Sobre la recepción de Albert Camus en España
Francisco Fernández Buey
El 25 de agosto de 2022 hizo diez años del fallecimiento de Francisco Fernández Buey. Se están organizando diversos actos de recuerdo y homenaje y, desde Espai Marx, cada semana a lo largo de 2022-2023 publicaremos como nuestra pequeña aportación un texto suyo para apoyar estos actos y dar a conocer su obra. La selección y edición de todos estos textos corre a cargo de Salvador López Arnal.
Comunicación al Col.loqui internacional «Discursos de llibertat: A. Camus, l’artista i el seu temps», UPF, Barcelona, 7-9 de noviembre de 2007.
Anexo: Homenaje a Camus en la UPF, 2004.
Agradezco a Jordi Mir y Salvador López Arnal la ayuda prestada en el rastreo de revistas de los años cincuenta y sesenta; y a Hélène Rufat, su lectura atenta.
I. La recepción de la obra de Albert Camus en España fue tardía y estuvo plagada de dificultades, obstáculos y equívocos, derivados del desarrollo de la guerra civil, de la censura impuesta por el franquismo y de otras circunstancias históricas a las que aludiré a continuación.
La Révolte dans les Asturies (1936), que sin duda tendría que haber interesado mucho en España, coincidió con la sublevación franquista y el comienzo de la guerra civil. Calígula, El malentendido, El estado de sitio y Los justos, obras escritas durante la segunda guerra mundial o en los años inmediatamente siguientes al término de la misma, no pudieron publicarse en España entonces. Camus había sido un amigo de la II República y en consecuencia el régimen franquista lo consideraba un enemigo. Por tanto, su obra fue conocida, y en algunos casos admirada, por intelectuales republicanos en el exilio pero muy poco leída en el interior. En las revistas literarias vinculadas al régimen franquista apenas hay referencias a la obra de Camus en esos años y cuando las hay son negativas o despreciativas.
Esto no quiere decir que Camus haya sido completamente ignorado en España en la década de los cuarenta. Se sabe que ya en 1948, en el madrileño café Gambrinus, se hacía una tertulia sobre teatro contemporáneo, en la que se leían y discutían las obras de teatro de Camus y de Sartre; y que por ahí andaban Luis Martín Santos, Juan Benet, Carmen Martín Gaite, Josefina Aldecoa, Rafael Sánchez Ferlosio y José Vidal Beneyto. Algunas de las obras de Camus fueron conocidas y leídas en francés o en las primeras traducciones latinoamericanas, impulsadas por los intelectuales del exilio, que podían encontrarse ya en las trastiendas de algunas librerías.
Tal situación se prolongó durante la primera mitad de la década de los cincuenta. Hay noticia de una representación de Los justos por el Teatro Español Universitario en 1953 y, por lo que hace a Barcelona, de alguna reseña de Camus escrita en esos años por Antonio Vilanova para el semanario Destino[1]. Ya en 1955, hubo una representación de Le malentendu, dirigida por González Vergel, en un pequeño teatro de cámara madrileño llamado Dido. En su crónica de esta representación para la revista Teatro, Jaime de Armiñan califica el evento de minoritario y selecto. Empieza su artículo diciendo que Albert Camus es un escritor desconocido e ignorado en España[2].
Poca atención prestaron a la obra de Camus en la primera mitad de los cincuenta los intelectuales barceloneses vinculados a la revista Laye, por lo general buenos lectores y conocedores de la literatura europea contemporánea, como ha mostrado Laureano Bonet en sus estudios al respecto. Sacristán, los hermanos Ferrater, Castellet, Gil de Biedma, Costafreda, etc, se muestran más interesados en aquella época por la poesía inglesa y por la dramaturgia norteamericana. Sacristán, que había estudiado en Francia después de la guerra civil y que tuvo la oportunidad de leer allí a Camus, llegó a escribir, polémicamente y como de pasada, por aquellos años que Camus era un escritor sobrevalorado, aunque luego matizaría parcialmente este juicio al referirse a su edición de algunos de los artículos de Simone Weil en la colección Espoir de Gallimard.
