Izquierda herida
Juan Carlos Monedero
“Si quieres construir un barco, no empieces por buscar madera, cortar tablas o distribuir el trabajo, sino que primero has de evocar en los hombres el anhelo por el mar”.
Desde que se empezó a hablar de derecha e izquierda en la Revolución Francesa, la derecha está conservando y la izquierda se está refundando. Conservadores y reaccionarios miran al pasado. Progresistas y revolucionarios, al futuro. Margaret Thatcher golpeó esa idea cuando reprochó a los dinosaurios del PCUS querer mantener la Unión Soviética. Anthony Giddens habló al oído de la socialdemocracia, susurrándole la conveniencia de aceptar, junto al liberalismo político, el liberalismo económico. Se hicieron socialistas a fuer de liberales. En EEUU no hay pobres, sino loosers (perdedores). Aquí vamos en camino. Lo que el mercado no te dé, San Pedro te lo bendiga.
La izquierda está herida. De éxito –construir una sociedad real o potencial de clases medias–, de fracaso –no lograr esa sociedad en donde “la libertad de cada cual sea la condición de la libertad de todos”– y de indolencia –haber abandonado la lucha por la hegemonía–. Con el siglo, fue dando vueltas y vueltas a la estaca, acortando en cada giro la cuerda. Cuando se aproxima a tareas de gobierno no hace nada radicalmente diferente de lo que impulsan las fuerzas del gran centro. En tiempos de crisis, lejos de dar una respuesta a por qué en mitad de la barbarie no surge un cambio radical, se limita a adjetivar al sistema como “salvaje”, ofreciéndose como el domador firme de los desmanes de la fiera. Cuando habla de modelos, insiste en algunos claramente insuficientes. No hay ideas. Difícil despertar así a los dormidos.
En las postrimerías del franquismo, Fraga ganó una espectacular batalla después de vivo: “España –dijo, y todos asintieron– es diferente”. Muerto el caudillo, la ciencia económica se lanzó a demostrar que el atraso de España en realidad no era tal, y los sociólogos se empeñaron en certificar la normalidad hispánica. La izquierda olvidó su propia experiencia y se resignó a importar ese patrón europeo. Aún sigue haciéndolo, y por eso sigue rehén de la última moda ideológica.
En Europa, al igual que en España, las democracias liberales implosionaron en los años treinta, dejando paso a regímenes fascistas. La respuesta fue el antifascismo, responsable de la derrota de las potencias del eje (y en España, de los tres años que lució el cartel de “no pasarán” en la Plaza Mayor de Madrid). Comenzó entonces una pugna entre el liberalismo que pretendía sin más regresar al pasado, y las fuerzas antifascistas, que incorporaban una superación de la democracia liberal.
Triunfó el pasado, aunque tuvo que negociar con esa izquierda las bases constitucionales e, incluso, su participación en diferentes niveles de gobierno. La construcción europea, hasta el Tratado de Maastricht de 1992, estuvo marcada por esa impronta social.
Ahí están las claves de la diferencia de España. No en el nacional-catolicismo, sino en la ausencia social y política del antifascismo, fusilado y enterrado en cunetas, preso y torturado, exiliado, separado de sus cátedras y escuelas, desempleado y excluido, olvidado y, en la Transición, vuelto a olvidar. No hay diferencia con la Europa demoliberal –incluso puede encontrarse fuera una mayor densidad, como demuestra el caso de Berlusconi–, pero paga el precio de la ausencia de ese porcentaje de sociedad civil dura, republicana y defensora de las virtudes públicas, demócrata radical y movilizada de izquierda transformadora. El pacto de la Transición hizo olvidar la II República, la Guerra Civil y el franquismo. También el antifranquismo. El Partido Comunista de España, en nombre del consenso, aparcó el reconocimiento de todos aquellos y aquellas que lucharon por la legalidad republicana. Ese exceso de prudencia sepultó la memoria histórica y negó la impronta del antifranquismo en la democracia. E incluso impidió cualquier tipo de democracia interna en el partido que resumía la oposición al régimen del general Franco. La huella genética de la democracia española reposaba en una Transición salvada por el rey, y no en la lucha de los que se jugaron todo peleando contra nuestra prolongada ración de fascismo. Se nos hurtó discutir la Constitución del 78, asumimos Europa como un mantra, dimos a la extrema derecha marchamo democrático al esconderla –a veces ni siquiera– en uno de los partidos del consenso. En definitiva, arrastramos renqueantes algo mal resuelto.
La última gran refundación de la izquierda española nació del impulso social del referéndum contra la OTAN. El loable intento en marcha no presenta una gran diferencia con aquel proceso que dio nacimiento a IU, fuera de que no hay acción colectiva relevante y aquella Izquierda Unida se ha fragmentado en más grupos que los que le dieron origen. La refundación de la izquierda impulsada por un PCE al que le pesa un pasado –y a menudo un presente– cainita, hace ruido con el sentido común social de izquierda, fruto de la memoria y de las contradicciones que genera el sistema. Lleva, pese a haber votado o trabajado en ese espacio, 30 años sin poder referenciarse políticamente. ¿Qué es lo nuevo? Repeticiones no refundan.
Decía Saint Exupéry: “Si quieres construir un barco, no empieces por buscar madera, cortar tablas o distribuir el trabajo, sino que primero has de evocar en los hombres el anhelo por el mar”. La refundación de la izquierda no pasa hoy por reunirse en torno a una marca electoral golpeada, sino por evocar ese anhelo de mar. Si quieres construir el socialismo, no empieces por buscar un partido, ganar concejales o negociar puestos (cosas importantes), sino que primero has de evocar en los hombres el anhelo por la emancipación. Es, una vez más, hora de ideas y pedagogías.
Juan Carlos Monedero es profesor de Ciencia Política de la Universidad Complutense de Madrid