editar lo que los grandes no editan precisamente porque se rigen por la lógica del beneficio inmediato. Anagrama es un ejemplo de lo primero: empezó siendo una editorial pequeña con una línea de publicaciones muy definida, resistió y ha crecido en la independencia. De lo segundo hay muchos ejemplos: El viejo topo, Bellaterra, Los libros de la Catarata, Icaria, La balsa de la medusa… No todo editor está dipuesto a vender lo que ha hecho al mejor postor de los grandes; algunos se comportan como los granjeros del oeste americano que se negaban por principio a vender sus tierras a las compañías petrolíferas. Y hacen bien. Sólo que para resistir en estas condiciones hace falta algo más que voluntad y vocación de editor. Se necesita inteligencia, conocimiento del mercado e imaginación creadora.
3. ¿Acabarán condicionando las nuevas tecnologías la concepción física del libro tal como hoy lo conocemos?
De eso no hay duda. Ocurrirá algo parecido a lo que sucedió en el siglo XVI con la difusión de la imprenta. Lo cual no quiere decir que el libro, tal como salió de la implantación de la imprenta y como lo conocemos hoy, vaya a desaparecer por completo y a corto plazo. La edición digital crecerá y las nuevas generaciones se acostumbrarán a leer en pantallas de varios tipos. Toda tecnología nueva, sobre todo cuando es tan innovadora como las que estamos conociendo ahora, tiene repercusiones importantes. Y las aplicadas a la escritura y a la lectura también las tendrán. Ahora bien, las tecnologías, por innovadoras que sean, son siempre de doble uso, por sí decirlo. Y en este caso pueden ser utilizadas tanto para liquidar el libro en papel que conocemos como para mejorar lo que podríamos llamar la edición tradicional. En realidad ya ahora estamos asistiendo a esta duplicidad. Por una parte, está el libro digital, que maravilla y cumple funciones específicas que no podría cubrir la edición tradicional. Por otra, existen programas informáticos aplicados a la composición del libro clásico que dan una calidad en la que no habrían podido ni soñar los mejores litonipistas de la edad de oro de la imprenta. En suma, que en esto de las nuevas tecnologías hay que huir, como de la peste, tanto del papanatismo que emplea la palabra «nuevo» en un sentido exclusivamente publicitario como de la añoranza romántica que ve siempre en lo nuevo una degradación de lo que hubo en otros tiempos.
4. ¿Se escribe para sí mismo o pensando en un lector futurible, etc.?
No creo que haya en esto una norma única aplicable a todo aquel que escribe. Hay quien escribe para sí mismo. Otros actúan como dicen que actuaba el conde Arnau, que no decía su canción sino a quien iba con él. Otros piensan, al escribir, en la mayoría de los lectores potenciales. Otros escriben para «la inmensa minoría». Otros se engañan siempre creyendo que escriben para muchos y comprobando que tienen pocos lectores. Y otros, por último, se sorprenden siempre de que escribiendo para sí mismos lleguen a tener tantos lectores. Hay escritores ocasionales que saben aprovechar la ocasión y escritores de oficio a los que la ocasión les da igual. Para escribir basta con tener una pluma o un ordenador.Para publicar ahora basta con ser periodista. Para escribir bien hace falta talento, dominio de la lengua y tener algo que decir. Hay géneros, como la poesía, en que el escritor nace. En esto si se ha nacido con el paladar atrofiado no hay oficio que lo remedie. Pero hay otros géneros, como el ensayo, en que el escritor se hace (a veces contra el mundo y contra sí mismo). Por lo general, el escritor serio se pregunta siempre: ¿tengo yo algo que decir que no haya sido dicho ya? La respuesta a esa pregunta suele depender de la conformación de los hígados de cada cual. Hay quien cree que siempre tiene algo original que decir y le basta con un editor compulsivo o adulador para dar a luz cualquier cosa. Y hay quien cree que casi todo está dicho ya y necesita de amigos que le convenzan de que al menos no en la forma en que él podía decirlo. Los mejores son los no se dejan convencer ni por los editores ni por los amigos, los que pensando que escriben sólo sí mismos tiene un «sí mismo» tan particular que acaban llegando a la inmensa minoría. Estos tienen tiempo para experimentar con la lengua o para descubrir el perfil de un concepto del que luego muchos podrán decir: «Estaba en el aire y no lo sentí».