Por otra parte, varios de los intelectuales exiliados, como María Zambrano, conocieron personalmente a Camus en París e hicieron llegar sus impresiones a amigos que vivían en España. Hay, además, huellas de una lectura positiva de obras de Camus en José Luis Aranguren y en algunos de sus primeros discípulos universitarios, señaladamente en Jesús Aguirre, que conoció el pensamiento y la obra de Camus durante un viaje de estudios teológicos a Alemania e hizo traducir La peste en la editorial Taurus con la que estaba relacionado[3]. Algunas de estas cosas las hemos conocido, a través de las memorias de unos y otros, publicadas muchos años después, pero la verdad es que de ellas quedó poco eco escrito en la época.
Aun así, se puede decir que la situación empezó a cambiar a partir de la concesión a Camus del premio Nobel de literatura en 1957, y, sobre todo, por la combinación de esta circunstancia con la influencia que tuvo en España un libro entonces bastante comentado y reseñado en los ambientes frecuentados por la intelectualidad cristiana progresista ( y no sólo), el libro de Charles Moeller, Literatura del siglo XX y cristianismo, traducido por Valentín García Yebra y publicado por la Editorial Gredos en 1955.
Por lo que yo recuerdo de mis últimos años del bachillerato, en la vieja y conservadora Castilla de finales de la década de los cincuenta, los estudiantes jóvenes de entonces nos interesábamos por la obra de Camus como escritor existencialista. También nosotros atraídos por lo que había escrito Charles Moeller. Veíamos en Camus algo así como la versión literaria de la filosofía existencialista de Jean Paul Sartre. Y, a pesar de que las diferencias entre Sartre y Camus eran muy obvias a partir de la publicación de El hombre rebelde en 1951, nosotros no distinguíamos. Tampoco conocíamos, ciertamente, la polémica que se había producido al respecto en Temps modernes. Sentíamos la misma simpatía por los dos, sobre todo al polemizar con la filosofía escolástica entonces dominante en las aulas, con el tipo de teatro de entretenimiento que se estaba haciendo entonces en España o con la narrativa imperante.
De hecho, en las aulas del instituto no nos habían enseñado a distinguir ni teníamos tampoco la documentación que hubiera sido necesaria para ello. Tuvimos noticia, vaga noticia (ocultada por la prensa franquista pero publicitada por las emisiones en castellano de radio París), de la carta abierta que Camus había enviado a los jóvenes escritores españoles con motivo del vigésimo aniversario de la sublevación franquista, en 1956, y también sabíamos, claro está, de su canto a la libertad[4]. Ya eso era más que suficiente para simpatizar con él. Pero yo mismo sólo empecé a entrever las diferencias existentes entre Camus y Sartre a partir de conversaciones, en el patio de letras de la Universidad de Barcelona, y ya en 1962, con compañeros que habían estudiado en el Liceo Francés y que estaban al corriente de la evolución de la intelectualidad en Francia.
II. He dicho antes que la consideración de la obra de Camus en España empezó a cambiar después de que se le concediera el premio Nobel de literatura. Ahora querría precisar un poco más: la gran mayoría de los artículos y ensayos dedicados a Camus que he podido consultar son posteriores a 1960, lo que quiere decir que fueron escritos después de su muerte. Se puede ver ahí una ironía del destino, pues entre 1957 y la fecha de su muerte Camus sólo publicó otras dos obras importantes, L’exil et le royaume y las «Chroniques algériennes» (1958). En cualquier caso, este desfase sirve para explicar una consideración recurrente que aparece prácticamente en todos los artículos escritos en España sobre él en la década de los sesenta, a saber: que su obra (como dramaturgo y como novelista) es representativa de otra época.
Me detendré a comentar brevemente tres series de escritos publicados en la década de los sesenta para intentar sacar una primera conclusión: las reseñas de obras de teatro camusianas que aparecieron en la revista Primer acto; los artículos que le dedicó la revista Serra d’Or en 1960; y los prólogos que puso Joan Fuster a sus traducciones al catalán de El mite de Sisif y L’home revoltat, publicadas por la editorial Vergara respectivamente en 1965 y 1966.
