Transición política
Carlos Etcheverría
De forma recurrente y coincidiendo con acontecimientos que ponen de actualidad el tránsito político a partir de la muerte de Franco, intercambio con mi amigo Alexandre Carrodeguas los nuevos datos que van apareciendo sobre la estafa que supuso el tan enaltecido cambio político.
La reciente presencia en A Coruña del senador Anasagasti ha propiciado una de esas citas. Lejos de abrumarnos con las nuevas noticias, hemos tomado a chacota el derrumbe del edificio insostenible de tan celebrado cuento de hadas.
La bibliografía actual desvela sin duda la superchería. Comienza con la obra Soberanos en intervenidos de Joan Garcés (1996). La fecha carece de rigor cronológico y lo único que pretendo con tal primacía es colocar al lector en los antecedentes que hacen comprensible el acontecer histórico. Antes y después de esa fecha, los analistas más rigurosos (Gregorio Morán -El precio de la transición 1991-; A. Grimaldos -La sombra de Franco en la transición 2004-; Ferrán Gallego -El mito de la transición 2008-; Javier Cercas -Anatomía de un instante 2009-) proyectan luces suficientes para conocer el entramado del que surgió la Constitución de 1978, camino de hierro por el que viene circulando la transición española. Antonio Alvarez Solís lo explica así: Estados Unidos, Inglaterra, Francia se habían quedado sin Franco en el gobierno de la colonia del sur y necesitaban gentes que, convencidas o no, pudieran conservar la máquina del franquismo, que era la que les interesaba para su negocio. Y es que la transición política es un proceso que cada quien lo interpreta a su manera, según sus íntimos deseos: el franquismo para sobrevivir; los demócratas creían vencer al enemigo totalitario; algunos republicanos de buena fe intentaban recuperar el sufragio universal y el Estado laico; los monárquicos su rey…
Pero las aspiraciones de renovación tropezaron con la vieja rutina. Se renunció a transformar la sociedad que afianza sus caducos valores: propiedad, familia, religión, orden. Y llega 1982, en que el partido socialista abre unos horizontes de cambio y promete grandes acontecimientos (la oligarquía financiera, el clero y el ejército iban a ser desmantelados), a sabiendas de que el pacto constitucional lo impedía.
Decenas de años después, el ciudadano asombrado constata que el poder económico es más fuerte; que la iglesia se consolida y afianza controlando la vida civil más que nunca; que el ejército se moderniza a costa de lo más sustancioso del presupuesto para defender a España de no se sabe bien qué enemigos patrios. No quiere subvertir el orden democrático, sino el orden impuesto por quienes desde siempre controlan el poder económico y social. Desea, sí, que se reduzcan las diferencias materiales y desaparezcan los dogmatismos y las tutelas de la conciencia. Y remedando a Garcés, desean en suma ser soberanos y no intervenidos.