Anexo 2. Cómo debe ser la divulgación para no degradar el conocimiento científico y cumplir su función en el desarrollo social.
Texto de 2008. No he sabido averiguar nada más.
Lo primero que hay que hacer es acentuar la prudencia en la elección de las metáforas con las que se comunica a la ciudadanía los resultados de tal o cual investigación científica, puesto que previsiblemente van a ser estas metáforas las que harán mella en el público en general. Creo que un buen ejemplo a seguir en esto es todavía lo que hizo Einstein en 1917, cuando publicó una exposición de su teoría de la relatividad pensando en un público culto, prescindiendo en lo esencial del aparato matemático sin renunciar al rigor conceptual.
Esta línea de divulgación seria es la que se puede encontrar en las últimas décadas entre los científicos reunidos en torno a la Fundación Edge. La ciencia es también una pieza cultural, tal vez lo más importante de la cultura en el mundo en que vivimos, por lo que además de suscitar investigaciones y de ser enseñada en el lenguaje de los especialistas, debe llegar a la ciudadanía. Pues sin el conocimiento de los resultados de algunas de estas investigaciones ni siquiera es posible hoy en día entrar con solvencia en la discusión racional de muchos de los asuntos controvertidos que nos preocupan.
Si hemos de aspirar en el siglo XXI a una ciencia con conciencia, el éxito de esta aspiración dependerá en gran parte de la habilidad y precisión a la hora de encontrar las metáforas adecuadas para dar a conocer al público en general lo que la ciencia ha llegado a saber sobre el universo, la evolución, los genes, la mente humana o las relaciones sociales. Esto obliga a prestar más atención a lo que los antiguos llamaban método de exposición. En la búsqueda del lenguaje apropiado y de la selección de las metáforas más adecuadas el científico aún puede inspirarse en clásicos literarios que fueron, a su vez, «amigos de la ciencia», como Goethe y Brecht.
Anexo 3. Encuesta al profesorado de Humanidades
UPF, mayo de 2009.
Descriptors dels estudis |
Autors: cita un màxim de 10 autors que consideris fonamentals per definir l’àmbit de les Humanitats |
1 | Erasmo |
2 | Bacon |
3 | Diderot |
4 | Lessing |
5 | Goethe |
6 | Mattew Arnold |
7 | Bertrand Russell |
8 | Isaac Berlin |
9 | Hans Jonas |
10 | George Steiner |
Obres: cita un màxim de 5 obres que consideris fonamentals per definir l’àmbit de les Humanitats |
1 | El volumen X de The Complete Prose Works, de Mattew Arnold |
2 | Contra la corriente, de I. Berlin |
3 | Las tres culturas, de W. Lepennies |
4 | Érase una vez el zorro y el erizo. Las humanidades y la ciencia en el tercer milenio, de S.J. Gould |
5 | Los libros que nunca he escrito, de G. Steiner |
Conceptes: cita un màxim de 5 paraules clau, conceptes, principis o idees que consideris fonamentals per definir l’àmbit de les Humanitats |
1 | Nada humano me es ajeno. |
2 | Nada garantiza racionalmente que estemos aquí para quedarnos. |
3 | No hay un método, pero hay que ser metódicos. |
4 | Conocer los caminos que conducen al infierno para evitarlos. |
5 | Hay más cosas en el mundo de las que caben en la filosofía de uno. |
Perfil: cita un màxim de 5 característiques que consideris importants per definir les persones que es dediquen a l’àmbit de les Humanitats |
1 | Conciencia histórica. |
2 | Espíritu analítico. |
3 | Racionalidad crítica. |
4 | Imaginación ideográfica. |
5 | Sentido de la alteridad. |
Notas
[1] NE. El énfasis es mío, no del autor.
[2] NE. Véase Girolamo Savonarola, Prédicas para desesperados. Madrid: Los Libros de la Catarata. Edición y presentación de FFB.