La revista Primer acto, editada por José Ángel Ezcurra y dirigida de hecho por José Monleón, fue, como es sabido, la principal fuente de información sobre la evolución del teatro norteamericano y europeo que hubo en España en la década de los sesenta. Formaban parte de su consejo de redacción dramaturgos y críticos como José Luis Alonso, Haro Tecglen, Marsillach, Paso, De Quinto y Alfonso Sastre y colaboraban bastante regularmente otros como Ricardo Domenech y Ricard Salvat. En los diez números publicados antes de la muerte de Camus sólo hay un par de sueltos sin firmar dedicados a su dramaturgia, inmediatamente después de la concesión del premio Nobel. Esta escasez puede tener que ver con la censura o con el hecho de que hasta entonces sólo hubiera habido, como he dicho, unas pocas representaciones, y muy minoritarias, de obras de Camus en España. Pero no sólo con eso. Viendo lo que se escribe en Primer acto desde 1960 se puede establecer la hipótesis de que Camus (a pesar de que José Tamayo fue uno de los primeros dramaturgos que lo representó aquí) no era precisamente santo de la devoción principal de la redacción y colaboradores de la revista.
En el número 11 de Primer acto aparecía una breve reseña, firmada por Martín Iniesta, que da cuenta del fallecimiento de Camus y hace el elogio fúnebre. Se le considera ahí «hombre de lucha, responsable de sus palabras y consciente de su tiempo». Se introduce por primera vez la idea de que ese tiempo es otro, el de El mito de Sísifo y El hombre rebelde, y se alaba particularmente La peste como crónica «exacta» de aquel tiempo. Como era habitual, el autor de la necrológica acude a Charles Moeller para encontrar adjetivos valorativos; y termina así: «Pocas veces en la historia de la humanidad ha existido un hombre más lúcidamente apasionado y que haya luchado con más firmeza con la angustia y el desconsuelo y con el tiempo en que le tocó vivir». No es mucho si se compara con el espacio que se dedicaba a Becket o a Espriu.
Tres años después, con motivo de la representación de Calígula, dirigida por José Tamayo a partir de una traducción de Escué Porta, en el teatro Bellas Artes de Madrid, Ricardo Domènech, uno de los críticos habituales en la revista, dice de ella que es la obra de mayor interés de cuantas se han representado desde el inicio de la temporada. Describe la obra en términos generales, subraya su leitmotiv, la relaciona con las ideas de la filosofía existencial y llama la atención, de nuevo, sobre el retraso con que se representa a Camus en España. Han pasado, en efecto, diez y ocho años desde su puesta en escena en París. En su crónica, Domènech expresa desilusión. No le parece convincente la forma en que Camus dramatizó el dilema entre orden y nihilismo; considera endeble el trazado de los personajes; cree que fallan en ella las motivaciones y reacciones psicológicas de los personajes; y, sobre todo, insiste en que éstos, los personajes, son sólo ideas o encarnaciones de ideas, seres de cartón piedra. Salva, eso sí, las ideas filosóficas, que es lo que, en su opinión, mantiene en vilo la atención del espectador, pero se distancia tanto del texto como de la puesta en escena. Concluye distanciándose también de lo que fue la evolución de Camus en sus últimos años haciendo referencia explícita a «su inhibición ante la cuestión argelina».
También Ricard Salvat es muy crítico al ocuparse, en 1965, de la representación de Los justos en Barcelona. En este caso se trataba de la puesta en escena por el Teatro Experimental Catalán en la Palacio de la Música, el 8 de diciembre del 64. A pesar de que la obra cosechó un gran éxito de público (parece que mayormente estudiantil), Salvat insiste en lo que han dicho ya los otros: Camus llega con retraso a los teatros españoles. Y es aún más crítico de lo que lo era Domènech dos años antes. La crítica, en este caso, se refiere al texto de Camus y a sus ideas, pero también a la representación misma. Salvat compara a Camus con Sartre, al que considera muy del momento que se está viviendo, y dice del otro que es un autor de otra época, de una época ya pasada, la del París de la liberación: «Camus no supo salir de la atmósfera de aquel momento». De Los justos a Salvat no le ha gustado casi nada: ni el texto (que considera ambiguo y de un «humanitarismo vago»), ni la construcción teatral (de la que dice que carece de rigor constructivo y que no llega a crear una situación dramática), ni la intención (pretende ser una obra de corte revolucionario y se queda en la corriente de falsa tragedia raciniana), ni los decorados (que considera completamente inadecuados), ni la interpretación (de cuyo error sólo salva a Nuria Feliu y a Miquel Gimeno).
Muy diferente fue la recepción en la revista Serra d’Or, que publicó en 1960 dos artículos sobre Camus, uno de Jordi Carbonell y el otro de Jordi Maluquer.
