La poesía es un arma cargada de futuro (o Palabras que no deben perderse)
Salvador López Arnal
Reseña de: Ricardo Rodríguez del Río, Palabras perdidas, Madrid: Olé libros, 2021
Con estos versos cierra Ricardo Rodríguez del Río este poemario de obligada lectura: «No había camino de vuelta/ cuando por fin descubrí que no deseaba el camino de ida.»
Es casi innecesario presentar el autor a los lectores de nuestra revista. Ricardo Rodríguez del Río ha frecuentado nuestras páginas y ha publicado El secreto de Sócrates en Piel de Zapa y Los impuestos en la sociedad democrática en la editorial de El Viejo Topo (con una prosa ensayística que, en mi opinión, está entre las mejores del país). Cucharadas de mar fue su primer poemario, le siguió Rebato de amor. Palabras perdidas es el tercero.
No hay palabras perdidas en Palabras perdidas. No las hay, por ejemplo, en su Nota de autor, de imprescindible lectura (y relectura). El 22 de marzo de 2020, nos dice, mientras trataba de superar su enfermedad, su madre se dejó derrotar y murió. «Aquella tarde y aquella noche, después de que me dieran la noticia, fueron las más terribles de cuantas guardo en el recuerdo. Creí que me volvería loco». Se marchó sin que el poeta pudiera hablar con ella, «sin que pudiera cogerle de la mano y sosegarla, sin que pudiera siquiera mirarla a los ojos en la última hora, en el último momento, en el último segundo».
Dos meses después, el autor convirtió el dolor en poema. Lo tituló «Las palabras debidas. Elegía», es el penúltimo del libro (a la altura, no exagero, de la «Elegía» de Miguel Hernández): «…Te marchaste como viniste al mundo,/ sin molestar/ en tiempo de truenos y ofuscación,/ igual que viviste,/ guardando a todos/ y sin pedir que a ti nadie te guardara/ Demasiada bondad, / en silencio, en soledad/ sin perturbar ni al aire que te envolvía./ Y así/ ¡maldita sea!/ no hay derecho».
El poema, y todo el libro, es un homenaje a ella y «a todas las personas que nos ha arrebatado la pandemia, añadiendo a la muerte el tormento de la soledad». Algún día, añade, «deberemos saltar cuentas con nosotros mismos para terminar de asimilar el torrente de vida que se nos robó y reconstruir la que nos queda por delante».
¿Qué poemas, qué versos encontrará el lector/a en este poemario? Son versos como estos, de «Convocatoria», un poema imperecedero: «…Aquí os espero/ y allí es donde me dirijo/ y donde nos encontraremos./ La nuestra es la nación en la que aún palpitan rastros de humanidad/ en la que estremece una caricia, alumbra una mirada/ e inquieta la ausencia./ La nuestra es una nación/ en la que vivir,/ solo vivir y nada menos que vivir,/ en tributo más que suficiente».
O con estas líneas de un magnífico texto de prosa poética (pp. 21-22): «La infancia es la eternidad en un atardecer de otoño. Nadie está conmigo. Nunca será mañana. El niño que remueve el agua con los dedos sigue allí. Es otro en realidad el que regresó a su casa./ ¿No te das cuenta? No eres tú./ No soy yo. El mañana en el que vivimos no es su mañana./ Mañana no va a ser nunca».
O con estos versos de «Testimonio provisional», el penúltimo poema: «Con esto, digo, me basta.// Y no aspiro a legar más rastro ni recado de mí/ que una diminuta muesca/ en un puñado de corazones,/ igual que un enamorado que dejase aviso/ de sus andanzas febriles por el bosque/ en el tronco de un olmo.// Con esto, insisto, nos bastará mañana.»
Para nuestro poeta, como para Vicente Aleixandre, así lo ha señalado con acierto Marina Estévez, la poesía no es lucimiento, no es decir brillante y a veces oscuro, es, sobre todo y ante todo, comunicación, abrir el alma a los lectores/as, con la intención de que abran también su alma.
Y no creo que sea un error encabezar esta breve reseña con un verso del nunca olvidado Gabriel Celaya. Con otra forma de decir, con otra poética si se quiere, hay mucho de poesía social en las páginas de estas Palabras perdidas (también debidas).
Entre las tres citas con las que Ricardo Rodríguez del Río abre el libro, una es deVirginia Woolf: «Realmente lo que me importa es la vida». La vida y la poesía que da sentido y amor a nuestras vidas. No es causal que el poeta dedique el libro también «a cuantos trabajadores sanitarias nos atendieron con una generosidad que yo jamás he conocido. Y, naturalmente, a Piedad, quien, a pesar de no poder estar conmigo en el hospital, nunca dejó de acompañarme. Solo esto me da esperanza».
En resumen: pasen, lean (lentamente, muy lentamente) y abran su alma.