[3] NE. En 1994, el autor presentó al profesor, poeta, traductor y activista Jorge Riechmann con las siguientes palabras:
«Jorge Riechmann es poeta y bastantes cosas más.
Para empezar es licenciado en matemáticas. Así que confirma con su persona y con su ejemplo una idea varias veces repetida por Yves Bonnefoyy que siempre nos cuesta cierto trabajo admitir: la de la proximidad de sustancia entre matemáticas y palabra poética.
Pero, además, Jorge ha hecho estudios de filosofía y de lengua y literatura.
Ha viajado y residido, estudiando lengua y literatura francesa, inglesa y alemana, por Francia, Bélgica, Suiza, Gran Bretaña y Alemania.
Ha estudiado arte en Noruega, en la Universidad de Oslo.
Luego se ha doctorado en filosofía política con una tesis sobre Los Verdes alemanes.
En estos últimos años ha sido profesor de filosofía moral y política en la Universidad de Barcelona y, por razones amorosas, ha vivido entre Barcedrid y Marcelona, de manera que es uno de los poetas de este país que más sabe de trenes y autocares.
Ha traducido a Rene Char, a Bonnefoy y a Michaux; y del alemán, a von Keist y a H. Müller. Ahora anda metido en la traducción del Brecht poeta.
Ha publicado un decena de libros y ensayos sobre diferentes temas y problemas relacionados con los movimientos sociales actuales: sobre el movimiento verde en Europa, sobre pacifismo, sobre los derechos de los animales, sobre ecosocialismo…
Y como poeta va ya por el séptimo u octavo libro.
En el 87 le concedieron el segundo premio Hiperión por Cántico de la erosión. En el 89 publicó Cuaderno de Berlín. En el 90 publicó Poesía practicable. En el 93 publicó Material móvil. Ese mismo año ganó el premio de poesía Feria del Libro de Madrid con El corte bajo la piel. En el 94 publicó Baila con un extranjero. En el 95 ha publicado Amarte sin regreso (antología de su poesía amorosa).
Y todo eso, ahí donde le veis, con 34 años.
Dice Jorge que no es experto en nada.
Dice que, como intelectual, intenta rebajar su capacidad de acomodamiento incluso si ocasionalmente sale malparada la brillantez.
Sostiene que aunque sabe que el desierto crece le cuesta resignarse.
Dice que la da vergüenza ser europeo occidental y que a veces se escabulle “sin esperanza y con convencimiento”.
Sostiene que la tragedia es un momento estructural de la vida humana. Y, añade, no sin ironía, «”redicar la razón/como una puta pobre” a “los infieles inquilinos /del mejor de los mundos posibles” (Jorge Riechmann).
Y digo yo que Jorge es un poeta de la veracidad; un poeta productivo en diálogo permanente con los argumentos universales de la poesía. En su poesía veo yo una apuesta, que aprecio de verdad y que quisiera que ganaran los poetas: una apuesta en favor de la ética de la resistencia.»
[4] NE. El énfasis tampoco es del autor.
[5] NE. Véase «Galileo visto por Bertolt Brecht». En FFB, Para la tercera cultura. Ensayo sobre ciencia y humanidades, Vilassar de Dalt: El Viejo Topo, 2013, pp. 237-254. En mi opinión, uno de los escritos más deslumbrantes del autor.
[6] NE. Con la siguiente cita abría el autor La ilusión del método. Por un racionalismo bien temperado: «Un científico es un cruce de mimosa y puercoespín.»
[7] NE. Categoría central en el FFB de sus últimos años.
[8] NE. Reeditado por El Viejo Topo en 2021.
[9] NE. Francesc Torralba: Los maestros de la sospecha. Marx, Nietzsche, Freud. Fragmenta Editorial. Barcelona, 2014. 157 págs.
[10] NE. En la Librería La Central de Barcelona 13/II/2008.
[11] NE. Véase FFB, «William Morris. Soñador de nuestros sueños» Papeles de Relaciones Ecosociales y Cambio Global, núm. 133, primavera 2016, pp. 13-35.
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