La reivindicación de Carbonell está ya en el título de su artículo: «Albert Camus, un gran mediterrani». Y eso es también el hilo conductor del mismo. Carbonell no ahorra elogios: sinceridad, honestidad, espíritu abierto, dignidad, humanismo valiente, humanismo mesurado, etc. Rasgos, todos ellos, pero particularmente los últimos, que se pueden hallar de la forma más explícita en las páginas finales de El hombre rebelde sobre el pensamiento meridiano, pero que Carbonell va rastreando a lo largo de (casi) toda la obra de Camus.
Carbonell repasa el conjunto de la obra camusiana para quedarse con Calígula («la más densamente humana») y con Los justos («la mejor con Calígula»). Con el criterio de la mediterraneidad como hilo conductor, aprecia poco o menos Carbonell El malentendido y el Estado de sitio. Y dialoga, también él, con Moeller a propósito de la narrativa y de la dramaturgia de Camus, precisamente para subrayar su mediterranismo, su «maravillosa realización de estilo», así como, por supuesto, las influencias y concordancias que pueden rastrearse en esa línea: Gide, Malraux, Grenier (entre los maestros de Camus); Valery, Kazantzakis, Maragall (entre los próximos). Estos últimos serían, con Camus, quienes mejor han entendido las características propias del hombre mediterráneo según Carbonell: el goce de vivir, la angustia ante la muerte, el amor como comprensión, el amor al mundo sensible…
Jordi Maluquer se ocupa, en cambio, casi exclusivamente de Camus como novelista. Lo hace con la intención del solventar prejuicios. Propone una lectura simple huyendo de la búsqueda de simbolismos ocultos en la obra de Camus. Desde el punto de vista del análisis de la obra camusiana, su artículo se complementa bien con el de Carbonell, pues se detiene sobre todo en El extranjero y en La peste, sólo aludidas en el anterior. Considera El extranjero la mejor de las novelas de Camus y lo justifica por su cohesión, por la unidad de la obra y por su sencillez; en La peste encuentra menos fluidez y algunas situaciones demasiado artificiales. Luego establece unos cuantos rasgos que se repiten en la narrativa camusiana a lo largo de su evolución para ocuparse, finalmente y de nuevo, del tema propuesto por Moeller: Camus y el cristianismo.
Para Maluquer el fondo temático de la narrativa de Camus es siempre el mismo: el problema personal de la falta de fe, la dificultad para creer en Dios. Dificultad particularizada cuando, como en el caso de Camus, no se cree en los tópicos o en las maneras usuales de entender la religión. Sostiene Maluquer que, a pesar de su ateísmo declarado, Camus ha sentido siempre afecto por la figura humana de Cristo y que ese fondo temático es lo que pone su obra narrativa por encima de otras novelas contemporáneas que pueden ser igualmente buenas en el aspecto técnico o formalmente literario. La diferencia, en favor de Camus, es que éste habla siempre del hombre, de los problemas más inmediatos que afectan al ser humano. Discute Maluquer al final con Moeller, cuyo criterio para el análisis de El extranjero y de La peste le parece demasiado rígido, pero acaba aceptando la conclusión admirativa de aquél: «!Cómo no estimar a un hombre que ha escrito que en el hombre hay más motivos de admiración que de menosprecio!»
III. No es necesario ser un experto en literaturas comparadas o en la comparación entre críticas literarias para advertir enseguida lo que opone a Carbonell y Maluquer, de un lado, y a los autores que escribían contemporáneamente en Primer acto, de otro, al valorar la obra de Camus: donde Domènech y Salvat veían «humanitarismo vago», personajes de cartón piedra, ambigüedad e incoherencia, Carbonell y Maluquer ven «humanismo mesurado», seres humanos concretos, coherencia, pensamiento meridiano, en suma, un nuevo humanismo concreto. Donde aquellos venían ideas de una época ya pasada, éstos ven el humanismo (cristiano o no) de siempre o la sustancia del mediterranismo.
No me detengo en las coincidencias, que también las hay. Pongo el acento en las diferencias porque me parece que son significativas. Éstas concuerdan, además, con mi recuerdo personal de aquellos años: la obra de Camus, que era muy apreciada en los ambientes próximos a lo que podríamos llamar, para abreviar, el cristianismo crítico e impaciente de la Cataluña y de la España de la época (y también en los ambientes próximos al libertarismo), era vista, en cambio, con mucha reticencia por los intelectuales próximos al marxismo (la otra gran corriente ideológica de la época) que estaban distanciándose de todos los existencialismos.
Al leer estos artículos, tanto los escritos en castellano como los redactados en catalán, resulta curioso constatar, sin embargo, que, siendo una constante en ellos la comparación entre el pensamiento de Camus y el de Sartre en términos filosóficos o literarios, no hay ninguna referencia explícita a la polémica que les enfrentó desde 1951, sólo alguna alusión. Vale la pena hacer esa observación pensando en que años después tal polémica pasaría a ocupar el primer plano en los ensayos que se escribieron. Y también sobre esto quisiera adelantar una hipótesis que me parece plausible: a pesar de las diferencias de talante (y de las diferencias en la lectura de Camus), quienes escribían sobre él en la España de los sesenta prefirieron pasar por alto (o, si se prefiere, no subrayar) las discrepancias político-ideológicas atendiendo seguramente a aquello que más les unía entonces: la oposición, aquí, a un régimen de ilibertad.
Pero la línea de demarcación que he esbozado más arriba y la plausibilidad de la hipótesis avanzada quedarían incompletas sin hacer referencia al tercero en discordia: Joan Fuster como prologuista de Camus mediada la década de los sesenta. En el prólogo que puso a la traducción catalana (con Josep Palacios) de Le Mythe de Sisyphe, Fuster empezaba bromeando, como era habitual en él, con los filósofos de profesión para así llamar la atención sobre algo tan elemental como ilustrativo: del absurdo se han ocupado los literatos, no los filósofos, cuya «serenidad escolar» les hace desentenderse de eso. Así que en El mito de Sísifo no hay que ver filosofía; hay que leer la obra como se lee un poema o una novela porque lo que hay ahí es, sobre todo, una experiencia, la descripción de una experiencia.
También Fuster considera que hay que datar la obra y que ésta es, en efecto, representativa de la época del absurdo, de los absurdos. Sólo que para él no está tan claro como para los colaboradores de Primer acto que esa época haya pasado ya. Lo que sí está claro para Fuster es que la hipótesis de la obra, la idea de un Sísifo feliz, es una hipótesis «oscura», que contradice la lucidez de su autor al oponerse a toda filosofía de la consolación. Fuster discute ahí con el propio Camus: la idea de no vivir de espaldas al absurdo es insuficiente; habría que ir más lejos: tampoco hay que vivir pendientes del absurdo.
Al preguntarse sobre la vigencia de la obra de Camus veintitantos años después de su publicación en francés y cinco años después de su muerte, Fuster ironiza sobre la división de opiniones que, evidentemente, conoce («santo laico»/«tartufismo»). Y hecha la ironía da el salto: la discrepancia perdura y perdurará porque puso el dedo en la llaga. Las discrepancias sobre Camus no pueden resolverse porque lo que hay que en su obra es «lirismo» y el lirismo es irrefutable. Han cambiado los tiempos y aquella sensibilidad absurda, e incluso la lucidez ante la misma, se han diluido un tanto en la sociedad de la opulencia y el neocapitalismo, pero no quedan canceladas.
Tampoco es ésta la última palabra. Un año después, al prologar L’home revoltat, Fuster vuelve al asunto del mito de Sísifo para informar al lector de la conexión existente entre las dos obras. Y admite ahora de la forma más explicita que el de Sísifo feliz no es precisamente un mito que corresponda a las exigencias más profundas o específicas de nuestra época. También Fuster se ha hecho más crítico con Camus después de leer y traducir (nuevamente con Josep Palacios) L’Homme révolté.
En efecto, Fuster resume ahí muy bien la idea principal de la obra. El planteamiento de la misma le parece honrado. Llama la atención sobre los aciertos parciales del esquema histórico camusiano, sobre el carácter iluminador de algunos capítulos del libro, sobre las observaciones agudas y las hipótesis sugestivas de Camus. Pero también alude a sutilezas que llevan a yerros históricos llamativos. Y, sobre todo, discute el esquema de conjunto de la obra justamente para marcar las distancias respecto de lo que estaba siendo la recepción de la obra de Camus en aquellos años.
Ahí sale a relucir el talante volteriano y escéptico del Fuster que no se casa con (casi) nadie. No le gusta la acepción camusiana del ateísmo porque en ésta falta consistencia «teológica» y sobra «cháchara dostoievskiana». Tampoco le gusta el abrupto anti-marxismo o a-marxismo de la obra de Camus; lo define como «frívolo». Y no le gusta porque si en su declaración de a-teísmo Camus se exponía, en su opinión, a la réplica fácil del cura rural, en este a-marxismo suyo se está exponiendo a la refutación, también fácil, del simple escolar leninista. Para Fuster, el error principal y más llamativo de la obra de Camus es que en ella ha juzgado todo el marxismo, y no sólo las derivaciones estalinistas, con un criterio exclusivamente ético, olvidando, «con un candor poco comprensible», los aspectos económicos.
Aún parece molestarle más el rechazo camusiano de la violencia porque en ese rechazo Camus le ve acercarse peligrosamente a los prejuicios del «humanitarismo sentimental» y a las prohibiciones paralizadoras. Ahí la crítica de Fuster enlaza con lo que estaban escribiendo casi al mismo tiempo Ricardo Domènech y Ricard Salvat. Probablemente unos y otro tenían en la cabeza, al escribir eso, lo que estaba siendo la resistencia antifranquista en el momento y la lucha de liberación de los pueblos colonizados en África, Asia y América Latina. Pero, de todas formas, Fuster, que está escribiendo el prólogo a una obra que él mismo ha traducido, precisa y matiza: lo que salva a Camus de aquel prejuicio es que él no predica la renuncia a la rebelión.
El último punto de su prólogo, que vale la pena recordar aquí, parece directamente escrito para discutir y objetar el punto de vista expresado por Jordi Carbonell en su artículo de 1960 para Serra d’Or. Se refiere aquí al pensamiento meridiano, al mediterranismo de Camus. Fuster juzga «disonante» el epílogo de El hombre rebelde: Camus no ha resistido a la tentación de colocar su receta. Pero la idea de un Mediterráneo ecuánime y pasablemente sensual, con que termina la obra, le parece a él, que está escribiendo desde el Mediterráneo valenciano, un tópico, una banalidad, una añoranza extraviada, un ideal provinciano y vulgar.
Eran otros tiempos, desde luego. No hará falta recordarlo. En cualquier caso, así éramos. Por lo menos algunos. Luego, en las décadas siguientes, a partir primero de la crisis del marxismo y del neopositivismo y con la caída del muro de Berlín y el final de la bipolarización del mundo después, la valoración de la obra de Camus en España cambiaría de manera bastante sustancial, y en positivo, empezando precisamente por el juicio acerca de El hombre rebelde. Pero esa es ya otra historia.
Anexo. Homenaje a Albert Camus en la UPF
Homenaje celebrado el 26/II/ 2004.
I. Albert Camus iba para profesor de filosofía, pero no pudo ni quiso serlo. Cuando empezaba los estudios de filosofía cayó enfermo, a los 17 años; durante la enfermedad se le declaró la vocación literaria y, aunque más tarde se diplomó con una tesis sobre Metafísica cristiana y neoplatonismo (1936), la persistencia de la enfermedad (una tuberculosis) le obligó a abandonar el concurso por el que tal vez se habría convertido en profesor de filosofía. Luego, con los años, Camus declararía varias veces que él no se consideraba filósofo. De hecho, bautizó como «ensayos» los relatos casi autobiográficos de L’Envers et l’endroit, las meditaciones líricas de Noces, las reflexiones sobre el absurdo de El mito de Sísifo o las meditaciones sobre la rebelión de El hombre rebelde.
La preferencia de Camus por la forma «ensayo» desde sus primeras obras tiene que ver con el desagrado que le producía la reducción de la filosofía a su aspecto impersonal, sistemático, lógico y racional, es decir, con su distancia idiosincrática respecto del espíritu de sistema y de los sistemas filosóficos. Para él la filosofía es algo así como apologia pro vita sua, y, en tal sentido, algo bastante parecido a la confesión, en la que el alma se desnuda. Esta preferencia suya se puede relacionar con la atracción que desde joven sintió por la figura y la obra de Agustín de Hipona.
A la vista de su obra, está justificado, sin embargo, preguntarse hasta qué punto podemos considerar a Camus un filósofo. Una primera respuesta a esa pregunta es: lo era, era filósofo, en el mismo sentido en que lo fue Montaigne, el ensayista francés por antonomasia, uno de los creadores de la forma «ensayo» en la modernidad europea; o en el sentido en que lo fueron algunos de los ilustrados enciclopedistas franceses.
El propio Camus ha dado una respuesta, por lo demás ambivalente, a esta pregunta. Siendo todavía joven escribió (probablemente pensando en sí mismo): «Si quieres ser filósofo, escribe novelas». Pero, por otra parte, también adujo una razón para no considerarse filósofo, a saber: que los filósofos piensan a partir de ideas mientras que los artistas y los literatos piensan con imágenes o a partir de las palabras. Él se consideraba de los que piensan en imágenes y en palabras. En una entrevista concedida en 1945 dijo: «Yo no soy un filósofo. No creo lo suficiente en la razón como para creer en un sistema». Y unos años después añadía que se consideraba «un artista que crea mitos a la medida de su pasión y de su angustia».
Pero esta distinción que hizo Camus sólo vale si admitimos la existencia de una línea de demarcación demasiado rígida entre filosofía y literatura, cosa bastante difícil de aceptar ya a estas alturas del siglo XX. Pues se suele estar de acuerdo ahora en que al menos una parte sustancial del filosofar del siglo no está tanto en lo que fue la filosofía académica, especializada, cuanto en la reflexión teórica de literatos, poetas, artistas y científicos que meditaron, aunque no sistemáticamente, sobre sus respectivas prácticas y experiencias. El propio Camus, por lo demás, escribía en el capítulo titulado «Filosofía y novela», ya en El mito de Sísifo, que «los grandes novelistas han sido novelistas filósofos, es decir, lo contrario de escritores de tesis». Y citaba, en ese contexto, a Balzac, a Sade, a Melville, a Dostoievski, a Proust, a Malraux, a Kafka.
En realidad, en la obra de Camus uno encuentra reflexiones filosóficas (lo que él llama «ideas») en la mayoría de las novelas y en las obras de teatro, y encuentra la forma relato en textos que son abiertamente filosóficos, como El mito de Sísifo o El hombre rebelde. De manera que puede decirse que filosofía y narración, filosofía y literatura, se superponen, se mezclan e interactúan continuamente. Luego puede uno distinguir entre géneros por razones de comodidad, por razones analíticas o por razón de tiempo. Y limitarse a aquellas de sus obras que son más literarias o más filosóficas. De hecho, si aquí nos vamos a limitar al estudio de El hombre rebelde es por esa última razón (la de tiempo), pero tendría que advertir en seguida que no toda la filosofía moral de Camus está en esta obra. Como no lo está tampoco en la antología que suele publicarse con el título de Moral y política (Gallimard, París, 1950; trad. castellana, Alianza-Losada)
II. El último capítulo de El hombre rebelde se titula «El pensamiento de mediodía» y hace de conclusión. Es como la culminación de su análisis de la tragedia contemporánea, que él caracteriza como la familiaridad con el crimen. En este capítulo Camus se pregunta si vivimos todavía [1950] en un mundo rebelde, si la rebelión no se ha convertido en coartada de nuevos tiranos. Y contesta a esta pregunta perfilando la noción misma de rebelión. La rebelión no es reclamación de la libertad total, es reconocimiento de que la libertad tiene sus límites en todas partes donde haya humanos. Se es tanto más intransigentemente rebelde cuanto más inflexible se muestra uno en la reivindicación de un límite justo a la propia rebelión. Si la rebelión pudiese fundar una filosofía sería una filosofía de los límites, de la ignorancia calculada y del riesgo (V, 338). La rebelión no aspira sino a lo relativo, defiende un límite en el que se establece la comunidad de los hombres.
Es importante precisar, de todas formas, que este capítulo no está escrito contra la revolución, sino en diálogo con el espíritu revolucionario. Cuando Camus dice que hay dos clases de eficacia, la del tifón y la de savia (V, 342), está dialogando, desde el espíritu de rebelión, con el espíritu revolucionario que ha sido traicionado. Y lo dice, además, explícitamente: «En Europa, el espíritu revolucionario puede también, por primera y última vez, reflexionar sobre sus principios, preguntarse cuál es la desviación que lo extravía en el terror y en la guerra, y volver a encontrar, con las razones de su rebelión, su fidelidad». El autor de El hombre rebelde dice tener claro su lugar en el mundo, y ese lugar ni es la reproposición del cristianismo histórico ni es la prédica de la sumisión de los de abajo que hoy se estila. Su lugar: «al lado de las multitudes de trabajadores, cansados de sufrir y de morir, lejos de los doctores antiguos y nuevos» (V, 354).
Este diálogo se basa precisamente en el reconocimiento de la importancia del límite, en la propuesta de un pensamiento de los límites, de la mesura. La mesura nos enseña que toda moral necesita una parte de realismo, que la virtud enteramente pura es mortífera, y que todo realismo necesita una parte de moral porque el cinismo es también mortífero (V, 346). Y la mesura, así entendida, conduce a un nuevo individualismo, a un individualismo a la vez altruista y trágico, a un individualismo que no es goce, sino que es lucha siempre, alegría sin igual, culminación de la compasión orgullosa.
La última pregunta, la que corresponde a «el pensamiento del mediodía», refuerza aún más la idea del diálogo entre pensamiento rebelde y pensamiento revolucionario. Es la pregunta sobre si la filosofía de los límites puede hallar expresión política en el mundo contemporáneo. En este caso Camus concreta, en una nota, que las sociedades escandinavas de la época se aproximan a una sociedad justa por conciliación del sindicalismo más fecundo y de la monarquía constitucional (V, 348). Y recupera, en ese contexto, el sindicalismo revolucionario y el libertarismo de los comuneros de París frente al autoritarismo del socialismo cesáreo. El pensamiento del mediodía es, en buena medida, o, por lo menos, quiere serlo, el pensamiento de la cultura mediterránea: rebelión mesurada.
Y la rebelión mesurada, conocedora de los propios límites, es superación del nihilismo, preparación de un renacimiento, retorno a Itaca. Un retorno a Itaca que, al hacer repaso mental de las figuras del largo viaje histórico, y a diferencia de lo que hoy se propone habitualmente, no excluye sino que compone o recompone. El pensamiento del mediodía, que apunta más allá del nihilismo, no excluirá nada: «Ni el fantasma de Nietzsche, que durante doce años después de su hundimiento, iba a visitar Occidente como la imagen fulminada de su conciencia más alta y de su nihilismo; ni a ese profeta de la justicia sin ternura [Marx], que descansa, por error, en el sector de los no creyentes, en el cementerio de Highgate; ni a la momia deificada del hombre de acción en su ataúd de cristal [Lenin]; ni nada de lo que la inteligencia y energía de Europa han proporcionado sin tregua al orgullo de una época miserable. Todos pueden revivir, en efecto, junto a los sacrificados de 1905, pero con la condición de que comprendan que se corrigen mutuamente y que les detiene a todos un límite en el sol. Cada uno dice al otro que él no es Dios, y aquí termina el romanticismo» (V, 357-358).
Notas
[1] Jordi Gracia, Estado y cultura, Presses Universitaires du Mirail, Toulouse, 1996. Véase también La resistencia silenciosa, Anagrama, Barcelona, 2005, pág. 300.
[2] Jaime de Armiñan, «Le malentendu», en Teatro, nº 17, septiembre-diciembre de 1955, págs. 25-26. Teatro, revista dirigida por Manuel Benítez Sánchez-Cortés y Juan Manuel Polanco, se publicó entre 1952 y 1957 y en ella escribieron, entre otros, José Mª Pemán, Gonzalo Torrente Ballester y Eduardo Haro Tecglen.
[3] Antonio Lago Carballo (Coord.), Taurus. Cincuenta años de una editorial (1954-2004), Taurus, Madrid, 2004. La traducción de La peste en Taurus es de Rosa Chacel. De otras traducciones da noticia Susana Cruces Collado, «Traducción y reescritura de Camus en España», en Les chemins du texte, vol. 2, Universidad de Santiago de Compostela, 1998, págs. 282-291.
[4] El texto del mensaje de Albert Camus a los escritores españoles, en 1956, se puede leer ahora reproducido en la página web de la Fundación Andreu Nin: http://www.fundanin.org/camus.htm. En el mensaje hay un párrafo que disgustaría a los jóvenes intelectuales y universitarios que por entonces empezaban a organizarse en el PCE/PSUC para luchar contra Franco y que tal vez explique algunas de las reticencias sobre Camus existentes en esos ambientes y en aquellos años. Decía así: «El inteligente realismo de los políticos occidentales llegará finalmente a ganar para su causa cinco aeródromos y tres mil oficiales españoles, y a conquistar definitivamente centenares de millares de europeos. Después, esos genios políticos, se congratularán en medio de las ruinas. A menos que los realistas entiendan realmente el lenguaje del realismo y comprendan, en fin, que el mejor aliado de la Rusia soviética no es hoy el comunismo español, sino el mismo general Franco y sus apoyos occidentales».